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—¿Oyeron eso? —preguntó una chica de cabello rosado, estaba muy asustada, giró rápidamente la vista hacia mí, pero por su expresión era como si mirara hacia un pozo vacío, no me notó, para nada diferente a cuando estaba vivo— ¡La mesa se movió!
Sí, yo me choqué con ella, gracias por la observación.
Los demás la examinaron sin comprender. Estaban los tres sentados en círculo alrededor de un tablero con letras y tenían las manos unidas sobre un puntero triangular con un círculo en el medio. Nos habían invocado con una tabla.
—Tranquila Suni, no pasó nada.
—Yo no la vi moverse —aseguró otra chica—. Ya estás paranoica y ni siquiera empezó.
—Juro que se movió, fueron centímetros, pero lo hizo.
—Tranquila —tajeó la chica.
No podía ver a los humanos con claridad porque frente a ellos había nubes brumosas, como niebla o un enjambre de moscas. Pero en lugar de ser blanca lechosa, en la bruma que los envolvía, se proyectaban imágenes. Rápidamente supe que eran sus recuerdos, eran sus vidas y la tenían todo el tiempo frente a sus ojos, pero no la veían. Eran ciegos que se creían videntes.
Nadie tuvo que explicármelo, así como nadie tiene que enseñarte a respirar y ya naces sabiéndolo; supe que la vida de ellos se aglomeraba en un vaho colorido, bullicioso y caótico.
Pude ver todos los momentos que los llevaron hasta allí, lo que pensaron, vi sus temores, sus alegrías, sus pesadillas y sus secretos cochinos.
Sus nieblas provocaban un rumor molesto, como zumbidos, pitidos o muchas voces susurrando, todas, una encima de la otra. El ruido de sus almas era extremadamente escandaloso y molesto como mis tíos cantando en Navidad o discutiendo por la herencia familiar, también en Navidad.
No le presté mucha atención porque no me interesaban.
Pero más que nada porque tenía un monstruo quejoso levantándose del suelo.
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