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Tsukumogami (Cristhoffer Garcia)



Capítulo I

Al observar a la pequeña e indefensa Mei descender del taxi, Kiyoshi Yahara se arrepintió de convertirla en la próxima víctima de su maldición.

El bullicio de la concurrida avenida Kokusaidori se filtraba por las calles aledañas en un caudal de voces desordenadas. Habían fijado el encuentro a la entrada del bar de su familia, el popular "4men Okinawa", sin embargo Kiyoshi se encontraba al otro lado de la calle, fumando como un poseso.

Dio una profunda calada al cigarrillo y movido por la costumbre deslizo su mano en busca del nefasto tantō, sin encontrarlo.

—¡Maldición! —murmuró lanzando el cigarrillo al suelo y pisándolo con furia. Tener el tantō cerca le trasmitía seguridad, pero desde el día que salió de prisión no sabía dónde estaba.

Después de cuatro años entre rejas, lo último que deseaba era regresar al lugar dónde todo comenzó. Cruzó la calle atenazado por el miedo y éste no le abandonaría, nunca lo hacía.

Konbanwa, Takada-san —saludó con una inclinación.

—¡Kiyoshi-kum! —exclamó sorprendida—. ¿Cómo estás? Te he pedido que dejemos las formalidades de lado, ¿recuerdas? Puedes llamarme Mei.

Kiyoshi sonrió agradecido y sin pensarlo volvió a inclinar la cabeza en señal de respeto, arrancándole una risita infantil a la chica.

—Bien, vinimos en busca de respuestas, ¿verdad? Entiendo que pueden ser decepcionantes, por lo que debes mantenerte tranquilo y ser paciente —le recordó Mei—. ¿Estás preparado?


Kiyoshi asintió nervioso. Ella le colocó la mano en la espalda y con un ligero empujón le impulsó a entrar al lugar que años atrás consideraba su hogar y dónde su desgraciada alma se enredó en los asuntos de la muerte.

Abril de 2016, Bar 4men Okinawa.

Fue una noche de poca afluencia en el bar, al menos así lo recordaba Kiyoshi. El reloj de pared marcaba las 3:59 am cuando por fin terminó de recoger las mesas, luego limpiaría el suelo para dar por concluida la jornada.

—¡Apresúrate Kiyoshi! —le gritó su mejor amigo Akira desde la mesa de pool al fondo del local y en mofa agregó—. ¡Quiero desplumar las carteras de estos gringos!

—Si alguien me ayudara ya habría terminado —bufó irónico moviendo urgido las sillas.

—Tiene razón —le apoyó Carl dejando la cerveza a un lado y levantándose con premura—. Pero ya va... yo no trabajo aquí. Así que te toca, Akira-kum —dijo entre risas volviendo a sentarse y arrancándole una sonora carcajada a J.J.

—Vale, vale, iré yo, pero ni se les ocurra mover ninguna bola de sitio o ya verán —amenazó Akira mirándoles con saña.

Kiyoshi observó de reojo como J.J. aprovechaba el descuido de su nakama para mover las esferas a su favor y contuvo las risas.

Joseph Johnson y Carl Simpson, eran soldados americanos asignados en la base naval de Okinawa, ambos solían visitar el bar en sus días de descanso y habían forjado una buena amistad con ellos. Lo usual era que después de cerrar el local jugaran a las cartas o al billar.

Kiyoshi se disponía a trancar con llave la puerta del establecimiento cuando el timbre del teléfono se hizo eco entre la caja registradora y la calculadora.

—¡Demonios! —exclamó Kiyoshi, que a la carrera pasó por encima de la barra para contestar la llamada.

Al levantar el auricular Kiyoshi esperaba escuchar la típica retahíla sobre la responsabilidad que soltaba su padre. El bar era uno de los más antiguos del distrito, construido poco después de la Batalla de Okinawa, había resistido a tsunamis, terremotos, crisis económicas y él no permitiría que la mala administración de su hijo lo llevara a la ruina.

Lo cierto es que a Kiyoshi el bar no le importaba en demasía, solo era un medio para un fin. Su plan era viajar a Los Ángeles y convertirse en un actor reconocido. Ya había participado en algunas películas de bajo presupuesto con mediano éxito, cuando una amiga le propuso financiarle el viaje, pero él lo rechazó. Quería labrarse su propio camino y pronto tendría suficiente dinero reunido para irse volando en busca de su sueño.

Sin embargo, la voz al otro lado de la línea le sorprendió y disgustó a partes iguales.

—Kiyoshi, soy tu Ojiisan —su voz áspera era apremiante—. Escúchame con atención muchacho. ¿Has sido tú? ¡Cof! ¡Cof! ¿Te llevaste la medalla?

—¿Medalla? ¿De qué hablas, Ojiisan?

—La medalla, ¡baka! La... —tosió más fuerte—, es importante. Debes... —Incapaz de dejar de toser el abuelo de Kiyoshi intentó advertirle—. El Tsukumogami... Debes traerla... Tienes que... Cof... escucharme... Kiyoshi.

Kiyoshi finalizó la llamada obstinado de escuchar las sandeces de su abuelo.

—¿Quién era Kiyoshi-kum? —indagó Carl intrigado.

—Era mi abuelo, ya sobrepasa los cien años; se le está llenando la cabeza con fantasmas, ovnis y mierdas de esas —le contó sin interés. Tanto él como su padre eran escépticos frente a muchas de las supersticiones japonesas. Sin embargo, tenían varias semanas preocupados por el anciano y sus divagaciones paranormales.

—¿Qué era esta vez? ¡Un kappa se le apareció en la bañera! —se burló Akira acariciando la larga chiva que le caracterizaba.

—Un Tsukumogami —respondió con irritación mientras limpiaba con una bayeta la barra.

Carl y Joseph se miraron intrigados, desconocían de qué hablaban sus amigos nipones, cosa que sucedía con frecuencia.

Akira les explicó impaciente por volver a jugar: —El Tsukumogami es un yokai, un espíritu que habita en los objetos inanimados, como tazas, paraguas y así. Dicen que después de los cien años cobran vida y empiezan a conceder favores.

—Algo así como los sirvientes que habitan en la mansión de la Bella y la Bestia —asemejó Carl.

—Exacto, pero la versión japonesa es más cutre —dijo Akira apagando las luces, dejando encendidas solo las que necesitaban para su ansiada partida de pool.

—¡Empecemos la partida! —exclamó risueño Kiyoshi.

Y la puerta del bar se abrió de par en par.

Kiyoshi jamás olvidaría aquella siniestra figura ni el desagradable olor a mariscos podridos que desprendía.

Akira intentó encender las luces, pero los pasadores no funcionaban.

—¡Eh! ¡Irasshaimase! Es... estamos cerrados, okyakusama —A Akira se le atragantaron las palabras en la garganta.

Ignorándole, el espectro encarnado avanzó en dirección a la barra. A cada pasó el corazón de Kiyoshi se aceleraba, más y más, al punto que pensó que le daría un infarto. Cuando por fin el extraño estuvo debajo de las lámparas los cuatro nakamas confirmaron que la línea entre lo real y lo fantástico es delgada y cruel.


Frente a ellos se manifestó un Onryō, un espíritu vengativo y nefasto con cuerpo de anciano. El yukata percudido y mal oliente que vestía se arrastraba por el suelo, limpiando el rastro de sangre maloliente que se escurría por sus esqueléticos huesos. Su rostro ceniciento y de piel agrietada, denotaba crueldad e ira, pero sin duda lo más aterrador era la espalda encorvada, innatural y deforme que sobresalía por encima de la ropa. Era justo decir que el bastón de ébano negro, agarrotado entre sus putrefactas manos evitaba que aquellos huesos desgastados se estrellaran contra el suelo.

Al verlo J.J. emitió un chillido de miedo. Soltando el palo de billar corrió a esconderse en el baño, dónde sus años de experiencia militar se fueron por el retrete, literalmente.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Carl volcando la silla; se lastimó el codo y se torció la muñeca aunque eso no impidió que se arrastrara asustado bajó la mesa de billar. Hacía tiempo que no rezaba, a pesar de ello todas las oraciones y cánticos de la iglesia regresaron a su mente en un volcán de religiosidad ininteligible.

