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 Convivir con Leviatán era como tratar de bailar ballet en una montaña rusa, montado sobre el carrito y, por qué no, hacer malabares en el intento. Es decir que era jodidamente imposible. 

Para empezar el Nivel Inusual era una ciudad que se parecía mucho a Nueva York luego de una guerra mundial, un ataque zombi y el vandalismo de miles de pandillas. No existía cielo, simplemente era el techo de una caverna inmensa, los rascacielos despuntaban sobre unas nubes rojas, densas y pegajosas como mermelada ¿A qué viene esa comparación? A que la lluvia era literalmente pegajosa, como si te bañaras en jalea.

Todo en ese nivel estaba puesto para irritar y desmoralizar. Paredes vertiginosamente altas rodeaban los edificios, en las grietas de esas rocas vivían los inusuales.

Podía bajar a la ciudad todos los domingos, el resto de los días cumplía mi sentencia escondido entre las montañas rojizas como un gigante gruñón o un agente secreto.

Leviatán había condicionado una cueva para que viviéramos los dos allí. La había decorado como un departamento de solteros y lo había hecho de la peor manera, para alguien cuyo sueño era ser decorador de interiores, estar en esa caverna era una tortura constante.

Había dejado su toque de malicia en cada cosa.

Por ejemplo, había colocado una nevera roja solo con comida vegana vencida, un bar con licor de anís o alcohol etílico, sillones sin respaldo de cuero sintético y estampado atigrado; la televisión solo emitía canales de compra y el reproductor de música sintonizaba remixes de pinchadiscos sin talento. El suelo de tierra estaba cubierto, en algunos sectores, con una alfombra de flores hawaiana. Al fondo de la cueva había una habitación con una hamaca en lugar de cama, un armario repleto de ropa negra con pegatinas en su superficie. A la izquierda de la hamaca, a dos metros de distancia, había una puerta al baño.

También había conseguido juegos de video, pero únicamente de una momia matemática llamado Juego-matica. Además, cada cosa despedía un hedor nauseabundo, olía a madreselva podrida o algo así, abuelaselva la llamaba él.

Todos esos inconvenientes podía soportarlos, pero lo que no podía aguantar eran los estúpidos patos. Había llenado la cueva de patos, el animal favorito de tío Jordán, patos iguales a los que iba a alimentar al parque. Blancos, con cabezas verdes satinadas, cuellos negros, moteados y oscuros.

Los patos caminaban con su andar gracioso de un lado a otro, estaban montados sobre el fregadero, estaban metidos en mi cama, escondían huevos entre mis zapatos o follaban sobre la mesa. Tenía que fijarme dónde caminaba para no pisarlos y siempre, siempre, siempre estaban graznando incluso cuando trataba de dormir.

Y de soñar.

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