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Capítulo 1

La noche en que Augustus murió por primera vez, la nieve cayó sobre el bosque nocturno de Fransville y los árboles hicieron eco de un susurro que quebró la luz de la Luna.

Esbelta y elegante, la criatura levantó su brazo. Sus largos dedos envolvieron el cuello de la chica con una precisión asesina. Venas doradas que se extendían por sus tendones, cinceladas en su pelaje negro como caminos de fuego.

El par de piernas humanas colgaban, meciéndose desordenadamente en el aire. Un grito trató de escapar de su garganta estrangulada mientras sus pequeñas manos arañaban el agarre de la bestia.

Augustus le tenía miedo al monstruo, pero le tenía más miedo a la muerte. A la muerte inminente de la niña.

—¡Detente! —gritó, y lo miró.

Un soplo de fuego dorado nació en su frente, como las llamas de un sol, pero recordaría sus ojos para siempre: grandes y rasgados, brillaban como joyas azules, con destellos de firmamento y eternidad. Eran lo más parecido a un trozo de luna que había visto antes. Dos lunas azules.

Luego silencio. El monstruo inclinó la cabeza.

El cuerpo inconsciente de la niña cayó al suelo.

La criatura caminó hacia él y él corrió.

Su sombra se desvanecía árbol tras árbol, su respiración ágil y desigual. El viento gélido rozó su piel morena, su cuerpo incapaz de comprender la complejidad de su pesadilla. Pero corrió.

Y luego sucedió, cada momento más borroso que el anterior.

Su pie golpeó la raíz serpenteante de un árbol y cayó en el frío. Escupió un quejido. Su rodilla le ardía de dolor y podía escuchar los pasos de la criatura acercándose a él por detrás. Un miedo insufrible lo invadió al darse cuenta de que no podía levantarse.

Después el ruido cubrió el bosque como una tempestad.

Un rugido.

Sangre que manchó la nieve como lágrimas.

Y luego nada.

Lo que vio después le haría creer a la mañana siguiente que todo había sido un sueño.

Una lágrima roja atravesó frigidez desde su cuerpo adolescente y roto hasta el sol en su rostro y ella se acercó a él. Su figura transpiró hilos de luz dorada que volaron hacia él de la misma manera que lo hacía la música para acunarlo. Volvió a sentir el calor de la vida, como si el fuego lo hubiera revivido. Como el latido de un tambor, su corazón comenzó a latir de nuevo. La luz desapareció tan lentamente como llegó, dejándolo en el frío abrasador.

Estaba vivo. De nuevo.

Se sentó. La criatura cayó al suelo como un pétalo.

El viento aspiró el pelaje negro, dejando al descubierto una piel morena, más clara que la suya, un rostro más pequeño, y los rizos más largos que había visto jamás, tan negros como el cielo nocturno, hacían contraste con la nieve.

Una mujer.

Más tarde la recordaría como la chica de sus pesadillas.

Esa noche, después de que Augustus respirara por primera vez en su segunda vida, todo desapareció detrás de la oscuridad de sus párpados.

***

CINCO AÑOS DESPUÉS

Nunca nevaba en Fransville. Como pueblo en la parte más al sur de Luisiana, parecía estar agraciada por los ardores del infierno. Lo más parecido al invierno era el viento frío de diciembre que empezaba a susurrar tímidamente a finales de noviembre.

Fransville era tan pequeño que todas las casas parecían una sola. Con la excepción de la calle principal a través de la que conducía ahora, todos los caminos eran cortos y estrechos. Lo único asombroso era la escuela.

Augustus se desmontó del coche y atravesó como una ola la entrada del Conservatorio, con el estuche de violín de fibra de vidrio negro en la espalda. La figura vieja y translúcida de un hombre lo saludó con una sonrisa. Sombras negras tallaban las concavidades de su cráneo y en lugar de ojos, su rostro de hueso tenía dos piedras de ónix. El señor Gálvez, un créole libre de color, había fundado el Conservatorio de Música de Fransville hace unos doscientos años. En otras circunstancias, Augustus habría estado agradecido de conocer al maestro, pero no conocía a nadie feliz porque fantasmas le persiguieran.

A todos los no muertos de Fransville les gustan las personas, pero nadie podía verlos. Excepto él.

Todo el pueblo estaba habitado por fantasmas. Podía verlos al otro lado de los pasillos, en la biblioteca, respirando polvo por sus agujeros entre manuscritos de música amarillos y deleitándose con Florence Price. Doscientos años de historia no habían sido gratis, y algunas de estas personas habían sido esclavizadas antes. Fransville fue fundada por cimarrones; su suelo era la tumba de esclavos que se liberaron a sí mismos por medio de una vía de escape antes de que fueran considerados humanos. El lugar era una cuna de bestias.

