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No estaba solo en mi nuevo vecindario, ubicado en el Nivel Inusual.
Me habían asignado una Patrulla Inusual, que serían las personas con las que saldría a dar charlas motivacionales y entretenidas al resto de los otros niveles.
Eran tres singulares personajes cuyos delitos y muertes habían sido igual de extraordinarias.
En cualquier otro lugar hubieran sido bichos raros, ahí los demonios querían que fueran celebridades. Para mí, su proyecto era una idea que a todas luces fracasaría. No podía culparlos, eran demonios se suponía que eran las criaturas que menos sabían sobre alegrar a los demás.
Los miembros de la patrulla vivían en cuevas cercanas a la mía, en aquellas grietas y montañas que rodeaban la ciudad del Nivel Inusual era donde recibíamos la tortura, así que podría decirse que éramos vecinos.
Ruslan Smirnov era el más excéntrico de todos ellos. Era ruso, pero no murió en su país, falleció en mitad del Atlántico con otras doscientas personas que asesinó y a la vez no asesinó. Confuso ¿verdad? Esperen a ver por qué.
Era un drogadicto de veintitrés años, cabello castaño y lacio por los hombros, ojos azules irritados y rasgos que parecían tallados por Miguel Ángel, pero su belleza no le servía de nada porque era más irritante que las personas que caminan lento en una avenida.
Él estaba viajando en avión cuando ocurrió el "accidente". Como todas las personas tristes y adictas Ruslan no pudo controlar su impulso de consumir.
La historia comienza cuando Ruslan, en una disco, se cruzó con un chino que le vendió una nueva droga: «Si la pruebas conocerás a Jesús» Aseguró. Ruslan lo hizo y efectivamente conoció a Jesús, más precisamente porque Jesús Favián Mendoza era el que producía el narcótico.
El chino lo hizo visitar el galpón en donde tenía su laboratorio. Jesús estaba supervisando toda la producción con unas gafas protectoras y una bata de hospital un poco sucia; fue muy amable con Ruslan, le estrechó la mano, le habló de la fabricación y como le resultó simpático le regaló un poco más de aquella droga que empaquetaba en pequeñas bolsitas plásticas.
Ruslan tenía que abordar un vuelo en las siguientes horas, escondió el paquete en el fondo de su... em... zapatilla y burló todos los controles de la aerolínea, pero una chica que hacía fila para un viaje al golfo no tuvo la misma suerte.
Ruslan vio cómo la arrestaban, los oficiales la empujaban de bruces al suelo, todo el mundo la veía con aversión y asco. Luego los policías la arrastraban hacia una oficina donde podrían actuar con discreción. Ella se quejaba y pateaba, pero los oficiales le decían que tenía de veinte a treinta años de prisión y era mejor que guardara silencio.
Él se había petrificado como estatua. Tenía los ojos desorbitados, los labios separados y la nariz goteando, esa, damas y caballeros, es la expresión de alguien que tendrá una epifanía.
Subió al avión, se ubicó en su lugar, al lado de un empresario japonés que no dejaba de quejarse y de un niño latino que pateaba la silla delantera. Se acomodó en el mullido asiento de clase turista que consiguió por descuento y tuvo una revelación que le costaría la vida: ya no quería ser un yonki. Un drogadicto, un parásito, una babosa, un chupachupa. Estaba malgastando su vida, la única que tendría.
Había defraudado a su familia, a su perro Rex que fue a vivir con sus antiguos vecinos, a su antigua psicóloga, a su madre y sobre todo y más importante al animador de su fiesta de diez años que le dijo: «Yo creo en ti, estás destinado a cosas grandes»
Así que nuestro nuevo y reformado Ruslan se encerró en el baño para tirar todas las pastillas por el retrete, pero en nuestra historia existe otra persona igual de culpable que Ruslan y se llama: Michael Scott.
Michael tuvo la desfachatez de decirle al camarero de un restaurante mexicano «Soy de Texas, estoy acostumbrado al picante, echa ese maldito condimento» Resulta que Michael no estaba acostumbrado al picante y tampoco era de Texas, era mucho peor, si es que eso es posible, era de Florida. En ese mismo instante Michael sufría las consecuencias de no hacerle caso a un mexicano.
