Siete días para cambiar el horizonte
¿Y ahora cómo le respondo?
Mi progenitora se queda observándome. Yo miro alrededor tratando de buscar ayuda para poder responder. Lo único que veo es a mi progenitor, tal vez refunfuñando, peleándose con la sombrilla; a mi hermana con sus lentes oscuros, dormida o simplemente echada, a mi hermano igual que mi hermana y una cosa más allá que realmente vale la pena ver. Pero tengo que responder, sé que tengo que responder. Hago que no escuché y pido que me repita la pregunta. Me vuelve a hacer la pregunta. No tengo escapatoria, no puedo hacerme el huevón de nuevo. Tengo que responderle. Se me ocurre la mejor respuesta posible. Le digo que todavía no sé. Mi progenitora me responde que tengo poco tiempo, que este año termino el colegio. Yo le digo que no se preocupe, que voy a saber dentro de poco. Ella dice que quiere saber qué elijo.
Volteo a mirar la cosa que realmente vale la pena. Me gustaría poder quedarme contemplándola sin tener que voltear la mirada cada cierto tiempo. ¿Por qué siempre se tiene que aparentar cuando alguien te gusta? Hay algo extrañamente atrayente en su rostro. Quiero abrazarla, me urge abrazarla.
Recién me percato que está rodeada de personas mayores que ella, al igual que yo. Está hablando con uno de los viejos. Este la abofetea. La que sería su madre la abraza e insulta al que la golpeó. Pero el otro se ríe y se pone a mirar el mar. Nadie más de ese grupo interviene. La señora le susurra cosas a ella. Los otros reanudan su conversación.
Mi progenitor termina su batalla épica con la sombrilla y me pide que le ayude a ponerla. Me repite la pregunta que me hizo mi progenitora, ante mi respuesta dice que por qué no he decidido todavía. Yo le respondo que hay muchas opciones y que no quiero apresurarme con la decisión, aunque ya sé qué es lo que quiero, pero eso no lo digo. Después de terminar de colocar la sombrilla se queda mirándome. Está sudando por tanto esfuerzo o por el calor que hace o porque suda mucho o porque tiene complejo de chancho. No dejo de mirarla de reojo, puedo ver como ruedan lágrimas por su rostro. A pesar de que está triste no deja de ser atrayente. La melancolía reflejada en sus facciones es extraña. Se parece al cielo de mi ciudad. Diferente al de esta playa. Sigue llorando, aunque ahora menos y su madre se unió a la conversación de los otros viejos a la vez que sostiene su cabeza contra su pecho. Yo deseo ser quien la sostenga. Deja de llorar. Habla un poco con la señora. Se va. Se aleja. Camina por el malecón. Se va. Simplemente se va.
Cuando me doy cuenta que desapareció de mi vista y estoy mirando nada en específico, mi progenitor ya se metió al mar, mi progenitora está echada leyendo un libro que yo nunca leería y mis hermanos siguen durmiendo o tomando sol o ambas cosas a la vez. Yo me vuelvo a sentar. Ya no tengo nada que mirar, pero tengo mucho en qué pensar.
¿Cómo les digo que ya tengo una respuesta fija desde hace tiempo, que sé qué es lo que quiero y que no es lo que esperan?
Miro a mi progenitora y cuando abro la boca lo único que hago es preguntar a qué hora vamos a comer. Me mira como si tuviera problemas en el cerebelo, una mirada a la que ya me acostumbré. Le digo que yo no almorcé. Me dice que me aguante. Y eso es lo que haré, aunque sienta que me va a costar mucho, tal vez demasiado, por no atreverme a decir algo.
De regreso al hotel me tumbo sobre la cama y leo porque no hay nada mejor que hacer. Podría sentarme a dibujar. Pero fui lo suficientemente estúpido como para no haber traído algo con qué hacerlo. Tampoco puedo dibujar en las paredes de la habitación. Me cortarían las pelotas si lo hago. Sin contar la cantidad de tiempo que me castigarían. Pero necesito poder dibujar algo. Tendré que tragarme esto también. La próxima vez que esté en mi cuarto voy a vomitarlo todo en alguna pared, en todas mis paredes. Estoy casi seguro que la semana se va a pasar rápido. Espero que se pase rápido.
