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Zángano (patrice_om) Capítulos 3, 4 y 5

3.

Era increíble que de aquella destartalada habitación se desprendiera un pasillo idéntico al que había en su casa de Londres. Las mismas cortinas rojas, la misma iluminación tenue. ¡Y la vela! Hasta la vela roja estaba allí, esperándolo. La cosa le sonrió desde el agujero que se entendía por boca y, con un ademán, lo invitó a adentrarse en el pasadizo. «Volverás a verme», le prometió. «En tus sueños», repuso él. Y la cosa se desvaneció entre carcajadas.

Las cortinas volvieron a encerrarlo, le sobrevino aquella sensación de hacer pie en ninguna parte, de estar en medio de un ominoso vacío atemporal.

Cuando, finalmente, la aterradora espiral lo expulsó, fue a parar a un sitio similar al anterior. Pero no era el mismo, a unos metros de distancia había una especie de parque de diversiones y una carpa de circo con sus estandartes y sus banderines. El resto del lugar se veía escarpado y lúgubre. De la tierra asomaban piedras irregulares de diferentes tamaños, inclinadas hacia un lado o hacia otro, rotas algunas, otras quebradas. Se levantó con cuidado para no pisar nada extraño y caminó entre ellas. Eran lápidas. Fue sorteándolas y leyendo las inscripciones, asombrado de las fechas talladas, algunas eran de años que aún no llegaban, como el dos mil veintisiete o el dos mil treinta y cinco. Incluso, encontró una de tres mil once. Intrigado, llevó la vista al parque, ¿sería, aquel cementerio, parte de un entretenimiento de feria?

Notó que cada piedra había sido recientemente movida, todas en el mismo sentido, habían dejado una marca semicircular en el barro donde se implantaban. Dedujo que el ligero olor fétido que lo acompañaba provenía de ellas. Entonces decidió alejarse.

«Elvira Méndez, 1973-2011», leyó al pasar, en una de las losas. Tuvo que sentarse, la impresión fue demasiada. ¡Elvira! ¿Qué diablos hacía su exnovia en aquel lugar? Estaba seguro de que sus restos se conservaban en el cementerio de Flores, en Buenos Aires.

Miró hacia todas partes, no había nadie más. Las luces del circo y el parque danzaban al compás de una tortuosa melodía.

«¿Estará Rossana?», se preguntó. Ella también había terminado en Flores después de que Elvira, en un ridículo ataque de celos, le enterrara un cuchillo en la garganta. Podía decirse que Rossana era la única mujer que había amado. Desde su muerte, le había rogado a cuanto santo se le viniera en mente, que la trajera de regreso. Incluso, le había prometido al mismo infierno hacer lo que fuera si la volvía a la vida. Por ella había matado a Elvira. ¿Sería eso lo que estaba pagando en este absurdo viaje? ¿El haber asesinado a Elvira? ¿O el haber salido impune de semejante acto? ¡No! ¡No fue su culpa! ¡Ella mató a la mujer que amaba! Después, claro, papá se ocupó de que no terminara en la cárcel, nada del otro mundo. ¡Fue Elvira quien no aceptó compartirlo!

Tras deambular entre las lápidas durante un rato, decidió tomar el camino hacia el parque, tal vez allí no había tanto olor a podrido. Estaba cansado y arrastraba los pies. Fue entonces que vio su propio nombre junto a una fecha que lo dejó pasmado: «1971-2022». Sus piernas cedieron por completo y terminó desparramado en el piso como un muñeco de trapo, llorando sin saber por qué. Tal vez el recuerdo de Rossana. Tal vez la culpa por haber matado a Elvira... No. Eso no era. Cansancio. Sí. Eso. Estaba cansado y, por primera vez en su vida, se sentía derrotado. ¿Moriría aquel mismo año? ¿Por qué? ¿Ni siquiera podría disfrutar de su nueva casa de Londres? ¡Nunca! ¡No lo permitiría! ¡Aquello era una prueba más para obtener el cofre que le había dejado su padre! La pasaría y se marcharía de aquel... lo que fuera.

