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18. GELSEY III: Entre el corazón y la cabeza (Parte 2/2)


Desde hacía más de mil años vivíamos en un mundo dicotómico: los elfos luminosos y los feéricos de la Corte de Luz se encargaban de mantener el equilibrio de la luz. Los feéricos de la Corte Oscura, los elfos de oscuridad, los licántropos, los vampiros y los súcubos e íncubos se encargaban de mantener a raya a la Oscuridad y así se mantenía el equilibrio del mundo en el que ninguna de las dos caras de la moneda tenía más poder que la otra. Los humanos y hechiceros eran neutrales y podían elegir, o eso decían. La verdad es que tenía mis dudas al respecto. Siempre las tuve, aunque era verdad que los seres de Oscuridad solían ser insufribles, así que aceptaba esta división mientras me resultara útil.

Puede parecer que eran más los del lado de la Oscuridad, pero en realidad eran menos numerosos, a sus razas les costaba reproducirse más y sobrevivir porque muchas de esas criaturas tenían la brutal costumbre de comerse entre sí todavía en el vientre de la madre y ésta no solía sobrevivir a los partos. Aunque variaba mucho de la raza y el clan en cuestión.

Cuando los niveles de Luz se sobrepasaron, apareció Kra Dereth: un ser hecho de la más pura oscuridad con la misión de restaurar el equilibrio, dando un empuje a la Oscuridad que había quedado relegada a algunos rincones del mundo. Kra Dereth exterminó a todos los elfos de Luz, pero al final, hasta las razas de Oscuridad se aliaron con las de la Luz para acabar con la amenaza que suponía un ser así. Kra Dereth se había salido de control.

—¿Qué es este lugar? —inquirió mi compañera.

Sabía que la respuesta no le iba a gustar, pero así es la verdad. Ella era consciente del riesgo y había elegido probar su amargo sabor a seguir viviendo en la ignorancia. Ella y yo éramos opuestos en eso.

—Un laboratorio. La entrada debe estar por aquí oculta.

—¿Eso es lo que me ha estado velado todo este tiempo? ¿Un puto laboratorio de mestizos de oscuridad?

—Están prohibidos. Su mezcla resulta demasiado peligrosa. Así se cargaron el Equilibrio una vez. La primera vez que hizo falta acudir a unos Héroes de Luz.

—¡Pero eso fue cientos de años antes de Kra Dereth!

—Lo que significa que alguien estaba usando este laboratorio para crearle a Kra Dereth un ejército de oscuridad.

Léiriú, este lugar de eterno otoño, había sido creado tras la muerte de Kra Dereth, durante el Concilio de Erin. Los líderes de cada raza se habían reunido para restablecer el orden y castigar a los seres de Oscuridad que habían aprovechado para ganar poder con todo el caos. En realidad los seres de Luz se aprovecharon para recuperar el prestigio perdido. Se decidió enviar a una realidad alternativa el pedazo de mundo que contenía todas las evidencias sobre la maldad de Kra Dereth. Este laboratorio debió de ser una de ellas. Las tumbas de los Héroes de Luz caídos en combate, otra. Y al parecer, hasta el mismísimo Kra Dereth se encontraba en este lugar. Se eligieron a los centauros como guardianes de todas ellas.

—No me lo creo. Te lo estás inventando todo, o tus fuentes están mal.

Enora se sumergió entre la maraña de plantas descontroladas hasta que dio con una trampilla de madera en el suelo. Tiró de las anillas, pero la madera estaba podrida y se rompieron. Contemplé con estupefacción cómo la híbrida sacaba sus garras y destrozaba la trampilla para saltar dentro. Yo no tenía sus características físicas vampíricas, por lo que tuve que bajar por unas viejas escaleras muy astilladas. Los fragmentos de madera se me clavaron, oradando la piel de mis manos.

