41
Los relámpagos no se detenían, caían como hojas de otoño.
No recuerdo cuándo fue la última vez que vi el sol, pero sí recuerdo que esa noche estaba cargada de un aire tormentoso y de luz y penumbra. El cielo oscuro era iluminado por destellos cegadores y la lluvia se sentía como piedra congelada golpeando tu piel, queriendo perforarla.
Me encerré en una habitación que parecía de costura porque había maniquís, cajas y una máquina de tejer. En el piso de arriba no había rejas en las ventanas. Todavía quería escapar por ahí.
Abrí la primera ventana, una ráfaga de viento me golpeó en la cara, me senté sobre el alfeizar y miré hacia abajo. Estaba el techo de tejas mojadas y resbaladizas, una caída de tres metros y a unos pasos el lago.
Cuando tío Jordán abrió la puerta de la habitación de una patada no tuve más alternativa que tirarme. Quise aferrarme de algo, pero me quedaba resistencia ni fuerzas. Resbalé sobre las tejas de pizarra barnizada como si fuera un tobogán y aterricé sobre el lodo del patio trasero.
No podía caer de costado porque todavía tenía la navaja clavada en mi estómago así que utilicé la pierna izquierda. Quise colocar las dos al mismo tiempo para aminorar el impacto pero no pude lograrlo porque estaba perdiendo el control motriz. Que puedo decirles, nunca fui bueno en gimnasia.
Escuché el hueso crujir y algo en mi pierna se fragmentó. Mi alarido de dolor fue tragado por el rugido de un relámpago. Fue largo, grité tanto que tuve que detenerme a respirar y seguir gritando. Temblaba de dolor. La agonía se sacudía por mi cuerpo como electricidad.
Da igual que te diga qué sentí en ese momento, estoy seguro de que sabes que dolió, además ya no sabía diferenciarlo, en los últimos minutos todo era un torbellino de sufrimiento, soledad y desesperación.
Y no sabía que me esperaba una eternidad de eso.
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