Los sábados a la mañana iba a un templo budista para meditar. Pero no ese día.

Mi amigo Gorgo me esperaba en la esquina de mi casa montado a su bicicleta, liando un cigarrillo. La imagen de él esperándome fue una de las últimas cosas que me llevé cuando morí.

Él alzó la mirada y sonrió de oreja a oreja.

—Que alguien me pellizque, Asher Colm llega temprano a una cita.

Lo pellizqué. Dio un saltó, su bicicleta se cayó y su cigarrillo terminó en el suelo con el tabaco desparramado por la gravilla.

—Por un demonio, no hablaba en serio Asher —se quejó mientras se restregaba el brazo.

Me reí.

—Ya quisieras tener una cita conmigo.

Gorgo no creía en ningún dios ni religión. En lo único que creía era en sí mismo, pero aun así me acompañaba a casi todas las reuniones. Cuando le revelé que mis padres le tenían fobia al más allá y por eso me obligaban a orarle a cada dios que existiera... bueno en lugar de llamarme bicho raro y reírse dijo que le parecía interesante. Como un agente secreto infiltrándose.

A veces me esperaba en la puerta montado en su bicicleta y fumando, otras veces cuando teníamos suerte íbamos en la Harley-Davidson de su hermano. Esa motocicleta levantaba altas velocidades, nos erizaba el pelo y quedábamos muy guapos. Después pasábamos por algún cine de la ciudad o íbamos a ligar con chicas en la puerta de la disco de mi tío Randy. Nos sentábamos cerca de la motocicleta y esperábamos que nuestro cabello erizado hiciera la magia.

Esas eran nuestras típicas rutinas de sábados excepto ese, que reuniríamos en un centro comunitario ropa y alimentos para los necesitados.

O al menos, esa era la idea.