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Mi Árbol Genealógico

I

—¡Habla Claro, Delincuente!

Catrina estaba muy feliz; era la primera vez que podría jactarse en plena clase sobre sus dotes familiares; ella era mi mejor amiga, bueno, en realidad mi única amiga, porque todos en la escuela me veían como un bicho raro por siempre ser llevada a la escuela por mi madre o mi abuela, en lugar de ser escoltada por mi madre a la derecha y mi padre a la izquierda.

—¿Qué pasó, Bandida? — le respondí mientras nos abrazábamos como hermanas. Siempre quise tener una hermana, pero nunca la tuve. Soy hija Única, de padre desconocido.

No se asusten por el modo en que nos tuteamos, o por los sustantivos que usamos para referirnos; ya sea Delincuente, Loca, Maldita o Bandida, es una clara analogía a que mientras más fuerte sea el insulto, será el grado de cariño que nos tendremos.

—¿Qué haces? ¿Has terminado tu trabajo para mañana?

—¿Te refieres al Árbol Genealógico? — con solo escuchar esa frase me daban ganas de echarme a llorar de la rabia, Pero yo era demasiado Marimacho para derramar una lágrima, mi madre decía que era signo de que habías perdido la virginidad, y con ella, tu valentía — No, no lo quiero hacer; además, no sé a quien colocar en mi parte paterna.

—Pero puedes inventar y colocar cualquier nombre... ¡Total! Nadie se dará cuenta.

—Cualquier hombre no es mi padre, ¿No lo crees?

Catrina bajó la mirada, y palideció por unos segundos; había metido la pata en el barro hasta el fondo, pero no quería que la incomodidad fuera cómplice de sus Inseguridades, así que decidió usar el Plan "B".

—Yshbel, ¿Irás más tarde al partido a Practicar? El entrenador Marín está preguntando por tí, has faltado ya 3 clases, y si faltas una más, estarás fuera del campeonato.

Sí, así como lo pueden apreciar: Me llamo Yshbel... Recuerdo que mi madre quería ponerme Elizabeth, Pero era un nombre demasiado trillado y repetido entre múltiples abogadas y arquitectas de Cuba, así que, ideó una lista de nombres de los más feos para recitarle al prefecto y elegir el indicado. Según palabras de mi propia abuela, el nombre salió de la mezcla de dos tías que se llamaban Isla e Isabel, Pero para hacerlo más llamativo y norteamericano, cambiaron la I latina por una Y griega. Mi abuela siempre me cuenta esa anécdota con una simpatía única de su edad que ya arrastra por los talones.

La vida en la vecindad es un constante tira y afloja. Todos los días me despierto con el sonido del agua de las tuberías viejas, que gotean y crujen como si estuvieran quejándose de su propia existencia. Mi abuela siempre está a mi lado, con su voz amable que me envuelve como una cobija vieja y desgastada. Ella es mi roca, aunque a veces siento que la carga del mundo se le nota en la espalda encorvada. A veces, la miro y me pregunto cómo encontró fuerzas para sobrevivir a tantos problemas; yo apenas puedo con los míos.

La vida aquí nunca es monótona. Siempre hay algo: peleas entre vecinos, gritos por el pasillo, y los rumores que se propagan más rápido que el viento. Uno nunca sabe qué puede pasar. La última vez, la señora Elena, del segundo piso, casi rompió la puerta de la señora Alba, porque le decía que su gato había dejado sus cochinadas en su apartamento. Eso culminó en un escándalo que nos tuvo despiertos hasta la madrugada. Al final, las dos se abrazaron llorando, como si la rabia no hubiera existido, pero yo sabía que eso no era más que un episodio en la larga serie de problemas que nos rodean.

A menudo pienso en mi mamá, que vive en el Puerto con ese hombre. Nunca habla mucho de él cuando me llama, pero en su voz hay algo que me hace sentir incómoda, como si hubiera un secreto oscuro a punto de brotar. La última vez que hablé con ella, dijo que todo estaba bien, que estaba feliz. Pero no podía evitar notar el temblor en sus palabras, la forma en que evitaba el tema de su esposo. Sabía que ese tipo no era bueno, que la mirada de su amor no era la misma que la de una persona que realmente cuida a alguien. Yo sola no puedo hacer nada, excepto preocuparme y tratar de enviarle señales de Humo desde la vecindad, con dibujos y sonrisas, como si eso pudiera cambiar su realidad.

