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  Ese día mis amigos y yo tomamos como actividad comentar cosas tristes. Y vaya que los muertos tienen bastantes historias tristes para contar.

Leviatán lo sabe todo, por ejemplo, puedes preguntarle cuál es la masa de Júpiter y te lo dirá, conoce la vida de casi todos los vivos como los oscuros secretos de mis tíos y amigos o cualquier hecho de la historia; pero no es Dios o el profesor X, no lee mentes y no puede saber cuándo lo engañas o le mientes.

Descubrí que mi imaginación se había dotado de escenarios deprimentes, y también descubrí que para que todo relato fuera triste tenía que contener un rayito de felicidad. No hay historia triste sin una historia feliz de por medio.

Le comenté aquella vez, en mi última navidad, mi familia invitó a Gorgo de viaje, fuimos a caminar por el bosque y terminamos en aguas termales. Yo me había ido a nadar con Gorgo cuando estalló el primer destello en el cielo, recuerdo que él me tomó de la mano y gritó:

—¡Mira, Asher! ¡Es increíble!

Y las tonalidades nos empapaban más que el agua. Olía a sal y pólvora. Y mirando a Gorgo pensé que había más de una cosa increíble en esa noche. Cuando se lo relaté a Leviatán, mencioné algo como: «Ojalá pudiera regresar y tener solamente un segundo de ese momento, es lo único que pido, un segundo»

También le hablé de mi hermana Selva y aquella vez que, se suponía, estábamos castigados, pero de todos modos nos escapamos a un centro comercial y nos plantamos al lado de un muñeco de goma, que era sacudido por un ventilador, a imitar sus movimientos. Mencioné cómo mis padres me habían obligado a hacer un montón de cosas que en realidad nunca quise hacer, como ser diferente, gastar mi tiempo en religiones, ser casto y moralmente imposible.

Jenell habló del único hombre que la había escuchado en su vida y de cómo había encontrado a su querido amigo vendedor de periódicos tirado en el suelo, sin vida, un poco negro por el humo, con la piel fría y polvorosa. Dijo que se sintió como agarrar un objeto viejo guardado en el ático y mencionó que jamás podría liberarse de la sensación porque, así como la yema de sus dedos sintieron el gélido polvo, su corazón sintió que se hundía en una oscuridad de la que nunca saldría.

—Por favor, creí que odiabas a todos los hombres —comentó Ruslan.

Ella asintió.

—Lo hago, pero él no era un hombre, era un ángel.

Ruslan por su parte narró una infancia que no había vivido, dijo que su madre se murió, que tenía un gemelo a quien lo asesinaron y que su mejor amigo, un perro sin cola, falleció al salvarlo de un accidente automovilístico porque lo empujó con sus patitas y que, en los últimos segundos, mientras sostenía al perro moribundo en sus brazos, el animal gruñó algo que sonó como: «Ruslan te amo, cuídate».

 Cuando terminó de decir eso último, lo miré advirtiéndole que no contara más cosas como aquellas. Era mi culpa por meter en mis planes a alguien con problemas de estupefacientes. No podíamos arriesgarnos a que Leviatán descubriera que tratábamos de entristecerlo.

—Es que el ruso suena como un perro con catarro —acotó Jenell para aportarle realidad al relato.

Jag kommer att döda dem alla —apuntó Larry.

Estábamos caminando por una calle desierta y hablando, muy rara vez veíamos a otros inusuales por allí, ese lugar era enorme. De repente Leviatán se detuvo y se zampó otro bocado de pastillas. Meneó la cabeza, pateó una lata un poco enervado, se ajustó el nudo de su corbata y se volteó sin verlos ni decir nada.

Ruslan y Jenell me codearon para avisarme lo que ya había visto: él, por primera vez, no soporta estar con humanos.

—¿A dónde vas? —grité plantado en mitad de la acera—. ¡Eh!

Alcé la lata que él había pateado y se la arrojé en dirección a su cabeza. Leviatán la esquivó y apretó el paso, ni siquiera vio por encima de su hombro. Simplemente se fue, encorvado y tenso.