La única fuente de luz ahí abajo provenía de la luminiscencia verde que producían algunas rocas que conformaban la pared. Eso le dotaba de un aspecto fantasmagórico a todo el lugar, ya de por sí nauseabundo. El riachuelo, que llegaba hasta alli abajo, parecía de esmeraldas fundidas y su reflejo en las rocas les dotaba de la ilusión de movimiento. Sin embargo, la atmósfera estaba recargada; olía a hongos mezclado con un hedor que me quemaba los pulmones y me dejaba los ojos arrasados en lágrimas. Sentía que si seguía respirando ese aire por mucho tiempo me envenenaría; todo estaba empezando a darme vueltas. Y Enora mientras tanto como si nada, observando los nichos con cadáveres amorfos en su seno; experimentos fallidos que se habían conservado por la magia tenebrosa que flotaba en el ambiente. Ésta tuvo que ser la guarida de un nigromante sin escrúpulos. Entonces se paró ante el símbolo de una serpiente apresando a otra, tallada en la pared con plata. Quería preguntarle a Enora si ella también tenía la marca. Sabía que tenía que tenerla en alguna parte, pero por más que la miraba de reojo no se la encontraba.

Ella me pescó mirándola y por la cara que puso, debió de pensar mal de mí.

—¿Te gusta lo que ves? —me preguntó, irónica.

—Es solo que me preguntaba si no tendrás tú también esa marca...

Enora se levantó lo que quedaba de la falda de su vestido negro y me enseñó el mismo símbolo tallado en su piel, más que como un tatuaje, con fuego al rojo vivo; al igual que los humanos marcaban al ganado. Fionell también tenía una exactamente igual, solo que en un costado.

—Así que Fionell logró escapar de este lugar y llevarme con ella —musitó. La voz le temblaba no por debilidad, sino porque lo estaba asimilando todo.

Me acerqué hacia ella. Algo bajo mis pies crujió. El suelo estaba lleno de escamas brillantes que me dieron muy mala espina. Quise apoyar mis manos en sus hombros, para serenizarla, pero ella me agarró las muñecas y se quedó observando mis manos astilladas. Sus ojos se habían vuelto rojos. Me quedé obsevándola algo sorprendido hasta que me soltó repentinamente, girando la cara hacia otro lado.

—¿Te sientes mejor ahora que sabes la verdad?

—...Sí. Ahora ya sé de dónde vengo. Tengo una historia.

Yo quise decirle que nada de esto había sido necesario. Podría haberse creado su propia historia, la que le gustase más, sin tener que adentrase en la asquerosa guarida de un loco. Sin embargo me hizo callar antes de poder mencionar nada.

—¿Escuchas eso? —me preguntó.

Traté de prestar atención con los sentidos al máximo. Nos envolvía una especie de neblina verdosa, un hálito húmedo que me recordaba al aliento de un perro, pero que olía tremendamente peor.

—No estamos solos —prosiguió.

Y parecía que nuestra inesperada compañía se trataba de alguna criatura nauseabunda.

—No creo que se trate de alguna mestiza de misteriosa belleza atrapada aquí abajo.

—¡Gelsey! —me recriminó por atreverme a bromear en una situación así—. Límpiate las manos, el olor de tu sangre me está distrayendo.

Me pregunté cómo era posible que con el olor a pociones alquímicas reconcentradas de aquí abajo y a erial, fuera mi sangre la que le desconcentraba.

La híbrida localizó unas cortinas tras un montón de cajas y trastos apilados. Yo me fijé más en un libro sobre la mesa. Enora corrió las cortinas y, del susto, en vez de caerse para atrás, se quedó paralizada, lo que en esa situación resultaba mucho más fatídico.

Tras la raída cortina había jaulas apiladas con barrotes hechos de esa materia oscura con la que estaban construidas las armas de los centauros. Y tras esos barrotes, unos ojos amarillos nos observaban, incandescentes, amenazantes. Había dragones en esas jaulas.

—¡Joder! ¿Pero qué...? —exclamé, de pronto horrorizado.

—Aquí los crean, Gelsey.

—Apártate, ¡te van a chamuscar!

—C-creo... Creo que quieren que les liberemos.