El cuerpo de Kiyoshi se paralizó. Gotas de sudor frío caían por su frente; balbuceaba palabras ininteligibles mientras un hilo de saliva se escurría por la comisura de su boca. Incapaz de apartar la mirada del Onryō, los recuerdos de su infancia le acusaban de no escuchar con atención los cuentos de fantasmas de su Ojiisan, para tal vez encontrar una oportunidad de sobrevivir.

El Onryō ladeó la cabeza, olfateando en el aire lo que buscaba. La vil mirada se detuvo en Akira, quien escondido tras la mesa de billar profería un berrido casi infantil. El Onryō expulsó un hálito de insatisfacción.

Caminó hasta la barra, olfateando una vez más, ahora satisfecho. Aquellos ojos grises, fríos y hambrientos de sangre, atormentarían los sueños de Kiyoshi el resto de su vida. Debido a la mandíbula ligeramente desprendida se produjo un crepitar de dientes cuando intentó hablar y la voz que emergió de aquella garganta infernal fue tan aguda que reventó docenas de botellas, vasos y cristales del bar:

Sa...ke —ordenó—. Sírveme sake.


Kiyoshi se apresuró a servirle la bebida en el típico ochoko. Para su desgracia, su mano temblaba tanto a causa del miedo que no atinaba a llenar el ochoko. Con una fuerza inhumana el Onryō le sujetó la muñeca hasta que se llenó el recipiente.

¡Oni wa soto! ¡Oni wa soto! ¡Fuera demonio! —gritó Kiyoshi asqueado ante el contacto frío y baboso con la piel del Onryō.

El demonio depósito el bastón sobre la barra, inclinó la cabeza en señal de respeto y bebió. Trascurrido un instante el sake chorreaba por distintas partes de su cuerpo.

Ya... Ya...Yaharaaa —pronunció el apellido de Kiyoshi con desprecio. Este contuvo una arcada a causa del aliento nauseabundo de demonio—. Lo... Lo prometiste y... has roto tu promesa.

—¿De qué hablas? ¿Cuál promesa? —preguntó desconcertado Kiyoshi.

¿Dónde está? —bramó el Onryō.

—¿Qué? —gritó Kiyoshi entrando en pánico—. Si no sé qué buscas cómo puedo dártelo.

Yaa... hara... Yahara... ¡Tienes eso que deseo! —clamó el Onryō alzando la voz—. ¡¡¡Tú lo tenías, pero debía ser mío!!!

—¿Qué... qué quieres? ¿Qué quieres de mí? —sollozó Kiyoshi tapándose el rostro.

¡Dámelo! —ordenó el demonio propinándole un puñetazo a la barra—. Era para mí... ¡Era mío! —Desquiciado por la envidia el Onryō se arrancó mechones enteros de su cabellera.

La conciencia de Carl hasta entonces amparada en que las oraciones lo protegerían no soportó más. Impulsado por el miedo corrió en busca de la salida del bar.

En su estampida volcó mesas y sillas: al sujetar el pomo de la puerta un halito de esperanza llenó su corazón.


—¡Dios me protegerá! —alcanzó a decir antes que el bastón del Onryō se clavara en su espalda.

—¡No! —grito Akira, quien lleno de valor o locura, golpeó la cabeza del Onryō incontables veces hasta lograr que se desprendiera del cuello. La cabeza del Onryō dio varias vueltas deteniéndose junto al futbolín.

—¡Lo querías! ¡Tómalo, ya! —celebró triunfal Akira—. ¡Es lo que te mereces engendro del demonio!

Akira comenzó a patear el cuerpo caído del Onryō sin parar de reírse. Descontrolado de felicidad profería sonoras carcajadas, eran tan contagiosa que Kiyoshi se le unió. Chocaron las palmas y se abrazaron por encima de la barra.

Sus risas eran tan ruidosas que les costó escuchar que otra voz les acompañaba.

Hehehehe, hehehehe —Kiyoshi fue el primero en oír la risa demencial que procedía de la cabeza.

—Calla... —Akira aún se reía—. Calla, por favor.

Hehehehe.

—¡¡Madre mía!! —vociferó Kiyoshi tapándose el rostro desconsolado.

El cuerpo del Onryō se puso en pie en una danza ebria; tambaleándose y buscando atientas encontró la cabeza, la ajustó de nuevo al cuello, todo esto sin dejar de reírse. Con paso trémulo recuperó el bastón, parecía dispuesto a sentarse en la barra como si nada hubiera pasado.

La risa descontrolada de Akira se transformó en ira demencial, por lo que arremetió contra el Onryō con una de las sillas.

—¡¡Akira!! ¡¡Detente! —le advirtió en balde Kiyoshi.


El Onryō estrelló a Akira, la silla y su inútil ira demencial contra las luces de neón que enunciaban el nombre del bar, destrozándolas, solo el número cuatro sobrevivió colgando peligrosamente de una bisagra.

Dame... Lo que... Deseo... —susurró el Onryō estirando el cuello con un crujir de vertebras apelmazadas—. ¡Ya... Yahara, era mío! ¡Lo quiero de vuelta!

El cuello del Onryō se extendía gradualmente a la vez que subía la intensidad de su reclamo, hasta convertirse en un estruendo destructivo.

¡Yahara, devuélvemelo! —gritó iracundo.

Las vitrinas del bar, las botellas, los vasos, copas y demás estallaron en pedazos.

Los cristales desprendidos le produjeron a Kiyoshi cortes profundos en los antebrazos y un pedazo de botella se le incrustó en el muslo izquierdo.

Antes de darse cuenta, Kiyoshi fue levantado en vilo por encima de la barra. Al estar cara a cara con el Onryō esperaba una muerte atroz... Y contrario a lo que luego contaría a sus nakamas en prisión, en ese instante crucial no pensó en su padre, en su abuelo o en su hermana. Únicamente se arrepintió de no haberse marchado a Los Ángeles cuando tuvo la oportunidad.

La gélida mirada del Onryō se transformó, en lugar de la furia asesina había incertidumbre e indecisión.

El Onryō lo atrajo hacía él olisqueándole las heridas con intensidad y farfullando empezó a apretarle el cuello:

No... no... no... ¡Este no es su olor!... ¡Tú no eres Yahara!... Tú... Tú eres... ¡INÚTIL!

Kiyoshi despertó poco después. Tenía un tremendo dolor de cabeza, le escocían los ojos, el cuello lo sentía entumecido y las incontables laceraciones en sus brazos le punzaban a cada movimiento. Sutiles rayos de sol se filtraban por los tragaluces del techo anunciando el nuevo día.


El recuerdo del Onryō y todo lo vivido le produjo una arcada y luego otra. Se hallaba detrás de una de las mesas del bar, una de las que volcó Carl en su huida. Miró en dirección a su cadáver, pero el cuerpo del soldado ya no estaba allí.

Con cuidado se levantó temeroso de toparse con el Onryō nuevamente. Sus pasos traicioneros en lugar de llevarle a la salida fueron directo a la mesa de billar.

Un grito se atragantó en su garganta.

Un grito que estaría acompañado de...

Muerte.

Muerte y soledad.

Muerte, soledad y desgracia.

Muerte, soledad, desgracia y... deshonor.

Cuatro cabezas en fila, una al lado de otra contemplándole desde la pérfida mesa forrada de tela de lana verde. Con salvajismo fueron incrustadas las esferas de billar en uno de sus globos oculares.

Sus nakamas, Carl, J.J. y Akira tenían las bolas con el número 1, 2 y 3 respectivamente.

El portador de la bola número 4 provocaría un dolor insondable en el alma desgraciada de Kiyoshi.

—¿Qué demonios hacías aquí? —gritó acunando la cabeza entre sus brazos—. ¿Por qué tuviste que venir? ¿Por qué?

El olor a mariscos podridos inundó el bar en una oleada de gases repugnantes.


Kiyoshi no se inmutó. Para vivir se necesitaba tener esperanza y él ya la había abandonado por completo; sin embargo, el Onryō le preparaba muchas más desgraciada para el futuro.

No eres... el Yahara que buscó —susurro el demonio sumido en la oscuridad de una esquina—. A pesar de eso... Lo encontrarás para mí.

—¡Jamás! ¡Nunca haré nada por ti! ¡Nunca!

—Hehehehehe ¡Oh! Si que lo harás —le respondió.