Tenaz como pocos, se levantó con gran esfuerzo —su cuerpo parecía pesar muchos kilos más—, y se largó de aquel terrible lugar. El olor era asqueroso y no disminuía por más que se alejara.

Una mujer de largo vestido rojo lo esperaba en la colorida entrada del parque. Sonreía adelantando una pierna para que el vestido se abriese y enseñara su amoratada piel, hecha jirones en algunos lugares.

—¿Elvira?

—¡Hola, cariño! ¿Cómo has estado?

Los labios oscuros de la mujer se arquearon hacia los lados. De su cuello violáceo colgaba una cadena con una gota de ámbar. La misma que le había regalado él en el único aniversario que celebraron.

—Sí —dijo ella, adivinándolo—. Todavía conservo tu estúpido regalito.

Él intentó sonreír, pero no pudo mover los músculos. Estaba rígido. Tampoco podía dar un paso más.

Ella se echó a reír con la misma risa que recordaba. Risa de arpía.

—¡Es el rigor mortis, cariño —exclamó—, en un rato se va!

¿Estaba muerto? ¿Ya?

—Te voy a contar algo, mi vida —continuó ella—, tanto rogaste a los demonios que le devolvieran la vida a la atorranta esa —a la que me di el gusto de ensartar como una brocheta—, que te lo concedieron... ¿Qué me cuentas? No, no te preocupes por la rigidez, ya se te irá. Todo es parte de ese deseo tuyo de poder y riquezas que has tenido siempre, ¿recuerdas? Claro que sí. ¡Todo lo que pidas, te será concedido! But —Elvira giró como un trompo dejando que su falda volara. Lo hizo con tanto ímpetu que se le desprendió un brazo, lo que le causó muchísima gracia.

—¡Me estoy desarmando! —gritó divertida—. Eso nos pasa a los que llevamos un tiempo muertos, ¡a ti todavía te falta! Como decía —siguió mientras intentaba balancear su cuerpo—, primero hay que saldar las deudas, you see? Siempre, my dear, en todos los mundos, en todos los universos del mundo mundial, ¡hay que saldar las putas deudas! Y eso, mi rey, es exactamente lo que estás haciendo, ¡right now! ¿Querías vivir en Londres? Pues para que te suene más real, ¡yo te speak in english! ¡Ay, perdón! Me fui por las ramas. Supongo que mueres... —la analogía le causó mucha gracia y volvió a reír con ganas—, mueres, ¿entiendes? Sí, claro. ¡Mueres por saber cómo devolverle la vida al cuerno! Porque ella fue un cuerno, ¿no es así? ¡Y me lo pusiste bien de corona! Pero fíjate lo que son las cosas, la clave para retornarla a la vida la tengo yo, que soy quien se deshizo de ella —Volvió a reír desmesuradamente—. Y es esto. —Levantó la gota de ámbar con los pocos dedos que le quedaban en la única mano.

Él abrió los ojos de par en par, lo que le hizo caer en cuenta de que empezaba a moverse otra vez. Ella también lo notó, así que comenzó a alejarse como quien no quiere la cosa.

—Voy a esconder esta porquería —que intentaste hacer pasar por «joya»—, para que nunca, ¿me oyes? ¡Nunca puedas revivir a esa atorranta y se mantenga dos metros bajo tierra, que es donde merece estar! ¡Muerta, bien muerta! ¡Yo misma me encargué de que no pueda salir jamás de su tumba! ¡Y encontraré tu castigo también, porque por tu culpa estoy donde estoy! ¡Bastardo, inútil, adúltero, infame, bueno para nada!

