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Apagamos el fuego y le pedí que regresara pronto a visitarme. Él respondió que no se lo perdería por nada, que llegaría cuando las manecillas de un martes tocaran las doce.

Me tranquilizó diciéndome que seguramente encontraría tarde o temprano a más parientes por ahí, mis tías Tabitha, Roma y mi tío Simón de seguro iban al infierno y mi prima Priscila no podía ir a parar a otro lugar.

—Ya nos verás a todos por aquí. Estarán tan felices de encontrarte.

Sonreí, me recosté sobre un surtidor de gasolina y estiré las mangas de mi camisa negra encogiéndome de hombros.

No era que no los quisiera, pero prefería ver a otras personas por allí, quería que vinieran y a la vez no. Estaba en un dilema ético y moral. Porque verlos significaba que serían torturados, arrastrados a la misma mugre donde estaba prisionero. Era egoísta y mezquino y era todo lo que quería.

Para empezar, echaba mucho de menos a Gorgo ¿Cómo era posible que pudiera querer tanto a alguien? Aun así, no le deseaba a Gorgo terminar en este sitio.

Monkey se veía más animado que yo de pensar en todas las personas que terminarían ahí, sobre todo su esposa, así que no quise quitarle la esperanza y decir lo egoísta que sonaba eso.

—Recuerda Asher —concluyó colgándose la mochila con el grabador—, el mundo es demasiado chico como para llenarlo de tristeza. Las palabas que escondes en el fondo de tu cabeza terminarán comiéndote, siempre tienen hambre y no van a parar.

Estaba dándome una última oportunidad para que le contara mi muerte.

—¿No era que te ibas?

Nos dimos un abrazo fuerte, él se ajustó las correas de su mochila y comenzó a caminar lejos de mí, de espaldas obviamente, balanceaba los brazos y me miraba riendo, radiante, como si estuviera en una playa del caribe. Algunas hojas de oficina planeaban en las veredas. Monkey caminaba en mitad de la avenida, sorteando automóviles quemados por las llamas y hierbas.

Hizo ademán de que sostenía una guitarra, la afinaba y entonces, rasgando cuerdas inexistentes, tocó la música que reverberaba en su cabeza.

Como si él también estuviera quebrado comenzó a cantar:

Chiquitita, dime por qué

Tu dolor hoy te encadena

En tus ojos hay

Una sombra de gran pena

No quisiera verte así

Aunque quieras disimularlo

Si es que tan triste estás

¿Para qué quieres callarlo?

Reí y tuve que gritar porque se estaba alejando.

—¡Soy un chico! ¿Lo recuerdas?

El fanático número uno de ABBA hizo bocina con sus manos porque estaba demasiado lejos, su cuerpo se fundía con el horizonte, pero la soledad de la ciudad arrastraba su voz hasta mí. Todavía caminaba de espaldas.

Tan segura te conocí

Y ahora tu ala quebrada...

Su voz se desvaneció unos segundos para regresar con más fuerza.

Que las penas vienen y van y desaparecen

Otra vez vas a bailar y serás feliz

Como flores que florecen

—¡ADIÓS! ¡TE EXTRAÑARÉ MUCHO! —grité a todo pulmón.

....no hay que llorar

—¡YA PIÉRDETE!

Las estrellas brillan por ti allá en lo alto...

Siguió cantando, pero ya no podía oírlo, su voz era como una mancha auditiva, difusa y abstracta. Un presente que se convertía en recuerdo.

Cuando se hubo ido del todo emprendí mi camino de regreso a la cueva y no pude evitar bailar y reír. Primero fue un giro torpe, después un tarareo involuntario acompañado de un chasquido de dedos y cuando quise darme cuenta estaba brillando más que cualquier protagonista de Footloose. Reí bien alto, alegre, normal, entregado en sentimiento a una ciudad muerta que jamás podría devolverme la risa que me robó. Escapó de mi boca como algo dulce y placentero y me moví como si estuviera poseído por una música que solo yo podía oír.

Y las palabras que me comían se sentaron satisfechas y saciadas, por primera vez, a ver y escuchar lo que hacía un alma a pedazos.

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