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¿Alguna vez viste a una persona desmayarse del espanto? Había creído que eran dramáticos. Las entiendo ahora, hay cosas tan espantosas que te obligan a desvanecerte por un piadoso instante. Como si te dieran una patada para echarte de la realidad, del mismo modo que echarían a un menor de una discoteca.
Estaba riéndome tanto que mis costillas se encontraban a punto de quebrarse. Le contaba a Dalila Monzón aquella vez que Gorgo y yo nos colamos a una fiesta de disfraces para adultos en la discoteca de mi tío Randy.
Dalila Monzón era mi psicóloga o algo como eso.
Yo tenía dieciséis años. Me había apuntado como ayudante en un centro de rehabilitación, para obesos, que tenía la iglesia evangelista.
Allí no iba gente regordeta o adolescentes que se veían más curvas de la que tenían, allí iba la gente muy jodida, personas que su peso le impedía moverse, sentarse en buses y tener una vida normal.
Uno de ellos era un adolescente llamado Víctor que desde la muerte de su madre se había inflado como un globo porque comía para llenar la parte que ella le había quitado al irse.
Él pesaba poco más de ciento cincuenta kilogramos y su padre lo metió en el centro de ayuda porque si no lo llevaría a un campamento de verano para gordos. Esa no era su ciudad, pero se había mudado para desestresarse y vivir en zonas menos pobladas. Fue así como lo conocí.
Víctor estaba alojándose con sus abuelos y si no lograba cambios para el final del año su padre lo metería en el campamento.
Me había hecho amigo de Víctor al instante, era de estatura baja, tímido y callado, pero con esperanza, tenía una chispa entusiasta en sus ojos que no podía ni puedo describir.
Víctor no se parecía en nada a mí, aun así, nos llevábamos bien. Lo había animado a ir a un psicólogo, para controlar mejor la muerte de su madre. Pero a él le resultaba difícil hablar de sus problemas a un extraño y sus abuelos no podían pagar las sesiones.
Pensé que si lo acompañaba le sería más fácil.
Fue así como me comprometí a ir con él a un psicólogo y a pagarle las sesiones, usé el dinero que tenía ahorrado de mi cumpleaños para sus citas. Encontré el número de Dalila en el directorio, hablé con ella si era posible ir unos minutos antes y fingir que salía de una cita, así me vería y cuando Víctor estuviera afuera esperándome comprobaría que hablar sobre tus problemas era más fácil de lo que pensaba.
No podía pagar mis sesiones y las de él, era un engaño honesto.
Dalila era una mujer muy gentil, regordeta y quería montones a su padre así que se compadeció de mi historia, sobre todo de la historia de Víctor y aceptó.
Tampoco fue difícil ser amigo de Dalila, no había nada que no pudieras querer de ella. Con el tiempo sospechaba que Dalila tomaba nuestras charlas de quince minutos para analizarme.
Nos hallábamos bebiendo un café en los sillones que había en su consultorio, alrededor de una mesa con una fuente china en el centro. Ella se encontraba riéndose de mi anécdota, cada vez que se reía se golpeaba la pierna, después de mis sesiones de seguro le dolían los muslos porque no dejaba de aporrearlos con la palma abierta.
Cuando detuvo su risa y se recompuso, dijo:
—Cuéntame más de tu amigo Gorgo.
Soplé sobre el café, era lo único que podía hacer, quería simular que no me daba asco, pero esa cosa se había quemado, sabía horrible, Dalila tenía suerte de ser psicóloga y no camarera.
—¿De qué? No hay mucho que contar, es mi mejor amigo desde siempre.
—¿Cuándo es siempre? —inquirió inclinando la cabeza ligeramente a la izquierda.
—Siempre es lo que no podemos recordar. Está casi desde el comienzo.
—Es mucho tiempo —observó alzando las cejas.
Me encogí de hombros. Su gato Rosquita se fregó contra mis piernas y ronroneó, ella llevaba ese felino a todos lados, incluso a su trabajo, era como un imán, su mejor amigo, de echo. Eso era un poco extraño. Miré el título enmarcado en su pared.
Sentí lástima por Víctor, ella fue lo mejor que le pude pagar.
—¿Y cómo estás con tu espiritualidad? —preguntó.
—No hay mucho que contar —expliqué descartando el asunto, me sentía interrogado, acaricié distraídamente la cabeza de Rosquita y retiré la mano antes de que me mordiera—. Asisto a muchas religiones, ya te lo dije.
—Por el miedo irracional de tu madre —recordó.
—No sé si es irracional.
—Si no es irracional entonces a ti te asusta la muerte al igual que ella.
No quería decir que nunca me había detenido a pensar en eso porque sonaría un poco imbécil, se suponía que mi vida entera la estaba dedicando a esquivar una posible tortura en el más allá.
Mamá creía que asistir a las reuniones en los templos, iglesias y salones, salvaría mi alma. Pero yo, lo hacía desde pequeño como una obligación, lo tomaba como una costumbre y una forma de conocer gente. Me gustaba la gente. O eso creía. Era como ir al colegio, a veces es molesta la parte de las evaluaciones y las largas horas de clases, pero todo valía la pena para ver a tu amigo.
—No me asusta la muerte. Lo más probable es que muera y deje de existir como creen Los Testigos de Jehová.
