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Raciel Maestre ante mi Puerta

I

Nunca imaginé que la vida pudiera darme un giro tan inesperado. Recibí la noticia en un día cualquiera, un día que comenzó como cualquier otro.

Mi madre, siempre tan protectora y cariñosa, estaba en la cocina, y yo, como de costumbre, me senté a su lado para compartir el desayuno. Sin embargo, ese día había un aire de tensión en el ambiente, algo que no podía identificar en ese momento.

—Mamá, ¿Estás mejor?

—Si, Hija mía, estoy mejor, El doctor dijo que solamente eran unos golpes superficiales, y que desaparecerían con una pomada.

Fue durante la conversación cotidiana, entre bocado y bocado, que mi .adre rompió el silencio. Con un tono serio, me habló de un tema que había estado guardando.

—Hay algo que necesito decirte... — comenzó, y en ese instante, mi corazón se detuvo.

Sabía que no podía ser algo bueno. La forma en que pronunció esas palabras me hizo sentir que todo estaba a punto de cambiar.

—Mamá, no te preocupes, ya lo sé.

Y mi madre reventó a llorar. Era una señal de que todo era cierto.

La confusión y el asombro se apoderaron de mí. ¿Cómo era posible? Siempre había visto a un padre como mi figura de autoridad, como alguien que guiaba y enseñaba. Pero ahora, esa imagen se desmoronaba frente a mí. Sin embargo, en ese momento, no sentí el impacto que esperaba. Una especie de entumecimiento emocional me envolvió, y todo lo que pude hacer fue asentir con la cabeza, intentando procesar la revelación.

No obstante, la verdadera tormenta se desató cuando, en un giro del destino que parecía sacado de una novela, me enteré de que el chico que me gustaba, el que había hecho que mi corazón latiera con fuerza en cada encuentro, era mi hermano. La realidad me golpeó con una fuerza que no pude anticipar. Un torbellino de emociones comenzó a girar dentro de mí. La confusión, la incredulidad y una tristeza abrumadora se apoderaron de mi ser.

A pesar de la magnitud de la noticia, en ese momento, no lloré. No grité. Simplemente me quedé en silencio, observando cómo mi mundo se desmoronaba. Era como si todo lo que había construido en mi mente sobre el amor y la familia se desvaneciera en un instante.

Pasé los días siguientes en un estado de shock, tratando de asimilar la realidad. La vida continuó, pero yo me sentía atrapada en mi propia tormenta interna. Catrina era mi única acompañante, ya que las clases de habían vedado por completo, y el profesor Rafael nunca más volvió a pisar la casa.

Durante tres días, el llanto se convirtió en mi único refugio. Me encerré en mi habitación, con las cortinas cerradas y la música a un volumen bajo, intentando ahogar mis pensamientos. Las lágrimas fluían sin control, como un río desbordado que no podía detener. Cada vez que pensaba en mi padre como mi profesor, sentía una mezcla de orgullo y confusión. Era un hombre brillante, un educador apasionado, pero ahora, su papel en mi vida se había vuelto complicado.

Y luego estaba él, el chico que había hecho que mis días fueran más brillantes. Recordaba sus sonrisas, las miradas furtivas en clase, los momentos compartidos que parecían tan perfectos. Pero ahora, esas memorias se convertían en espinas que me atravesaban el corazón. ¿Cómo podía haber sentido algo tan profundo por alguien que era mi hermano? La idea era repulsiva y a la vez desgarradora. Mi mente se debatía entre el amor y la prohibición, entre el deseo y el rechazo.

Lloré por la pérdida de lo que nunca podría ser. Lloré por la confusión que me envolvía, por la traición que sentía hacia mí misma. Mis amigos (en realidad no tengo amigos, solo a Catrina) intentaron consolarme, pero no podían comprender la complejidad de mis emociones. Nadie podía entender lo que significaba enfrentar la realidad de que mi vida, hasta ese momento, había estado construida sobre una base de mentiras y secretos. La soledad era mi única compañera, y me abrazaba con fuerza.

Con cada lágrima que caía, sentía que una parte de mí se desvanecía. Me preguntaba cómo podría seguir adelante con esta carga. La vida, que me había parecido tan sencilla, se había convertido en un laberinto complicado. No sabía si podría enfrentar a mi padre, a mi hermano, o incluso a mí misma. La idea de hablar sobre lo que sentía me aterraba. Temía que las palabras que salieran de mi boca solo empeorarían las cosas.

Sin embargo, a medida que los días pasaban, comencé a darme cuenta de que no podía quedarme atrapada en esta espiral de tristeza. Necesitaba encontrar una forma de salir adelante, de redefinir mi vida y aprender a aceptar lo que había sucedido. Aunque la idea de enfrentar a mi padre y a mi hermano me aterraba, sabía que tenía que hacerlo.