Cuando sus músculos terminaron de aflojarse, inició la marcha tras ella, aunque mucho más lento. ¿Qué era toda aquella locura? Él era un hombre serio, no podía hacer caso de semejantes sandeces. ¿Volver a la vida? Aunque debía reconocer que la mujer que se alejaba, vociferando a los cuatro vientos, era realmente Elvira. ¿Sería cierto lo de la joya? «No, nadie puede revivir a los muertos». ¿Estaba muerto?

La rueda de la fortuna había comenzado a girar y allí iba Elvira con los pelos al viento —los pocos que le quedaban—, chillando como una marrana. Caminó como pudo hasta la base del juego, donde un gran espejo le devolvió una imagen que lo horrorizó. Era patética. Terrorífica y patética. ¡Parecía un muerto! «¡Virgen santísima!» ¡El olor a podrido provenía de él! ¡Su piel tenía un espantoso color marmóreo!

—¡¿En qué año estamos?! —gritó cuando el carro que llevaba a Elvira pasó junto a él.

—¡No tengo idea! Esto no es el pasado ni el futuro... ¡Es otro mundo! ¿Recuerdas cuando decíamos que algo era o no era, cosa del otro mundo? ¡Pues este es el otro mundo! ¡Estamos muertos! —Volvió a reír como una hiena en celo.

Además de muerta, estaba loca, debía atrapar esa piedra. Debía traer de regreso a Rossana; todo sería más fácil con ella. Al fin logró subir a la rueda y esta comenzó a girar a una velocidad increíble. Cuando al fin se detuvo, vomitó. El carro se metió en un túnel oscuro y tenebroso. ¿Cuándo acabará este viaje infernal?, se preguntó. Tenía que encontrar el ámbar, el cofre y descubrir quién era la cosa. Él y Rossana tenían que volver a vivir. ¡Merecían ser felices! El carro se detuvo justo en la boca del túnel, allí lo esperaba algo que lo dejó lívido.

4.

¡El pasillo rojo! Allí estaba otra vez con sus pesadas cortinas y su luz, entre rojiza y violeta asomando bajo las telas. No pudo salir del carro, estaba adherido a él como un imán. Juntos se vieron envueltos en el terciopelo y lanzados a aquel horrible espacio sin tiempo.

Cuando el remolino se detuvo, solo había oscuridad. Una gélida y pavorosa oscuridad que lo abarcaba todo. Era como estar ciego.

—¿Elvira? —llamó con voz trémula. Nadie respondió. «El ámbar», recordó. «Si es cierto lo que dice la desequilibrada de Elvira, necesito el ámbar para traer de nuevo a Rossana. Podemos ser felices con mi herencia y mi casa de Londres. Si tan solo supiera dónde demonios estoy...».

—¿Me llamaste?

Esa voz... ¡La cosa!

—¿¡Qué haces aquí!?

El ente soltó una gutural carcajada que le puso los pelos de punta.

—Te dije que no te desharías de mí con facilidad. Te acompañaré hasta que sepas quién soy.

—¿Eres la... la muerte?

—Creo que hasta la muerte es más buena que yo. ¡Oh, mira! Viene la luz; por tanto, elige un camino que luego me voy.

—¿Un camino?

—Sí, al frente, a la derecha, a la izquierda. Escoge.

—Y ¿qué hay en cada uno?

—¿Qué gracia tendría si te lo cuento? ¡Escoge!

Con cierto temor, levantó la mano y señaló al frente.

—Perfecto, ahora he de retirarme, aunque no andaré muy lejos, no lo olvides. Ya puedes bajar de ese aparato. No te desvíes. —Y soltó de nuevo una risa retorcida, espeluznante.

Era cierto, estaba libre. A lo lejos, asomaba una luz que iba creciendo a medida que ascendía. «¡El sol! ¡Gracias al cielo!», suspiró, sorprendiéndose de sus propios pensamientos. No era usual que agradeciera algo. Y mucho menos al cielo, a Dios o a cualquier ente invisible. Se percató entonces de que ya no olía a podredumbre, deslizó los dedos por sus mejillas. ¡Estaba sano! ¡Estaba vivo!

