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Las hermanas Shikumori (Gaby Asceyndez)


I

Un día, Yakumo le preguntó si a su padre se lo había comido un jikininki.

—¿Qué dices? —contestó Akane, casi saliéndosele los ojos de las órbitas—¡Eso no es verdad! ¿Quién te ha dicho esa mentira?

Yakumo se perdió en sus pensamientos y a Akane no le costó saber que había sido Kasumi. Era la cuarta hermana y, por ello, estaba mucho más maldita que las demás. Ciega de nacimiento y sorda con el paso del tiempo, la mayor parte del día se lo pasaba al fondo de la cabaña, en la única habitación cerrada junto a su madre. La vieja Tamane ya tenía sesenta y un años y el morado sobre el muslo le había empeorado hasta volverse negruzco. En consecuencia, la cojera iba a peor y apenas era capaz de moverse de un lado a otro sin la ayuda de un bastón.

—¿Entonces que se lo comió? —preguntó Yakumo de nuevo. Su cara se había transformado en un espectáculo inquieto: los ojos abiertos de par en par, enfocando la figura adolescente de su hermana sin parpadear, la frente arrugada en tres largas líneas dignas de una anciana milenaria, y las manitas echas dos puños que jugueteaban nerviosos entre sí.

Akane suspiró, intentando que no se le notara la rabia.

—Nada se lo comió —respondió, alzándose sobre el futón. Se pasaba allí tendida la mitad del tiempo, jugando con las muñecas de porcelana que tantos yenes decían valer. Total, no había nada más que hacer, salvo mirar al vacío y esperar a algún shinigami (o a Ichimaru, dependía de la fe de cada uno). —Vete a jugar. ¿No quieres vestir otra vez a tus muñecas?

La niña tartamudeó un poco antes de lograr sacar lo que tenía dentro, temerosa de cualquier reacción.

—Pero Kasumi dijo que había sido un jikininki.

—Kasumi es una mentirosa. —Akane se arrepintió un poco al decirlo cuando la expresión de su hermana se volvió inesperada. Aunque claro, solo un poco. —Déjalo ya, quieres. Está aburrida, como todas, y se inventa esas tonterías. Pero solo son eso, Yakumo, tonterías de una persona aburrida. ¿Por qué no quieres ir a jugar con tus muñecas?

Akane regresó a tumbarse en el futón e ignoró como Yakumo se alejó de ella dando zancadas impropias de una niña. El suelo de la cabaña parecía temblar con cada pisotón, hasta que Yakumo se encogió en un rincón y empezó a murmurar maldiciones sinsentido (una mala costumbre heredada de Kasumi).

—No seas infantil, Yakumo —bufó Akane, arreglándole el pelo a su muñeca francesa. Le había quitado los rizos y se los estaba alisando para volverla más japonesa, pero apenas lo conseguía. El cabello era real y fuerte, incapaz de ser domado por manos cualquieras.

De repente, Shizuka hizo notar su presencia en la estancia con estas palabras:

—No deberías ser tan apagada, Akane. Así nunca encontrarás marido.

Shizuka, al contrario que Akane, permanecía apoyada en el único ventanal de la casa, perdida en el exterior gris y lúgubre —sacado de cualquier historia de fantasmas— al que apenas llegaba el sol. De niñas, su madre les había prohibido pisarlo a causa de los jubokkos y solo Ichimaru se había atrevido a cruzarlo años después, poco temeroso y creyente de que algo malo pudiese ocurrirle.

Los monstruos solo existen en las historias, solía decirle a sus hermanas cuando los cuentos de la vieja Tamane no las dejaban dormir. El aspecto de la anciana tampoco ayudaba demasiado a conciliar el sueño: todo el día con esa máscara de mujer demonio puesta, y el pelo largo, oscuro y despeinado cual colgando sobre sus hombros; tenía unas manos esqueléticas y expresivas, y vestía un kimono rojo digno de cualquier mal sueño. Años después le perdieron el miedo a estas características maternas, pues ellas mismas, encerradas en la cárcel que resultaba la cabaña, habían comenzado a presentar los mismos síntomas ante la indiferencia de los demás. Aún así, tanto Akane como Shizuka se habían negado en rotundo a ponerse la máscara una vez llegado el momento. Bastante era ya aquel calvario como para andar todo el día con aquello sobre la cara.

Kasumi, en cambio, se la puso sin rechistar y desde entonces nadie la volvió a ver sin ella.

—Akane —insistió Shizuka, sin apartar la mirada del ventanal.

