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16

Cuando terminó su relato Consuelo tenía los labios separados del asombro. Se había alejado de su cama y se había sentado en la camilla de mamá. Una enfermera, hace rato, me había traído a mí y luego se había ido. Las dos me observaban fascinadas. Y vaya que tenían mucho para mirar.

Mamá tocaba mi naricita y se preguntaba por qué siempre le había sido tan fácil nombrar a los objetos que quería y ahora que tenía al ser humano que más iba a amar en toda su vida, la imaginación se le iba y no podía darle un nombre.

La luz sobre sus cabezas zumbaba como si quisiera recordarles que el hospital era una mierda y que su vida desastrosa no iba a descansar ni siquiera en los días mágicos.

—Si Patricia estuviera aquí diría que este niño es un milagro —comentó Consuelo agarrándome la mano y tocando mis deditos de salchicha.

—Sí, supongo que sí —dijo mamá que estaba riendo porque le gustaba escuchar elogios de su hijo.

Como yo era un bebé hermoso, tenía muchos elogios para recibir por bastante rato.

—También te diría que lo bautices —sugirió—. Por los santos, ella te rogaría que lo bautizaras y que metieras a Dios en tu vida. Era así de rara.

—No tuve ceremonia religiosa cuando me casé —recordó mamá.

Consuelo hizo un sonido en su boca como si fuera la freidora de un restaurante.

—Eso la sacaría de los cabales. Pero tenía sentido, en parte, que quisiera adorar a Dios. Me decía: «Nunca se sabe, Consuelo, la gente se equivocó muchas veces» Por ejemplo, antes se creía que la tierra era plana y ahora se sabe que no, antes alguien hubiera pensado imposible que de un lado fuera de día y en otro continente fuera de noche. Pero es así. Las cosas cambian con el tiempo. Los milagros pasan. Un milagro, hace doscientos años hubiera sido el teléfono celular que permite contactarte con cualquiera... eso hubiera sido imposible. Te habrían tratado de loca. Y ahora todos tenemos un teléfono celular. Las cosas cambian y el humano no para de equivocarse.

—Bueno, sí, también se equivocaron de fecha. Este chiquitín quiso venir antes.

—Te lo dije, todos nos equivocamos. Nada es seguro, ni la existencia de Dios ¿Escuchaste, Patricia? Te estoy dando la jodida razón —se quejó Consuelo, pero Patricia no parecía escucharla estaba viendo la televisión—. Es decir, ¿por qué no puede ser posible que una cosa extraña fuera del mundo nos haya creado?

—Porque...

Consuelo había empezado a hablar y no estaba dispuesta a detenerse, era igual de imparable que un vendedor de aspiradoras.

—Ay, Patricia se lamentó mucho cuando murió su hijo. Me dijo que como no alcanzó a bautizarlo ahora él estaría para toda la eternidad con otro montón de niños solitarios, flotando para siempre en una nada triste y solitaria. Silenciosa.

Mi mamá me abrazó al imaginarse tal panorama.

—No es posible. Esas cosas no existen.

—¿Pero y si sí? ¿Si nos equivocamos y esas cosas existen? Eso significa que mi sobrino estará para toda la eternidad solo, en el limbo, sin saber hablar, sin sentir el amor de una madre o de un amigo. Por eso se quedó loca, la verdad que no imagino nada peor para un hijo.

—No sabemos... —musitó la idea.

—Es que nada es cien por ciento seguro. Tal vez quien sabe, los aztecas tenían razón. —Rio de su idea disparatada—. Tal vez su hijo de verdad está sufriendo en el limbo porque no lo bautizaron o en el infierno, quién sabe.

—Oh.

—A veces creo que deberíamos adorar a todos los dioses, por si acaso, así tendrás la seguridad garantizada. De otro modo, los niños podrían morir sin recibir la gracia divina.

—Eso no le pasará al mío.

—Bah, lo mismo dijo Patricia y mira. Era un bebé sano como una verdura y murió. Ataque repentino al corazón. Le pasa a cualquiera. Ahora pasará toda la eternidad atascado, en caso de que existan los dioses, claro.

Pensó en todos aquellos niños in bautizar, sin padres, solos para el resto de los tiempos, sin ninguna otra compañía que sus llantitos de bebé ¿Cómo era posible que existiera algo así de horrible?

Mamá experimentó cómo su garganta se comprimía de la pena, sus ojos se le humedecieron y se los secó con la punta de la sábana. Otra mamá hubiera pensado que ese sentimentalismo se debía a las hormonas del embarazo o que todavía estaba sensible por lo doloroso del parto. Pero no la mía, la mía pensó que era una conexión espiritual lo que estaba teniendo ahí.

Consuelo miró aburrida su reloj.

—Oh, mira la hora. Me tengo que ir.

Le dio un beso en la mejilla a mamá que continuaba petrificada, abrazándome con firmeza.

—Nos vemos, querida —dijo Consuelo—. Suerte con tu bebé.

—Yo...

—Regreso mañana, espero y a la vez no que sigas aquí.

—A... Adiós.

Consuelo se dirigió a la silla en donde había estado durmiendo, agarró su abrigo, alzó su bolso por las correas y se lo colgó al hombro a la vez que se enroscaba una bufanda alrededor de la garganta.

—Tengo que irme, ¿sabes? A esta hora viene mi vecino Erny para... hablar —concluyó con una sonrisa pícara—. Me gusta hablar con él porque tiene una enorme lengua. —Alzó las cejas—. ¿Sabes bien a qué me refiero?

—T-tú... sobrin-no...

—Yo le dije el otro día: Erny, ya para, ¿quieres? No podemos estar todo el día hablando. Entonces él me dijo...

—Tú sobrino —logró articular mi mamá, alzando la voz—. ¿Cómo iba a llamarse?

Consuelo ya estaba en la puerta que conectaba al pasillo. Se recostó sobre el marco y lo pensó, balanceando su bolso como un péndulo. Pensó la respuesta lo que hizo que mamá se sintiera peor.

—Asher Colm. Le gustaban los nombres ingleses. Una mierda de nombre, si me lo preguntas —comentó mirándose las uñas—. Supongo que el pequeño borrego escuchó como iba a llamarse y dijo: mejor me muero. —Rio—. Si me llamo así aquí tendré una suerte infernal.

Rio otra vez y rápidamente se puso seria.

—Lo siento —meneó la cabeza—, no fue divertido. No sé por qué lo dije.

Sin decir más, se volteó y nos dejó solos.

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