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 Estaba hablando con Leviatán de la gente famosa a la que había conocido en el infierno, Suni escuchaba con atención mientras se cepillaba los dientes. Por ser un caos su habitación, ella era muy estricta con la limpieza. Cuando hicimos escala en Japón ella corrió a los aseos.

 Sentía el sabor de la menta en mi lengua y tuve que ignorar el impulso de tragar la pasta porque eso le hubiera provocado asco a ella; estábamos equilibrando el control del cuerpo y cuando Suni lo usaba yo me hacía a un lado.

 A Suni le entretenía saber quién había acabado en el infierno y quién no, así sabía qué conductas debía evitar. Al toparse con mis recuerdos había estado segura que no quería terminar en ese antro de perdición y se esforzaría para tener una conducta intachable e ir al cielo.

 —Yo llevé a Albert Einstein a su nivel de tortura —declaró Leviatán—. Fue condenado por lamentarse tanto de crear la bomba nuclear, vamos hombre, esas lágrimas no engañan a nadie —dijo poniendo los ojos en blanco.

 Lo dijo mientras arrojaba papel higiénico en un váter, soltaba el agua jalando de la cadena y obstruía las tuberías. El inodoro comenzó a desbordarse y burbujear y Leviatán se alejó satisfecho a tapar el siguiente. Su piel curtida y parecida a la de los murciélagos, además de los numerosos ojos y los cuernos, ponía nerviosa a Suni, pero estaba esforzándose por superar la imagen.

—Era obvio que tuvo que haber esperado ese resultado —continuó Leviatán—. ¿Me dirás que el hombre más inteligente no sabía lo que hacía al dar el secreto para la bomba atómica? Lo sabía, era consciente de que la gente se mataría con eso, solo que prefirió tener el reconocimiento. Ridículo. Él y su cabello.

—No sabía que los científicos eran condenados —comenté con el cepillo entre los dientes—, creí que la gente inteligente iba al cielo.

—La gente sabia, no la inteligente. El infierno está lleno de inteligentes —Me echó una mirada burlona y resopló—, bueno, no tan lleno.

Suni se rio, lo que se vio un poco extraño porque lo fulminé con la mirada. De repente entraron un hombre y una mujer al baño de damas.

La mujer era una azafata joven y tenía el trajecito de la aerolínea con el típico gorro, los zapatos de tacón y el cabello castaño amarrado en la nuca. Sonreía superficialmente y cargaba una bandeja con albóndigas ensartadas en palitos, sobre ellas había un cartel que rezaba: «Muestras gratis»

No parecía el mejor negocio del mundo ofrecer albóndigas de carne en un baño público, no después de que Leviatán los usó. El hombre era un piloto rubio de mediada edad y de rasgos afilados, sonreía aún más que la mujer y sostenía otro cartel que decía: «Muestras gratis» Por si no te había quedado claro.

Suni los ignoró, escupió en el lavado y guardó su cepillo de dientes en la mochila, pero los adultos siguieron los movimientos de sus manos sin dejar de sonreír.

Ella se puso la mochila al hombro e iba a abandonar el baño cuando su mirada se topó con las sonrisas de los agentes de vuelo. Ellos habían estado esperando a que Suni les prestara atención para hablar.

—Hola —soltó el hombre sin dejar de sonreír, nos miró a todos, incluso a Leviatán—. ¿Quieren muestras gratis, niños? Digo, niña que está sola —sonrió aún más.

—Claro —soltó Suni, alzando un hombro con desinterés.

Detuve su mano a mitad del camino, cerrando el puño izquierdo alrededor de la muñeca derecha.

—¿De qué están hechas? —pregunté con suspicacia, ladeando la cabeza mientras Leviatán se cruzaba de brazos a mi izquierda.

No es que el infierno me hubiera curtido, simplemente Suni era demasiado ingenua.

—Eeeehhhh... carne —soltó la azafata.

Pero su compañero al mismo tiempo dijo:

—Veneno —sonrió igual de contento.

La azafata lo miró iracunda, sus mejillas se pusieron rojas.

—Eso tenías que decírselo cuando lo comieran.

El piloto parpadeó desconcertado y escudriñó los labios de Suni sin entender, entornó la mirada y al caer en cuenta de su error, agitó el cartel que cargaba y preguntó:

—¿Quieren muestras gratis, niños? Digo niña —Parpadeó y no dejó de sonreír como si fuera un autómata—. ¡Es difícil cuando tengo a un humano gritándome en la cabeza! ¡No me deja pensar ni actuar!

La mujer puso los ojos en blanco y soltó la bandeja que cayó ruidosamente al suelo, las muestras salieron despedidas girando de una forma poco apetitosa.

