23
Como sea, desayuné con Selva en el sillón mientras mirábamos la tele.
Me hubiera gustado hacer algo más especial para terminar nuestro momento juntos porque después de ese día no nos veríamos nunca más, ni vivos ni muertos.
Pero no.
Nos limitamos a comer cereal, engullir tostadas y pelear por el volumen y el canal de la televisión mientras nos amenazábamos con escupirnos comida. Lo sé, mi familia está llena de grandeza.
Cuando me cansé de discutir, porque siempre ganaba, me puse de pie y fui a cepillarme los dientes.
—No te olvides de que mañana debes predicar con los católicos —me recordó mi madre en el umbral de la puerta del baño mientras yo escupía en el lavado.
Ella tenía cara somnolienta y se estaba enrollando una bata blanca alrededor de su delgaducho cuerpo.
—Sí, mamá —mascullé la respuesta más segura.
Ella sonrió, me dio un beso ruidoso en la mejilla y se fue.
Sé que resulta extraño, casi demente que unos padres le hagan eso a sus hijos. Pero los padres les hacen muchas cosas a sus hijos como ponerles trajes de dinosaurio, medias blancas con zapatos de charol o los obligan a besar a extraños arrugados que huelen a pasas. Los míos, sin embargo, me obligaban a ir a reuniones religiosas para salvar mi alma.
O también pensarán que yo soy un cabeza hueca sin materia gris por obedecerlos e ir sin falta a cada reunión religiosa. Muchos dirán que al creer en todas las religiones no creía en nada, algo así como que al amar todo no se ama nada...
No me lo preguntes, yo solo lo hacía para contentar a mis padres. Tenía otras cosas en mi cabeza como quejas de películas, amigos, exámenes y problemas de adolescentes cómo por qué a los diecisiete todavía no me salía barba.
Para los adultos era obediente, un ejemplo a seguir, para los de mi edad era básico como la tabla del uno.
Puede ser que sea de locos, pero yo, aunque sabía que no era lo más normal del mundo, no me quejaba. Ese era el universo en que había nacido, era cotidiano para mí, no podía extrañar ser normal porque nunca lo había sido, ni veía a nadie de esa forma. Ninguno era normal, por favor, la chica más "normal" del colegio editaba sus fotos para aparentar estar en otras partes del mundo y su novio llevaba una pelota a todos lados.
Es difícil de explicar si no naciste bajo la tutela de unos padres fanáticos a, al menos, un culto. Creer en dios es como sentir que vives en un reality show, siempre hay alguien mirando lo que haces y para cada acción hay consecuencias. El mundo tiene muchas más reglas de las que podría tener otro adolescente; es como vivir en un colegio permanente, que nunca termina, bajo las órdenes de directores y docentes fisgones. Es un poco agotador, pero nada del otro mundo.
Además, los grupos religiosos a veces eran divertidos, como cuando hacían fiestas o había grupos de apoyo para drogadictos o adictos al porno o ferias de comida y oración. Y no estaba solo en esto porque Selva corría la misma suerte que yo.
Cuando estaba por salir de casa Selva se levantó de un salto de sofá con cara atontada.
—No puedo creer, se me hizo tarde.
Fingí pánico y me mordí los dedos.
—No puedo creerlo. —La señalé.
—¿Qué?
—Hay una chica de doce, fea y en pijama en mi sala.
Ella agarró el cojín más cercano que encontró y me lo aventó a la cara.
—¡Cállate, virgen!
—No soy...
—¡Claro que lo eres, tu única novia es tu mano!
—Me preocupa saber dónde has aprendido eso —comenté agarrando el picaporte de la puerta, girándolo y colocando mis llaves entre los dientes.
—Tengo teléfono celular —dijo ella cruzándose de brazos—. ¿Acaso no conoces Wattpad?
—Vete al infierno —dije levantando mi dedo medio, aún sosteniendo las llaves con la boca.
—Nos vemos ahí.
Salí antes de que mi madre bajara las escaleras y nos exigiera una explicación por tanta vulgaridad.
No la vi ahí, ni a ella, a mamá o papá, no me encontré a nadie. Estuve solo y perdido por tanto tiempo que olvidé contarlo.
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