Mi abuela, en su sabiduría, dice que hay que ser fuertes y pacientes. Y trato de hacerlo, aunque a veces es difícil. La vida nunca es fácil aquí, pero me ha enseñado que el amor puede florecer entre las grietas. A pesar de los gritos y las peleas, de los problemas del día a día, siempre busco el momento en que todos nos sentamos en el patio, compartiendo risas o historias, uno de esos breves instantes en los que la alegría se siente como la única cosa real. En ese rincón del mundo, a pesar de mis miedos y la ausencia de mi madre, me aferro a la esperanza de que, algún día, todo mejorará.

A veces me preocupo por situaciones ajenas, esa es mi debilidad y defecto.

Catrina tenía razón, debería de incorporarme, he pasado muchos días encerrada en mi cuarto mirando mi telefono y llorando por Recuerdo fragmentados. Todos dicen que debería superarlos, Pero no es fácil, en realidad para un adolescente cualquier cosa que implique esfuerzo es imposible.

—Amiga, hablemos con seriedad, ya has reprobado muchísimos exámenes. Necesitas volver a estar en la cima, antes eras una persona muy respons...

—¡¿Podrías callarte por favor?!

Creo que fuí muy dura al gritarle, solo quería ayudarme. Era algo que nadie había hecho por mí en mucho tiempo, mi madre se la pasaba en el puerto con un hombre muy violento, mi abuela casi siempre estaba en el mercado trabajando, y no regresaba a casa hasta vender la última bolsita de Azúcar y Café; y mi padre...

¡Estaba ausente!

A veces, en vagos instantes de impetuosa sinceridad, me olvido de medir el impacto de mis palabras. Las frases salen de mi boca como flechas, rápidas y sin filtro, y es en esos momentos que me arrepiento. Me doy cuenta de que, en mi afán de expresarme con total franqueza, he cruzado líneas que no debía tocar.

Catrina siempre ha estado ahí, apoyándome incluso en mis días más oscuros. Su bondad es inagotable y su deseo de verme feliz es sincero. Pero, en un descuido, le lanzo frases que, aunque en mi perspectiva sean consideradas constructiva, se siente como un peso sobre su pecho. Su sonrisa, esa que envidian los odontólogos, se apagó en un instante. En su mirada, vi el destello de decepción, pero podía entrever algo de empatía.

No era mi intención herirla; jamás lo sería. Pero, el impulso de hablar sin pensar se apodera de mí y me lleva a lastimar a quienes más amo. Me doy cuenta de que el cariño no siempre es suficiente para sanar las heridas que dejo. Aunque me disculpe y le explique mis intenciones, el daño ya está hecho, y el peso de mis palabras me persigue.

Hoy me prometí ser más consciente de lo que digo, de las consecuencias invisibles que pueden tener mis expresiones. Quiero cuidar mi relación con Catrina y con las demás personas que me rodean, porque, al final del día, lo que más deseo es que se sientan valoradas y queridas, y no heridas por mi imprudencia. Aprenderé a pausar, a reflexionar antes de hablar, porque el verdadero amor se manifiesta no solo en las palabras, sino también en la forma en que las elegimos.

—¡Perdóname! Me dejé llevar por mi arrechera.

—No Jodas, amiga; — y sonrió, llevando su mano a mi hombro — te entiendo, yo también estoy en mis días... ¡Son los peores, Bandida! Y cuando estoy de mal genio, no me gusta que nadie me hable.

—Creo que tienes razón, deberías de realizar el árbol Genealógico.

—No te preocupes, yo te ayudaré.

—Pero por favor, no te vayas a pegar a hablar, porque te corro de la casa. No estoy para escuchar tus cadenas radiofónicas.

Ella estalló en carcajadas, prometiendo que su explicación sería breve.

Pero fue lo menos que ella iba a hacer.

Catrina estaba emocionada y no podía dejar de hablar sobre el árbol genealógico que había hecho. Bastó con ver su sonrisa para saber que ella se había esforzado mucho. Hablaba con una soltura envidiable, ella había realizado un curso de oratoria, el cuál yo había rechazado por mi miedo escénico. A veces me arrepiento, Pero sé que nunca llegaré a ser una persona famosa como los locutores locales, que hacen obras sociales y la gente saluda en la calle.

