Araña Roja (UticaKeane) Capítulos 6 y 7
CAPÍTULO 6. SACRIFICIO.
Ciento ochenta y siete mundos más tarde, Edda continuaba escuchando voces dentro de su cabeza que le exigían seguir adelante con unos planes que no le correspondían. El tiempo pasaba de manera diferente para ella y su progenie de discípulos acérrimos, todo ello, mientras jugueteaban como insectos de una parte a otra de su telaraña. Se habían perdido vidas en profusas conquistas, pero Edda no podía parar; por mucho que lo hubiera querido, o por mucho que su arcaica personalidad le pidiera huir de lo que había creado o dejado tras de sí, era improbable.
El hilo, níveo y pegajoso, que la ataba con aquellas personas se le antojaba como la soga que cercaba el cuello del ajusticiado que patalea por un hálito de oxígeno. Jamás le hubieran permitido escapar, porque se retroalimentaban de su fuerza, o de lo que ellos imaginaban que eran los residuos de su reina. Para ellos, Edda era una brújula, el norte que habían anhelado y por el que se habían corrompido; jamás habían vuelto a acordarse del dios devorado. Una trágica representación antagónica de aquellos mitos en los que el padre engullía a los hijos nada más nacer, para no verse rebajado de su pedestal de poder.
La estaban buscando.
Su madre aún quería encontrarla.
Tras tantas visiones encarnizadas del pasado, para Edda era, más que una amenaza, un juego, el niño que corre para que el resto de sus compañeritos no le encuentren mientras se oculta. Aquel que se carcajea en silencio mientras los ve rebuscar detrás de los arbustos, aun cuando tienen su objetivo delante. ¡Qué ignorante le parecía ahora la Creadora! En esa diatriba, compartía opinión con las voces internas que la hostigaban.
Echó la cabeza hacia atrás, viendo la preciosa noche estrellada que alumbraba sus figuras. Escoltada por Juris, al que solo veía como un perro fiel, deseaba hacer su entrada a aquel mundo número ciento ochenta y ocho de manera lenta y discreta, reconociendo primero el terreno, haciéndolo arder más tarde. Sus poderes nunca la llevaban dos veces al mismo sitio, pero desde que había hecho entrada, no paraba de sentir que aquellos árboles ya la habían mirado antes; que las lechuzas le habían sorprendido mirándolas, o que el sonido del agua al caer entre las rocas llevaba una melodía que conocía desde pequeña. ¿Cómo podía estarle ocurriendo aquello? Sin embargo, para Juris, el territorio era inexplorado, por lo que Edda creyó que aquellas ilusiones solo eran cosa suya.
La vida local estaba concurrida, mucho más en la taberna de Veracruz, donde se reunían los más variopintos hombres para beber durante las fiestas de la cosecha. Habían sido años duros en los que se habían encontrado batallando con las severidades del tiempo, las supersticiones, los monstruos, y su última hazaña: aprisionar al Stirgo o vampiro milenario que había habitado la cueva del halcón, situada justo frente a un camino de comerciantes -los cuales le habían servido de buen alimento durante los meses de invierno-.
Edda se dirigió a la plaza, en donde había escuchado que estaba el cadáver guillotinado del vetusto monstruo. Como un cristo que no ha sido absuelto por su dios, el Stirgo permanecía ensartado, brotando sangre de sus entrañas sin parar, incluso sus músculos se contraían con acompasados golpes de tambor ante la fiesta que se articulaba a su alrededor. El homenaje se extendía por los corazones de los aldeanos, pero una única mujer gimoteaba a los pies del cadáver.
—¿Por qué no bailas con el resto? —Edda no había podido evitar la curiosidad de acercarse hasta la muchacha, seguida bajo la mirada de Juris—. ¿Lloras por pena?
Sin levantar la cabeza, la joven arrastró las sílabas a través de sus labios, con irritación.
—¿Qué os importa a vosotros lo que haga? Ya habéis conseguido matar al único ser que podía quererme en este mundo.
—¡Vaya! Para empezar, yo ni siquiera vivo aquí, soy una mera peregrina. Me has dicho algo muy feo sin saberlo, muchacha.
-No me preocupa. Si la verdad es lo que sale de mi boca, ¿por qué tengo que callarme? Estoy cansada de esconderme, cansada de evitar los problemas... él era el único que me mantenía apartada de la maldad, pero ahora, ya no está... ¿Por qué evitar algo que tarde o temprano ocurrirá?
La muchacha llevó la mano hacia la sangre que bajaba del madero, llevándosela a la boca. Sus pupilas se achicaron, más parecidas a las de un gato salvaje que a las de un humano. Sus colmillos, confusos por el sabor férreo, se extendieron hasta punzar el labio inferior.