«¡Cuántas cosas me ha hecho dudar este viaje insoportable! ¿Estoy vivo? ¡Pues claro que estoy vivo!»

Convencido de que la feria, el circo, el cementerio y demás eran solo una puesta para convencerlo de... de lo que fuera, salió del carro. Ya era de día y, ante él, se abría un prado enorme, de un verde inusitado, límpido y vivaz. Comenzó a caminar sintiéndose alegre por primera vez en días, ¿años? ¿Cuánto llevaba con todo aquello? ¿Cuándo había comenzado esa misteriosa y terrible hora oscura que le había tocado vivir? Estaba haciéndose larga, eso seguro. Ansiaba regresar a Londres.

Unas ardillas saltaron a su paso; más allá, le pareció ver un unicornio. «¿Existen?». Con todo lo que llevaba visto, por qué dudarlo.

De atrás de unas rocas asomó una bolita de luz que lo observó con unos bellos ojos cristalinos.

—¿Qué eres? —preguntó agachándose para verla mejor.

—Un hada —respondió el ser con vocecilla musical, y levantó vuelo hasta quedar fuera de alcance.

—¡Un hada! ¡Lo que me faltaba! Supongo que me dirás también que hay gnomos, elfos, y todas esas tonterías de Harry Potter, ¿verdad? ¿Libros que hablan? ¿Escobas voladoras?

La criatura frunció la nariz.

—¿Quién es Harry Potter?

—Un aprendiz de mago.

—¿De verdad? Creí que los magos nacían magos.

—¡Es una película, maldita estúpida!

El hada aleteó sus transparentes pestañas y, con una espina, le dio una estocada.

—¡Ay! ¿Qué eres? ¿Un mosquito gigante?

El pequeño ser no se dio por aludido.

—¿A qué has venido a Tierra Encantada?

—¿Esta es una tierra encantada? ¡Me lleva el diablo! ¿Qué hago yo en una tierra encantada? ¿¡Por qué demonios me traen a estos sitios tan asquerosos!?

—No digas la palabra con D —suplicó el hada.

—¡Lo que faltaba! ¡Que una pequeña mosca luminosa me haga callar! —De pronto detuvo sus pasos nerviosos—. ¿Adónde voy?

—Vayas donde vayas, acabarás en el Bosque de los Robles.

—¿Y qué hay allí?

—Robles.

—Muy graciosa... A propósito... ¿Qué son las hadas? ¿Eres niño o niña?

—Soy un hada.

—Eso ya lo entendí. Pero... bah, no importa. ¿Qué pasa si me detengo acá mismo y no voy al famoso Bosque que, según tú, mosquito parlante, está en todas partes?

—Los Robles vendrán a ti y la Bruja te encontrará más rápido...

—Ah. ¿También hay una bruja? ¡Esto es tremendo! Me pregunto qué demonios tenía mi padre en la cabeza cuando...

—No digas la palabra con D...

—¡¡Digo lo que se me ocurre!!

El hada compuso un gesto de hastío y se alejó a gran velocidad dejándolo solo en aquel prado que semejaba un enorme desierto verde.

—¡Tú sí que eres pelmazo, hombre!

Otra vez la cosa.

—Y ahora ¿qué quieres?

—Ni idea. Tú me invocas a cada momento. Se te dice que no pronuncies la palabra con D y tú, dale que dale.

—¿Así que eres un demonio?

—Bueno... Verás. Soy «algo». —Volvió a reír con fuerza—. Pero no es a mí a quien temen las hadas. Es a otro demonio por el que... me juego la cabeza, si la tuviera, que a ti te va a atraer como mosca a la miel. Ella sí que es de temer. Ahí te dejo, amigo. Vuelve a pronunciar la palabra con D y te las verás con ella. Si por esas cosas extrañas, resulta que le gustas, te dará su elixir y te hará sentir la persona más alegre del reino, el más poderoso, el rey del universo. O sea, te olvidarás de quién eres realmente. Por el contrario, si le caes mal... ¡usará tu cráneo como maceta y te saldrán petunias por las cuencas de tus preciosos ojos!