—¡Mira, Yshbel! — me dijo mientras me mostraba su obra maestra. El árbol se extendía por toda la mesa, lleno de nombres y ramas que representaban a cada uno de sus familiares. — Espero que hayas entendido mi plácida explicación: Este es mi abuelo, y aquí está mi tía, y este es mi primo que nació el año pasado — explicaba con entusiasmo. Sus ojos brillaban mientras contaba sus historias familiares.

Estaba tan ensimismada escribiendo en mi libreta, que no había figurado una pequeña casilla en negro, dónde debería de estar su hermano menor.

Yo intenté seguir su ritmo, tomando notas sobre cómo había organizado todo.

—Primero, debes empezar desde el más viejo, y luego añadir a los más jóvenes — decía.

Me daba tips sobre cómo elegir fotos que fueran significativas, y cómo rellenar los espacios con anécdotas divertidas. Pero a medida que escuchaba, un nudo se formó en mi garganta.

Quería disfrutar el momento, pero no podía evitar sentirme triste. La idea de un árbol genealógico, con todos esos nombres, esas historias unidas por la sangre, me hacía recordar que mi propia historia era muy diferente. Mi padre no estaba, y aunque pasaba mis días con unas amistosas tías, esas no eran mis raíces. A veces me imaginaba cómo sería tener a una familia completa, como la de Catrina, con reuniones, risas y ese sentido de pertenencia tan profundo.

Catrina, al notar el cambio en mi expresión, paró un momento.

—¿Te acuerdas de cuando hicimos ese trabajo sobre las culturas del mundo? — preguntó, intentando sacar una sonrisa de mí. — Cada familia tiene su propia historia, incluso las que no son de sangre.

Catrina era muy inteligente, le podría ganar a cualquiera, inclusive al pesado de Gerardo en un debate de historia, pero era demasiado irresponsable y maleducada para ser tomada en serio por la preceptora María Elena, quién en la reuniones de Padres y Familiares se refería a ella como "La Demonia".

—Sí, — respondí, tratando de ser positiva, mis palabras fueron apenas un susurro. — Pero nunca voy a tener una familia como la tuya.

En ese momento dejé de escuchar ruidos, todo había quedado en un horrible silencio, un tremendo sacrificio contra la palabra de Dios.

A veces, el silencio de la incomodidad se siente como un vacío interminable. Recuerdo una tarde en particular, sentada en una mesa de café, con el zumbido de las conversaciones a mi alrededor, pero con un muro invisible que me separaba de todo.

Me encontraba atrapada en una amalgama de pensamientos, recordando viejas rencillas y secretos que nunca se habían dicho. La tensión era palpable, un hilo delgado que se tensaba más y más, y mientras observaba el rostro de Catrina, me preguntaba si ella sentía la misma opresión. Era como si el tiempo se hubiera detenido; las risas y murmullos de los demás se desdibujaban, y solo existíamos nosotras dos en ese pequeño mundo de incomunicación.

Quería romper ese silencio, decir algo, cualquier cosa. Pero las palabras se atoraban en mi garganta, como si supieran que no había manera de que pudieran deshacer lo que había causado.

—¿Sabes algo, Maldita Futbolista? Mi familia no es perfecta, y tú lo sabes mejor que nadie.

Catrina desvió la mirada a un cuadro donde había una fotografía de ella con un chico pequeño.

El pobre había fallecido de Leucemia unos meses atrás.

Era el ausente en el Árbol Genealógico, no había tenido corazón para incluirlo.

La incomodidad se convirtió en un eco que resonaba en mi mente, recordándome que a veces, lo más difícil no es encontrar las palabras adecuadas, sino enfrentar el abismo que separa las frases mal interpretadas.

—Creo que es mejor que te vayas; nos reunimos en la Tarde en el Partido. ¿Te parece?

—Claro, Bandida. Hasta más ver.

—Hasta más ver.

"Hasta más ver", la frase de un analfabeta que vivía en las páginas de la novela cumbre de una escritora Venezolana nacida en París, habíamos acuñado esa jerga con dinamismo, sin miedo a ser encarceladas por plagio.

Creo que debería esperar que se acabe mi ciclo Rojo, para volver a hablar con Catrina, y reencontrarme con el entrenador Marín. ¡Me importa un maldito comino si me sacan del torneo! Solo quiero ser feliz, y creo que esa felicidad está muy lejos de la línea de meta.

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