Para mamá esa noticia fue como una patada en las bolas, o mejor dicho, en sus infertiles ovarios. Ya tenía todo lo que la niña huérfana del pasado había deseado, tenía la casa, el chico lindo y la familia grande que siempre quiso (al tener catorce cuñadas y cuñados pasaba casi un mes al año en fiestas de cumpleaños)

Lo único que ansiaba y le faltaba eran hijos. Pero no iba a tenerlos bajo la guardia del realismo. Al menos no sin esfuerzo.

Con el tiempo se enteró de tratamientos de fertilidad, costosos, sumamente costosos, más caro que épocas de Navidad en casa de mis abuelos. Pero ella, como niña huérfana soñadora, no conocía lo imposible. Comenzó a trabajar como camarera en un restaurante por la noche y de mañana a tarde era cajera en una gasolinera. El poco tiempo que tenía lo pasaba con mi padre, se aman con locura, como conejos. Saben a qué me refiero, ¿verdad?

Como ahorraban cada centavo sus salidas románticas siempre se limitaban a caminar por la ciudad. Ellos me dijeron que les encantaban sus citas humildes, porque en un momento de la noche, cuando las luces se encienden, cuando los animales se duermen y los buces se detienen; la quietud reina en un silencioso universo de destellos y faroles donde solo se escuchan los corazones de dos enamorados.