Aporreó la puerta del baño y gritó:
—Please let me pass, it's an emergency. Come on, man. Please, I'm dying out here.
Al percatarse de que la puerta temblaba bajo los puños de Michael y que una azafata intervenía, Ruslan entró en pánico y se tragó algunas pastillas que no arrastraba el agua. Quiso escupirlas más adelante, pero de un momento a otro se disolvieron en su boca. Conclusión: el yonki acababa de drogarse por accidente por primera y última vez.
Salió rápidamente del baño sintiéndose mareado, se dirigió a tumbos a su sitio y se sentó cubierto en una gélida capa de sudor, aferrando con fuerza los apoyabrazos. El avión no afrontaba una turbulencia, pero Ruslan sentía que sí.
Si creen que es una muerte rara esperen a leer lo caprichoso del tiempo.
El caso es que a todos en ese avión le quedaban exactamente sesenta segundos de vida porque había un tornillo del fuselaje que unos ingenieros habían ensamblado mal, además de que la puerta del avión estaba mal colocada y la presurización no los ayudaría por siempre. Ellos no sabían que eran una tripulación milagrosa porque era imposible que ese avión siguiera en los cielos, ni siquiera tuvo que haber despegado de la pista, pero como todo milagro atravesó las barreras de lo posible.
Aunque también, como en todos los milagros, la suerte no fue para siempre. Estaban a punto de romperse en pedazos en más de una forma. Se suponía que el piloto trataría de perder altura y bajar al nivel del mar para, en caso de chocar, no matar a todos. Esa maniobra solo demoraría lo inevitable por unos segundos, aun así, morirían. Eso hubiera pasado si Ruslan no distraía al piloto.
Únicamente faltaban sesenta segundos, lo que dura un viaje en ascensor, un ataque de tos, tu abuela dándote elogios o lo que dura una persona precoz en acabar.
Solo malditos sesenta segundos. Pero Ruslan estaba drogado y no esperó a que el estúpido tornillo los matara que comenzó a alucinar. Veía fuego y lo sentía, si me lo preguntas, muy irónico y premonitorio que viera llamas. En fin, en lugar de gritar y delatar que estaba drogado como haría una persona normal, se dirigió a la puerta del avión y trató de abrirla.
Hizo un alboroto tan grande que salió uno de los pilotos para apoyar al vigilante del vuelo, entre las azafatas, el vigilante y el piloto trataron de sentarlo, fue cuando el tornillo se soltó, la puerta se abrió y el resto es historia. Historia que les voy a contar.
El efecto del viento hizo como sopapa, empezó a chupar a todos, las presiones se desnivelaron, el avión se partió en cuestión de quince segundos y a los treinta y tres segundos estaban todos muertos en el océano.
En conclusión, el piloto no pudo apoyar al copiloto, bajar el avión y ganar más tiempo, o tal vez salvar vidas. Digo, no es lo mismo que un avión se desmiembre a mil pies de altura que junto al mar.
Tal vez pudo haberse salvado la doctora Mirja Järvinen que estaba estudiando la cura del cáncer. Si lo veías por ese lado, Ruslan había asesinado a millones de personas.
Ruslan había matado a doscientas personas que iban a morir más temprano que tarde. Hubo un revuelo al juzgar su alma porque no iba a ser más un yonki, si no moría iba a reformar su vida, así que no podían condenarlo por drogón y técnicamente no era asesino. Pero el alma no llegó al cielo porque que les había quitado a los doscientos pasajeros diez segundos de vida, eso sumaban unas... cinco horas con cincuenta y cinco segundos para ser exactos. Además de que le había arrebatado la posibilidad de sobrevivir a Mirja Järvinen.
La historia de Ruslan termina con él en el infierno, sin drogas, siendo contratado por el Sindicato y trabajando honestamente.
Pero como ya dije antes, los milagros no duran para siempre.
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