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31

 Al final tío Jordán se había equivocado.

 Tardamos dos horas en el camino hasta allá.

 Dejamos atrás la ciudad y nos adentramos en un bosque que solía ser reserva forestal.

 Fuimos hablando de trivialidades en el camino, en especial yo. No trataba de preguntarle mucho de su vida porque no tenía mucho que preguntar, su único pasatiempo y amigos eran los animales muertos y los patos del parque.

 Papá había dicho que al que más le dolería la mudanza de los abuelos era a Jordán, todos mis tíos y tías habían acordado darle más importancia, visitarlo cada un día. Se tomaban turnos, para que él no se sintiera solo. Incluso mi tía Loretta estaba plantando en el jardín de atrás un cantero con petunias, gardenias y begonias. Era su pasatiempo juntos.

 Había acordado con mi prima Luna visitarlo en una semana. Tenía más de veinte primos. Era una familia grande así que Jordán no estaría solo.

 Pero ese día andaba algo extraño. Estaba callado.

 Me respondí a mí mismo que era la soledad, siempre había convivido con los abuelos y sus hermanos. Por primera vez en la vida estaba viviendo solo. Eso afectaba a alguien. Pero ahora el que se sentía solo era yo, porque aquel hombre detrás del volante no se parecía en nada al que sabía de estrellas o de aves.

 Cuando recuerdo lo que solía pensar en ese entonces me dan ataques de risa o me entran ganas de romperme la cabeza contra la pared. O ambas.

 Supongo que la locura viene de familia.

 Repiqueteé mis dedos contra el pantalón y miré por la ventanilla, el bosque era estático y la autopista estaba desolada. Había comenzado a llover y Jordán subió el techo corredizo.

 —Lindo auto, ¿dónde lo conseguiste?

 —Es de mi amigo.

 Silbé, observando cómo el techo de lona gris se encajaba mecánicamente sobre nuestra cabeza, encogiéndome un poco porque me daba la sensación de que iba a aplastarme.

 —Genial.

 Hasta el momento no había advertido en eso. Se suponía que tío Jordán no tenía amigos.

 —¿De dónde lo conociste?

 Apretó el volante y giró las manos sin soltarlo, miró el camino y fingió no escucharme.

 —¿Qué? ¿Uh?

 —¿Dónde lo conociste? A tu amigo...

 —Ah... en... la tienda de semillas. Fui por palas y lirios. Quiero poner lirios en el jardín. Loretta dice que las gardenias están bien, pero yo prefiero los lirios. El lirio es símbolo de vida eterna después de la muerte.

 Reí y apreté en mis yemas el cinturón de seguridad.

 —¿Según quién?

 Él se encogió de hombros, sin soltar el volante, inclinado, casi jorobado y largó una risa.

 —No sé. La gente está loca.

 —Ni me lo digas —comenté poniendo los ojos en blanco.

 La conversación se vio finalizada, encendí la radio. Estaban sintonizando «Starman» de David Bowie. Le subí al volumen y meneé la cabeza.

 —Me gusta está canción.

 Él asintió sin despegar la vista del camino.

 Agarré el teléfono de mi mochila. Tenía como treinta llamadas perdidas de Gorgo. Me había olvidado decirle a dónde iba. 



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