La Profesora María Elena
—Había una vez...
—Empieza de nuevo, por favor.
—¿Es necesario?
—Si, ¿Eres sorda o te la das de idiota?
Tener clases con María Elena era la peor experiencia del trimestre: Ella llegaba con un maletín tricolor de esos que dona el gobierno, se sentaba en el escritorio recién limpiado por las obreras de la institución, pasaba la lista de los 42 alumnos en orden alfabético con algunos errores de pronunciación (entre esos nombres estaba el mío), y al final empezaba a humillarnos a todos con temas de grados superiores que para su criterio docente tendríamos que haber visto en Octavo Grado. Así eran los viernes en la tarde, porque nunca pisaba la escuela en la mañana, debido a su empleo en otra escuela privada.
Durante mucho tiempo, los ecos de las palabras de la profesora María Elena resonaban en los pasillos de la escuela, como un canto sombrío que despertaba la incomodidad en todos nosotros. Cada vez que la veía acercarse, una sombra caía sobre los estudiantes. Su mirada, afilada y crítica, parecía buscar siempre una oportunidad para humillar a quienes se cruzaban en su camino. Era como si disfrutara de su poder, de la forma en que sus palabras cortaban el aire, dejando una estela de inseguridad y temor.
Aquí podemos apreciar los daños que hace la superioridad ante los antaños del Campo, Por el simple hecho de tener un papel donde sale plasmado el motivo por el cual te graduaste de la universidad.
Raciel era uno de esos estudiantes que parecían llevar el peso del mundo sobre sus hombros. Cada vez que pasaba junto a mí, su mirada se perdía, cargada de la frustración y la tristeza que le causaba la actitud de la profesora. Había días en que nos cruzábamos en los pasillos, y podía sentir su ansiedad resonando en el espacio reducido entre nosotros. Eran momentos en que un sencillo "hola" se convertía en un acto de valentía, y el silencio que lo acompañaba hacía que una incomodidad palpable se instalara entre nosotros.
Para mí, la Profesora le tenía prohibido saludar a cualquier persona inferior a el, y si lo hacía, seguramente lo reprendería en la oficina del director.
La actitud de María Elena se cernía como una nube oscura sobre la rutina escolar. Era difícil ver cómo sus críticas devastadoras mermaban la autoestima de los estudiantes, y cada sonrisa que perdía un compañero era un recordatorio de que la educación debería ser un refugio, un lugar seguro para crecer. Sin embargo, en ese ambiente lleno de tensión, la mirada perdida de Raciel era un reflejo de la angustia que muchos sentían. Su rostro a menudo se iluminaba momentáneamente al cruzarse conmigo, como si fueran añadidos a una conversación silenciosa en la que ambos entendíamos el dolor que la profesora infligía.
Con el tiempo, cada encuentro en los pasillos se volvía un poco más pesado. La humillación de las palabras de la profesora y la carga emocional de Raciel se entrelazaban en un ciclo de incomodidad que tenía un efecto aéreo y asfixiante. La lucha por el respeto y la dignidad en un ambiente educativo que había prometido ser un albergue de aprendizaje y crecimiento se convertía en una batalla que, a menudo, parecía perdida. Y en medio de todo eso, la conexión silenciosa entre el niño Arrogante y yo se volvía un pequeño refugio, un recordatorio de que no estábamos solos en nuestra incomodidad.
Con el tiempo, su actitud Fue mejorando: María Elena era un poquito más comprensiva y medía sus palabras al comunicarse. Todo ocurrió luego de que en una reunión de padres y representantes varios denunciaron el comportamiento ortodoxo de la educadora. Ella, Cómo podrán imaginarse, se defendió hasta lo indefendible, y se descubrió algo que la mayoría desconocía.
María Elena Montilla nunca usaba su apellido de Casada, el cual era Maestre.
Es decir, ella era la madre de Raciel y Por consiguiente, esposa del profesor Rafael Maestre.
A a partir de ese momento, a los únicos que elogiaba eran a Gerardo y a Raciel Maestre, a este último lo veneraba como la Virgen Maria por el simple hecho de saber Notación científica y regla de tres directa e inversa... Y además, por ser su único hijo.
Cabe destacar que eso lo enseñaba con maestría el profesor Rafael, el cual hacía gala de su apellido por su enorme cúmulo de conocimientos y papeleo. La profesora Lolymar Martínez siempre decía que tenía una mente de elefante para memorizar tanto contenido de tantas materias juntas.