El Onryō rebuscó en el interior de su vientre con saña, aquel rostro malicioso se contrajo en un ictus de placer y luego arrancó un tantō de madera envuelto en su negra y pastosa sangre.

Volveré en... cuatro años... a buscar lo que me pertenece —advirtió el Onryō mientras su presencia se desvanecía—. El Tsukumogami te vigilará y protegerá de ser necesario... por un precio. Más te vale que... lo pagues.

La podredumbre desapareció al fin, pero para Kiyoshi eso no representó ningún alivió, debido a que el puñal se balanceaba en su dirección.

El tantō se balanceó suave, suave y de pronto pequeñas y atrofiadas piernas salieron de él. Dando pasos atontados el tantō se acercó a Kiyoshi, pero este le rechazó de un manotazo.

En la empuñadura, apareció un ojo oscuro como la noche.

El ojo astuto e inmortal del Tsukumogami observó durante horas los actos del pobre Kiyoshi, burlándose de su lucha por mantener la cordura, de cada lágrima derramada por sus seres queridos y finalmente se alegró al contemplar la desesperación de su alma al defender la verdad de lo sucedido ante las autoridades policiales.

Muerte, soledad, desgracia y deshonor.

Todas esas cosas acompañaban el alma de Kiyoshi.

Y desde ese fatídico 4 de abril, también un Tsukumogami.

01 de Abril 2020, Bar 4men Okinawa.

El bar no se parecía en nada al lugar que recordaba. Tenía mejor iluminación, música de ambiente, la barra la habían reformado y al desaparecer la mesa de billar junto con los demás juegos se obtuvo un espacio considerable para un salón de baile.

El corazón de Kiyoshi bombeaba a mil por hora. Había imaginado ese momento cientos de veces, con miles de posibles resultados. En ninguno de ellos la situación terminaba bien.

Caminó con la frente en alto en dirección de la cocina, sintiendo sobre si la mirada de los clientes habituales que le reconocían y murmuraban:

—Oye, ¿ese no es Kiyoshi, el hijo de Yahara-san?

—¿El famoso asesino de Kokusaidori?

—¡Dicen que tiene un pacto con los demonios!

—¿Pensé qué estaba en prisión?

Mei caminaba tras él desmintiendo cada acusación con una sonrisa mordaz sumada a una diplomática inclinación de cabeza.

—¿Qué demonios haces aquí? —retumbo en el bar una voz que reconocía y que desde niño siempre le hacía temblar de temor.

Al verle Kiyoshi deseo abrazarle, disculparse, arrepentirse, pero eso jamás sucedería. No después de lo ocurrido aquel día. Incapaz de dar un paso más, Kiyoshi pensó en retroceder, huir lejos de Japón, esconderse en alguna isla de Indonesia hasta que el Onryō le encontrara. Sin embargo, allí estaba Mei para recordarle que debía hallar las respuestas a tantas interrogantes:

¿Qué buscaba el Onryō con tanto afán?

¿Por qué odiaba a los Yahara?

Pero sobre todo... ¿Por qué mató a su hermana Yumiko?

Introdujo su mano en el bolsillo y al sentir la cálida presencia del Tsukumogami se llenó de valor y después de cuatro años de espera solicitó en voz alta aquello que podría guiarle a la solución de todos sus dilemas:

—¡Quiero hablar con mi Ojiisan, Keizo Yahara!

Capítulo II

Taciturno, Kiyoshi evitaba a los transeúntes que discurrían por la avenida Kokusaidori. Después de la estrepitosa conversación con su padre, el devenir de sus pasos le arrastró en dirección del puente Meiji.

Mei le seguía en silencio. Durante los cinco años trabajando como voluntaria del Servicio Correccional de Japón había supervisado a varias docenas de exconvictos y presenciado multitud de reencuentros familiares; la mayoría eran momentos llenos de alegría, tristeza, incluso ira. En el caso de los Yahara solo percibió odio y rencor.

Tras detenerse un segundo al comienzo del puente, Kiyoshi contempló la estatua del dragón con respeto, era un símbolo de protección que le aseguraba al viajero que lo cruzaba que llegaría al otro lado sano y salvo.

Incapaz de creer que su alma tuviera salvación continuó su camino. Se detuvieron de nuevo a mitad del puente. Kiyoshi rompió el silencio diciendo:

—Mi padre tiene razón.

—Él no conoce toda la historia, Kiyoshi. Seguro si supiera...

—¡Jamás! No pienso involucrarlo más de lo necesario.

Mei le sujetó con ternura el antebrazo preguntándole:

—¿Qué harás ahora?

—Iremos a ver a mi Ojiisan.

—Pero... ¿Tú padre dijo que tenías prohibido verle? ¿Piensas ingresar en el ancianato sin autorización? ¡Te meterás en problemas!

—Lo sé, pero es necesario.

El Tsukumogami se removió inquieto en el bolsillo de Kiyoshi.

Kiyoshi sacó el tantō, lo apretó con rudeza hasta que el maligno ojo se abrió observando a la chica con curiosidad. Mei retrocedió asustada.

—¡Pronto todo acabará! —dijo Kiyoshi lanzando el tantō al río.

Mei suspiró aliviada al ver como el instrumento infernal se hundía en las aguas.

—Kiyoshi... esa cosa... ¿volverá?

—Sí... siempre lo hace, Mei-cham —respondió resignado.

Junio del 2016

El juicio contra Kiyoshi Yahara se llevó a cabo un cuatro de junio. Fue un día intenso para los periodistas de Okinawa que se arremolinaban en la entrada del juzgado intentando captar una imagen o unas palabras del nefasto Kiyoshi. "El asesino de la avenida Kokusaidori" obtuvo la cobertura mediática justa y necesaria para ser considerado "culpable", antes, durante y después de emitida la sentencia.

Kiyoshi fue condenado a dieciséis años de prisión, aunque no se encontraron los cuerpos, sólo las cabezas; tampoco se halló el arma homicida, ni pruebas concluyentes que le inculparan. La justicia es ciega cuando los jueces se llenan los bolsillos de dólares.

****

—¡0444! ¡0444!

Kiyoshi estaba instalando las patas de una silla cuando escuchó al carcelero llamarle.

—¡Sígueme de inmediato! —le ordenó dando la vuelta y alejándose apresurado.

Kiyoshi corrió tras él cuando alguien le recordó que usara el paso militar. La prisión de Fuchu era conocida por su estricto régimen militar con el objetivo de modificar la conducta criminal para obtener mejores ciudadanos. Kiyoshi aún no se acostumbraba a sus múltiples reglas, sobre todo a que le llamaran por el número de prisionero.

Al cabo de quince minutos recorrieron de una punta a otra la prisión. El funcionario se detuvo abriendo una de las celdas de confinamiento:

—¡Entra, 0444! Esta será tu celda —dijo en un tono que no admitía negativas.

****

Cuatro días después, el teniente Dave MacGregor, representando las relaciones públicas del Ejército Norteamericano le visitó directamente en su celda.

—Disculpe mi acento —se dirigió a Kiyoshi en japonés—. Seré breve, señor Yahara. Usted nos jodió mucho.

Kiyoshi estaba de pie en posición de firme; gotas de sudor resbalaban por su frente mientras él esperaba lo peor.

—Matar a dos soldados norteamericanos, con tanta saña. Nos colocó en una situación muy vergonzosa, señor Yahara. Además debido a la mala prensa varios de nuestros emprendimientos en Okinawa sufrieron retrasos innecesarios. Bad... Bad... Es por eso que mis superiores quieren que usted... como se dice... pay the consequences.

—Yo... ¡Yo no lo hice! —expresó Kiyoshi rompiendo en llanto al recordar a sus nakamas y su querida Yumiko.

—Yo le creo, señor Yahara —el teniente se acercó al pequeño televisor sobre la mesa y con rabia lo lanzó contra la pared—. Leí su declaración sobre el... Onryō y el Tsuku... Tsuku... ¡Whatever! Sin embargo, mis superiores pasan de sus cuentos y me exigen que le castigue. Por eso estoy aquí.

El teniente MacGregor atrapó con ambas manos el cuello de Kiyoshi, arrastrándole hasta la pared. Kiyoshi intentó soltarse, pero el militar le superaba en fuerzas. Justo antes de que perdiera la conciencia el soldado le soltó. Mientras Kiyoshi tosía sin aliento en el suelo, MacGregor se acercó lo suficiente a su oído para susurrarle:

—Desde hoy, durante cada día de condena usted deseará morir. Y cada vez que lo haga, recuerde que si eso sucede, su padre y su abuelo correrán la misma suerte.