—Estos idiotas pensaban que solo estaba él en la cueva, me vieron como un rehén más. Pero la que había creado a este hombre, fui yo.
Edda, muerta por fisgonear, dejó que su mente invadiera los recuerdos de la muchacha.
Moira, que así se llamaba la susodicha, le había conocido hacia dos años, mientras ella trabajaba de jornalera en unos de los muchos pueblos por los que se iba moviendo conforme cambiaban las estaciones. Llevaba unas cuantas noches viendo aquella figura agazapada entre las sombras de los establos donde dormía; a veces, solo intuía una sombra sobre el tejado de la casa colindante o en la ventana del granero, tras los espesos árboles que rodeaban el pueblo. Sin embargo, esa noche le asustaba por encima de las demás; le aterraba ver aquel par de ojos de depredador moverse a ras del suelo, silbando como si fueran dos faroles burlones en medio de la penumbra.
Ella se había informado preguntando a los hombres de las caballerizas, y le habían contestado que aquellas eran las flamas del infierno, dándole un puñado de arroz y diciéndole:
—Cuando un Stirgo te persigue, tírale el arroz delante de sus narices: están obsesionados con contar, así que podrás salir corriendo mientras recoge los granos. ¡Mi tatarabuela sobrevivió a un Stirgo así! ¡Todos lo saben!
¿Qué idiotez es esa?, pensó Edda, pero siguió removiendo entre los recuerdos de aquella noche. Vio a través de los sentidos de Moira como los ojos rasgados se movían nuevamente, ahora más cerca de ella. El pánico penetró su cuerpo: ¿y si el depredador que la miraba se decidía por atacar? Tal como le habían enseñado, metió la mano trémula en el bolsillo que escondía bajo el mandil de la falda y palpo los granos de arroz, revolviéndolos para relajarse.
—Moira —susurró el perverso hombre—. Ven conmigo.
La figura se quedó inerte, inmóvil, sin dar señales de vida, esperando la acción de respuesta. Ella pensó que tal vez estuviera perdiendo la cabeza, que era demasiado cobarde a causa de la amnesia que cubría con un halo de anonimato su persona; pero el caso es que no sacó la mano del bolsillo.
Estiró el pie hacia atrás, ya que sabía que a unos pasos estaba la entrada al cobertizo en donde se había refugiado otras veces; no de aquel ser, pero sí de los hombres que intentaban someterla durante las horas más oscuras solo por ser mujer. No obstante, no pisó lo que ella esperaba, sino que se topó con una bota, o mejor dicho, un pie descalzo pero duro como roca.
Al darse la vuelta para pedir disculpas, sintió que agarraban su cuello con fuerza; percibió que aquel hombre era el mismo ser que la había vigilado y que estaba a su merced.
Edoney, nombre del vampiro que encontró Edda entre las exiguas memorias de Moira, había tratado de asesinarla mientras probaba a unir, a través de su garganta, el pulgar con el dedo índice; y lo hubiera conseguido, de no ser por algo. Mientras la respiración de la chica fallaba, la vista del vampiro bajo hacia su cuello con más detenimiento: allí había una horrible cicatriz en forma de sonrisa, que le llegaba de oreja a oreja. Jamás se había dado cuenta mientras la acechaba, ya que mantenía la cabeza baja.
—¿Quién eres, Moira?
Liberándola del agarre y de la muerte que le iba a propiciar por codiciar su sangre, dejó que tosiera y se aclarara los ojos lacrimosos.
—No lo sé. No recuerdo a mis padres. No recuerdo nada...
En el pulgar afilado del vampiro había quedado un rastro de sangre de la joven tras el estrangulamiento: él podía saber quién era si la probaba... vería todo de ella. Y así lo hizo.
Edda quería saber la respuesta también, pero por desgracia, los recuerdos solo se basaban en la perspectiva que había ido rellenando Moira. Y, a partir de ese momento, solo veía a un hombre caer de rodillas y preservarla del mundo; veía a un vampiro que le había dado su inmortalidad como acto de amor, para que no caminara jamás por el valle de las sombras con temor de la muerte.
La antigua niña inocente que había sido Edda tomó por los hombros a la chica, bajándole la capucha para encontrarse, con total asombro, que en la cara de aquella mujer se reflejaba su propio rostro.
Eran exactamente idénticas.
CAPÍTULO 7. EVASIÓN.
Decadencia.
Término con el que, afinadamente, encajaban aquellos años de división; cuando no habían sabido ser dos en lugar de una. Por ello, no era chocante que les costara reconocerse. En añadido, ninguna repetía el retrato de su niñez, sino que sus paletas de colores se habían metamorfoseado sin posible recuperación.