Es casi mediodía. No hay desayuno. ¿Dónde está mi ropa de baño? La encuentro. Salgo. Camino por el malecón observando a la gente que se encuentra cerca al muelle. Desde los pescadores a las familias numerosas de veinte personas que vienen dentro de un carro en el que sólo entran ocho. Creo que hoy es domingo o es sábado o tal vez sea lunes y todos por una extraña casualidad están de vacaciones. Aunque hay gente trabajando, siempre hay alguien trabajando. Pierdo la noción del tiempo en vacaciones. Necesito ver el calendario sólo para saber qué día es.
Paso frente a unas casas enormes. En esta zona la arena no tiene tanta basura. Una sombrilla se va a vivir su vida enamorada del viento. Vuela con libertad. Tal vez trata de imitar a las aves que hay por acá. Su dueño corre y es gracioso ver como corre. Corre como si tuviera una piraña hambrienta dentro de la ropa de baño. Parece una morsa descuajeringada. ¿Es necesario perseguir algo que ya no sirve?
Me compro un helado. La busco con la mirada. Quiero verla. Apoyo los brazos en el muro del malecón. Quiero que sea mía, mía, sólo mía y quiero ser suyo, suyo y sólo suyo. Creo que debería tumbarme a imaginar. Pero si me tumbo en medio del malecón me van a mirar mal y un sereno me botará. Aunque no veo ninguno cerca.
Le doy el alcance a mis parientes y camino detrás de ellos hacia el lugar que hemos venido ocupando en la arena. No sé su nombre. No sé dónde vive. No sé cuántos años tiene. Asumo que tendrá los mismos que yo. Tal vez un poco más. Tal vez un poco menos. No sé si mañana la veré. Camino. La veo conversando con quienes serían sus amigas. Creo que es un año, puede que dos, menor que yo. Qué feo. ¿Estoy mirando a quién no debo?
Me gustaría saber su nombre. ¿Tanto me importa un nombre? El mío es horrible. Tal vez sea por eso. Si lo estampara en una pared apuesto a que habría gente que se reiría al leerlo. Podría hacerlo sólo para que otras personas se diviertan. Divertirse nunca está de más.
Voy con mi hermano por la orilla y en un momento el malecón deja de acompañarnos. Me pregunta si en verdad todavía no sé. No sé si a él le pueda contar. Es mi hermano, pero es tan diferente a mí. Tal vez porque él sea el mayor y yo el menor. Él tiene una moto y yo no sé ni montar bicicleta. Él sale siempre los fines de semana a fiestas y no regresa hasta después de que llega el pan en la mañana. Yo salgo a caminar sin rumbo fijo como un tarado, y encima lo hago en la tarde, nunca en la noche. Él planifica todas sus cosas con anticipación y tiene todo en orden. Yo no recuerdo cuando fue la última vez que planifiqué algo. Hay gente que viene en dirección contraria. Mi hermano y yo seguimos caminando. Sigo en silencio. Decido seguir con la comedia. Le digo que no sé. Me mira. Me dice que no me preocupe, que él tampoco sabía hasta que le quedaba muy poco tiempo para terminar el colegio. Me siento aliviado. Él y yo seguimos caminando. Esta zona de noche sería como un desierto en el que nadie penetra. Estaría tan vacía como una biblioteca pública. En la noche nadie te podría ver. Mi hermano y yo ya nos alejado lo suficiente como para tener que regresar. Al ir retornando, a la vez que conversaba con él sobre cosas que ya no me preocupan, pensaba que en ese pequeño espacio sería un sitio ideal para liberar el deseo, pero todo se llenaría de arena. No imagino tener arena metida a fondo por ahí. El sol se está ocultando y es hora de almorzar, de ahí a leer, a dormir. Me voy a aburrir de tanto leer, fácil antes me quedo sin libros. Quiero dibujar. Con cada día que pasa me siento más estúpido por no haber traído nada con qué hacerlo. Ahora mañana tengo que repetir lo mismo. Estoy de vacaciones y la monotonía me sigue metiendo mano. Cuando regrese a la ciudad asumo que parará, al menos por unos días.