El teniente MacGregor se arregló el uniforme con tranquilidad.

—Está cárcel tiene una reputación de cero maltratos a los presos, pero como usted imaginará siempre hay una excepción —se burló el teniente—. Digamos que será una cortesía del jefe del penal para con el Ejército Norteamericano. Sabe, el juez de su causa también fue muy cortés. En este país todos son muy corteses.

Riéndose salió de la celda, no sin antes recordarle a Kiyoshi las fatales consecuencias si intentaba suicidarse.

****

Cuatro meses después, la celda de Kiyoshi rezumaba odio.

Odio hacía los norteamericanos y los funcionarios japoneses corruptos; rencor contra los prisioneros que noche tras noche entraban en su celda, pero lo que más odiaba Kiyoshi era ser tan débil, no poder hacer nada para defenderse.

Como un relámpago el fatal recuerdo se materializó en su cabeza, un regusto amargo creció en su boca y las palabras del vil Onryō fueron una ráfaga de falsa esperanza:

"El Tsukumogami te protegerá por un precio. Más vale que lo pagues".

El dolor físico por los continuos maltratos y la rabia en su corazón silenciaron los inútiles amagos de su conciencia.

—Pagaré... ¡Pagaré el precio! ¡Pagaré el precio! —gritó.

—¡Ey, 0444! ¡Haz silencio o ya verás! —le advirtió uno de los carceleros.

Kiyoshi se paralizó. El miedo al maltrato había anclado en su alma de maneras que jamás lograría quitarse.

Un chirrido desde la televisión descompuesta le aceleró el corazón.

"Ahora se encenderá y el Onryō saldrá de él para matarme", pensó y para su pesar ese pensamiento le causó alivio.

Percibió el movimiento rapaz de un roedor correr hacía la cama. De un salto Kiyoshi se levantó, deseando poder encender la luz. Retrocedió hasta el lavado donde se filtraba tenue e insegura la luz de la luna por la ventana.

Fue allí cuando por segunda ocasión vio al Tsukumogami. El tantō de madera se desplazaba veloz a pesar de sus débiles brazos y piernas retráctiles; el único ojo estaba dotado de curiosidad y malicia.

Su cuerpo emitía un leve sonido chirriante, producto de traspasar los confines de nuestra realidad a cada instante.

Incapaz de hablar, el Tsukumogami se comunicaba por imágenes, filtrándose en la mente de Kiyoshi en constantes y dolorosos choques psíquicos:

—"¿Cuál es tu deseo?".

"¿Deseo? Yo... ¡Yo quiero salir de prisión! —respondió esperanzado Kiyoshi.

—"¿Cuál es tu deseo?"

—¡Quiero ser libre!

—"¿Cuál es tu deseo?"

****

Kiyoshi despertó con un terrible dolor de cabeza. El techo de la celda se movía tan rápido como las náuseas que acudieron a su boca. Las contuvo o lo intentó hasta que se vio los pies y ya no logró evitarlas, tuvo que correr al lavado...

Los recuerdos de la noche anterior se alzaron como un terrible tsunami en la costa de su conciencia arrasando con todos sus principios morales a su paso.

—"¿Cuál es tu deseo?", le había preguntado el Tsukumogami por veinteava ocasión.

—No lo sé... ¿Qué quieres oír? ¡Solo quiero ser libre! —Kiyoshi sollozaba en un rincón de la celda.

—"¿Cuál es tu deseo?"

La impotencia hizo mella en Kiyoshi, con violencia apresó al Tsukumogami y en un grito de rabia selló su destino:

—¿Sabes lo que deseo engendro del demonio? ¡Quiero que el infeliz jefe de la prisión sufra tanto como he sufrido yo! ¡Eso es lo que de verdad deseo!

—Oye... 0444, ¡cómo no te calles te arrepentirás! —le advirtió de nuevo el guardia.

Kiyoshi no volvió a hablar hasta la mañana siguiente. El Tsukumogami se adueñó de su mente, compartiendo la visión de su ojo, compartiendo su espíritu asesino.


En lo que fue un viaje eterno, el Tsukumogami se desplazó por toda la ciudad de Fuchu en busca de su víctima. Atravesó la planta industrial de Toshiba hasta encontrar al borde del río Tama la vivienda del jefe de la prisión, el director Aihido Kamogawua.

Era una casa tradicional japonesa, por lo que fue fácil para el Tsukumogami rasgar el shōji e ingresar a la casa.

Fue allí donde el carácter juguetón del Tsukumogami se rebeló. En lugar de cumplir su cometido deambuló por la casa planeando la manera más ruin de llevarla a cabo.

Minutos después, la esposa de Kamogawua despertó sobresaltada al escuchar en la sala la televisión encendida.

—Aihido... Cariño. El televisor... no lo apagaste —le recriminó empujándole hasta despertarlo.

—Ya voy —dijo él. Se levantó dando tumbos hasta la sala. Kamogawua vio el control remoto entre los cojines del mueble, se disponía a agarrarlo cuando se cambió el canal.

El llanto de un bebé retumbo por la casa al máximo del volumen, un perro a lo lejos comenzó a ladrar.

—¿Qué demonios? —dijo distraído Kamogawua quien sin dejar de ver la televisión y para su mala suerte continuó buscando el control.

Una trampa para ratas le apresó los dedos de su mano izquierda.

Kamogawua cayó al suelo maldiciendo, los dedos partidos sangraban copiosamente.

—Mier... ¡Misuki! ¡Misuki! —gritó, pero el llanto del bebe opacaba los gritos.

Inocente de su fatal destino Kamogawua sujetó un trozo de madera del suelo para liberarse de la trampilla. Al hacerlo sintió un alivio momentáneo, los dedos le palpitaban, los huesos rotos sobresalían de la piel.

El tantō en su mano comenzó a temblar en una excitación salvaje. Su ojo se abrió de par en par, fusionando en ese acto la mente de Kiyoshi y la del perplejo Kamogawua.


El director de la prisión intentó liberarse soltando el tantō, pero su cuerpo ya no le pertenecía, su voluntad había sido consumida por el infernal poder del Tsukumogami.

Kamogawua sintió como le caía la tensión, un frío gélido le recorría la espalda. Entonces comenzó la tortura para deleite de Kiyoshi. Cientos de imágenes de dolor y sufrimiento vividos por el joven Yahara se reflejaban en la mente de Kamogawua, arrancándole espasmos de sufrimiento que le atravesaban el alma.

A la vez, el Tsukumogami absorbía este dolor, creciendo hasta ser un arma letal, del acero más brillante y afilado.

Kamogawua a punto de desmayarse se entregó a cumplir la orden del Tsukumogami sin oponer resistencia.

"¡No! ¡Te ordeno que pares!", reclamó Kiyoshi. "Esto no era lo que deseaba".

Autómata, Kamogawua se tambaleó hasta la habitación, desenvainó el tantō y ahogado en sufrimiento, en cuatro ocasiones atravesó el cuerpo de su esposa con la afilada daga, arrancándole la vida.

La misión estaba cumplida, hacer que el director sufriera tanto como Kiyoshi, pero aún quedaba algo pendiente.

El Tsukumogami sembró en la mente de Kamogawua una última imagen antes de liberarlo. Una imagen cruel, despiadada y en muchos sentidos macabra.

Volviendo en si, Kamogawua contempló la mirada vacía de su esposa. La vida había sido buena con ellos, dándole dos saludables hijos, nietos y comodidades. Sin embargo, la muerte se les presentó sin avisar guiándoles hasta ese momento dónde solo quedaba una decisión honorable por tomar.

¡Seppuku!

Desprendiéndose de su camisa de dormir, Kamogawua buscó con premura una botella de sake, siguiendo la tradición bebió dos sorbos de dos tragos cada uno para celebrar a la muerte. Con firmeza presionó el afilado puñal sobre su abdomen, cortando de izquierda a derecha sin proferir ningún grito.

El Tsukumogami se deleitó observando como la vida se escapaba lentamente de Kamogawua, un sentimiento de placer que el desgraciado Kiyoshi también disfrutó.

