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 Acá viene una parte violenta.

No sé muy bien qué pasó por mi cabeza, si me desvanecí, si me dejé llevar por la rabia o si los duendes mágicos hurtaron mi cerebro a su caldera de tesoros.

Solo sé que mi cigarrillo terminó enterrado en el ojo de Leviatán y que la candente y cenicienta cabecilla siseó como una serpiente al apagarse en su retina. Él gritó y me empujó el brazo de un manotazo.

Sí, eso no es lo que hubiese hecho un chico cristiano, pero para pensar en Cristo estaba la guerra, las iglesias, los aviones en picada y las pruebas de embarazo positivas.

No puedo recordar quién fue el que hizo enojar al otro primero. Bueno, en realidad sí puedo acordarme, pero no tiene caso narrar cómo pierdo los estribos.

¿Recuerdan que yo era un niño religioso y budista y pacifista? Era de esos que pasaba su fin de semana recaudando pertenencias para las personas que no pertenecían a ningún lado, que nunca se peleaba con nadie y que adoraba a su familia y sus amigos; aquel que sentía compasión por los otros y solo pensaba en la aceptación, incluso creía que se podía amar a ese tío raro de la familia que le gustan los pájaros y la taxidermia.

Bueno, ese chico murió. Había muerto en una noche lluviosa, preguntándose si ese mundo de dolor lo dejaría partir pronto. O tal vez, en realidad, nunca había existido, tal vez era humo que se desvanecía y el Asher violento era la fogata.

Importa una verga en realidad qué era, soy o dejé de ser, porque nunca terminamos de conocernos y si pudiéramos hacerlo no querríamos.

Mi abuelo, mientras veíamos la televisión, una vez dijo que todas las mujeres son iguales. Yo lo escuché divertido porque me pareció que su comentario era tarado ya que al instante había pensado que todos los hombres también eran iguales. Todos somos iguales. Cada uno somos todo. Y todos somos nada. Había veces que me miraba al espejo y no sabía quién me devolvía la mirada. 

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