Capítulo 4
Al otro día, Augustus fue al Conservatorio. El humo tenue y fluido de los fantasmas le dio la bienvenida de nuevo cuando cruzó el umbral. El maestro Gálvez lo saludó como de costumbre, preguntándole por su ausencia el día anterior. Augustus respondió con una mentira que no recordaría más tarde y siguió reflexionando sobre su anterior visita a la Mansión Broussard, donde Madame Rouge siseó palabras que se hilaron en su mente como un acertijo que no estaba seguro de poder entender.
El pensamiento sobre la extraordinaria posibilidad de comunicarse con su madre lo atacó en la forma escalofrío silencioso. Había estado en contacto con fantasmas durante toda su segunda vida, pero nunca los había buscado él. Ellos llegaban a él, como mosquitos sedientos que anhelan sangre, mientras su cordura temblaba como un péndulo roto. Pinchando, picando, en la locura de sus pesadillas tentaculadas. Y mucho menos había pensado en hablar con su madre. Todos los espíritus que lo seguían eran extraños de algún tipo. Personas a las que nunca había considerado parte de sus vidas. Pero su madre, como pensaba que eran todas las madres, era diferente. Ella le había dado su primera vida.
Había muerto hacía tres años, un día antes de su decimonoveno cumpleaños, y cuando la honestidad de la muerte lo golpeó como el segundero de un reloj, sumió todo su mundo en tinieblas y marchitó todas las flores.
Y así, todas las noches parecían un mal recuerdo: una manta, aire cálido y el rostro de alguien a quien amaba con los ojos cerrados para siempre con una especie de afecto que se sentía roto.
Había oído que se suponía que los brujos vivían para siempre. Si ella era uno de ellos, ¿por qué había muerto? Por un momento, dejó de respirar. Existía la terrible posibilidad de que madre su una bruja, que de alguna manera estuvo más cerca de los secretos de todos los mundos, pero él nunca lo supo. Y eso lo rompió como una joya, dando espacio para que las sombras cavaran más profundo que la verdad.
Pero a pesar de lo destrozado que estaba, después de cinco años, necesitaba saber la verdad.
—Maestro Gálvez —llamó, por primera vez en toda su segunda vida—, ¿qué se siente estar muerto?
El anciano soltó una carcajada. Era tal el evento. El joven Black nunca los había buscado, pero ahora estaba haciendo una pregunta, una pregunta muy personal, y su voz se escuchaba hambrienta.
—La muerte es una experiencia diferente para todos. Nadie vive ni muere igual —respondió con candidez—. Por ejemplo, en mi caso sentí que podía vivir para siempre cuidando lo que más amaba.
Augustus entendió que se refería al Conservatorio, a la música. Todos los demás fantasmas que habitaban el recinto eran parecidos, quizás, mientras se enterraban entre pilas de hojas amarillas en la biblioteca o descansaban eternamente sobre las sillas torcidas del teatro.
Quizá su madre era así también. Quizá lo estaba cuidando. Quizás ella nunca murió. ¿Pero por qué no se había mostrado en todos esos años? ¿Por qué tenía tantos fantasmas, pero ella no?
Y a medida que esas preguntas se repetían en su mente, el día transcurría, más largo que los demás, hasta que las horas llegaron con aprensión al descanso de su madre.
Cuando pasó, aún no era de noche. En cambio, el sol se sonrojó tímidamente sobre el horizonte, comparando su rostro con la inminente oscuridad. Augustus salió de su vieja máquina y puso un pie en el cementerio. Había visitado a su madre antes, pero esto era mucho más diferente, mucho más aterrador.