****

Finalmente agotadas las náuseas, el joven Yahara se lavó la cara, maldijo su destino y llamó al guardia con urgencia:

—¿Qué quieres 0444? —le preguntó.

—No me vas a creer, pero necesito que me corten un dedo.

****

Cuatro noches seguidas Kiyoshi pagó el precio que el Tsukumogami exigía. Una parte de su alma a cambio de eliminar a sus enemigos. Cuatro víctimas directas y más de una docena indirectas. Debido a lo inusual de sus síntomas, lo hospitalizaron en el Fuchu Keijinkai Hospital, a la espera de más dedos gangrenados.

En el momento en que el teniente MacGregor ingresó en la habitación del hospital, Kiyoshi apretó los labios con fuerza para no reírse, algo que el militar mal interpretó como una punzada de dolor.

—Señor Yahara, mentiría si le dijera que es un placer volver a verle —dijo.

—Lo mismo digo —respondió tajante Kiyoshi.

—En su situación no sacaría las garras, le recuerdo que nosotros tenemos la sartén por el mango.

—¿Qué quiere teniente?


—La última semana varias personas involucradas con usted han fallecido en circunstancias extrañas, he venido a asegurarme que usted no está involucrado.

—Ha venido a eso o a certificar que no será usted la próxima víctima —se burló Kiyoshi.

—¡Escúchame, tú pequeño ignorante! —MacGregor le sujetó por la bata y lo levantó en vilo de la cama.

—No, escuche usted, teniente. Ese sonido chirriante... —hizo una pausa para que lo escuchara—. Es la muerte misma y yo... ¡Yo deseo que usted muera deshonrado!

—¡No me cabrees! ¡Si intentas algo contra mí o mi familia, puedo asegurarte que no quedará lugar en esta tierra donde...! ¡Mier...!

El teniente se apresuró a salir de la habitación, dejando el cuerpo de Kiyoshi sobre la cama en medio de terribles espasmos epilépticos.

En el ascensor camino al estacionamiento, MacGregor se secaba la frente sudorosa.

—Esa mirada... esa mirada demencial —balbuceaba asustado.

Finalmente, sentado en su auto introdujo las llaves y bajó la ventanilla para encender un cigarrillo.

—¡Cálmate, demonios! —se dijo en voz alta, las manos no dejaban de temblarle.

Por el retrovisor vio un ligero movimiento. Volteó apresurado, llevando por instinto su mano a la pistola en la cintura. ¿Por qué la había traído? Realmente creía que el imbécil de Yahara era el responsable de esos suicidios colectivos. De una cosa estaba seguro, algo extraño estaba pasando.

Se bajó del auto apresurado para revisar el asiento trasero y el maletero, sin apartar la mano de la funda del arma.

—La precaución nunca está de más —dijo más tranquilo volviendo al auto—. ¿Pero qué diablos?


Las llaves del vehículo no estaban en el arranque, ni tampoco dentro del auto, ni fuera, ni en su ropa.

—¡Juraría que las coloque en el arranque! —maldijo. Escuchó el tintinar de las llaves, estaban justo debajo del auto contiguo. Cerró la puerta y se agachó para recogerlas.

En ese momento recibió la patada en la cara. Su agresor era un fornido hombre asiático con un puñal en la mano. El teniente reaccionó por instinto, atrapó la pierna del atacante, desenfundó el arma y disparo.

Cuatro estallidos resonaron en el estacionamiento, atrayendo la atención del personal médico, la seguridad del hospital y curiosos.

—Soy militar norteamericano, víctima de una atracó, ese hombre tenía un arma en la mano. ¡Fue en defensa propia! —repetía. Se encontraba rodeado de unas diez personas cuando sintió algo vibrar en su bolsillo. Introdujo la mano, extrajo el tantō y al hacerlo desató la muerte en el estacionamiento del Fuchu Keijinkai Hospital.

****

"Yo corrí en cuanto vi que sacó el puñal, por eso estoy viva", relato una testigo del suceso. La mujer aseguraba que el teniente discutía con alguien, "...era como si escuchara voces en su cabeza, después sacó una espada, mató al vigilante, a la enfermera, fue horrible... le cortó la cabeza y luego se suicidó"... Se desconoce si el oficial estaba bajo los efectos de alguna droga, pero las manifestaciones en contra de la ocupación estadounidense han comenzado...".

—¿Usted podría... por favor? —pidió Kiyoshi desde la cama.

La enfermera apagó el televisor, cambio el suero y continúo su recorrido.


En la soledad, los remordimientos atormentaban el corazón de Kiyoshi. Les había arrebatado la vida a muchas personas, sin embargo, el Tsukumogami solo reclamaba una parte de él a la vez.

Podría vivir sin los dedos de sus pies, pero ¿qué sucedería cuando no pudiera pagar el precio?

El chirrido del Tsukumogami bajo su almohada le recordó que la muerte le esperaba ineludiblemente al final del camino.

2 de abril del 2020

Kiyoshi rentó una habitación en el CABIN & HOTEL ReTIME, a solo unas calles del bar. Era una estancia pequeña, limpia, acogedora. Nada de eso era relevante para Kiyoshi quien no conciliaba el sueño, Además de las consecuencias físicas que acarreaban los favores del Tsukumogami, al enlazar su mente con el ser infernal una parte de su razón se estaba corrompiendo, perdiéndose en los recuerdos que compartía con el Tsukumogami.

Esa noche los fantasmas que le atormentaban eran como siempre, Kamogawua y su esposa.

Irónicamente, no recordaba a la mujer, tampoco sentía pena por Kamogawua, lo que le atormentaba toda la noche era el niño llorando en la televisión. Al realizar el seppuku, Kamogawua no pensó en el dolor, ni la sangre, ni la muerte. Solo pensaba en que si el bebe lloraba despertaría a su esposa. Su esposa se enfadaría. Discutirían como siempre y él...

Entonces miraba sus manos llenas de sangre; cálida, pegajosa, roja y desbordada por todo el piso. Kamogawua no quería perderla.


La intenta recoger, se cae de lado, los brazos le tiemblan.

El dolor le atenaza el alma.

La sangre. El dolor. La muerte.

La sangre en las manos.

Siempre la sangre en las manos.

Kiyoshi sabe que no es real, a pesar de eso va al baño a lavarse las manos una vez más. El chirrido en la habitación le revela la presencia de su cruel compañero.

—¿Te gustó el paseo en el río? —se burló Kiyoshi.

El Tsukumogami le contesto con otra pregunta, aquella que los vinculaba y al mismo tiempo los condenaba:

—"¿Cuál es tu deseo?".

Capítulo III

Marzo del 2019

La situación de Kiyoshi en la prisión de Fuchi mejoró mucho desde que se rumoreó que estaba maldito. Los prisioneros evitaban su presencia y los carceleros sencillamente hacían su trabajo, tratándole sin privilegios ni castigos. Un día después de conversar con el abogado sobre la posibilidad de solicitar la medida preventiva de libertad, escuchó una conversación entre dos presos:

—Mañana saldré libre y voy a buscar a esa Hime que me traicionó —dijo el preso que llamaban Cara de Perro.

—¿Te refieres a la voluntaria que provocó que te revocaran la condicional?

—Esa misma. Un nakama sabe dónde vive. Voy a hacerle una visita que no olvidará. Es una lástima es una verdadera princesa.

****

La noche siguiente, escondido en el callejón, Cara de Perro esperó que Mei fuera a entrar a su casa. La menuda joven luchó con todas su fuerzas, pero Cara de Perro era una bestia, la arrastró por los cabellos hasta la cocina donde pensaba asesinarla.

Sin embargo, justo cuando la situación se volvía más trágica el Tsukumogami entró en escena. Bastó que ella sujetara al tantō para caer en su embrujo.

Con un gran esfuerzo mental Kiyoshi evitó que el Tsukumogami lastimara a Mei, más no le contuvo cuando ella sin piedad eliminó a Cara de Perro. A través de esta conexión, sus sentimientos se enlazaron de una manera que desconocían. Kiyoshi quedó fascinado con las virtudes de Mei. Ella en cambio sintió el dolor y la tristeza de Kiyoshi, contempló la tragedia en el 4men Okinawa y la maldición que el Onryō lanzó sobre él.


Conmovida y en agradecimiento por salvarle la vida ella decidió ayudarle en todo lo que pudiera; sus recomendaciones influyeron en que Kiyoshi consiguiera la condicional tan pronto.