—¡Déjame en paz tú también, quieres! —replicó su hermana, tirando la muñeca y haciéndole pedazos la mejilla cuando esta chocó contra el suelo. Shizuka y sus aires amorosos frustrados por una realidad poco favorable la ponían de peor humor. A los siete años su propia madre había destruido su sueño de ser una novia con una simple afirmación:

—¿Pero qué dices? —reía tras la máscara— Ichimaru jamás se casará contigo.

Así que ahora lo pagaba deambulando por la cabaña como un alma en pena, vestida en joyas caras y largos kimonos de novia, o pasando días y días en aquella ventana hacia fuera. Quizá imaginándose el personaje al otro lado de su hilo rojo, quizá pensando en como vendría a rescatarla de su prisión.

Akane, que era mucho más pesimista e iracunda que cualquiera de sus hermanas, se le erizaba el bello de la piel nada más escucharla hablar de forma tan afligida sobre el matrimonio y el amor; dos cosas en las que ella nunca se había interesado, ni tampoco había creído. ¡Solo hacía falta mirar a su alrededor! ¡Estaban atrapadas para siempre dentro de aquel bosque inmenso! ¿Por qué Shizuka era incapaz de despertar?

Para Akane, nadie tenía tanta culpa de la decepción de Shizuka como el viejo Hisao. Mucho más que la vieja Tamane. Y es que mientras su madre les explicaba terroríficas historias del bosque que los rodeaba —y siempre los rodearía, según sus palabras— y las enseñaba a aceptar su destino como Shikumori, su padre se había dedicado a darles esperanza, a creer en lo nunca visto y a intentar convertirlas en seres idealista.

Shizuka era la mayor y tenía diecinueve años. Sin embargo, desde pequeña había sido ingenua y soñadora y, en consecuencia, los desengaños le venían el doble de veces y chocaban contra sí de manera más dolorosa que a personas como Akane. Ella no tenía reparos en destrozar a una pobre muñeca indefensa si se sentía irritada.

Puede que por eso, Shizuka brincara del susto y le dijera:

—¿Por qué has hecho eso? ¡Mamá se enfadará contigo! Esa muñeca era muy cara.

Akane se dio cuenta del parecido que tenía en ese momento con Yakumo: la misma frente arrugada y ojos sin pestañear. Pensó en si ella haría la misma cara cuando se enfadaba, antes de contestar:

—Todas valen mucho, Shizuka. ¿Qué más da que destroze una o dos?

Su hermana se llevó las manos al rostro, totalmente horrorizada.

—¿Cómo puedes decir algo así? ¿No te da pena lo que acabas de hacer?

—¡No seas llorica!

Si Ichimaru hubiera estado aquí, los ánimos se habrían calmado de forma rápida e indolora. Era un muchacho gentil y de facciones calmadas —como lo fue el viejo Hisao— que no levantaba la voz salvo para mostrarse alegre y entregado a un concepto optimista. El día que partió hacia el bosque en busca de una esperanza, tenía la misma felicidad que cuando había defendido la idea a su familia.

—Voy a irme al bosque. Voy a buscar una salida —les dijo a Akane y a Shizuka, también en plena discusión—. No podemos pasarnos la vida así, ¿no creéis?

Todas, incluyendo las tétricas Tamane y Kasumi, le habían visto alejarse con una sonrisa y un saludo entre los árboles sin fin. Todas detrás de la puerta principal. Yakumo le devolvió el adiós hasta que, con la niebla, fue incapaz de verlo y se echó a llorar en brazos de Shizuka.

—Cerrad la puerta, que no entre el viento —fue lo único que soltó su madre, para regresar a la habitación en compañía de Kasumi. En aquel lugar, el aire era frío y estaba repleto de resfriados duros y, a veces, poco pasables. El viejo Hisao se había consumido con uno y Akane entendió lo que su lógica pretendía decir. No obstante, le dieron ganas de abofetearla hasta el agotamiento. Su hijo acababa de irse, en ese viento que tanto le preocupaba, y no presentaba más emoción que esa. Ella estaba llorando en silencio, con las mejillas hinchadas y enrojecidas.

—¿¡Es que eres incapaz de llorar por tu hijo, vieja Yamamba!? —le gritó, cuando se hubieron encerrado en el cuarto y ya no había posibilidad de que le pegara en la cabeza con el bastón.

La imagen de Ichimaru perdiéndose en la neblina las persiguió durante varias noches. Llevaba un kasa hecho por unos antepasados a base de bambú, y si alguien externo le hubiese visto, lo habrían tildado de príncipe o emperador, pues el yukata que vestía era —según Tamane— tan valioso que resultaba incalculable su precio. Ellas lo veían brillar en sus sueños, teñido de negro y dibujos de pájaros que las miraban fijamente.