Aquella que había manipulado, inventado, reído a través de la malicia y un largo etcétera, suponía menos que la sombra del diablillo martirizado al frente. Al contrario, la mujer brutal que aferraba con un tenue temblor la tela de la capucha, recordando remotamente los sermones, los correctivos, los escarmientos... o el abandono como obsequio por el puro enlace de ser hermanas. Quizá solo fuera por compartir cara que la maldad de una repercutía en la otra. Siempre reprimidas en el mismo saco de la culpabilidad.
¿Cómo un rostro redujo a la nada dos almas disparejas?
—Madre no se equivocó cuando dejó que me llevaran. —Estrujó el contenido de su mano para después empujar a la gemela de espaldas—. Ser como tú ha sido muy sencillo, hermana.
Un vistazo de arriba a abajo bastó para juzgarla, castigando una vanidad ahora inexistente pero que antes le había correspondido a Ebba.
Aun poseyendo tanto, sentía cólera, irritación, ganas de acabar con ella, porque estaba saturada de ese doble que había odiado desde que nació. Necesitaba ser la única a cualquier precio.
Descargó una patada en su vientre para, un segundo después, arremeter a golpes contra el gentío, que se había ido arremolinando cerca para participar del altercado. Aunque no supieran quién era Edda, una pelea siempre era bienvenida, y más, después de la celebración sangrienta que brindaba el vampiro, al cual habían ignorado tras colmar los buches de vino agrio.
Anhelaban violencia. Después de vivir en el miedo perenne, sin capturar al villano de la región, una vez conseguido creían que aquellas dos no eran más que un sucedáneo, que no supondrían un grave problema.
No fue de extrañar que, al frenar Edda la lluvia de golpes a diestro y siniestro, creyeran que venía el turno de la multitud.
—¡Rata! —Una taza de madera planeó a ras de las cabezas expectantes y se estrelló en el pecho de Ebba, incólume.
Sorprendida por las palabras de la extraña, no se estremeció ante el asalto. Sin embargo, su doble, se sobrecargó de una furia ancestral: esos idiotas pueblerinos de baja estofa, habiendo atestiguado el incidente, se equivocaban. Esa copa debería haber ido para ella, que para eso les había agredido; pero por lo visto era invisible para el mundo.
Las risas y el jolgorio se desbordaron, simulando un pistoletazo de salida a la barbarie.
Mujeres, hombres y niños saltaron encima, poseídos por una fiebre virulenta. En ocasiones, pasaban este tipo de cosas cuando Edda pisaba un mundo nuevo; no existía ninguna explicación más que la de ostentar la sangre de aquel que la había arrancado de su hogar; Edda estaba casi segura de que las fuerzas negras y corruptas habían arraigado no solo en su mente, sino también en sus telas de araña. Y cuando usaba sus poderes, ocasionalmente rebosaban y enfermaban a los seres inferiores; ellos no eran capaces de repeler esa energía, tan inservibles eran sus capacidades psíquicas, por lo que solo se extendía el sinsentido entre ellos.
Pronto, a los desgarrones y zarandeos se unieron armas como palos, listones, varas de metal, hasta algún caldero de vino llegó para ser despedazado en la espalda de cualquier incauto.
—¡Forastera! ¡Forastera, cógete de mi mano!
La había llamado "hermana", había mencionado a una "madre" que no había existido hasta ahora... necesitaba proteger esa información, descubrir su pasado y dejar atrás aquel horrible nombre de Moira que solo le traía soledad y pérdida.
-¡Por favor, coge mi mano! ¡Confía en mí!
Había ignorado su ofrecimiento, y no entendía la razón. ¿Tanto daño le había causado en ese pasado para que la rechazara como si fuera la peste? Su grito de guerra retumbó en el viento, quedando casi inconcluso por el haz de luz misterioso que invadió la trifulca.
—¡Os mataré a todos! ¡A todos!
Entonces, el tiempo quedó estancado y todos, como moscas que persiguen el albor de la antorcha, torcieron sus cuellos al cielo.
—¡Mamá! ¡Ma-maaaaaaaaa!
Unos cuantos pasos agitados por la escalera precedieron la entrada de la mujer, que con el pecho contraído, temiéndose alguna tragedia, se había olvidado de que era obligatorio respirar.
—¿Qué? ¡Qué te ha pasado! ¿Qué es, Hesperia!
—Es que... es que...
Dos lágrimas orondas rodaron hasta llegar a la barbilla de la niña, que apenas debía superar los seis años. Estaba tan colorada que la madre pensó que se estaba atragantando con las cerezas que almacenaba sobre el regazo.