2 de abril del 2020

Justo frente al parque de Wakasa se encontraba la sucursal del prestigioso geriátrico Azalee Edogawa. El abuelo de Kiyoshi, Keizo Yahara, dormía en la habitación 404 del tercer piso, cuando Kiyoshi y Mei traspasaron la puerta.

Luego de pedir algunos favores, Mei obtuvo como concesión quince minutos de entrevista, siempre que estuviera presente una enfermera y evitaran alterar al anciano.

Kiyoshi se aproximó dubitativo a la cama, su abuelo había desmejorado desde la última vez que lo vio. Kiyoshi sujetó la mano del anciano entre las suyas con cariño, en respuesta su Ojiisan abrió los ojos, sonriendo de alegría al verle.

—Kiyoshi... He estado esperándote mi querido mago; veo que vienes acompañado de una hermosa princesa —dijo con una voz ronca y débil—. Lo siento muchacho, todo esto es mi culpa. La muerte de Yumiko, de tus amigos. Tu estadía en prisión. Esa noche... no logré llegar a tiempo.

—Ojiisan... Eso no importa ahora —lágrimas resbalaban por el rostro de Kiyoshi—. El Onryō está buscando algo, debo entregárselo en dos días y aún no sé qué es, ni dónde encontrarlo. ¿Tú sabes lo que busca, verdad?

—Escucha con atención, mi querido nieto. Te contaré toda... cof...la historia...

Memorias de Keizo Yahara

"En 1920, el Ejército Imperial Japonés tenía un amplio contingente de soldados participando en la Intervención de Siberia. Entre ellos se encontraba mi padre, Tadamichi Yahara y su amigo Hideki Tōjō, ambos eran militares de altos rangos, no recuerdo ahora cuales. Gracias a la estrategia que trazaron en conjunto obtuvieron una gran victoria sobre los rusos.

Ese año regresaron a Japón, entonces yo tenía unos cuatro años. Recuerdo el júbilo de la familia cuando se enteraron que el Emperador en persona condecoraría a mi padre con la Kyokujitsu-shō, la Orden del Sol Naciente, por su importante aportación en el conflicto, excluyendo a Hideki por completo. Eso provocó que los dos amigos discutieran, Hideki alegaba que era merecedor de la medalla, tanto o más que mi padre. Finalmente decidieron romper la amistad y Hideki se declaró enemigo de la familia Yahara.

Cuatro años después de esa discusión mi padre murió en combate, jamás encontraron su cuerpo. Hideki se presentó en el velatorio para rendirle respeto, aún le recuerdo mirando la medalla con envidia y la foto de mi padre con rencor.

Estoy seguro que ese día pensaba robarla, pero yo me adelanté. La escondí en un descuido y no volví a mostrársela a nadie. Mi madre buscó por semanas, hasta que al fin la dio por perdida.

Crecí cuidándola como si fuera un talismán. Para mí la medalla simbolizaba el valor y el honor, creo que de allí que decidiera ser soldado e intentara igualar las proezas de mi padre.

Pasaron veinticinco años hasta que la mala suerte cruzó mi destino con el de Hideki Tōjō.

Fue la fatídica noche del 4 de abril de 1945. Los americanos habían desembarcado en Okinawa unos días antes, luego de bombardear la isla durante dos semanas con sus buques de guerras.


Mi escuadrón se encontraba atrincherado en uno de los cientos de pasadizos subterráneos de Yae-dake. Era una formación de piedra caliza, en ocasiones con piedras de coral, que durante años fue acondicionada para poder repeler a los enemigos. Sus múltiples salidas facilitaban la guerra de guerrillas, además de tener reservas de municiones, alimentos y agua para meses.

En ese momento creía que nada era más aterrador que la guerra, pero me equivocaba. A eso de las cuatro de la mañana desperté sobresaltado. Necesitaba ir al baño, así que me adentre por los pasadizos en busca de una de las salidas que daba al malecón, destinadas como letrinas. La brisa marina disimulaba el olor de las vergüenzas humanas. Me ataba el cinturón cuando escuché los gritos provenientes de la parte superior del acantilado. Desenfundé mi arma, ocultándome a su vez en la oscuridad de la entrada.

Los gritos fueron en aumento, gritos histéricos y aterradores. Pude distinguir que hablaban en uchināguchi, eran voces de mujeres y niños. Pensé que eran un grupo de campesinos que buscaban esconderse en la montaña, con la mala suerte de encontrarse con el enemigo. Guardé mi arma, dispuesto a avisar a mi nakamas del escuadrón para socorrerlos cuando el primer cuerpo cayó al acantilado, le siguió otro y otro.

¡Jamás olvidaré los gritos, ni el sonido de sus huesos rompiéndose en pedazos al chocar contra las rocas!

Dejé de contar después de los primeros treinta; cerré los ojos y esperé que acabara esa tragedia.

¿Quién obligaría a estas personas a tomar una decisión tan radical?

¿Los americanos? No, en ese momento aún los repelíamos en el sur.

¿Entonces... qué o quién provocó esa masacre?

Necesitaba saber la respuesta.

Sin pensarlo comencé a escalar por el risco. Las hendiduras de la pared eran resbaladizas y afiladas, pero mi determinación por conocer la verdad era mayor.

Cuando llegué a la cima me oculté tan rápido como pude tras unas rocas, presenciando el atroz desenlace.


Doce o quince soldados imperiales se encontraban de rodillas en el suelo preparados para practicar el semppuku. Convencidos de la inminente derrota impulsaron a los habitantes de la aldea que debían proteger a tomar el camino contrario, suicidándose; tal vez los guiaron al acantilado engañados o por la fuerza, no lo sé, pero después de obligar a todos esos inocentes a morir solo les quedaba una cosa honorable por hacer.

Unas antorchas menguantes iluminaban sus torsos desnudos, en cada rostro brillaba la determinación de unirse al baile de la muerte.

De pie frente a ellos se encontraba Hideki Tōjō, el demente que los orilló a cometer esa masacre. Los cabellos canosos, la papada y los muchos kilos de más no lograban ocultar su maldad. Sujetaba un tantō, afilado y mortal, por eso intuí que sería el Kaishakunin de eso pobres desgraciados.

Uno a uno fueron realizando el ritual, cortándose el vientre con rapidez y aceptando la dolorosa, lenta y banal muerte. Hubiera sido una ceremonia honorable, pero el bastardo de Hideki enloqueció con la sangre.

Se abalanzó sobre los desgraciados con el tantō, cortando cabezas, brazos y piernas. Reía como demente, con la mirada vacía de un akuma. Su uniforme bañado en sangre brillaba en carmesí al ritmo de los gritos de dolor.

Yo era incapaz de moverme, aterrado hasta los huesos. Desgraciadamente descubrí el ojo infernal del Tsukumogami en la base de la espada.

¡Quería correr! ¡Huir! ¡Incluso pensé en lanzarme al vacío! Pero no tuve el valor.

El ojo perverso del Tsukumogami se percató de mi presencia y le advirtió a Hideki.

Su voz era inhumana, despreciable, maldita:

—¿Disfrutas a escondida del espectáculo? Muestra tu cara y dime tu nombre... Así podrás morir con honor, como estos hombres —dijo escupiendo las palabras.

Salí de mi escondite apuntándole con el arma. Debí dispararle sin dudar, pero eso alertaría a los americanos de nuestra posición. Fue la decisión equivocada.

—¡Suelte la espada, capitán! —le advertí temblando de los pies a la cabeza.


Te he hecho una pregunta, soldado: ¿Cuál es tu nombre? —replicó sin inmutarse.

—Me llamo Keizo Yahara. Por favor suelte esa espada, está maldita, ¿acaso no lo ve?

Se burló con una carcajada siniestra.

Yahara... Yahara... Conocí al traidor de tu padre... Él era mi nakama y me traicionó —soltó la espada, alejándose con pasos borrachos—. Obtener la Kyokujitsu-shō era mi sueño desde que entre en el ejército, trabajé duramente para alcanzar la mayor distinción y él me lo arrebató. ¿Entiendes lo que significaba para mí? Por eso... por eso...

Cayó de rodillas con los ojos anegados en lágrimas.

Por eso lo maté.

Esas palabras me golpearon en el alma.

