14
Como la tormenta había llegado a su fin mis padres salieron corriendo para el hospital.
Mi papá cargó a mi mamá en brazos, como aquella ocasión en que entraron a la casa por primera vez, después de casados, salvo que en ese momento yo me iba con ellos. Tranquilo, dormitando serenamente en los brazos de mi mamá.
Una vez dentro del hospital mi mamá recibió cuidados médicos. Pero al no tener mucho dinero tuvo que compartir habitación con otra mujer.
Esa mujer es uno de los empujoncitos que hicieron que mis padres me enviaran al infierno. Se llamaba Patricia Cornamonta. Y estaba rota. Rota por donde se la mirase. Y perdida. Más perdida que la heterosexualidad de Freddie Mercury.
Ella no estaba llorando, ni gritando como lo estaría un alma rota y perdida, estaba mirando al vacío, más específicamente al televisor a los pies de su cama. Por el bien de Patricia me gustaría decirte que estaba viendo estática o una pantalla en negro pero no, estaban emitiendo Baywatch y ella tenía los ojos fijos.
Lo único que se movían eran sus pobladas pestañas cuando parpadeaba. Sus manos descansaban artificialmente al costado de su cuerpo, lo que demostraba que alguien se las había colocado en ese sitio.
A su lado descansaba una mujer más joven. Se había dormido en la silla, su cabeza caía hacia un costado, era rubia y se veía cansada. Mi madre se aclaró la garganta y la despertó. La mujer miró a su alrededor como si tardara en recordar qué había hecho antes de caer dormida, se restregó los ojos, miró a mi madre y sonrió.
Si cada quien tiene alguien que envía su vida al carajo yo tengo que agradecerle a ella. Porque gracias a esa hermosa dama terminé en el infierno.
—Hola...
Mi mamá alzó la mano en donde tenía enganchado el suero y saludó:
—Hola.
Era la hermana de Patricia, se llamaba Consuelo Cornamonta y era una fatalista.
Ya verán por qué.
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