Ya decía yo que esta mujer no podía estar bien del todo de la cabeza. Solo a ella se le ocurriría acercarse a esas bestias escupe fuego sin ninguna clase de precaución. ¿No se suponía que estaban extintas?

—Pero si no hacen nada, Gelsey. Míralos. Están demasiado débiles.

Cada una de esas criaturas tenían un collar de pinchos cernido al cuello, de forma que si alguna se intentaba acercar demasiado a otra, se los clavarían. Esos collares se veían muy ceñidos y pesados, debían de clavárseles entre las escamas.

—Ni siquiera están bien formados —comprendí tras examinarlos con más detenimiento—. Ese de ahí tiene una pata mal hecha. —giré con cuidado el rostro de la híbrida hacia el dragón con un muñón amorfo.

No era el único dragón imperfecto. Uno solo tenia un único ojo muy grande que le ocupaba el lugar de la nariz. Otro, el más grande, se retorcía en el suelo, entre sus propias heces, presa de un dolor agudo. Y pensar que éstas eran las majestuosas criaturas que me había parecido observar surcando el cielo. Era lo más terrible que había contemplado nunca. La vida es sagrada para los feéricos de Luz. El que alguien hubiera jugado creando estas pobres criaturas deformes se me hacía aberrante. Los dragones, por muy poco que me gustaran, habían sido criaturas magníficas y elegantes, esto era un insulto a la naturaleza. Un insulto a la vida misma. Enora tenía su cara de alabastro empapada en lágrimas y ni siquiera se daba cuenta de ello.

—¿Qué hacemos con ellos?

—Acabar con su sufrimiento. —Lo dije completamente en serio.

—Entiendo que no podemos llevárnoslos como mascotas —bromeó amargamente para sus adentros.

—No, me temo que no podemos hacer eso.

—Pero Gelsey, si les liberamos quizás pueden recuperarse.

—¿Recuperarse? ¿Los vas a cuidar tú? ¿Te vas a hacer cargo de estas criaturas?

—¿No quieres un ejército de dragones para mantener el mundo que dominarás?

—Aunque pudiésemos hacernos cargo de ellos, fíjate en sus ojos. Estas criaturas vivirán con un intenso dolor constantemente. No pueden ni andar bien con esos cuerpos. No es solo que sean diferentes, es que están sufriendo por ello. Cada día que pasa, para ellas debe ser como un día de agónica tortura.

De pronto Enora se volvió hacia mí y me rodeó con sus brazos, fuertes pero femeninos, apoyando su cabeza repleta de interrogantes en mi regazo. Sus labios lívidos quedaron peligrosamente cerca de mi garganta. Lo único que se me ocurrió hacer fue acariciarle un poco el pelo para reconfortarla, preguntándome si no me encontraría en una pesadilla surrealista, lo que explicaría el que todo girase vertiginosamente.

—Enora... Tenemos que darnos prisa. Este lugar no es el más apropiado para un silfo. Estoy esforzándome por no vomitar.

Al oírme decir aquello se separó de inmediato.

—Lo siento, estaba tan sumida en mis pensamientos que no había recaído en eso.

Sacudí la cabeza. Lo comprendía perfectamente. Un dragón, el más pequeño de todos, se había quedado mirándonos fijamente. Éste era un albino de aspecto enfermizo cuyos ojos parecían desmesuradamente grandes y acuosos para la cara que los contenía. De pronto recordé aquel día en que Idril estaba triste porque era el cumpleaños de su madre, pero no sabía cómo hacerla sentir mejor.

Aparté la vista, no pude soportar seguirle mirando. Definitivamente no podía. Acababa de terminar de decidirme. Si quería continuar hacia adelante con los planes trazados junto a Helena, tenía que deshacerme de todo rastro de sentimentalismo. Y hacer algo terrible como exterminar a estas pobres criaturas me ayudaría a endurecerme y me fortalecería. Si tenía que sacrificar a Idril, no podía mostrar piedad con un dragón.

—Acabemos cuanto antes.


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