29
La prima del señor Ramírez se había tomado en serio lo de movilizar a sus vecinos para que donaran. Nos esperaba sentada en las escaleras de su porche, mirando su patio sembrado de cajas, muebles, ropa, bolsas de comida y abrigos. Parecía que un torbellino de objetos había transcurrido por su casa.
Cuando vi todos los donativos mi cara fue de pura alegría, la de Gorgo no tanto.
Estuvimos tres horas montando al auto todas las cosas, saqué mis mejores conocimientos de tetris para que cupieran, pero ni aun así fue suficiente. Ella dijo que también usaría su coche para transportarlas, así que la ayudamos a cargar las cosas a su mini van.
Del pequeño Volkswagen Beetle sólo quedó libre el asiento del piloto. Tuvimos que amarrar un ropero al techo, los asientos traseros estaban repletos de cajas, el baúl de sacos de harina y mi lugar por una rocola.
—No hay lugar para ti —observó Gorgo, colocando las manos en la cadera y quejándose guturalmente.
La mujer ya se había ido, en ese mismo instante su minivan doblaba la esquina y se perdía para siempre.
Puede ser que mi muerte fuera dada por el tonto vecino que donó el ropero, o por el que pensó que los necesitados querrían una rocola, pero la verdad es que el único culpable de mi muerte fui yo.
—Espera, llamaré a alguien para que venga por el auto y nos volvemos caminando —propuso Gorgo sacando su teléfono celular del bolsillo.
Reí.
—Me puedo cuidar solo, gracias.
—Pe...
—Tomaré el autobús, en treinta minutos te veo allá.
Dije acompañándolo al auto, él se sentó tras el volante, reticente, me miraba desconfiado mientras se ajustaba el cinturón de seguridad. Los árboles secos de la calle se reflejaron en sus ojos verdes.
Él asintió a regañadientes y aceleró. Me puse en medio de la calle y sacudí la mano para tranquilizarlo. Comencé a caminar pateando las hojas marchitas y pardas que cubrían el suelo, pensando en que a veces él se comportaba como mi mamá.
Escuché una bocina tras mi espalda y una voz que gritaba:
—Hola, chico bonito.
Me volteé.
Gorgo venía en el auto rojo otra vez, había dado vuelta la manzana para regresar, estaba sacando la mitad del cuerpo por la ventanilla, supongo que le mintió al señor Ramírez cuando dijo que conduciría con cuidado.
—¿Por qué volteaste si dije chico bonito? —preguntó burlón.
—Me pillaste —admití encogiéndome de hombros y metiendo las manos en mi pantalón verde canario.
Gorgo se sentó adecuadamente, aminoró la velocidad y estacionó, aún con el motor en marcha, de modo que su cara quedara contra la mía. Dobló su brazo por encima de la ventanilla, como solía hacer cuando coqueteaba con chicas. Me resultó gracioso.
—Solo vine para decirte que camines por la principal, cuando deje las cosas vuelvo por ti.
—Si no me roban —me burlé hablando como un anciano y señalándolo temblorosamente—. Tal vez me quiten los órganos y se los den a un yanqui.
Gorgo me señaló severamente.
—No bromees con eso que me da escalofríos. Las sectas satánicas siempre andan buscando vírgenes, chicos frágiles.
—Yo que tú me cuidaría más —bromeé.
Gorgo chasqueó la lengua y flexionó sus músculos.
—Dije chicos frágiles. Yo no soy buen material para un sacrificio.
—¿Te imaginas que te usara de sacrificio alguna secta? —pregunté—. Si yo fuera el demonio me ofendería, pensaría: ¿Vine desde el más allá para este pelirrojo?
Gorgo rio.
—Te me cuidas, Asher Colm.
—Si es que sigo vivo —dije para molestarlo, insistiendo en la inminente catástrofe.
Él me alzó el dedo medio, pisó el acelerador, las hojas alrededor de las ruedas salieron despedidas por la fricción y así como vino se fue para siempre.
Me reí y esta vez para despedirme le alcé el dedo medio.
Saqué mi teléfono celular, conecté los auriculares y estaba por escuchar «Like stone» de Audioslave cuando un bocinazo se hizo sonar en la calle. Las ruedas deteniéndose lentamente y arañando con delicadeza el asfalto se oyeron.
—¿Puedes irte de una vez, Gorgo?
Me volteé y en su lugar estaba tío Jordán.
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