Junto al campo del cementerio, había una capilla cristiana, levantada entre los árboles como un titán. Sabía que los evangelistas se reunían allí una vez, unos días, porque iba varias veces con uno de sus compañeros de escuela. Una mampara de metal cubría la entrada al cementerio, separándolo del resto del mundo. Atravesó la puerta y entró. Se parecía mucho a cualquier otro cementerio, lápidas reunidas contra el suelo como artificios de la memoria, divididas por vetas de hierba. Caminó entre ellos como hecho de vagar y huir. A ambos lados, se erigen dos estatuas de bronce. Riachuelos de metal negro desaparecían en el suelo y parecía que nacían, como árboles, como arbustos. Una serpiente enorme y un pájaro (un fénix, un águila, un halcón; no podía diferenciarlos) se erigían frente a frente desde la distancia, como enemigos brutales. La cola de la serpiente, cubierta de escamas delicadamente cinceladas, se enroscó para contener en una elegante espiral. Pero siempre se maravillaba del pájaro gigante. Su pico cerrado apuntaba humildemente al suelo, pero sus alas estaban abiertas hacia el cielo, mientras la luz durazno del atardecer descansaba sobre sus plumas metálicas.
Caminó lentamente, esperando cada segundo, hasta que encontró la tumba. Era sencilla, no muy diferente al resto. La lápida se alzaba en el suelo con palabras en bajo relieve que decían "Al descanso de nuestra querida madre y amiga, Ysabel Black". Dejó que un pequeño ramo de lirios recogidos por el mismo descansara sobre la piedra mientras se arrodillaba frente a ella.
—Madre —comenzó—, este mundo es difícil y deseo que entenderlo. No me molestaría si me ayudaras un poco. —Respiró y pronunció esas palabras con cautela. Era como sostener un pájaro pequeño, frágil, y temía aplastar sus diminutos huesos, y que con él murió toda su esperanza. —Quiero... No, necesito saber por qué me pasó esto, quiénes somos. Quizás entonces todo tenga sentido. Esta vida o esta muerte.
Después de decir esas palabras, esperó y esperó, hasta que las sombras absolutas del anochecer aplastaron los ángulos de su rostro, y una serpiente, tan larga como el dedo índice de un titán, siseó has que se durmiera en la hierba, de espaldas a la lápida, con los lirios en su mano.
***
Esa noche, Coraline volvió a trabajar. Sostenía un cofre de madera oscura con ambas manos. La luz del humo la seguía como la cola de una sirena mientras tarareaba la canción y las Muertas de esa noche imitaban su voz en trance.
kò sa a se pa mwen
mwen fè pati manman mwen
ki moun ki trennen sou tè a
ak kò long li
e mwen fè pati papa mwen
ki mache nan mitan lannwit lan
kenbe dezòd ak men dwat li
(este cuerpo no soy yo
pertenezco a mi madre
que se arrastra en la tierra
con su cuerpo largo
y pertenezco a mi padre
quien camina en la noche
sosteniendo el caos
con su mano derecha)
Entonces Coraline escuchó algo y dejó de cantar. Los fantasmas también se detuvieron, una tras una, como piezas de dominó en caída. El sonido era silencioso, pequeño, como una estrella distante. Como una campana. Y estaba cerca. Podía oírla junto a la oreja. Casi tan cerca como su corazón, que se detuvo como un tambor roto.
Giró para ver a sus almas y ellas le devolvieron la mirada, expectantes, con la boca cerrada. Por supuesto, no habían sido ellas. Estaban atadas a ella, incapaces de hablar o moverse a menos que ella lo hiciera. Solo podía escuchar su propia respiración.
Volvió a su posición, comenzó a cantar otra vez y siguió caminando hacia su casa. Podía escuchar las voces como el viento a través de los árboles. La puerta principal se abrió sola y mostró a su madre, que la esperaba hermosa y eterna, parada en el umbral de su imperecedero hogar. Abrió los brazos y dio la bienvenida a los fantasmas en el idioma de sus antepasados.
El sonido de los tambores golpeándose entre sí en una polirritmia nerviosa hizo un crescendo en los oídos de Coco. Los espíritus convocados estaban tocando. Sus dedos y palmas de huesos saltaban sobre los instrumentos como pesadas gotas de lluvia. Lien agitaba las maracas y Rose encendió las velas de un altar con flores. El ritmo era la fuerza universal que movía a los vivos y a los muertos, y por eso bailaban. Como atados a él, los fantasmas a su alrededor comenzaron a moverse en una danza elocuente. Ningún cuerpo hacía lo mismo. Todos ellas eran su propia energía, completas dentro de sí mismas.
