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Lo que Alan Turing sí sabía del infierno, y no tardó en explicarme, era que cada uno se lleva una muestra de algo que estuvo involucrado con su muerte. Puede ser previo como ropa o después como bichos.
Alan tenía la manzana que él mismo envenenó y con la que se suicidó, yo tenía mi pierna rota así que estaba cojo para la eternidad. Mejor así, podía decirse que tuve suerte porque había personas peores que yo, como Alice Kyteler* una mujer hermosa y pelirroja, o al menos eso me dijeron, que había sido enjuiciada en 1324 por bruja y luego la habían quemado en una pira.
Ella estaba todo el tiempo en llamas, las llevaba como si fuera su piel.
Decía que había muerto a los treinta y tres años. Como no veía nada más que su silueta prendida fuego, opté por creerle.
Solía hacer bromas con eso diciendo que estaba ardiente, que era fogosa, que derretía con su sensualidad y derivados. Yo creo que lo era porque acabó en el infierno por promiscua. No me mires así, yo no hago las reglas. Al menos su novio Robin Artisson también estaba ahí, así que la justicia divina le fue ambos. Dos promiscuos con una eternidad para fornicar, como lo veían ellos, no sonaba a tortura.
Yo no estaba tan seguro de esa última parte, picar rocas y volver mi cárcel un laberinto me parecía sufrimiento suficiente. Quería irme de allí.
Digamos que siempre estaba atento a la posibilidad de escaparme.
Tal vez mentí, sí tenía una ambición en el infierno y era irme de él, porque yo no pertenecía a ese lugar y tenía asuntos pendientes en la tierra. Tenía que regresar bajo toda costa.
Mi nacimiento había sido el sueño de mis padres, mi muerte su pesadilla y mi regreso, bueno, eso sería un maldito milagro.
*Fue una noble, la única hija de una familia acomodada hibero-normana, tenía dinero y poder, razón por la cual fue la primera persona acusada y condenada por brujería en Irlanda. Se la acusó tener relaciones con un incubo llamado Robin Artisson.
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