Shizuka intentó mantener la esperanza, a pesar de que Akane y sobretodo Yakumo, empezaban a temerse lo peor.

—Un jubokko le ha robado la sangre —dijo la niña un día, al segundo mes tras su marcha. Era de noche y permanecía sombría a los pies del futón de Akane, y esta, medio dormida, solo pudo susurrar un leve interrogante, mirándole los pies. —. Kasumi me lo ha dicho. Un jubokko le ha robado la sangre a Ichimaru y ahora no puede encontrar su cabeza.

Akane se frotó los ojos, aunque quería volver a dormirse.

—¿Qué?

Pero Yakumo no respondió y se internó en la oscuridad, acompañada de un sonido chirriante.

Ichimaru no apareció en los dos meses siguientes y la incertidumbre, aunque no lo reconocieran en voz alta, las estaba matando al punto de hacer tonterías por puro aburrimiento.

Algo parecido había ocurrido cuando la muerte le llegó al viejo Hisao. Al fin y al cabo, cada vez eran menos las personas con las que hablar en aquel lugar en mitad de la nada. En especial, si no contabas a la vieja Tamane y a Kasumi Shikumori. Siempre con sus máscaras y su secretismo detrás de aquella habitación. La cuarta hermana maldita. A Akane la ponían de los nervios; Shizuka les tenía terror, celos y repugnancia por igual. Y ese odio irreversible, engendrado con los años en soledad, era lo que más las unía a ambas. De hecho, quizá de entre todas sus hermanas, eran las que más unidas estaban. Incluso si visto desde afuera no lo parecían en absoluto.

—Eres muy cruel, Akane. ¿Sabes qué?, te vas a quedar sola, ¡sola! -declaró Shizuka, dejando de un lado su rostro y cruzándose de brazos, cual profesora escéptica.

—Por lo menos yo lo he asumido. —Akane contraatacó— ¿A quién esperas tú? Ya te lo dijo la vieja: Ichimaru no se casará contigo. Y si no es él, ¿quién más lo hará?

El cuerpo de Shizuka se tiñó de bermellón y, sin reparos, aporreó el pie descalzo en el suelo de madera, haciendo vibrar la cabaña. Yakumo ni siquiera se inmutó, aún inmersa en su rabieta infantil. Pero Akane simuló agarrarse al futón, como si el mundo fuera a acabarse.

—Eh, ten cuidado.

—Eres muy cruel —repitió su hermana.

—Y tú tienes la fuerza de un yôkai. —Las cejas gruesas de la joven se alzaron en alegría, a medida que su boca iba replicando "¡yôkai!", "¡yôkai!" con la gracia de un sapo. Era divertido ver como Shizuka se iba sumergiendo en mil tonos de color: rosa, rosa pálido, rosa salmón, rojo, granate, bermellón otra vez... —Siempre llevas esos laaaargoooos kimonos..., ¡seguro que debajo de él, eres como una nure-onna!

La risa de Akane se tornó rara y estridente, rebotando entre las paredes del hogar. Y mientras Shizuka intentaba taparse la vergüenza —en las piernas, en los brazos, en la cara y en el cuello— y su hermana rebotaba en el futón con vulgaridad y sadismo, un sonido chirriante dio la bienvenida a la voz de su madre.

—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué hay tanto escándalo? —dijo esta, acercándose a pasos lentos y repetitivos con la ayuda del bastón. Tenía la voz carraspeante y tenebrosa, lo que provocaba el deseo interno de sus hijas para que se marchara lo antes posible.

A Akane se le cortó la gracia en seco y palideció tanto que incluso llegó a pensar que se había llevado el mayor susto de su vida. Shizuka, sin embargo, le clavó una mirada a su hermana llena de rencor y malicia. Que mala es Akane, le taladraba la mente.

—¿De qué te ríes, Akane? —preguntó la vieja Tamane, deteniéndose a ya pocos pasos de su sitio. La máscara de la mujer demonio se iluminó al llegar a la estancia: una mueca sin fondo les sonreía con maldad, cuestionando; dos ojos metálicos se clavaron en las hijas, preguntando, y una de ellas no tardó en delatar a la otra.

—¡Akane es malvada, mamá! —acusó Shizuka, apuntando con el dedo a su hermana— ¡Me acusa de monstruo y encima dice que nunca me voy a casar! También ha roto una de tus muñecas, ¡mira! ¿No es eso cruel, mamá? ¡Deberías castigarla! Está claro que no ha aprendido nada en absoluto tras todos tus golpes de bastón.