Pasa a mi lado. Miro a cualquier lado para que no se dé cuenta que la deseo. La deseo. Deseo. Deseo. Deseo. Deseo. Deseo. Una gaseosa. Le respondo a la señora de la tienda que sí, que helada está bien. Deseo. Deseo. Deseo. Deseo. Deseo. La quiero en mi cama. Bebo. Quiero pasar todas las noches con ella. Bebo. Quiero envolverme en ella y que ella se envuelva en mí. Bebo. Quiero olerla. Bebo. Fumarla toda hasta que me sangre la nariz. Bebo. Comérmela hasta que se me caiga la boca. Se acabó la gaseosa. Busco un tacho. Boto la botella. Quiero fundirme con el calor de su cuerpo. Me meto al mar. Quiero que se quede dormida a mi lado después de haberme extasiado con ella. Me zambullo debajo de la ola. Quiero besarla en todas partes y que me bese en todas partes. Me zambullo debajo de la ola y espero que no me revuelque. Caderas. Pechos. Labios. Ojos. Pelo. Muslos. Manos. Pantorrillas. Cintura. Hombros. Espalda. Cuello. Antebrazo. Nariz. Corazón. Segundo Corazón. Revolcón. Maldita ola. Agua en la nariz. Todo. Maldita ola. Deseo. Soplo tratando de botar el agua salada. Sentir.
Las noches pasadas me he demorado mucho en dormir. No, no son recuerdos. Extraño mis cuatro paredes y sus dibujos. Las extraño más de lo que hubiera imaginado. He estado alejado de ellas antes y nunca las he extrañado así. Tal vez sea porque en ningún momento he pensado en un plan para convercerlo y necesito mi refugio. Estoy escuchando una canción vieja, la he escuchado mil veces antes, pero no logro capturar la melodía completa. Se desvanece junto con la letra. Intento tararearla. No puedo. Me pica la oreja. Pensando, pensando y pensando tirado sobre la cama. Sin mover un solo músculo. Aunque es incómodo quedarse en la misma postura por horas. Es más incómodo que recordar. Viendo cómo pasan los momentos que te marcaron. Algunos que deseas haber vivido de otra manera. Otros que simplemente están tan perdidos que casi no pueden ser evocados. Hasta que mi hermano me tira un cojín a la cabeza porque me muevo mucho cuando pienso y siento que estoy totalmente inmóvil. Incluso cuando intento quedarme quieto no lo consigo. Le devuelvo el cojín. Me lo devuelve. Le devuelvo mi zapatilla. Me devuelve la suya. Luego, me quedo quieto imaginando. Es un placer culposo jugar a cambiar recuerdos y a imaginar un futuro perfecto. Un futuro donde no tenga que darle respuestas a nadie por lo que vaya a hacer el resto de mi vida. Sin preguntas incómodas lanzadas cada cinco minutos por todas las personas que me conocen sólo porque tengo una determinada edad. Me cae una zapatilla por última vez. Jugar a que es una vida distinta la que viviste y la que vas a vivir. Y que realizando lo que sueñas despierto, tal vez, no tengas esa cosa dentro del pecho que pugna por salir. Maldita sea. ¿Cuándo voy a volver a dibujar? Pero lo que se tiene en el pecho siempre va a pugnar por salir. Es como una bestia que no se puede contener y que tiene que ser liberada hasta que se sacie. No tengo reloj con qué medir el tiempo. No sé si es más agradable imaginar otra vida o no pensar sobre cómo tengo que enfrentar la mía. La primera opción es la más fácil, pero la bestia me acabará consumiendo. Mejor duermo. De cualquier forma siento que estoy lejos del sitio en el que realmente me encuentro. A veces descubro que se pasa el tiempo más rápido pensando lo que he hecho que haciendo algo de verdad. Devuelvo la zapatilla. Me quedo dormido.