Su madre también bailaba descalza, poseída por su propia estrella, portando el misterio. ¿Cuál? ¿Santa Marta? ¿Metresilí, la madre de los ríos? Las mujeres solo podían portar a otras mujeres. Nunca le decía quién, pero asumiendo por el atuendo de oro amarillo, sabía que era Anaísa. Los dedos de su madre brillaban como velas, con fuego en las puntas. Guiada por la candencia de los tambores, sus manos dibujaban en el aire efímeros círculos de fuego, rojos y amoratados como una puesta de sol, que desaparecían como una exhalación, dejando atrás su esplendor bronceado mientras se movía.
Cada noche, su bosque se llenaba de muerte y brillaba como un río de estrellas. Coco sintió su calor profundo en algún lugar que no podía reconocer y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sintió arder y no sabía cómo ni por qué. Todavía cantando, abrió el cofrecito en su mano y los fantasmas se dispersaron como polvo de estrellas, molidas por el golpe de los tambores, ligeras, brillantes e insustanciales, y formaron un rastro de luminosidad que viajó hacia ella con el último golpe del tambor. Todos los fuegos murieron, incluso los de los dedos de su madre, y luego se hizo el silencio.
Libre de su posesión, su madre se había derretido contra el suelo. Una de las muchachas encendió una vela, y su luz brillaba demasiado cerca de su piel, volviéndola translúcida, por lo que Coco pudo ver su cráneo tan blanco como la inflorescencia de campanillas de yuca.
Coco tomó uno de los brazos de su madre y trató de levantarla.
—Déjame ayudarte —dijo Rose, y tomó el otro brazo. Y con Lien iluminando el camino, llevaron el cuerpo de la madre a su cama. Coco le limpió los pies con una toalla húmeda y le cambió la ropa sudada por la de dormir.
Después de terminar con su madre, Coco también se lavó y se fue a dormir a su habitación.
Y luego lo escuchó de nuevo. El silbido de una serpiente, suave y largo, casi imperceptible, y pequeño, como una estrella distante. Como una campana. Y estaba cerca.
Tan cerca como su corazón y lo sentía debajo de su piel, como un hormigueo. La enganchaba, colgaba de sus pulmones, como el invierno y la escarcha sobre la hierba, como un hongo pálido, como la polilla. La envolvía en una disonancia de miedo y una sensación de ahogamiento la invadía. Era fuerte, demasiado fuerte, tanto que pensó que sus entrañas explotarían abiertas. La ahogaba con un dolor que no podía comprender, un anhelo que solo podía saborear: era agridulce, como la chinola, y era líquido, como un mar ahogado.
Casi sofocada por el ruido, Coco abrió los ojos. Su respiración era como una manzana cortada. Se mantuvo en silencio por unos segundos antes de ponerse de pie. Había algo en su corazón que la exprimía, con dedos largos y sangrientos, hambrientos como la tortura.
Sacó su abrigo de lana amarillo del armario y salió de la casa. Se desplegó, como una rosa, paso a paso, pasando la puerta y hacia la carretera. Afuera, el cielo nocturno giraba en espiral de hambre alrededor de las estrellas, cuando estaba a punto de comérselas. En noches como esta, en las que el dolor se demoraba como el sueño al amanecer, caminaba por el cementerio. No estaba lejos de casa, y aunque su madre nunca lo había confirmado, sentía la distancia tan conveniente, como si la casa estuviera construida para estar cerca de él, o él hubiera sido construido para estar cerca de la casa. Así que llegó en unos veinte lentos minutos. Mientras el viento acariciaba con suavidad su cabello rizado, se acercó a la puerta. Para su sorpresa, estaba abierta, pero sin darle mucho espacio en su mente ya perturbada, pasó junto a él y entró en el cementerio. Las hierbas se oían crujientes bajo sus pasos, y ese sonido era suficiente para hacerle pensar en otra cosa que no fuera la serpiente que había escuchado minutos antes. Continuó, más allá de la serpiente de bronce y el halcón, hasta la última hilera de lápidas que pudo ver.