La cosa se fue una vez más riendo como un energúmeno, flotando en el aire. Era la primera vez que lo veía hacer tal cosa. ¿Habría perdido las botas?

Siguió caminando, concentrado en sus objetivos: conseguir todo lo que se había propuesto, el cofre, Rossana, el ámbar. Un caballo alado pasó volando, su único cuerno brillaba como si llevara cientos de cristalitos pegados.

«¡Es una maldita tierra de fantasía, nada es real, acá!»

Y entonces, una visión lo detuvo. Una extraordinaria mujer vestida de plata, exuberante y deliciosa, le sonreía desde la copa de un árbol.

—¿Me ayudas a bajar, guapo? —preguntó con voz melosa.

—¡Claro!

El corazón le dio un brinco. Aquella damisela era la persona más bella que hubiera visto en su vida. Sus ojos oscuros brillaban, atrayéndolo como un abismo. Sus largas pestañas aleteaban en gesto de asombro, con los labios carnosos formando una deliciosa O. A través de los tajos de la falda asomaban dos piernas esbeltas que terminaban en graciosos pies que, descalzos, invitaban a la caricia.

—Supongo que puedo invitarte un té, en agradecimiento —dijo ella con una sonrisa de ensueño.

—¡Claro!

Se acercaron a una casita de troncos en donde el ambiente era sumamente acogedor. Estaba embelesado, no lograba apartar los ojos de aquella hipnótica mujer que le sonreía mientras bamboleaba sus redondas caderas.

El té era exquisito. Pensó con regocijo que, al fin, después de tantas penurias, había sido compensado. Si este era otro de esos mundos alternos por donde había estado fluctuando, quería instalarse en él. No volver a irse jamás. O bueno, sí, irse, pero regresar una vez hallado el cofre. ¡Al diablo Rossana, la gema y la casa de Londres! Estaba seguro de que amaba a esta nueva mujer que el destino había puesto en su camino.

—Mi nombre es Astrid —pronunció ella—. Te haré poderoso.

¡Era la bruja! ¡Y le había caído en gracia! ¡Oh, qué feliz se sentía por su suerte tan grande!

Entonces sintió un ligero dolorcillo en el costado. Astrid tomó su barbilla entre los afelpados dedos.

—¿Te gustó el té?

Él asintió e intentó sonreír, pero el dolor se propagó hacia el estómago y lo hizo doblarse. Gesticuló una mueca y, otra vez, un retorcijón lo contrajo.

—Así que eres capaz de olvidar a una mujer cuando ves a otra más bella, ¿verdad? Lo hiciste con Elvira, ahora lo haces con Rossana...

—¡Rossana está muerta! —balbuceó en medio de otro espasmo.

—¿¡Y no estabas buscando la gema para devolverla a la vida!? ¡Una bella mujer te llama desde la rama de un árbol y lo olvidas todo!¿Eh?

Astrid ya no se veía tan bella, su rostro se había agrietado y se marcaban los huesos de la calavera. Los ojos se habían convertido en vacíos oscuros y su dulcísima voz se había vuelto ronca.

Él se doblaba de dolor. Ella se echó a reír a carcajadas, recordándole a la cosa.

—¡Insensato! —gritó la bruja—. ¡Has echado a perder tu lamentable e insufrible vida por insensato! Y ¿sabes qué es lo peor? ¡Que no aprendes! ¡Que cometes los mismos errores una y otra vez y no te das cuenta!

Se alejó riendo y lo dejó en el piso, partido de dolor, ahogado en quejidos, llorando a moco tendido. Hasta que su cuerpo no resistió más y se hizo el silencio.

5.

