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La INcreíble historia de Pánfilo Villarreal ©

          Otrora aconteció una catarsis de la que fui yo primer espectador, pero ya nadie cree en la veracidad de mis palabras. Me creen semejante lunático, tanto mis hijos como mis nietos, y mis bisnietos y tataranietos; tanto los familiares lejanos —que no he visto desde mi comunión, imagínese usted— como los vecinos metiches; e incluso gente que ni conozco ratifica mi locura con únicamente haber oído de mí y de mi historia fantástica. Toda la familia sostiene con entrañable firmeza que a este pobre viejo, ya con canas en los bigotes, panzudo y con las extremidades oxidadas, se le tostó la cabeza por andar bajo el sol; que beber por tantos años tantos litros de agua del lago de Maracaibo me provocó un malestar estomacal tal, que me enloqueció garrafalmente; que tan constantes penurias me forzaron a buscar refugio en un mundo imaginario..., pero, coño, obviamente que no, ¿cómo me iba a imaginar algo así? Yo que nunca, ni de muy chamito, tuve lo que se diría "buena imaginación", así que ¿qué capacidad iba a tener yo, Pánfilo Villarreal, de inventarme una vaina así?, no, no, ¡qué va!

Yo sé que todo pasó hace no sé cuántos años, y vivía por entonces en Ciudad Ojeda, la capital del municipio Lagunillas, en el estado más caluroso de Venezuela. Vivía en la bulliciosa avenida 45, en un pintoresco complejo de apartamenticos —conocidos como "nidos de palomas"—, en el que cerca quedaba un famoso abasto con unas madres cornetas que, puestas en la entrada, retumbaban con canciones de antaño..., pero toda la algarabía adjudicada a ese pedacito moría tan pronto cortaban el servicio eléctrico —el racionamiento habitual, de ocho horas cada día—. Aquella mañana andaba por la cocina, preparándome unas arepitas en el budare, y ya habían cortado la electricidad, así que el inclemente calor del mediodía estaba haciendo de las suyas.

Era un sol abrasador, calcinante como en ningún otro lado, que cocinaba las calles y todo quien por ahí anduviera. Sentía las axilas como dos piscinas olímpicas, de la frente me caían las gotas de sudor del tamaño de un abalorio, y ni el monstruoso abanico de la abuela aplacaba la sensación de sofoco. Recuerdo que me giré a buscar un trapo viejo que metía en una rendija al lado del lavaplatos, con el cual acostumbraba a secarme el rostro, y fue en ese momento que, de repente, una fuerte luz blanca iluminó la cocina hasta en el más minúsculo agujero. Yo pensé al instante «¡Por fin!, volvió la electricidad, Señor», y me embargó una felicidad auténtica, que ciertamente no duró mucho.

Al girarme, grande fue mi sorpresa, me hallé con cuatro extrañas mujeres, vestidas de la forma más extraña posible, que irradiaban esa enceguecedora luz blanca que iluminó el apartamento hasta en sus recámaras más escondidas, y poseían los rostros más bellos, bellísimos, que yo en mi vida había visto. Ante tal insólita imagen no pude hacer más que articular un "Ave María purísima", y me lancé al suelo de rodillas y con los aguarapados ojos bien cerrados, y es que, por obvias razones, aquellas no eran personas ordinarias, sino que ¡eran diosas! y de ello no cabía duda.

A dos de las diosas allí presentes las reconocí, aunque vagamente, y de las dos restantes no me sabía ni el nombre..., cuestión que, sincerándome con usted, me atemorizaba más de lo que en un principio me atemorizaron sus repentinas apariciones, porque ¿y si me los preguntaban?, ¿y si me decían: "Pánfilo, dime el nombre de esta fulana, o la de allá"? ¡Señor!, se ofenderían y me cocinarían vivo.

Por fortuna para mí, no me presentaron tal incógnita.

La segunda duda que me revoloteaba por la ahora atolondrada cabeza, además de "¿quiénes son esas?", era "¿qué hacían estas diosas aquí, en mi humilde salita?", y rápido me aclararon esta última. Se me acercó la hermosa, la encantadora Afrodita, una de las dos a las que sí reconocía, y habló en representación de todas, explicando el porqué de su singular visita.

―Querida criatura, nos hallamos aquí buscando tu ayuda para resolver el conflicto que nos aqueja a todas, el cual radica en quién es, de nosotras, la más hermosa ―explicó con parsimonia―. Explícale a estas ramificaciones mías que yo ―realizó aquí una pausa para enfatizar lo siguiente― soy la única y verdadera diosa de la belleza.

Y pa' qué fue eso, si inmediatamente terminó la oración se enzarzaron en una discusión monumental con la que estremecieron los cielos y la tierra. Mi pobre apartamentico se tambaleó de un lado a otro cual mata seca en un ventarrón, y los nubarrones taparon en menos de un segundo el implacable sol que desde la mañanita imperaba en las alturas.