—Mira, mira, mira —susurraba Ruslan humedeciéndose los labios con histeria.

—Se va el muy gallina —lo juzgaba Jenell y para comprobarlo comenzó a cacarear fuerte.

—¿Sabes que averigüé algo? —dijo Ruslan y me apretó demasiado fuerte el hombro—. El otro día estaba hablando con mi demonio torturadora, esa, la vieja llamada Lucía. Bueno, este, este —Repiqueteó su pie contra la acera y miró a todas direcciones como si alguien pudiera vernos, otra vez la paranoia—, ella me dijo que... O sea, le pregunté por las pastillas, es decir, la cosa fue que...

Podía ver el ceño de Jenell frunciéndose cada vez más, si no soltaba el chisme rápido ella lo mataría.

—... mi torturadora me dijo que jamás tomaría pastillas, que le gustaba torturar a los humanos y que los demonios que los toman son unos locos. Que están enfermos.

—¿Leviatán está loco? —inquirí con preocupación.

—No, no está loco. Digo, es demasiado sensible, siente más que los demás. Es... como se dice...

—Un gallina —aportó Jenell con asco y escupió al suelo—. Odio los demonios. Se los juro, sabotearlo es lo más divertido que he hecho en mi vida. Bueno, en mi segunda vida.

—Pero Leviatán es malo, disfruta torturar —insistí, no quería saber que me había metido con alguien sensible o con un deficiente mental.

—Por favor, seguro finge. Gracias.

Jenell le lanzó una mirada histérica y apretó los labios.

—Ve por él —aportó Ruslan y me dio un ligero empujoncito mientras Larry se acostaba en el suelo a observar el vacío, Larry siempre hacía eso—. Ve por él y sigue atormentándolo con cosas tristes. Habla de perritos, eso es letal para alguien triste.

—Buena idea —asintió Jenell con una sonrisa maliciosa y abrazándose a ella misma, el frío era insoportable.

—No sé si sea...

Correcto.

—Vaya, Ruslan, parece que tenemos dos gallinas aquí con nosotros —se burló Jenell.

Me mordí el labio. Sí, ahí estaba yo, en pleno infierno preguntándome qué era correcto, muchos pensarán que ya era demasiado tarde para reimplantarse de ética o de bondad y esos muchos estarían en lo cierto. Era estúpido y sobre todo era tarde, pero aun así sentía culpa por Leviatán.

Yo no era un frío calculador, yo iba a ser un decorador de interiores, mi sueño era pintar la ciudad de vivos colores y dejar atrás la gama gris, blanca y negra que tenían todos los edificios modernos, mientras ayudaba a la gente con servicio comunitario. Era eso, un artista no un traidor. Lo pensé mejor y no estaba traicionando a nadie porque no le debía lealtad a Leviatán, no éramos amigos.

No éramos amigos, me repetí.

—Te obligará a contarles a todos lo que Jordán te hizo, por favor ¿Quieres hacer eso? —preguntó Ruslan.

Meneé aturdido la cabeza y comencé a caminar la senda por donde se había ido Leviatán.

—Alto, Ahser —gritó Jenell.

Me volteé en plena calle, ella me miró con tristeza.

—Solo recuerda que el cuervo nunca se irá ¿Sí? Trata de ir a otra sala o mirar a otro rincón de la habitación, no únicamente el dintel de tu puerta, o no podrás pensar en otra cosa... nunca más.

Asentí.

—Nunca más.

Iba a marcharme solemne, pero Jenell me interrumpió por segunda vez.

—¡Alto, Asher!

—Ya suelta todo —protesté.

—Haz sufrir a ese hijo de perra —suplicó.

Volví a darles la espalda y corrí en dirección a las cuevas.

—¡Cuéntale historias de cachorros, por favor, no hay nadie que se sea inmune a eso, sobre todo si son perros heridos! —gritó Ruslan.

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