Despertó con dificultad en un sitio desconocido, iluminado apenas con una vela casi extinguida.

«La bruja, pensó, creí que yo le gustaba». Pero era evidente que no; lo había enviado quién sabe cómo, a quién sabe dónde. No recordaba haber visto, en esta oportunidad, ningún pasillo con cortinados rojos ni atravesado aquella horrible sensación de vacío que se apoderaba de él cada vez que viajaba entre mundos.

Se puso de pie apoyándose en la pared que tenía a la izquierda, al tacto la sintió sucia, terrosa. La disposición del mobiliario se le hizo familiar, la cama, la mesa de noche, el espejo.... Un momento. Era su casa. ¡Su casa de Londres! ¡Había regresado por fin!

Buscó el contacto para encender la luz, pero no funcionó, lo cual no le extrañó; antes, también se había cortado. No era problema, pediría a los sirvientes que llamaran a la compañía de electricidad y lo solucionarían.

Intentó correr la cortina del ventanal para que entrara la luz del sol, mas al tocar la tela, esta se deshizo entre sus dedos como papel quemado.

«Pero, ¿qué pasó aquí?, se preguntó, ¿hubo un incendio?»

Afuera era noche. Una dantesca luna se entreveía distorsionada a través de los vidrios mugrientos, a los que les faltaban algunos trozos. Los restos señalaban en todas direcciones con sus puntas afiladas.

Decidió entonces llegarse hasta la planta baja y averiguar qué ocurría. Abrió la puerta y un viento, como de noche veraniega, lo azotó con furia; olía a excremento y a podredumbre.

La oscuridad se abrió ante él. Caminó con imprecisión ya que no recordaba si la escalera quedaba al frente o a la derecha. Solo había estado en aquella casa una sola vez.

—¡John! —llamó, con la horrible sensación de que su voz sonaba distante, como si atravesara un enorme vacío—. ¡Jane!

Nadie respondió. Las tablas del suelo crujieron en algún sitio y se escuchó un sonido lento, subrepticio, como de arrastre.

—¡Hola!

Nada.

Caminando a tientas en medio de la oscuridad, dio dos pasos y se estampó contra una pared. «¡Ouch!», se quejó. Dobló a la derecha. Otra pared. Desvió entonces hacia la izquierda. De nuevo. Estaba totalmente desorientado. Caminó hacia donde, creyó, encontraría su cuarto; sin embargo, volvió a tropezar con otro muro.

Una risa ambigua, entre infantil y demoníaca resonó por todo el sitio, sobresaltándolo. Puso las manos hacia adelante, a modo de defensa, y comenzó a tantear, concluyendo, con horror, que estaba encerrado en una habitación de la que no hallaba salida alguna. Mucho menos una escalera.

Pisadas. Pequeñas, suaves, espaciadas, como quien se aproxima a hurtadillas a un sitio prohibido, se le acercaron.

—¿¡Quién está ahí!?

Varias voces se entremezclaron entre chillidos de angustia y susurros. Voces que se quejaban, que agredían y, algunas, rogaban. Las velas terminó por apagarse, sumiéndolo en la penumbra mortecina de la luz de la luna.

«¿Sientes tu corazón?». La pregunta sonó en su oreja como un zumbido de olor hediondo. Vaya si lo sentía. Bum, bum, bum, el corazón no latía, galopaba. Y el sonido se ampliaba desde el pecho como si fuera un altoparlante. ¡BUM BUM BUM! Bombeaba la sangre como martillazos. Por primera vez se sintió aterrado. No quería morir. El corazón latía y latía en una carrera ingobernable. Recordó a su padre, muerto de un infarto frente a sus ojos. Y a su madre, extendiendo la mano, pidiéndole ayuda en la última exhalación. Solo la había mirado con ojos secos. ¡Qué noche aquella! Todos llorando a su alrededor y él, abúlico, con un vaso de whisky en la mano. ¡Qué año desgraciado le hicieron pasar! ¡Morir casi juntos! Sus hermanos taladrándole la cabeza. Y él, desahogándose como pudo, tomando whisky, acostándose con cuanta mujer se le puso a tiro.