—¡Te he dicho mil veces que los huesos no se comen! —Levantó los dedos hacia su boca e intentó abrirla para ayudarla-. ¡TOSE!
—¡No e-es e-eso! -Más lloros, ahora irregulares y desagradables; el llanto de una Lagartija Azul siempre era siniestro: solo entre ellas, las hembras, podían escucharse. Y solo entre ellas, escogían a las aptas para la procreación.
—¿Entonces qué es?
—¡Mis arañas! ¡Se están pe-pegando!
La madre cambió de humor al instante, pasando la vista a la formidable cúpula que le había regalado a su pequeño retoño al cumplir los dos años, cuando estaba aprendiendo sus primeras palabras. Aquel mini-juego se había convertido en algo muy popular entre las nobles de la ciudad, por lo que a una de las primogénitas de la regente Taeniidae no podía faltarle.
Una cupulita que tardaron dos meses en construir y preparar con las alquimias propias de los Benefactores, los mejores artesanos magos del Imperio. Sin embargo, Taeni cada vez estaba más cansada de cuidar aquel invernadero, aunque al principio le gustaba mucho crear personajes dentro de él, jerarquías, paisajes similares a Libanthia... incluso se había hecho una copia de sí misma. ¡Ah, qué maravillosa había quedado! Se había clonado con una pequeña gota de sangre, convirtiendo esa minúscula arañita recién nacida en la Creadora de todo lo que había bajo la cúpula. Creó una historia, creó a su marido soñado, dado que en la vida real no había podido acceder al trono casándose con aquel chico de las cuadras que tanto le gustaba. Simplemente, porque no era de la misma casta que ella: tan preocupadas estaban las leyes por evitar la hibridación entre las Lagartijas Azules.
Y aunque se había pasado muchas horas viendo el desarrollo de la trama, se había cansado de verse reflejada en una araña que cometía sus mismos errores, que no tenía sentimientos, que era predecible y que no valoraba nada de lo que tenía. Básicamente, era una imagen de su realidad, pero con otro disfraz diferente.
—Creo que deberíamos empezar una colonia nueva de arañas rojas, cielo... me parece que estas ya no sirven.
—¡Pero a mí me gustan!
—Cuando un perro tiene rabia, ¿qué hacemos con él?
La pequeña se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, también regordeta y de un color opalescente típico de la realeza dragontina.
—Lo sacrificamos... por su bien.
—Exacto —dijo, aumentando la imagen que veía su hija y viendo el rostro amoratado de ambas hermanas, aún en el suelo siendo aplastadas por la multitud—. Elige a una y al resto los sacrificas.
—¿Una? ¡Pero me gustan las dos! ¿Y si no salen otras arañas así de bonitas?
—Deja una y punto, no sigas quejándote. ¿Sabes que se han puesto malas por tu culpa? —La niña hizo un mohín de tristeza, casi empezando a lloriquear de inmediato—. ¿Qué esperabas? Te dijeron que todas las semanas había que cambiar el polvo de estrellas para que no contaminara el aire, que las arañas rojas son muy delicadas... pero cuando yo dejé de hacerlo, tú te descuidaste por completo. ¿O no es así?
—Pero...
—Ni pero ni nada, es tu culpa. Así que, encárgate de ellas.
Cogiendo el frasco de reinicio que había comprado hacía unas semanas, lo puso en las manos de su hija y le dijo:
—Voy a preparar el baño. Cuando vuelva, espero que hayas terminado.
La pequeña no fue capaz de cumplir con la palabra dada. Aquellos insectos eran exclusivos: ninguna de sus amigas tenía aquella especie y no estaba dispuesta a perderlas. Cogiendo con una pipeta a las dos, las dejó guardadas en una pequeña cápsula de apareamiento -la cual había usado con las hormigas negras que había terminado regalando a su hermana menor-, activando la dormitación para que no se enteraran de nada y no sufrieran estrés.
Después, tan contenta con su hazaña, fumigó con el frasco el interior de la cúpula, que quedó de un color blanquecino hasta que se hizo la pequeña implosión posterior que colapsaba aquel juego y daba inicio con la primera estrella recién nacida en donde colocaría a sus pequeñas.
Para cuando la regente regresó, la cápsula había sido escondida entre las páginas de un libro infantil pintado hasta la saciedad, y la estrella de inicio parpadeaba lentamente en la soledad de la cúpula.
¿Quién sabe?
Quizás las dos hermanas serían regresadas a la cúpula... volverían a crearse y destruirse, creyéndose las únicas soberanas del universo... o quizás, solo quizás, se quedarían en estado comatoso hasta que años después, otra Lagartija Azul las encontrara y quisiera empezar el Juego de Dioses de nuevo.
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