Allí lo vio, plegado sobre sí mismo como un ala plisada, con la espalda apoyada contra una lápida. En una mano un poco abierta gracias al trance del sueño, sostenía unas flores.
Coco se acercó y se inclinó hacia él, movida por la curiosidad. La vista le era divertida y rara. Los Vivos nunca iban a dormir al cementerio. De hecho, el solo hecho de estar en él les hacía sentir una especie de pavor, como si cada paso fuera un segundo más cerca de la muerte. Y tenían razón, la muerte les esperaba en este lugar, pero no la suya. No podía captar la racionalidad detrás de esos sentimientos, por lo que ver a este haciendo exactamente lo contrario le parecía una maravilla.
Lo miró con la atención y la curiosidad de un científico. su mandíbula era cuadrada y su nariz tenía un puente corto. Sus cejas se posaban en su rostro como plumas negras, la luz de la luna destellaba en sus pestañas, cada una tan larga y oscura como el golpe de un bolígrafo, y una corona de rizos apretados contorneaba su piel marrón suave como el cielo como lo haría el pasto alrededor de una montaña oscura. Entonces lo reconoció, y luego todo tuvo sentido. Este hombre siempre veía a los Muertos, así que ¿quizás venir aquí era una especie de hábito? Pero ella nunca lo había visto aquí antes, o al menos no que pudiera recordar. Sus noches en el cementerio siempre habían estado llenas de soledad. Le vino a la mente la conversación que tuvo con su madre y ella miró la lápida. Decía "Ysabel Black". Su boca se transformó en un "oh".
Pero este hombre no descansaba. Su respiración era agitada y, como el último movimiento de una sinfonía, se hizo cada vez más rápida. Estaba sudando y le temblaban las manos mientras murmuraba palabras tan bajas que ella no podía entenderlas. Sus cejas estaban fruncidas, y la forma general de su rostro se contraía por el dolor. Era la misma expresión que la gente solía tener antes de morir: miedo.
Luego el silencio cayó como el canto de un pájaro y abrió los ojos.
Cuando los ojos de Coco se encontraron con los de él, parpadeó. Demasiado consciente de su presencia, él se sentó derecho.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, pero Coco no supo qué responder. Estaba consciente de que todas sus posibles respuestas probablemente no tenían sentido para nadie más que para ella, así que ¿por qué molestarse en ofrecer una explicación?, pensó. Así que optó por hacer una pregunta ella misma:
—¿Estás bien? —se atrevió a preguntar, Se atrevió a preguntar, haciendo gala de toda su valentía. Pero él se limitó a mirarla, con los ojos entornados y penetrantes bajo la luz de la luna. Por supuesto, ¿por qué estaría interesada en él, en sus sentimientos o en cómo estaba? Pero luego se sintió cercana a este extraño, demasiado emocionada para su mera existencia. El latido de su corazón era una prueba sólida de eso, tamborileando tan rápido como una canción ceremonial. El hecho de que alguien pudiera ser ligeramente similar a ella, de que pudiera verlos fantasmas, la hacía sentirse menos sola. Como una palabra con un sinónimo en el diccionario—. Lo siento. Es posible que no me recuerdes.
Probablemente no la reconocía. Se puso de pie con las flores aún en las manos, ahora apretadas, y miró a su alrededor, como si buscara algo, como si hubiera estado esperando demasiado tiempo y sus esperanzas se hubieran derrumbado. Como una estrella. porque se acercó, como para inspeccionarla, con los ojos medio cerrados. Luego asintió con la cabeza.
—Sí —respondió—, sí me acuerdo de ti. Eres la hija de Madame Rouge. Te recuerdo. De ayer.
Una sonrisa de alivio se formó en el rostro de Coco.
—Soy Coco. —Dio un paso adelante. Su cuerpo quería estar más cerca. Durante años, había anhelado la compañía de alguien como ella.
—Soy Augustus —respondió él—. ¿Pero qué estás haciendo aquí a esta hora? —Miró a su reloj de muñeca.