—¡No es posible! ¡Mi padre murió en una misión, su cuerpo jamás lo encontraron!

Eso fue porque lo corté en pedazos y se los di de comer a los cerdos.

—¡Maldito! —grité disparándole.

Uno de los soldados moribundos se sujetó de mi camisa pidiendo ayuda desviando el objetivo de la bala. En el forcejeo la cadena que llevaba al cuello se reveló a los ojos de Hideki.

¡La medalla! ¡La Kyokujitsu-shō! La has tenido tú todo este tiempo —gritó Hideki abalanzándose sobre mí.

Los tres caímos al suelo.

Perdí la pistola.

Con golpes, mordiscos y arañazos decidimos al ganador.

El soldado moribundo desistió del combate.

Hideki jamás lo haría.


A pesar de su edad era muy fuerte. Me sometió contra el piso, golpeándome con salvajismo el rostro. Vencedor se apropió de la medalla.

¡Al fin! ¡El mayor logro de mi carrera militar! ¡Es mío, mío!

El Tsukumogami en su forma primaria escaló por el cuerpo de Hideki hasta su mano. Haciendo un fingido esfuerzo levantó la medalla con sus demoníacos brazos en ademán de triunfo.

La ira se apoderó de mí. Ese bastardo había asesinado a mi padre solo por una medalla. En un arrebato atrapé la mano de Hideki que sujetaba al Tsukumogami y lo clavé con todas mis fuerzas en su estómago.

Gritando maldiciones el capitán Tōjō se revolcó sufriendo el más intenso dolor. Puedo jurarte que vi las llamas del infierno arder en su barriga.

No mentiré. Le disparé cinco veces al pecho. Cuando intenté arrancarle de las manos la medalla, sus últimas palabras serían un lastre por el resto de mi vida.

Yaha...ra... ¡Prométeme que la cuidaras! ¡Que la tendrás contigo siempre!

En ese momento no pensé. Era la medalla de mi padre, perdió la vida por ella, la felicidad y el honor que significó para él recibirla me superó.

—¡Lo prometo! —dije sujetándola con fuerza entre mis manos y viendo morir a el nefasto Hideki. Empujé su cuerpo al mar sin remordimiento alguno.

Esa noche comenzó a llover y no paró hasta dos semanas después.

La guerra siguió su curso, entre muertes, llantos y desolación.

Sobreviví. Me instalé en Naha, abrí el bar y lo demás ya te lo habré contado.

Lo que no sabes es que la Kyokujitsu-shō al entrar en contacto con el Tsukumogami adquirió parte de su esencia. Desde aquel momento si estaba en contacto directo con ella podía ver y sentir a todo tipo de seres de otros planos: Onryos, akumas, kappas...

Y...".


2 de abril del 2020

—¡Basta ya de tonterías! —increpó la enfermera—. Se acabó el tiempo.

—¡Espere, por favor! —rogó el anciano—. Falta... cooff... lo más importante.

Al ver el rostro de súplica del anciano no pudo negarse.

—¡Continúe, pero si se altera...! —dejó la amenaza en el aire.

—Escucha Kiyoshi, la medalla está por cumplir cien años con nuestra familia ¿Entiendes lo que eso significa?

—Va a convertirse... en un Tsukumogami —exclamó Kiyoshi sorprendido.

—Fue el odio de la Kyokujitsu-shō al sentirse abandonada lo que despertó al Onryō... cof... coff... a Hideki. Encuentra la medalla y purifícala.

—¿Debemos entregársela al Onryō? —preguntó Mei.

—¡No! —respondieron los Yahara al unísono.

—Si Hideki obtiene la medalla se volverá más fuerte. Solo Dios sabe de lo que... cof... podría ser capaz ese engendro —increpó el anciano y sujetando con fuerza la mano de Kiyoshi agregó—. ¡Tú conoces la manera, mago! ¡Debes detenerle sin importar el costo!

—¡Muy bien! Se acabó el tiempo, déjenlo descansar —exigió la enfermera con un tono que no dejaba margen de negociación.

—Ojiisan, una cosa más... ¿Sabes dónde puede estar la medalla?

En casa entraban pocas personas... cof... uno de ellos la tomó... Ojala pudiera decirte más.


****

Al salir del ancianato, se sentaron a conversar en los bancos del parque de Wakasa.

—¿Dónde estará la medalla? —preguntó Mei dubitativa.

—Creo saberlo —dijo Kiyoshi pensativo—. En casa todos conocían lo importante que era la medalla para el Ojiisan. Ni mi padre, ni mi hermana la tomarían sin motivo.

—¿Entonces quién?

—Ese día hubo otra persona que visitó nuestra casa y ahora vamos a ir al lugar que mi nakama llamaba hogar —Tomados de la mano se dirigieron al distrito de Asato.

****

A escasas dos calles del Templo Budista de Hachiman, se encuentra un bloque de apartamentos deteriorados, detrás de ellos hay un grupo de trasteros en alquiler. Triste y decepcionado, Kiyoshi recordaba los momentos que compartió en ese trastero con su nakama, Akira, que había robado la medalla tal vez para empeñarla o venderla. El arrendador no había embargado sus posesiones, pero para obtener las llaves Mei tuvo que cancelar los meses que tenían en deuda.

Era un espacio reducido, lleno de muebles viejos y pertenencias cubiertas de polvo. Buscaron durante horas, entre las revistas, los mangas, la ropa vieja y los juegos de video. Finalmente, Mei tropezó con un bonsái de madera que al caerse se rompió en pedazos.

—¡Lo siento! —se disculpó—. Buscaré algo para recogerlo.


—No te preocupes, ya sabes lo que dicen: Cuando un árbol muere, otra vida nace en su lugar... ¡Demonios!

Escondida entre los fragmentos Kiyoshi vio la Kyokujitsu-shō.

—¡Que suerte! —celebró Mei—. ¡La encontramos!

—¡Eres la mejor, Mei-cham!

El júbilo los llevó a abrazarse. La complicidad los conecto en un beso, primero suave, luego furioso. Y allí sobre el mueble lleno de polvo dieron riendas sueltas al deseo y la pasión que surge al enfrentarse a los esbirros de la muerte.

El Tsukumogami les observó desde un rincón oscuro, con la malevolencia de su alma inmortal regocijándose, contando los minutos para que la muerte y la desgracia les arrancaran a rasguños la felicidad.

3 de abril del 2020

"Hime... ¡Morirás! ¡Es una vida por otra!".

Mei despertó sobresaltada.

Suspiró al darse cuenta que la terrible voz de ultratumba era el producto de su imaginación. El corazón le latía acelerado, gotas de sudor frío se deslizaban a raudales por su espalda.

"¿Qué significaba ese sueño? ¿Era una premonición?", se preguntó.

Tardó en dormirse, pero no logró quitarse la inminente sensación de tener una guillotina a punto de caer sobre su cuello.


****

—Lo siento, pero la purificación no estará completa hasta que el espíritu del Tsukumogami que habita la Kyokujitsu-shō haya perdonado la ofensa —les indicó el monje sintoísta.

Se alejaron del Santuario Namigami con un velo de decepción.

—¿Qué te parece si vamos a la playa de Naminoue, Kiyoshi? Está aquí cerca —le invitó Mei con esa voz angelical que le caracterizaba. De corazón deseaba alegrar el rostro de Kiyoshi.

—Mei... yo... De acuerdo, vayamos —aceptó para complacerla.

Cogidos de la mano caminaron por la playa, las olas frías e inmutables se deslizaban silenciosas por sus pies arrancándole risitas nerviosas a Mei.

—Esta noche me quedaré escondido en el bar —le advirtió Kiyoshi—. Me gustaría que vinieras al templo y te quedaras en él hasta que salga el sol.

—¿De qué estás hablando? ¡¿Estás loco?!¡No pienso dejarte ir solo! —exclamó furiosa Mei—. Prometí ayudarte y eso haré. ¡Déjame ayudarte!

Las lágrimas se agolpaban en sus ojos grandes y sinceros.

—¡Quiero protegerte, Mei! Me has ayudado mucho. Te lo agradeceré siempre, pero...

—¡Kiyoshi! ¡Kiyoshi! ¿Qué te pasa?