—Terminemos con esto ¿Serías tan gentil de venir con nosotros, Asher? Y la humana ¿Podrías ser tan gentil de morir? No queremos dejar cabos sueltos.

Leviatán actuó tan rápidamente que ninguno de los demonios o muertos que poseían esos cuerpos pudo notarlo. Recogió la bandeja metálica del suelo y la utilizó como una porra. A la chica le atizó el golpe más brutal. Le zurró la cara en una dirección y luego en otra. El impacto fue tan firme y veloz que le voló su gorrito de la cabeza y la tumbó al suelo.

Luego empleó la bandeja como escucho y empujó al piloto que continuaba sonriendo y sosteniendo el cartel de «Muestras gratis» como si nada hubiese sucedido. Lo embistió hasta un cubículo, el hombre cayó de culo sobre un retrete. La puerta se cerró de un golpe. Escuché del otro lado que Leviatán lo golpeaba contra las paredes, la puerta vibraba y el piloto enmudecía.

Suni estaba chillando de la sorpresa y yo me arrojé sobre la mujer para que no se levantara del suelo, la sujeté de los brazos y me senté a horcajadas sobre su pecho. Los gritos de ella se desbordaban por nuestra garganta, pero no me imposibilitaban defenderme. Cuando se movía le propinaba golpes con los puños y la sometía al piso.

—Ah, vamos —se quejaba la mujer, tratando de pararse.

Le rompí la nariz, tenía los puños manchados de sangre, pero no parecía dolerle. Suni no dejaba de gritar, lo que se veía extraño porque estábamos en el mismo cuerpo. La chica que bramaba asustada era la misma que peleaba como una jodida desquiciada.

La mujer sonrió y me guiñó el ojo. Me guiñó el puto ojo. Estaba haciéndome el gesto de Jordán, ella sabía cuánto me molestaba. Agarré la bandeja que había caído al suelo, la alcé por encima de mi cabeza y le aticé un mamporro tan fuerte que le abrió un tajo en la frente y la dejó atontada por unos segundos.

—Asher, cúbrete con la sábana —ordenó Leviatán alzando la voz para escucharse sobre los chillidos de Suni—. Déjame a la azafata a mí. Cúbrete con ella y no salgas en ningún momento, iré por ayuda.

—AAAAAAAAAAAAAAH ¿Estás seguro?

Me resultaba inusual que nadie acudiera al baño en ese momento, seguramente los demonios estaban controlando el área de alguna manera. Recordé que Leviatán me había hecho empacar las sábanas de Suni, por suerte cargaba la mochila conmigo.

La mujer continuaba parpadeando, asimilando el corte vertical en su frente que comenzaba a hinchársele y le sangraba por el lado izquierdo de la cara. Había dejado de forcejear por el impacto, estaba sentado sobre ella, apretándola contra el suelo.

—¡Qué sucio! —rumiaba, pero por su voz oprimida pude notar que le dolía—. Oh, ser humano apesta —comentó tocándose el puente de la nariz—. ¡Cállate! —gritó.

Pero no era para mí, era para la mujer azafata que estaba quejándose en su cabeza, reclamando su cuerpo ante ese momento de debilidad.

Me levanté y la dejé libre. La mujer se acostó de costado y sacudió la cabeza mientras cerraba los ojos con fuerza y se masajeaba la cien, recomponiéndose del porrazo. Retrocedí hasta el secador de manos automático, me descolgué la mochila, la abrí apresuradamente y sin entender mucho me senté en el suelo y dejé que la sábana blanca de ositos me cubriera de pies a cabeza.

Me sentí tonto porque era cuestión de tiempo a que ella me la arrancara de encima y me diera la paliza de mi vida, bueno la primera paliza de mi muerte porque en vida nadie me había zurrado más que tío Jordán.

Miramos atentamente a través del tramado de la tela, le dije mentalmente a Suni que se tranquilizara porque no quería temblar bajo una manta como si fuera un niño. Nadie me vería con miedo otra vez.

—¿Tranquilizarme? ¿Estás de broma? ¡Dos locos quieren matarnos!

Iba a decirle que yo ya me morí, que en realidad querían matarla a ella, pero eso no hubiera ayudado en nada.

Observé cómo la azafata se ponía lastimosamente de pie con la cara inflamada y su prolijo peinado deshecho en un manojo de pelo. La puerta del cubículo se abrió estrepitosamente. Salió Leviatán, apresurado e ileso, pero en lugar de ayudar corrió a la salida y se fue. Nos había abandonado. Jenell diría que era una gallina.