―Mi madre santísima ―atiné a decir, agarrándome con fuerza al pilar que había en la cocina, y mascullé bajito, para mí―: estas no solo me van a matar, sino que van a destrozar mi hogar y toda la ciudad ―Y con una valentía que no sentía, me acerqué a la sala y les grité a pulmón rajao'―: ¡Ya va, ya va, aguántense! Me van a desbaratar el apartamento... Vamos a tranquilizarnos, señoras ―Y con lo dicho, las diosas me observaron (sofocadas, como si fuera yo una mísera cucaracha), olvidando momentáneamente su pleito.

―Bueno, mortal, date prisa, dinos quién de nosotras te parece la más bella.

―Pero si todas me parecéis tan bellas como una Coca-Cola en pleno mediodía... ¡digo!, que todas me parecéis muy hermosas.

―¡Solo puedes nombrar a una! ―me advirtieron al unísono, y si yo ya estaba aterrorizado, ahora estaba por ponerme a llorar. ¿En qué embrollo me vine a meter, y sin querer?

Entonces, busqué la manera de zafarme.

―Oh, diosas, yo soy un ser indigno que no podría jamás decidir justamente quién de ustedes es la más bella. Por allá, por los terrenos de más abajo, vive un chamo que sí las podría ayudar, sería muchísimo mejor que acudieran a él ―les expliqué, y mentalmente recité todas las plegarias que aprendí en la catequesis, esto con el fin de que, por alguna suerte, aceptaran mi propuesta y se fueran lejos, muy lejos; que se marcharan a buscar a otro loco que metiera las patas en el barro.

Tristemente, el loco seguía siendo yo, y estaba, con certeza, embarrado hasta el cuello.

Habló entonces la radiante Venus, con su larga cabellera rubicunda al vaivén de un atípico viento frío―: Las diosas Laksmi, Freyja, Afrodita y yo, confiamos enteramente en tu decisión, nos rehusamos a buscar a otro mortal. Te pedimos tomar ya una decisión..., y ten en consideración que con tus palabras habrán consecuencias.

Y yo ya lo sabía muy, pero que muy bien —precisamente por ello quería desembarazarme de la situación—; y lo sabía, lo recordaba, puesto que en mi bachillerato me encomendaron leer la Ilíada, de Homero, y qué no pasó en semejante obra... Todo a raíz de una disputa entre los dioses, y ahora era la misma vaina, pero conmigo en medio.

Y tal vez, tal vez, fue por tal remembranza de mi juventud, o por la clara impaciencia de las diosas —que ya comenzaban a enfadarse—, que un nombre me brotó de la boca sin siquiera pensarlo, sencillamente... salió y ya. E insisto una vez más: pa' qué fue eso.

Por los nervios, o qué sé yo, por alguna otra razón, de los labios —temblorosos como una gelatina— me salió el nombre "Afrodita", y esta, con el título de «la diosa de la belleza» en su poder, no en una única ocasión, sino en dos, salió airosa de la batalla —risueña como una niña y capitosa como ella sola—. Con un beso en la mejilla se despidió de mí, y en una llamarada escarlata desapareció de la sala.

Las tres diosas restantes, disgustadas con mi decisión apresurada, cumplieron su promesa de imponerme un castigo. Me quebraron los huesos cual si fueran estos unos delgados palillos, me colorearon la piel y me volvieron tan pequeñito como un zapato: me convirtieron, pues, en una iguana, condenada a vagar por las ruinas de lo que fue en otros tiempos mi ciudad.

Presencié cómo mi hogar desaparecía por las tormentas, cómo mi pueblo sufría por las inundaciones; vi a los niños morir de hambre y a otros que caían en plena calle devastados por las enfermedades. No hubo por entonces luz que nos guiase en nuestros caminos sinuosos; vivíamos todos inmersos en una oscuridad absoluta, una que a decir verdad parecía eterna.

Yo vi morir a todos, pero no se me permitía morir con ellos, y en ese cuerpo viví durante mucho tiempo, aunque no sé ya cuántos años. Solo sé que, cuando cumplí mi sentencia, las diosas se apiadaron de mí y me regresaron mi cuerpo y mi hogar. Me desperté un día en el sofá de la sala, con la misma camisa empapada de hace años y los mismos pantalones remendados de aquel día, y en la cocina se empezaban a quemar las arepas que había dejado en el budare.


FIN.

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Glosario:

• Vaina: cosa, situación —se emplea de muchísimas otras maneras, dependiendo del contexto—.

• "Madres cornetas" = "Gigantesco —gran, enorme— estéreo".

• Chamo (ito): chico, niño.

• Mata: árbol.

• Budare: plancha circular de hierro fundido o arcilla, usada para cocer o tostar alimentos como arepas, cachapas, casabe, etc.

• Arepa: pan de maíz con forma circular, asado o a la parrilla.

1500 palabras.

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