35
—¿Hola? —alcé la voz, mirando alrededor.
Tío Jordán encendió las luces, se volteó, revolvió su cabello cano para secárselo y se retiró lentamente la campera, sin quitarme los ojos de encima.
—¿Dónde está tu amigo, tío Jordán? —pregunté girando.
Claro, aquel amigo que tenía suficiente dinero para comprar una casa como esa cerca de una reserva. Un amigo que no estaba. Un amigo. Estaba comenzando a desear ser igual de imaginario que ese supuesto amigo para desaparecer y dejar de existir en ese instante.
No respondió. Él comenzó a avanzar y yo a retroceder. Choqué con el parteluz de la ventana, tenía rejas de acero. Él continuó avanzando, estiró el brazo y me acarició la cara, justo en la mejilla. Le aparté la mano de un golpe y lo miré con toda la rigurosidad que me era posible.
—¿Qué mierda te pasa? ¡Suéltame!
Sus ojos se cargaron de lágrimas, estaban tan acuosos que no parpadeaba para no derramarlas.
—Te vengo observando, Asher. Te vengo observando por mucho tiempo —habló estirando las silabas—. Estás enfermo.
Me hubiera gustado saber qué cara tenía en ese momento, tal vez era de asco, seguramente, porque hasta entonces no sentía mucho miedo. No el suficiente.
—¡Tú eres el estúpido enfermo!
Estaba muy sudoroso.
—¿Sabes que la gente cree que los pájaros tienen cerebros pequeños? In-in-ncluso la neurociencia había descartado a los cuervos como sujetos de estudio debido a que no tienen neocórtex: la estructura donde los humanos y otros mamíferos desarrollan capacidades cognitivas, y que incluso se dice que es donde se encuentra nuestra conciencia. Pero los cuervos desarrollan esas capacidades de otras maneras. No todos tienen la misma conciencia.
—¿Qué?
—Son muy inteligentes. Se sabe que utilizan herramientas como los humanos.
No dije nada. No sabía qué hacer y él prosiguió.
—Los cuervos de Nueva Caledonia emplean palos para sacar a las presas de su escondite. Y también descubrieron que, por ejemplo, no perdonan a quienes los ofenden.
No volvió a hablar. El silencio era tan intenso que juré sentirlo sobre la piel, como un abrigo pesado. Me señalé con ambas manos.
—¿Y-y-yo te ofendí, tío Jordán?
—¿Crees que nos engañas a todos? —Soltó una risilla de frustración y miró hacia el sofá como si hubiera alguien ahí—. Yo sé lo que eres, Asher. Estás enfermo. Y sé que si no hago al respecto lastimarás a toda tu familia.
—¿Qué mierda estás...?
Me volvió a tocar la cara pero está vez descendió hasta mi cuello. Sentí el recorrido de sus dedos callosos sobre mi carótida, fue una de las sensaciones más horribles de mi vida. Otra vez le aparté la mano de un golpe enérgico.
—¡Basta! ¡No quiero que vuelvas a hacer eso! —lo eludí y comencé a caminar con dirección a la salida—. Ahora llévame a casa.
Él me alcanzó más rápido de lo que hubiera querido, me agarró del brazo, me giró de un movimiento brusco y me golpeó contra uno de los bordes de la chimenea. Sentí cómo la pared me magullaba la espalda, yo siempre había sido flacucho, tío Jordán me sacaba dos cabezas, por no mencionar el peso muscular que había de diferencia y el alcohol.
Metí mis manos entre nosotros e intenté empujarlo para dejar de sentir su aliento en mi cuello, porque me estaba oliendo mientras mascullaba:
—Estás enfermo. Estás enfermo.
—¡Tío Jordán! ¡Para! ¡Quítate de encima! ¡Por favor!
Si mi muerte fue un montón de desencadenantes, como haberme postulado dos semanas antes para recaudar objetos para los necesitados, o que Gorgo se haya ofrecido a conducir el auto rojo en lugar de empaquetar, por el vecino que donó la rocola o por la mujer que arrancó antes su auto... si todos esos sucesos fueron fichas del juego entonces en ese momento yo hice la maniobra final que volvería mi violenta muerte un acto inevitable, irrevocable, destinado a pasar.
Agarré la esfera de nieve de la chimenea y se la estrellé en la cabeza.
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