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 —¿Dónde estoy? —pregunté trazando un círculo con mis pies y observando alrededor, mirando lo que me rodeaba.

 Solo había rocas y dos opciones: o me encontraba en una caverna o ese edificio tenía el peor decorador de interiores del mundo. Pensé que deberían colocar más luces y ventanas espejadas como las que tenía la cabaña a la que había ido... de repente recordé lo que había ocurrido en mitad del bosque a donde tío Jordán me había llevado.

 Quise caminar, pero mi pierna derecha estaba rígida y me dolía demasiado flexionarla o estirarla, estaba como encogida en la postura de una sentadilla, como la tendría un anciano con artritis. Una punzada lacerante recorrió y atormentó todo mi cuerpo. Caí al suelo de tierra llana. Una nube de polvo me recibió y se erizó para cubrirme.

 No me rodeaba mucho, todo era oscuridad, pero no una penumbra negra como el carbón sino más bien roja, de un color borgoña apagado casi como la sangre, parecía que me encontraba en el interior de un corazón roto. Había paredes de roca, pero el final del corredor era engullido por las sombras, me sentía un astronauta en las tierras de marte o un daltónico.

 El hombre que tenía delante era castaño, de ojos azules y semblante bondadoso pero firme. Sus orejas parecían querer volar lo más lejos posible de su cara. Su cabello estaba engominado y me sonrió piadosamente mientras me señalaba con el bastón:

 —¿De verdad no recuerdas nada? —preguntó.

 Aunque tenía pinta de buen tipo hablaba con una rigurosidad y una convicción que me hubiera hecho dudar hasta de mi propio nombre.

 Meneé con la cabeza.

 —Ah.

 No me creía, giró el bastón entre sus dedos.

 Estaba bien, yo tampoco lo creía. En mi mente había una sucesión de imágenes que me abrumaban, vestigios de una pesadilla, pero eran tan extrañas y espeluznantes. No podían ser reales. Creí que el sueño era la realidad y la realidad una simple fantasía.

 —¿Pero recuerdas quién eres?

 Asentí, sentándome en el suelo y quitándome el polvo de mis manos sudorosas.

 —Soy... me lla-llamo Asher. Asher Colm.

 —¿Y qué es lo último que recuerdas, Asher?

 Me miré y cubrí mi entrepierna con la cubeta. Nunca me había avergonzado mi cuerpo, pero bueno, la única persona que había visto mis genitales habían sido mis padres y mi vecina la señora Carpinteren, por error ¿Eh? Por error.

 —¿A dónde se fue mi ropa?

 El hombre rio, le dio un mordisco a su manzana jugosa. Masticó con apetito mientras de la comisura de sus labios se filtraban dos gotas de zumo que se vertieron por su barbilla como serpientes. Tragó, se secó el mentón con el dorso de la mano, hizo un movimiento con su bastón y la manzana nuevamente estaba entera, sin morder.

 Fruncí el ceño y creí que se trataba de un truco de magia.

 Pero no soy tan tonto, una parte de mí sabía lo que había pasado. Se cree que los humanos no pueden ver el futuro, bueno eso es cierto, no lo ven, pero a veces lo sienten, presienten cuando algo malo se avecina. Y ese momento yo estaba experimentando la tormenta que se desataría en mí.

 —Te robaron la ropa, mi amigo —explicó—. Habrás tardado mucho en despertar y... —Miró alrededor de la cueva—... aquí hay necesidad de indumentaria. —Acarició su capa y planchó los pliegues de su uniforme de soldado—. Por suerte yo conseguí lindas cosas.

 —¿Q-qué...

 —¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó inclinándose ante mí.

 El polvoriento suelo de roca bajo su pie crujió, él humedeció los labios y no me desvió la  mirada.

—Mi tío...

 —¿Murió contigo?

 Meneé la cabeza con lentitud, compungido. Tenía la respuesta atorada en la garganta.

 —Ah, entonces te mató —dedujo.

 Esa palabra resultó extraña en mi cabeza ¿Estaba muerto? ¿Tío Jordán me había asesinado? ¿Él hombre que siempre dejaba plumas brillantes y suaves en mis bolsillos cuando era pequeño me había matado? Ese mismo, el que había prometido enseñarme a manejar un auto...

 —Yo no puedo...

 —Sí, sí que puedes.

 —Yo no me morí —solté suplicante como si él pudiera revertirlo—. Tío Jordán no pudo ma...

 La palabra se me atoraba en la garganta como si fuera un almuerzo que no había dirigido. Se me rompió el corazón. Siempre creí que una pareja me rompería el corazón, pero los honores se los había llevado tío Jordán. Para los afortunados que nunca los mataron emocionalmente, para aquellos únicos y diferentes, permítanme decirles qué es un corazón roto.

 No se siente como hielo, ni como algo fracturado que se pueda volver a unir o pegar. No es una grieta o un golpe, es fuego que quema, unos corazones rotos son llamas que tornan todo a cenizas, me consumía, es un camino sin retorno, es, a fin de cuentas, morir.

 El dolor se propagó hasta mis ojos donde se convirtió en un líquido salado que los humedeció.

 ¿Alguna vez viste a alguien sin sueños ni esperanzas? ¿No? Bueno ahora sí.

 Él hombre observó cómo mi corazón y todo lo que era alguna vez se derrumbaba pieza por pieza. No se movió de lugar. Se encogió de hombros, estiró el brazo con el que sostenía el bastón y depositó todo el peso de su cuerpo en él, como si fuera un pilar.

 —Yo que tú cambiaría de familia. Es un poco traicionera. Mejor solo que mal acompañado ¿Eh? —Me codeó amistosamente, esperó una respuesta que no tendría y agregó—. Te aconsejaría mudarte con un gato —se rascó la barbilla afeitada—, pero moriste, supongo que eso solucionó el problema de la mudanza.

 —Mi familia...

 —Seh... no me gustaría conocer a tus enemigos.

 Permanecí en silencio. Sonrió, me dio la mano y me ayudó a levantarme. No esperó a que me recompusiera que se presentó inclinando ligeramente su cabeza.

 —¿Sabes qué es la Divina Comedia?

 Parpadeé consternado, me masajeé el cuello y con la otra mano seguí cubriéndome, con la cubeta, mis partes nobles.

 —¿Es un musical? —balbuceé.

 —¿Un musi...? ¿Qué? No, santo cielo, no. Es un libro, la historia habla de un hombre llamado Dante que viaja al infierno y cotillea de aquí para allá, él desciende por niveles y mira cómo todos son torturados. Su guía es un gran poeta llamado Virgilio, era una de las pocas personas famosas de la época así que Dante se conformó con él; porque el libro fue escrito en el 1300 y vaya que no existían personajes célebres como Mozart, Miguel Ángelo, Darwin, Madame Curie o yo.

 —¿T-tú?

 —Así es. Yo soy Alan Turing. —Alisó los pliegues de su ropa—. Fui matemático, lógico, científico de computación, especialista en criptología, filosofo, maratoniano y corredor de ultradistancia británica. Mi aporte hizo que la mayor guerra de la historia se recortara de dos a cuatro años, salvé millones de vidas.

 El silencio aún no me abandonaba.

 —Y también fui gay —Rio de lo que dijo y mordió la manzana, un torrente de jugó se le desbordó nuevamente por su barbilla, la extendió y me la ofreció —. ¿Quieres un poquito? Tiene cianuro.

 Retrocedí.

 —¿Estamos... muertos?

 Alan volvió a reír.

 —Siempre estuvimos muertos, pero aquí, en el infierno, vinimos a perecer.

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