Aunque todos me vayan a juzgar por no haber recorrido el mundo varias veces, tengo que decirlo: No conozco al profesor Rafael Maestre.
Recuerdo aquellos días en los que mi madre venía a recogerme a la escuela. Era sobretodo los viernes, cuando llegaba de El Puerto para pasar los fines de semana conmigo. El cielo empezaba a oscurecerse cuando el reloj marcaba las 5 p.m. Los días se alargaban y con ellos, mi expectativa de ver a mi madre al final de la jornada. Sin embargo, había una tensión palpable en el aire que no podía evitar notar.
Cada vez que me acercaba a la salida, podía ver a mi madre hablando con la profesora María Elena. Sus rostros eran serios, casi como si estuvieran en un duelo de miradas. Mi madre, con su habitual calma, parecía estar controlando una incomodidad que no lograba identificar, mientras que la profesora respondía con monosílabos, como si su mente estuviera en otra parte.
Nunca entendí del todo lo que ocurría entre ellas. La conversación se sentía tensa, cada palabra era como un hilo delgado que las mantenía unidas, pero sólo de forma superficial. Yo me quedaba un poco alejada, observando cómo ambas se intercambiaban miradas rápidas, casi como si intentaran descifrar un secreto que ninguna de las dos quería revelar.
Al principio creía que todo era parte de mi imaginación, pero conforme pasaron los días y estas interacciones se repetían, la ansiedad en su comunicación me comenzó a incomodar. Mis esperanzas de que estos silencios se convirtieran en alguna broma o risa entre ellas se desvanecían a medida que la tensión crecía.
Recogía mi mochila con nerviosismo, deseando que el trayecto de regreso a casa fuese ligero y despreocupado. Sin embargo, la atmósfera era cualquier cosa menos relajada. En el camino, mi madre nunca mencionaba a la profesora, y yo, por respeto o tal vez por miedo a abrir una puerta complicada, tampoco lo hacía.
Eran solo unos días, pero esos momentos se grabaron en mi memoria como una mezcla de curiosidad y confusión. Al final, más que recordar el trayecto a casa, lo que se quedó conmigo fue esa sensación inquietante de que a veces, las cosas no son lo que parecen, y que en las interacciones humanas, hay historias que quedan sin contar.
Pasados todos estos sucesos, mi abuela fue el encargada de irme a recoger en las tardes. Mi madre nunca volvió a ver a la profesora María Elena en su aula, bueno, en lo que yo sé.
—Había una vez una mujer que tenía la piel blanca como la nieve y los labios rojos como la sangre.
—¡Plagio! — gritó María Elena, como si hubiera cometido un crimen imperdonable — ¿Vienes a mi clase a recitarme un texto de los Hermanos Grimm? ¡Eso es Blancanieves y Los Siete Enanitos! ¿No tienes creatividad para crear un símil por tu propia cuenta? Me sorprendes...
Nunca he Sido buena escribiendo. A pesar de escribir a cada rato en mi cuaderno de apuntes, siempre tengo errores ortográficos y odio los recursos literarios... ¿De qué sirve que un texto tenga belleza y elegancia si al final solo son oraciones mal escritas e interpretadas?
—Deberias de decirle a Raciel que te enseñe. ¡Raciel! Siéntate con Isabel.
—Yshbel, profesora.
—¡Cómo sea!, ¡Atención muchachos! Haremos un ensayo en parejas, yo las formaré, por favor unan las cuatro columnas para formar dos. Dos cabezas piensan mejor que una.
La profesora María Elena formó unos equipos de los más disparatados: Gerardo estaba con Ismaela, una niña que casi nunca asistía; Catrina estaba con Ricarda, la Niña más delicada de la matrícula que siempre estaba en la enfermería porque sufría de un tipo de anemia poco conocida; Alirio estaba con Álvaro, cuyas personalidades irresponsables eran perfectas para no entregar el ensayo en los 90 minutos estipulados; y yo estaba con Raciel, quién cambió de repente su cara de pocos amigos por una que exhalaba perfeccion y simetria de una forma calmada.
Las manos me sudaban, enfrente estaba empapada de nerviosismo; y el simplemente me sonreía y explicaba con una sabía e impecable elocuencia el por qué de todas las cosas.
¡Era un escenario perfecto!
Pero algo lo empañaba: La Profesora María Elena nos miraba de reojo desde su escritorio. Aunque había sido su idea de juntarnos para un ensayo grupal, creo que estaba en vela por si acaso me daba la gana de robarle a su hijo y llevármelo a una discoteca.
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