Son dos días sin verla. Recién me doy cuenta de eso. Tengo que tener cuidado con la ola. Maldito desnivel. Hay que esperar la ola. Me lanzo. Me revuelca. Pero yo soy más vivo y me tapé la nariz. Tan vivo no soy. Se me llenó de agua la nariz. Pero esta vez no los oídos. Mi hermano me mira con cara de que estoy mal de la cabeza. Todos lo estamos. Algunos más. Otros menos. Otros no lo saben. Mi hermana sale del mar. A veces me gustaría ser como ella. Nunca he visto que el mar la haya revolcado, incluso en playas en las que poca gente se baña. Otra ola. Nuevo desnivel. Saco los ojos del agua y veo a mi hermana caminando sin problema alguno. Yo no sé a qué lado está el malecón, el muelle, el escondite nocturno. Me ubico. Mi hermano se lanza nuevamente dentro de una ola. Me doy medio vuelta. Instante preciso para ver cómo me cae la ola encima. Cuando salgo estoy casi en la orilla y veo a mi progenitora que sigue echada bajo la sombrilla. Le sonrío para que se percate de que estoy tirado a poca distancia de ella. Levanta la vista de su libro. Le pregunto si ya tenemos que ir a almorzar. Mira su celular. Me dice que sí, que vaya saliendo y que le diga a mi hermano. Yo le digo que ya, que yo los alcanzo, que voy a meterme un poco, unas tres olas más y luego iré.
Necesito seguir siendo un niño hasta que no pueda serlo, hasta que ya no me dejen serlo.
He recorrido la playa. El malecón. Nada. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Perdí la cuenta. Y no está por ningún lado. ¿Será que ella tampoco es de acá y vino por unos cuántos días? No he vuelto a ver al grupo de viejos que la rodeaba el primer día. Aunque creo que la señora sentada en la banca esperando a que vuelvan las oscuras golondrinas es su mamá. ¿Habrá vuelto ella a su lugar de origen? Tal vez se la llevaron los otros. Eso significa que ya no la volveré a ver. No importa mucho. Cosas van. Cosas vienen. Y yo sigo deambulando. En algún momento ella iba a desaparecer. Antes que seguir deambulando por algo que es más efímero que un partido político prefiero perder mi tarde yendo a ver una película idiota con mis hermanos. Ya perdí la mañana.
Me apoyo en el muro. Veo como un recién llegado corre detrás de su sombrilla. ¿Nadie es capaz de avisar que corre viento muy fuerte en esta playa? A veces hace tanto viento que no deseo imaginar cómo es esto en invierno. Ahora lo imagino y deseo estar aquí en invierno. Sin gente. Escuchando el silencio de las corrientes de aire. Sentado en la arena siendo acariciado por el viento. Con un frío suave que te obligue a abrazar las piernas, pero no lo suficientemente fuerte que te obligue a abrigarte. Camino de vuelta al hotel. Espero que haya alguna película decente, no genial, eso sería pedir mucho, simplemente entretenida, lo suficientemente entretenida como para idiotizarme un poco y saber que apenas regresemos a nuestra casa tengo que darles la respuesta a su pregunta.
Me gustaría que las vacaciones sean eternas.
Me despiertan. Me dicen que ya nos tenemos que ir. Me informan que no va a haber desayuno. Es casi mediodía. Tengo que guardar las cosas. Una semana entera. Todo ese tiempo para pensar en qué decir. Puede ser que más adelante la recuerde. Le digo a mi hermano que están todavía en su cuarto, aunque vinieron a despertarnos hace como media hora. Le digo que sólo yo escuché. Me divertí. Me sentí bien. Mi hermano me dice que esto es mío. Le respondo que yo no lo puedo volver a llevar. Me responde que busque donde lo guardo. Me llevo su imagen. Su recuerdo. Mi progenitor me pide que vaya llevando su maletín al carro. Le respondo que todavía tengo que terminar de ordenar las cosas de mi mochila. No estoy dejando nada y mi mochila de nuevo está a punto de reventar. Pienso en su rostro.
Hubiera necesitado un camión para transportar todo lo que habría podido crear acá.
Mi progenitor me pregunta que por qué no están todos aquí. Le respondo que yo voy a ir a apurarlos. No existen ni existirán decepciones con ella. Pienso en su rostro. Les pregunto a mis hermanos si están listos, que estamos esperando, que solo faltan ellos. Será una imagen a la cual puedo recurrir. Algo que me haga sonreír. Les anuncio a todos en voz alta que yo voy al fondo. De cierta forma retorcida es el mejor amor de mi vida. Simple e intrastornable. Lo que me inspiró a tomar la decisión más importante que pueda haber hecho hasta ahora.
Decisión que espero no choque contra una pared.
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