El piloto surgió después que él, pero con muchos moretones, pausadamente y arrastrando los pies. Estaba despeinado, bajo sus ojos tenía unas manchas moradas que se inflamaban y su labio estaba partido y sangrante.

Se ubicó al lado de la azafata que tenía los brazos en jarras, ella se quitó la sangre de la frente como si fuera mero sudor y volvió a poner las manos sobre su cadera. Ambos nos rodearon y nos miraron desde arriba.

—¡Maldición! ¡Está usando una sábana! —se quejó el piloto, señalándonos.

—Y es cincuenta por ciento algodón —ladró ella, presa de la ira.

—¿No pueden atacarme si me cubro con una sábana? —pregunté incrédulamente, pero con la voz clara y firme.

No debería sorprenderme, es decir, era un fantasma religioso que había escapado del infierno y que iba a salvar a su sobrino del mal eterno, las reglas se habían roto hace tiempo, qué puedo decir, no estaba completamente sorprendido.

—No, ninguna criatura del infierno puede atacar cuando los cobardes mortales se cubren con una manta de algodón.

Así que Selva no había estado tan errada al esconderse bajo las sábanas cuando era una niña que tenía miedo a los truenos. Si aquella tormenta hubiera sido un demonio se habría salvado.

—¿Por qué no pueden atacar a alguien que se esconde bajo las sábanas? —gimoteó Suni.

La mujer se abrió de brazos y arrugó el labio.

—¡Yo no creo las reglas, lumbrera! ¡Eso es trabajo del barbudo de arriba!

—¿Pueden salir? —pidió el piloto.

—No —solté fastidioso por lo absurdo de la situación.

—¿Por fis? —insistió la mujer con una sonrisa cariñosa.

—¡NO!

—¿Y ahora qué? —rezongó el piloto, buscando soluciones en su compañera que desvanecía la sonrisa de los labios y me miraba con reproche—. Estos cuerpos son muy débiles, son un asco, el mío tiene un aliento a mierda —Se quejó soltando una bocanada de aire en su mano y arrugando el entrecejo— y ese diablillo de pacotilla acaba de darnos una paliza.

 La mujer, aun con las manos sobre la cadera, sopló un mechón de su cabello con poca paciencia.

—No me digas, ni lo noté.

—No le contemos esto a nadie o seremos un hazme reír —determinó el piloto mirando atentamente a la azafata.

—No me mires así, tengo tantas ganas como tú de que los demás lo sepan.

—Nunca los encontramos.

—Nunca los encontramos —convino la mujer.

De repente reconocí las voces, se trataba de los demonios torturadores de mis amigos, no pude evitar que se me helara la sangre. Sé que no era el momento indicado, pero extrañé a Jenell, Ruslan y Larry. Ellos se hubieran mofado de sus demonios, estarían allí tomando nota de que eran vulnerables ante las sábanas, las mantas y las bandejas para albóndigas.

Ambos nos escudriñaron con interés.

—Jamás haré otra vez favores al departamento de M.I.M.O.S.O.S. Chao.

El espanto y el asombro no me impidieron tomar el control de los fruncidos labios de Suni y proferir una pregunta:

—¿Qué hacen aquí?

El piloto sonrió gélidamente y enseñó sus dientes blancos y perfectos:

—Sal y te lo diremos.

Ja, como si fuera a caer en esa.

—Chúpame el pito, animal —increpé.

—Lo haría si tuvieras. Ah, cierto no tienes Pitito —se burló el piloto.

—¡Es promedio! —increpé.

Suni no podía creer que estaba discutiendo con un demonio sobre eso.

—¿Promedio para quién? —se mofó el piloto arqueando una ceja—. ¿Para un duende de jardín?

—Ve y fastidia a otro con tu aliento —refuté.

Eso pareció herirlo porque dejó de sonreír y soltó de la sorpresa el cartel de muestras gratis que todavía sostenía. La mujer puso los ojos en blanco, recogió su gorrito del suelo y se lo colocó en la cabeza con aire teatral.

—Vamos, Sodoma, no merece ni nuestro tiempo.

Ambos nos dieron la espalda y se fueron murmurando de ir a beber a un bar o molestar a monjas y curas en una iglesia. Me quedé a solas con Suni. Suspiré de alivio, estaba cansado de los demonios, por nada del mundo dejaría que arruinaran mi travesía hacia Ashi y mi última estancia en el mundo de los vivos.

—¿Qué fue eso? —musitó al cabo de unos segundos de un sepulcral silencio en donde solo se oía el gotear del grifo y el chorreo de los váteres obstruidos.

Yo continuaba estupefacto, pero dije al fin:

—Mis vecinos.  

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