Antes de que lo supiera, el ensayo de la orquesta había terminado. Miró su reloj de mano y dejó escapar un quejido. Solo quince minutos antes de que la tienda de violines cerrara por el día; como violinista, no podía permitirse perder un día de práctica. Fuera del umbral, la lluvia caía del cielo como un grito.

—Maldita sea —espetó, molesto al darse cuenta de que no había traído un paraguas, y después de contar dos pasos, corrió bajo la lluvia oscura.

Una vez dentro del auto, agradeció a Dios por la tecnología de fibra de vidrio y puso en marcha el motor, encendió las luces y se dirigió a su destino.

La noche se estrechó en Bourbon Street, como si todas las sombras se condensaran en su asfalto. Sentía todas las auras constreñidas, pero no podía verlas.

Hasta que unos pasos golpearon la noche.

Parecía la rama nueva y húmeda de algún árbol seco y vetusto. Su cabello negro caía en sus hombros en una multitud de pequeñas trenzas. Llevaba un vestido de terciopelo verde pino y un gran estuche de violonchelo amarillo cubría su espalda. Sus brazos se sostenían uno al otro en un abrazo tembloroso mientras andaba al rito de una carta manuscrita por la calada y palpitante calle Bourbon.

Pero eso no fue lo que lo dejó paralizado. Una hilera de fantasmas la seguía. Almas sin cuerpo, libres de carne. Una después de la otra, tarareando una melodía como el viento. Nunca había visto a tantas juntas. Sus faldas blancas fluían con libertad bajo la lluvia y las flores de hibisco coronaban sus cráneos.

Fantasmas vírgenes.

Eran la pesadilla de Fransville, el peor signo de la perdición. Almas jóvenes que llegaron a vivir eternamente como muertas. Una contradicción.

La niña entró en el umbral de la casa más grande de la calle y todos los ánimos se evaporaron tras el fuerte golpe de la puerta.

El sonido le hizo recordar lo que tenía que hacer, su tarea más importante. Tras parquearse, entro al establecimiento y sintió la calefacción golpearle la cara. Dentro, Augustus barrio la mirada sobre todos los presentes, dos: el luthier y la vendedora, su hija, ambos asiáticos. Ella, que se encuentran frente al recibidor, sonrió para él y le saludó. Su cabellera negra era larga y sus ojos brillaban negros detrás de sus gafas. Era pequeña y redonda. El luthier le saludo con la mirada.

—Hola, Gust. ¿Apurado otra vez? —Comenzó ella, observándolo por encima de sus cristales. Augustus dejó salir una carcajada.

—Ya sabes como es.

Augustus apoyó su estuche sobre el escritorio y explicó acerca de las pequeñas aberturas en su violín mientras el señor Sawada lo inspeccionaba con indiferencia. Le avisó mañana por la tarde.

—No te vayas todavía —dijo Yoko—. Me pediste cuerdas el otro día. Recién recibí un nuevo lote esta mañana—. La muchacha comenzó a caminar e hizo un ademan ara que la siguiera. La tienda era pequeña y oscura, con muchas cosas y poco espacio. Había muchos estantes repletos.

Yoko se detuvo frente a una larga fila donde se colocaron muchos sobres de diferentes colores. Guitarra, bajo, violonchelo y, finalmente, cuerdas de violín.

Un golpe ahogado vino desde la parte trasera de la tienda, y Yoko le sonrió antes de desaparecer entre los estantes. Augustus buscó hasta que encontró las cuerdas Pirazzo que le gustaban por el sonido cálido que producían.

No tardo en tomarlas y se sintió satisfecho.

De repente, la sombra de alguien a su lado lo atacó por el rabillo del ojo. Pensando que era Yoko, se volvió con una sonrisa. La imagen espectral de un fantasma lo recibió. Cabello blanco se alargaba por su espalda. Para el, parecía como si intentara decirle algo, sus dientes moviéndose sin sonido.

—¿Estás bien? —quería preguntar, pero los afilados dedos de la criatura se envolvieron alrededor de su brazo mojado. Sintió el frío en su piel.

Los fantasmas no podían tocar a los humanos. Las cejas fruncidas de Augustus enmarcaron sus ojos y, como buscando la realidad, miró la luz en el techo.

Cuando bajó la vista, la negrura del vacío del pasillo lo esperaba.

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