Cuando Tío Monkey me dijo que no sabía que me habían asesinado... bueno, no lloré.

El infierno no era de provocar melancolía solo furia. Grité tantos insultos que le di a Jenell un diccionario completo de blasfemias, tiré una góndola con envolturas vacías que se desmoronó causando un alboroto y pateé una caja vacía.

Leviatán me miró asombrado, con un dejo de admiración en sus ojos vacíos y fríos. Ruslan trató de tranquilizarme y Jenell me señaló cosas que podía destruir como la caja registradora que alcé sobre mi cabeza y la arrojé al último escaparate en pie, que se fragmentó en cientos de cristales puntiagudas. La anciana se cubrió con su velo como si no quisiera presenciar el caos. Larry continuó sin moverse, admirando la dispensadora de golosinas.

Finalmente, Tío Monkey me dio una probada de lo que era estar vivo.

Se acercó, me dio un beso en la mejilla y luego un abrazo de oso que me pegó los brazos al cuerpo. No podía moverme así que grité. Aullé con todas mis fuerzas y pateé el aire. Grité hasta que Jenell volvió a salir de la gasolinera tapándose los oídos con las manos, diciendo que había sido suficiente de nosotros por un día. Ruslan alzó la cola del vestido de la señora y la siguió hacia afuera. Leviatán se llevó a Larry y antes de saltar el marco de la puerta me dijo:

—Nos vemos, amigo.

Tío Monkey me soltó sobre el suelo sin delicadeza, caí, pero no me moví. Permanecí recostado sobre el linóleo lleno de huellas de barro y envolturas. Él esperó una explicación, pero no podía decirle cómo morí... no podía esperar nada de mí porque no había nada en mí.

No podía. Estaba... estaba...

Tal vez Alan Turing tenía razón, mi alma se había roto antes de fallecer, había llegado al infierno fragmentado.

Asher Colm estaba traumatizado.

Y entonces, mirando el vacío que me presentaba el mundo, hice lo que todas las personas rotas hacen: me empecé a reír.