—Es triste creer que dejamos de existir después de la muerte.
—No, es triste saber que esta será la única vida que tendrás y que en ella tu madre se muera y tu padre quiera enviarte lejos a un campamento para gordos.
Era más triste ser Víctor. La charla había decaído un montón. Gracias Dalila, pensé, y se supone que sabes tratar con la gente.
—Siempre pensando en los demás —comentó con ese tono analítico y tranquilizador que de seguro usaba con sus pacientes.
Reí.
—No pienso todo el tiempo en los demás —traté de fingir que no me gustaba lo que me decía.
¿Qué Asher Colm es la persona más amable del mundo? Puedes repetirlo hasta que se te seque la lengua, Dalila, yo no me cansaré de oírlo.
—Claro que sí, vives para tus padres, vives para un Dios que te pide que seas moral. Vives para los otros, Asher, y no vives. Eres lo que los demás esperan que seas, un buen hermano, un buen amigo... eres una sombra viviendo en un cuerpo.
Fruncí el ceño, ya no me agradaban tanto sus palabras.
—Yo no lo siento así.
—Claro que no, porque te gusta, pero creo que... —Depositó la taza de café entre sus rollizas piernas—, no me tomes a mal, Asher, te estoy hablando como una amiga, pero creo que haces tantas cosas para los otros porque en el fondo el que necesita ayuda eres tú y no quieres oírte. Hay algo en ti que tienes y que solo viste de reojo y te negaste a seguir observando. Esa parte de ti...
Hablaba como si se tratara de una enfermedad terminal.
—¿De qué estamos hablando? —pregunté ladeando la cara.
—¿Estás enamorado de tu amigo Gorgo?
Si hubiera tenido café en la boca lo hubiera escupido como un rociador. Una lástima, me hubiera desecho de esa cosa.
—¡DALILA POR DIOS! —contraje mi rostro como si me hubiera golpeado o echado rociador pimienta en los ojos.
—Es sólo una pregunta... —Revoloteó los ojos.
—¡DALILA, SANTO CIELO!
Ella sonrió de lado.
—No hay nada de malo si lo eres, no es un insulto.
—No, claro que no —respondí más serio.
—Solo que tus dioses lo desaprueban —aportó—. Todos ellos. El 62% de la población se declara creyente de alguna religión, es triste que más de la mitad del mundo desapruebe que ames a otra persona.
Otra vez con el tema de religión, santa mierda, me hubiera quedado esperando a Víctor afuera.
No sabía qué responderle, odiaba cuando salía ese tópico en las conversaciones, solo con Gorgo y Selva me sentía seguro de hablarlo.
Únicamente con ellos no sentía que era un bicho raro o un loco.
Amaba a Gorgo, era una de mis muchas alegrías, cuando estaba a su lado el mundo se volvía suave y claro como el algodón. Lo amaba tanto, pero yo no podría... yo no podía... Tenía la cabeza hecha un lío, esa pregunta me había empujado mentalmente.
Solamente era capaz de girar la taza en mis manos, mirar el líquido oscuro y amargo balancearse de un lado a otro y sonreír apenadamente como si todo el asunto se tratara de una broma.
De repente me sentí avergonzado de mí, de todo lo que implicaba ser yo, me sentí avergonzado de Trejon y Roper (mi suéter aguamarina y mis pantalones magentas) sentí vergüenza de mi cabello oscuro mal peinado y del calor que estaba subiendo por mis mejillas, me avergoncé de mis colores, de mis elecciones y de cada pequeña parte de mí. No quería ser yo, no quería ser así, no quería amar a Gorgo de esa forma... no quería pero...
—Vamos Asher, creí que podía hablar de lo que sea contigo...
—Sí puedes, solo es que no soy... —No podía pronunciar la palabra.
—Está bien —cortó ella—. Yo sí lo soy. Mi novia se llama Jennifer o se llamaría así si Jennifer Aniston supiera que existo.
Reí y miré el vapor de su taza, estaba igual de llena que la mía.
—No hay que permitir que nos juzguen y te lo dice alguien que escucha siempre los pensamientos de los demás —Se acarició la cara como si estuviera promocionando cremas de belleza—. A veces debes ser tu propio Dios. Yo soy el mío —explicó ella.
Alcé la mirada.
—Hay mucha gente que olvida la parte más importante de la biblia: nos dieron libre albedrío —agregó—. Se supone que podemos hacer lo que queremos. Dios deseaba que fuera así. Si hubiese querido seres obedientes hubiera hecho máquinas y no humanos. No le das poder a alguien si no quieres que lo use —Me guiñó un ojo.
Sonreí apenado. Dalila. Sólo ella podría avergonzar a la persona más desvergonzada de todo el pueblo.
—Si me disculpas, usaré mi libre albedrío —dije abandonando la taza al lado de la fuente china que tenía en una mesa, sin razón aparente—, tu café es una mierda.
—Me importa una mierda tu opinión —contestó juguetonamente, desafiante, tomando un sorbo solo para llevarme la contraria y escupiendo todo después.
Reí. Cuánto reí.
Me gustaba estar con mis amigos. Adoraba a mi familia. Amaba el mundo. La escuela, los templos. Amaba. Amaba. Amaba.
Qué me pasó.
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