Un día, decidí que era hora de hablar. Llamé a mi madre y le pedí que nos reuniéramos. En mi mente, ensayé mil veces lo que quería decir, pero al final, solo solté las palabras desde el fondo de mi corazón. Le hablé sobre mi confusión, mi dolor y la lucha interna que había estado enfrentando. Para mi sorpresa, ell me escuchó con atención, sin juzgarme. Me explicó que, aunque la vida a veces nos sorprende de maneras inesperadas, el amor y la conexión familiar eran más fuertes que cualquier secreto.

—¡Ay mi amor! Todo es mi culpa.

—¿Por qué me lo ocultaste? — mis palabras Casi ni se entendían debido a las lágrimas y el llanto.

—Por Vergüenza, porque fuí una ilusa... ¡Me enamoré!

II

¡Nadie es culpable de enamorarse!

Los días pasaron en un silencio tenso, como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración. Había momentos en que el recuerdo de María Elena acechaba, y cada golpe en la puerta resonaba como un eco de su presencia. Esa mañana, el timbre sonó de nuevo, y mi corazón se aceleró. No quería abrir. La imagen de su rostro, torcido en una mueca de malicia, me llenó de una mezcla de miedo y desconfianza.

Sin embargo, la curiosidad pudo más que el temor. Con un nudo en el estómago, me acerqué a la puerta y miré por la mirilla. No era María Elena. Era Raciel. Mi corazón dio un vuelco. Abrí la puerta lentamente, y allí estaba él, con un ramo de flores en las manos, tan diferente a lo que había imaginado.

—Hola —dijo, su voz un poco temblorosa, como si estuviera luchando con las palabras—. Quería verte.

Las flores eran hermosas, pero su gesto era más que un simple regalo; era un puente hacia una conversación que necesitábamos tener. Raciel dio un paso al frente, su mirada fija en la mía, y en su rostro se dibujaba una mezcla de determinación y tristeza.

—He estado pensando mucho —comenzó, y de repente sentí que el aire se volvía denso.— Me enteré de que somos hermanos. No sé cómo esto cambia las cosas entre nosotros, pero... —su voz se quebró un poco—. Quiero ser honesto contigo.

Me quedé en silencio, procesando sus palabras. El mundo parecía haberse detenido. Raciel continuó, su voz llena de emoción.

—El amor que siento por ti... ahora es imposible. No puedo seguir así, sabiendo que compartimos la misma sangre.

Mis pensamientos se mezclaban en un torbellino. Una parte de mí quería gritar, aferrarse a la esperanza de que esto no era el final, pero otra parte sabía que su decisión era la correcta. El amor a veces se presenta en las formas más inesperadas, solo para desvanecerse cuando menos lo esperas.

Raciel bajó la mirada, y por un instante, el aire entre nosotros se llenó de una tristeza profunda, como un abismo que se abría bajo nuestros pies. Las flores se marchitarían, pero el recuerdo de ese momento, de esa conexión, quedaría grabado en mi corazón.

—Siempre estaré aquí para ti —dijo finalmente, aunque sabía que ya nada sería como antes. Con un último suspiro, se dio la vuelta y se fue, dejando atrás el eco de sus palabras y un ramo de flores que, a pesar de su belleza, ahora parecía un símbolo de lo que no podría ser.

Yo lo miré mientras se alejaba, tenía los ojos empapados, y no podía dejar que se fuera para siempre..

—¡Raciel! ¡Raciel!

Raciel se detuvo en seco al escuchar mi voz. Se volvió, con una mezcla de sorpresa y expectativa en su mirada. Sabía que había tomado la decisión de irse, de alejarse de todo lo que nos unía, pero algo en mi llamado lo hizo dudar. Caminó de regreso a la casa, y yo sentí cómo el peso de la incertidumbre se aligeraba, aunque solo un poco.

Cuando llegó a mi lado, no pude evitar sonreír, aunque la emoción me llenaba de nervios. Me acerqué y, con un gesto tierno, le dije que siempre tendría un lugar en mi corazón. En ese instante, el mundo pareció detenerse. Me incliné y le di un beso suave en la mejilla, un gesto que encapsulaba todo lo que no habíamos podido decirnos hasta ese momento. Fue un beso cargado de significado, de recuerdos compartidos y de promesas no dichas.

Ambos quedamos en silencio, perdidos en nuestros pensamientos. La pregunta que nos había atormentado durante tanto tiempo flotaba en el aire entre nosotros: ¿éramos realmente hermanos? La duda nos había separado, pero al mismo tiempo, había forjado un lazo inquebrantable. Mirándonos a los ojos, ambos supimos que era el momento de enfrentar esa incógnita.

—¿Y si nos hacemos una prueba de ADN? — propuse, rompiendo el silencio con una voz temblorosa.

Raciel me miró, su expresión era una mezcla de esperanza y temor. La idea de conocer la verdad nos aterraba, pero también era un paso necesario para aclarar el desorden emocional que llevábamos años arrastrando.

—Sí, creo que deberíamos hacerlo, — respondió finalmente, con un tono decidido que me sorprendió.

Sabía que esto cambiaría todo, pero también que era un paso hacia adelante, hacia la verdad que ambos merecíamos.

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