—Vengo aquí muy a menudo. Estoy igualmente sola aquí y en mi habitación, pero al menos esta es una vista algo diferente.
—Oh, ¿entonces vienes aquí para entretenerte?
Coco se rio y resonó su risa como una campana de coro con sordina mientras se cubría la boca con el dorso de su puño medio cerrado.
—Nunca había pensado en esto como un entretenimiento. Es más como un escape.
Augustus asintió.
—Me gustaría poder ver algo más también.
Coco sabía que no se refería a una casa o un cementerio.
—No te gusta verlos, ¿verdad? —ella preguntó.
—¿Sabes de alguien que lo haga?"
Coco agitó su cabeza.
—Eres la única persona que conozco que puede verlos, además de mi madre y yo.
—Mi madre probablemente también los podía ver.
—¿Tu madre también era una servidora?
—¿Una servidora?
—Eso es lo que son. Así se llaman entre ellos.
—No estoy seguro. Ella nunca me lo dijo.
Su tono se redujo a un murmullo, y también sus hombros.
Los servidores eran algo común. Formaban parte de la cultura popular de Fransville, pero no todos eran capaces de comunicarse con los Muertos. Su madre le había explicado antes: todos los que podían habían muerto, excepto ella.
—Tal vez ella no sintió que era necesario decírtelo —dijo, tratando de consolarlo.
Se acercó a la lápida y colocó las flores sobre ella.
—Quizás —dijo mientras se sentaba sobre la grama que cubría la tumba de su madre.
—Supongo que no la has podido ver.
Augustus soltó una suave risa que desapareció con el viento.
—Por supuesto que no. No es como si pudiera invocar a los Muertos. —La confusión se hizo de Coco, porque sabía que no estaba feliz. Nunca había conocido a nadie que se sintiera infeliz porque no veía un fantasma. La gente odiaba a los Muertos, pero amaba su significado. Amaban extrañar y lo hacían a través un anhelo intocable. Pero en realidad nadie amaba a los Muertos, su materia, su forma física. Sin embargo, este hombre quería ver a su madre Muerta, y probablemente había estado esperando aquí durante horas, pensó.
—Pero yo puedo —dijo.
—¿Cómo es eso?
—Puedo probar.
—¿Puedes probar? —Se acercó, pero ella podía sentir la duda en su pregunta.
—Sí, sí —respondió ella, floreciendo con emoción—. Pero necesito algo.
—¿Algo como qué?
—Algo de ella. Algo significativo. Algo que creas que ella podría querer recuperar.
Coco no sabía exactamente por qué dijo esas palabras o qué energía las causó, pero las había dicho, y le resonaron con toda su honestidad. Su corazón estaba lleno de esto, como una naranja en primavera. y quería que siguiera así, tener la seguridad de que podía intentarlo. Trituraba huesos, hacía semillas de personas muertas y las enterraba para que crecieran árboles. Y sus raíces se enganchaban a ella. Juraba que, a veces, su corazón ardía. Los fantasmas la seguían porque tenían hambre, y los vivos los veían por necesidad. A veces se preguntaba si también le comerían la piel, si lamerían sus huesos cuando terminaran y triturarían para hacer crecer los árboles. La envolverían en hiedra y la dejarían pudrirse como una flor no amada que se alimenta de sus propias pesadillas.
Pero esto era diferente. Esto no era una pesadilla, ni ningún tipo de sueño. Esto era real. Estaba con alguien, y alguien como ella, para ser precisos. Era tan real, tan sólido, que casi podía morderlo.
—Podría encontrar algo —dijo él—. De hecho, estoy seguro. Completamente seguro de que tengo algo. —Se puso de pie y le sonrió, con brevedad, como una ola matutina en el mar Caribe. Ella asintió, esperando que él hablara. Que dijera más. Luego él continuó y su voz tembló de emoción, quebrándose como el ámbar para dejar salir la vida. —Podemos ir a casa y encontraré algo allí.
Augustus anduvo todo el camino a través de los nombres de los que habían muerto, las dos estatuas de bronce, hasta la salida del cementerio, y ella lo siguió.
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