Por primera vez, en toda su vida, consideró que quizá, alguna vez, se había comportado de forma estúpida. Lo había tenido todo. Todo y más de lo que muchos podían pedir. Pero se había entregado a la oscuridad. A su íntima y conocida oscuridad. Había amenazado y vituperado a quienes lo rodeaban, a sus vecinos, familiares. A todos cuantos pudieron haberle brindado un cariño sincero, los ahuyentó. Se escabullían cuando él aparecía, no querían verlo, le temían. Y él se burlaba. Había dañado a su mujer, a sus amantes, a sus padres, hermanos. Todo, absolutamente todo lo que tuviera que ver con el corazón —el mismo que ahora parecía querer, también, abandonarlo a su suerte—, lo había arruinado. Había encontrado, o había creado, el camino hacia su propia noche. Le encantaba el sonido de su voz. Y era la única que escuchaba. Y es que no había «otros» en su ignorancia. Solo importaba él.

«Solo él importa», repitió el zumbido, que acompañó esta vez a una ráfaga helada. Algo lo jaló por los tobillos y lo colgó, con la cabeza hacia abajo, en el aire.

—¡Suéltame! —gritó con la garganta atascada, como si algo la apretara—. ¡Suelgh-ta-me, Malgh-di-ta cosgha! —Se asustó al escucharse repitiendo la misma frase que había dicho Elvira cuando cerraba los dedos en su lozano y delgado cuello.

¿Estaba pagándolo? Por enésima vez se preguntó: ¿estaba pagando aquello que hizo? Porque todo lo hizo sin maldad, por jugar. ¡Dios tenía que saberlo! «¡Si tuviera mi arma dispararía al cielo! ¿Para qué? ¡Pues para ver dónde cae la bala! ¡En una de esas hay suerte! ¿O quieren que me rinda a ser como el resto de la gente? ¡Estúpidos, ignorantes, buenos para nada!».

Las bisagras de una puerta cimbraron y un sonido de cadenas y candados cerrándose, le erizó la piel.

—¡¿Quiéngh esghtá ahí?! ¡Contesghte!

Pero nadie habló. Solo un murmullo sordo, con olor a estiércol y a azufre, lo rodeó. Entonces, dos grilletes se le cerraron en los tobillos y allí quedó. Inmerso en su oscuridad.

Cientos de uñas rasgaron su piel, suavemente en principio. Después se clavaron dejando un rastro de ardor cada vez más cruento. Gritó cuanto pudo, no se detuvieron. No veía a nadie a su alrededor. Solo la luna que sonreía ante su desgracia a través de los vidrios rotos.

Algo se movió bajo su piel, y otro «algo», más allá. «¡Gusanos! ¡Asquerosos y malditos gusanos han entrado en mi cuerpo!». Risas furtivas le revolvieron el pelo, arrancándolo en dolorosos tirones.

Y luego se quedó solo. Sangrando, con los bichos metidos en los ojos y en la nariz, impidiéndole respirar.

«¡Voy a morir, pensó, voy a morir en esta miserable pocilga y no logré encontrar el maldito cofre que dejó mi padre!».

—¡Y no aprendió! —oyó una voz a su lado.

—¡John!

—No iba a aprender jamás —aseguró otra voz, femenina—. Ni por error.

—¡Jane! ¡Záqughenme de aqughí!

—En el fondo siento pena —comentó John con su voz monocorde y grave—. Era un pobre infeliz.

—Mire cómo quedó... ¡Qué aterrador final debió ser!

—¡Eztghoy aqughí!

El mayordomo y la mucama se alejaron con rostros contritos dejándolo allí, llorando a moco tendido, rodeado de humo y azufre. Y de consciencias sucias. Como la suya. 

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