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Fuimos al aeropuerto internacional de Gimpo, haríamos escalas en varios países para abordar y llegar a Sudamérica de una buena vez.
El único equipaje que tenía era mi bicicleta, la mochila con ropa y artículos varios, el uniforme que vestía y el gato. Leviatán me dejó con el felino y se marchó de allí para meterse en el cuerpo de alguna autoridad del aeropuerto que permitiera pasar a una menor de edad a otro país con solo un pasaporte.
Lo esperé mientras admirada la delicia arquitectónica y de estilo que tenía ante mis ojos, me encontraba justo debajo de un jarrón gigante y blanco, casi del tamaño de frente de una casa. La decoración era moderna, imperaba el blanco y las paredes espejadas, pero, a su manera, habían dejado latente el estilo clásico oriental.
Al final, Leviatán, consiguió un permiso falso de la anciana que vivía con Suni. Al principio no lo reconocí porque ante mis ojos apareció una mujer coreana de traje diplomático y me ofreció un sobre, cuando tardé en agarrarlo ella rugió:
—¿Tienes algo en los dedos? Agarra el maldito permiso.
Fue entonces cuando al tomar el permiso entre mis manos, la mujer parpadeo, me observó aturdida, sonrió confundida, se dio la media vuelta y se marchó mirando en derredor, preguntándose cómo había llegado hasta allí. Se había olvidado de que la habían poseído, ese dato lo guardé para mí.
—Tendremos que repetir esto en tres aeropuertos —bufó—. Si fuéramos traficantes de órganos podríamos cruzar la frontera sin problemas, pero no, teníamos que ser una ciudadana promedio de quince años.
—Yo creo que Suni está bien.
—¿Acaso viste lo que tenía en su sótano? Esa chica está loca como una cabra ¡Jabones! ¡Ja! ¿No podían gustarle los videojuegos, la música o la moda como la gente normal? Me hubiera asustado menos que tuviera un altar al manga.
A mí no me aterraba su gusto por jabones, botánica o puentes, pero siempre había tenido poco juicio y morir no me lo quitaría.
Estábamos en las sillas de espera, sentados uno junto al otro. Nos acompañaban también un surtido de turistas agotados con cámaras de fotos y teléfonos celulares. La mayoría tenían expresión triste o aburrida, que yo recordara la gente solía divertirse más al viajar.
Leviatán se escondió en la mochila que deposité en mi regazo. Debería bautizarla. Pensé en un nombre. Tenía el pasaje en mi mano y no quería soltarlo por miedo a perderlo, pero también me daba miedo arrugarlo. Ese permiso y pasaje eran de los más importante. Era irónico y perturbador como un papel podía llevarme con mi familia o separarme de ellos para siempre.
—Llamaré a esta mochila Portadora —notifiqué en voz baja, pero lo hice con esfuerzo, como una costumbre dolorosa o un error, como poner en la mesa familiar un plato para alguien que ya murió.
Acaricié la superficie de la mochila.
—Podrías llamarla Retrete porque para eso la usaré.
Puse los ojos en blanco.
—Vaya Leviatán, estás lleno de clase.
—Y de gases.
—Repulsivo—canturreé soltando la mochila en la silla vacía de al lado.
—No soportas un chiste —se quejó.
Miré el televisor que había junto a las sillas, estaba en un programa de noticias donde el reportero mostraba los videos virales que incluían caídas en hielo hasta bromas pesadas. Leviatán se rio estruendosamente con todos ellos y tuve que fingir que esa risa gangosa era mía para que nadie sospechara, muchos me observaban irritados por encima de su hombro.
Incluso su risa despertó a un bebé que se puso a berrear.
Luego las noticias cambiaron y anunciaron que un hospital infantil había sido atacado por una bomba terrorista. No le dedicaron más de dos minutos, pero mostraron grabaciones de una cámara de seguridad donde las enfermeras cubiertas de pies a cabeza con esos atípicos velos sacaban a los bebés de las incubadoras mientras del techo caían chorros de arena y polvo, amenazando desplomarse sobre ellas.
Escuché a Leviatán sollozar en el interior de la mochila. Qué cojones.
—¿Todo en orden?... Amigo.
Él tenía un alto grado de maldad, pero no era malvado, sus compañeros, algunos, se hubieran reído de las enfermeras como si fuera un transeúnte resbalando por el hielo. Agradecí contar con la ayuda del diablillo más bipolar de todo el averno y se lo hice entender acariciándole las orejas.
—Acabo de descubrir que este gato está castrado —respondió sorbiéndose los mocos.
—No me digas cómo —pedí, alejando mi mano.
Escuché el rugir de las turbinas de un avión y miramos el despegue por la ventana. El cielo estaba despejado, era medio día.
—¿Te imaginas que cayera uno? —preguntó.
Vaya que Ruslan lo imaginaría, pensar en él me hizo echarlo de menos, a él y su insistencia con las historias tristes de perritos. Jenell me retaría por usurpar el cuerpo de una chica y Larry nos miraría sin entender nada.
—¿Te haría feliz que cayera un avión? —interrogué.
—Solo hay una forma de averiguarlo —aseguró observando la ventana sin pestañar como si de esa forma derribara las naves.
Miré el reloj del teléfono celular de Suni. Faltaba una hora para el vuelo. Leviatán estaba más sediento de violencia sin las pastillas, pero también más compasivo. Estaba moviendo cielo y tierra para llevarme con mi familia, debería estarle agradecido, pero no podía. No todavía.
Debía desconfiar, la confianza me había matado, no la recuperaría ahora que estaba muerto. Había aprendido la lección, tarde, pero lo había hecho: no debía confiar en nadie.
Cerré los ojos para concentrarme en el sonido de las pisadas de las personas, eran como voces de protesta, suplicando parar. Caí profundamente dormido.
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