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Podría decirse que mi destino fue sellado el día en que se conocieron. Sí, mucho antes de que se casaran, mucho antes de que yo naciera, o mi asesino naciera, incluso antes de que fuera enviado al infierno.
Sí, mi destino comenzó el día en que mis padres se encontraron.
¿Conocen a esas personas que se avergüenzan de su pasado? ¿qué mienten acerca de dónde vinieron, de lo que hicieron o qué sudan a gota gorda cuando mencionas borrachera? Bueno, mis padres no son de ese tipo de gente.
Se enorgullecían de venir del lodo, de tener las manos sucias, los bolsillos vacíos y el aparador lleno de fotografías. Siempre me contaron todo con detalles, incluso la parte del sexo.
¡Y a mí no me importaba! Cada noche, antes de dormir, les pedía brincando en la cama:
—¡Cuéntame la historia del niño milagroso!
Y lo repetía una y otra vez porque como buen hijo primogénito no entendía del todo la definición de la palabra: No.
Si no lo van pillando el niño milagroso soy yo.
Y mi historia como toda buena historia comienza, sencillamente, con un milagro.
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