Revolcándose en la arena, el ojo de la mente de Kiyoshi se fusionó con la maligna alma del Tsukumogami. Las ansias de sangre del demonio estaban desatadas, ya no le hacía falta escuchar los deseos de Kiyoshi para actuar, iba por libre y eso significaba la muerte de inocentes.


****

Kiyoshi reconoció al instante al hombre que estaba tirado en el suelo. Durante años le amó y odió a partes iguales. Uno de los cocineros del bar lo sujetaba por el cuello, presionaba el afilado tantō contra su garganta ante la mirada atónita de los comensales.

—¡Una vida por otra! ¡Una vida por otra! —gritaba el cocinero poseído por el Tsukumogami.

Kiyoshi comprendió lo que el Tsukumogami pretendía.

****

—¡Una vida por otra! ¡Maldita sea! ¡Pero que no sufra! —gritó furioso a la vez que salía del trance. Lágrimas de sangre caían por sus mejillas.

Aterrada Mei retrocedió al escucharle tal declaración. Eran las palabras que le atormentaban en su pesadilla.

—¡Mei! —intentó sujetar su mano, pero ella le rechazó—. ¡Mei! ¡Espera!

La joven princesa se alejó corriendo, dejando tras de sí una estelas de lágrimas.

—¡Mei! —gritó. Sin fuerzas para levantarse, dejó que se marchara. Era lo mejor. De esa forma ella no correría peligro y jamás descubriría que para protegerla permitió que el Tsukumogami asesinara a su padre. Una vida por otra.


4 de Abril de 2020, Bar 4men Okinawa

Kiyoshi forzó la puerta trasera del bar. Encendió las luces y fue directamente a la barra y se sirvió dos tragos del mejor sake. El líquido hizo estragos en su estómago, pero a esas alturas poco importaba.

El plan para vencer al Onryō necesitaba el sacrificio del alma de una Hime, una princesa con el corazón puro. Sin embargo, después de conocer a Mei, se dio cuenta que nunca podría lastimarla.

Así el reloj marcó las 4:00 am.

—¡Es la hora! —dijo Kiyoshi encendiendo un cigarrillo y plantándose en medio de la pista de baile—. ¡Maldito! ¡Hideki Tōjō! ¡Te estoy esperando! —gritó enardecido.

Atendiendo a su llamado la putrefacta fragancia a mariscos impregnó el bar y desde el rincón más oscuro apareció el nefasto Hideki.

Caminó hasta la pista escurriendo agua de mar; con su maligna sonrisa desencajada finalmente dijo:

Sake... sírveme... sake.

—Esta noche la barra está cerrada, infeliz.

—Insolente... Yaa... hara... ¿Tienes lo que... es mío?

—¡Aquí lo tengo, bastardo! —Kiyoshi tocó la medalla en el bolsillo interno de la chamarra—. Pero antes dime... ¿Por qué? ¿Por qué mataste a Yumiko?

Hehehe... la niña... —el Onryō daba vueltas alrededor de Kiyoshi mientras hablaba—. ¿Aún no lo sabes, Yaa... hara? Esa noche... en el acantilado, toda esa gente muerta... Buscaba a una princesa... el alma pura de una Hime. El Tsukumogami obtendrá su máximo poder con... la sangre de una princesa.


Esa revelación dejó de piedra a Kiyoshi que desesperado buscó al Tsukumogami en el bolsillo del pantalón, para su desgracia no estaba. Las gélidas manos del Onryō apresaron a Kiyoshi por los hombros exigiendo con brusquedad lo que anhelaba:

¡Dame lo que es mío..., la Kyokujitsu-shō!

—Te daré lo que te mereces —dijo Kiyoshi introduciendo en su boca un yakuyoke, amuleto para alejar el mal que obtuvo del monje del templo.

El fantasmal engendro comenzó a convulsionar de dolor, entre gemidos y gritos, pero el instante de triunfo fue efímero. Regurgitando la garganta Hideki expulsó el talismán junto con un charco de agua pestilente.

Furioso, destrozó a su paso mesas y sillas del restaurante.

¡Morirás, Yaa... hara! —bramó estirando su antinatural cuello, con rapidez clavó su dientes inmundos en el brazo de Kiyoshi, lo levantó por los aires y al caer se escuchó el chasquido de la rodilla rota.

Sin esperanzas de sobrevivir, Kiyoshi se rindió. En ese instante escucharon la voz del Tsukumogami:

—"¿Cuál es tu deseo?".

Keizo Yahara presionaba el afilado tantō contra el cuello de Mei. La joven había acudido al hospital a pedirle ayuda para salvar a Kiyoshi, sin embargo, el Tsukumogami tenía sus propios planes.

—¡Ojiisan, no lo hagas! —suplicó Kiyoshi, demasiado tarde.

—¡Tsukumogami! Cumple mi deseo: ¡Elimina para siempre el alma de Hideki Tōjō! —ordenó Keizo.

Sin piedad la daga inmortal cortó la garganta de la hermosa Mei. Una lágrima de amor se deslizó por su mejilla al comprender la advertencia vista en su sueño y con triste resignación aceptó su destino.

¡Yaa... hara! ¡Mi medalla! ¡Devuélvemela! —el Onryō se precipitó contra ellos, pero el Tsukumogami brillando en un verde espectral, salió volando en una estocada mortal contra el pecho de Hideki.

¡Nooo! ¡Mi medalla! ¡Era mía! ¡Yo los maldi...! —El cuerpo del Onryō se desvaneció en el piso en una masa deforme de hueso y piel putrefacta.

Destrozado Kiyoshi se arrastró hasta el cuerpo inerte de Mei, sujetándola entre sus brazos acunó el pequeño cuerpo con ternura. Su Ojiisan lloraba en una esquina repitiendo una y otra vez:

—Era necesario... era necesario... Lo hice por la familia.

—¡¿Familia?! —le increpó Kiyoshi—. La familia no te abandona, la familia te cuida, te ayuda y te protege por encima de todo. Desde que la conocí Mei se convirtió en mi familia y le he fallado.

—Kiyoshi... mira... tu pecho —le admitió Hideki.

Tal vez fueron los sentimientos de amor desbordados de Kiyoshi lo que despertaron la esencia del Tsukumogami que residía en la Kyokujitsu-shō. La medalla valoraba:

La Familia.

La Lealtad.

El Honor.

Kiyoshi extrajo del bolsillo la medalla. En su mano la brillante luz creció poco a poco, iluminando por entero el bar.

Cuando se extinguió la llama, Kyokujitsu-shō tenía un pequeño ojo, una boca sonriente y diminutos brazos y piernas.

—"Konbanwa" —transmitió la Tsukumogami mentalmente a los Yahara—. "Dime, ¿qué es lo que deseas?".

—¡Sálvala! ¡Salva a Mei! ¡Por favor! —suplicó Kiyoshi.

—¡Una vida por otra! ¡Una vida por otra!


****

Durante veinte años, Kiyoshi Yahara regentó el Bar 4men Okinawa ofreciendo los mejores cócteles de Kokusaidori, exceptuando el 4 de abril, ese día el establecimiento no laboraba.

Al llegar la madrugada, Kiyoshi se sentaba en el centro de la pista con un cigarrillo y el dolor de su lesión en la pierna, la cual persistía hasta después de la primera botella de sake. Recordaba de forma incansable los sucesos de esa noche, en busca de ese momento que pudo cambiarlo todo.

Él le pidió a la Kyokujitsu-shō que salvara a Mei. En un estallido de cálida luz el cuerpo de la hermosa hime regresó a la vida. Siempre recordará ese momento con agradecimiento. Era tan feliz que no se percató de lo que sucedía a escasos metros, cuando su Ojiisan realizaba un corte mortal en el abdomen con el tantō.

En ocasiones se cuestionaba si entregarle la medalla al Onryō desde un principio no hubiera sido mejor.

Siempre llegaba a la misma solución: "Nunca lo sabría".

—Es hora de volver a casa, Mei nos espera —dijo y la Kyokujitsu-shō se acomodó en el bolsillo de su camisa. La medalla siempre protegería a la familia Yahara, de eso estaba seguro. Sin embargo, su atormentada alma jamás podría librarse de la culpa.

Cada mañana los noticieros hablaban de la política, el clima, los deportes y finalmente dedicaban una esquela a las 104 muertes por suicidio en alguna parte del mundo, todas realizadas por la misma arma: un maligno y poderoso Tsukumogami. 

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