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Nos habíamos memorizado la dirección de mis familiares y algunos datos importantes de los miembros más jóvenes de mi familia, los que sí usaban redes sociales donde pudiéramos rastrearlos cual FBI o cual Suni enamorada.
Selva se había embarazado de adolescente, a los dieciocho, un error, en el interior rogaba a que su vida no estuviera destruida. Tenía miedo de ir a su casa y encontrarme con una pocilga repleta de críos y enterarme de que Asher era su tercer hijo o algo así. Ahora tenía veintidós y vivía en una casa de los suburbios.
Me paré en la esquina para ver la estructura desde una distancia prudente, detrás de un árbol. Era una casita amarilla con porche, garaje y un patio delantero, tenía dos pisos y ventanas en cada habitación. No había vallas de policías en el césped, siluetas de cadáveres o perros rabiosos, eso era un avance.
Había un automóvil relativamente nuevo en la entrada del garaje. Las luces se encendieron a las ocho. Nosotros estuvimos ahí desde las cinco. Un hombre rubio y regordete salió de allí, recogió el periódico, se metió al auto y se fue. Ahora Selva estaba sola.
El hombre debía de tener veinticinco, era Minerviado Mamani, Mima.
Cuando me había cruzado con Monkey, en el infierno, me había hablado de él, era el novio que le regalaba flores de chocolate.
—Pues también le regaló un bebé de chocolate —se rio Leviatán gangosamente.
—Eh, sin bromas racistas de mi sobrino —dije picándole un ojo—. Es mestizo y qué.
Alan se rio y se recostó sobre un arbusto, ocultándose, como si fuera necesario para que no lo vieran.
Lo cierto es que el mundo no lo vio antes ni lo vería ahora.
—En mis tiempos tu hermana hubiera sido una paria social por su color de piel y por su hijo bastardo —comentó una opinión que no pedí.
—En mi país también —aportó Suni, arrancando una hoja del arbusto e inspeccionándola, pensando en guardarla para pegarla en su libro de botánica cuando llegara a casa.
No es momento para jardinería, Suni. Ella escondió la hoja en nuestro bolcillo.
—Ya no vivimos en tus tiempos, ni estamos en tu país —respondí tratando de alejar mis pensamientos de los de ella.
—Pero es una paria social —insistió Leviatán—. ¿Tú crees que se embarazó temprano porque estaba traumada por tu desaparición? Buscaba la figura de un adolescente que había perdido —añadió a sabiendas de que me molestaría, no tomaba vacaciones de su descanso de ser un demonio torturador.
Alcé un hombro con desinterés para que no viera que tenía ganas de estrellar mis cinco dedos en alguno de sus miles de dientes.
—No sé, no importa, para mí no es una paria social, así que cállense y cierren sus putas bocas —Agité una mano—. Lo único que tenemos que hacer es que se le quite de la cabeza mandar a Ashi...
—Salud —dijo Alan, codeándome.
—Ashi es mi sobrino, así se apoda, idiota —refunfuñé.
—¡Dios bendito! ¿Qué demonios le pasa a tu hermana? —se horrorizó Alan.
—Paria social —insistió Leviatán.
—Ya cierren la boca, suenan del siglo pasado. Ahora hay familias de todo tipo, jóvenes también.
—El mundo era más divertido en la Edad Media con la Inquisición —se desinfló Leviatán.
—No es lo convencional, ni lo mejor, pero tampoco es el fin del mundo —completé, era cierto lo que pensaba, yo hubiera apoyado a Selva, aunque tuviera una casa llena de gatos o de drogones como Ruslan.
Era cierto que ella había cometido un error, pero eso no era algo malo. La gente solía confundir error con fracaso, pero no era así. Había resultados extraordinarios que venían de un error, como la penicilina, las sodas de cola y las galletas de chispas de chocolate. Errar solo es obtener un resultado diferente a lo que planeaste, no es fracaso.
Yo hubiera apoyado a Selva en todo, incluso si decidía no tener a Ashi.
—No ganaremos nada tratando a esas familias como tabú —dije—, tomaron el camino más difícil, pero ya está hecho, criticarlos sería tapar un error con otro. Vuelven a llamar paria a Selva y juro que creo un nuevo nivel del infierno y los envío allá —amenacé con mirada severa.
—Tranquilo, reina del drama —rumió Leviatán mientras se planchaba los restos de su traje de ejecutivo.
—Mis perdones —comentó solemnemente Alan.
—Ya, ya, lo siento —se disculpó Suni con los mismos labios que yo había dado el sermón.
—Ya me cansé de esperar. Vamos a improvisar —dije.
Llevamos horas vigilando la propiedad. Todos asintieron un poco más animados de que viniera la acción y fueron a ocupar su lugar.
No pudieron ocultar su sonrisa, en parte yo tampoco pude esconder la mía.
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