Chivata, pensó Akane, notando las gotas de sudor acumularse en su espalda. Los ojos metálicos se movieron hacia la muñeca y luego en su dirección; con y sin vida a la vez, perturbándola al punto de no ver venir el primer bastonazo. Ni siquiera tuvo la oportunidad de disculparse: el bastón la golpeó cuatro veces en la cabeza y nueve en el abdomen antes de detenerse. Una brecha de sangre escurrió de su frente hasta el futón y lo manchó, provocando que Akane se tirara encima para taparlo. No necesitaba más castigos. Ella jadeaba y escupía saliva, causando el gozo de su hermana mayor. Akane no la veía, pero sentía su placer entre los huecos asustados de la piel.

Habértelo pensado dos veces. Eres muy cruel, Akane, necesitas disciplina.

Chivata, mala hermana, chivata.

La sorpresa llegó para ambas al segundo, cuando el bastón salió volando y golpeó el rostro de Shizuka con la fuerza de un oso tibetano. La chica llegó disparada contra el ventanal y por poco hace en él una grieta. Después, su cuerpo resbaló desde el cristal hasta la madera que formaba el suelo, quedándose inmóvil entre gimoteos llorosos.

—Pero ella tiene razón, Shizuka. Nunca te vas a casar. Te lo dije: Ichimaru no te quiere. Los Shikumori están destinados a morir aquí, en este bosque inmenso de las montañas sin nombre. Así que no tiene sentido que te rías tú también. Ahora, ¿por qué no jugáis las dos con vuestras muñecas?

La vieja Taname recogió su bastón y se retiró a su habitación con esas palabras. En la vida habían escuchado salir más ruido de aquel cuartucho que el de la puerta al abrirse y cerrarse. El arte del silencio era el fuerte de su madre y de su hermana menor. Así que ellas, una vez recuperadas y, además, deseosas de destacar en algo que las hiciera importantes en aquella cabaña, siguieron su ejemplo y jugaron con las muñecas. Yakumo no jugó. Shizuka y Akane las peinaron, las vistieron y las hicieron caminar hasta que la noche les quitó la poca luz que tenían. Se durmieron encima de los futones, con el silencio demandado. Y entonces, Akane tuvo una pesadilla. Pero en esta no vio a Ichimaru alejándose, o pájaros mirones o un brillante color oscuro. Notaba el intenso olor a quemado en algún punto de la habitación. Ella, apenas dormida sobre el futón, arrugaba la nariz en busca de su procedencia. De golpe y porrazo, un cosquilleo empezó a subirle por la pierna, y después se transformó en algo tan gelatinoso como una babosa. Era incapaz de abrir los ojos y solo conseguía aspirar aquel olor con cada vez más pasión.

SNF-SNF, hacía ella.

CURG-CURG, repetía la viscosidad, subiéndole por la barriga.

SNF-SNF, contestaba Akane, profiriendo una mueca asqueada.

CURG-CURG, le decía la viscosidad, ahora sobre su cuello.

La notó abriéndose camino por su barbilla, y luego por su boca; separó los labios y se introdujo en el interior. Akane la sintió bajando por su garganta y también logró escuchar el chapoteo de cuando aterrizó en su estómago. No vomitó, pero rápidamente volvió a sentir la misma sensación gelatinosa sobre la pierna: otra criatura subía a por su destino.

No obstante, unos dedos largos, peludos y retorcidos la apartaron de sus andares. Akane oyó a alguien masticar y crujir.

CRUNCH, CRUNCH.

El fuego se instauró en sus fosas nasales y ya no la dejó marchar. La curiosidad pudo con ella y abrió los ojos de par en par. Y allí estaba: el jikininki sujetando su pierna en el aire, con un trozo en la boca y otro vete a saber dónde. Este, al ver sus pupilas dilatas del asombro, giró el cuello cual muñeca de porcelana y le dijo:

—...

Cuando Akane despertó, la luz grisácea que las rodeaba estaba otra vez allí. Se había mordido el labio y la sangre bañaba su kimono azul. Dos lagrimones desaparecieron en el futón y, gobernada por un inhumano terror, emitió un chillido ahogado, se levantó, abrió la puerta y salió directa al exterior. Sin pensar en los jubokkos, ni en los jikininkis, ni siquiera en las historias de la vieja Tamane. El miedo le corría por las venas, le corría por todas partes y solo había una cosa que pudiera hacer: huir de él.

Shizuka dormía al lado tan profundamente, que apenas se dio cuenta de cuando comenzó a entrar corriente en la cabaña. Yakumo no estaba por ninguna parte.

Pero tan veloces como salieron, las piernas de Akane se detuvieron abruptamente. Ante su hogar se encontraba el origen de toda pesadilla viviente, y ella solo pudo quedarse perpleja y sin voz: la cabeza de su hermano, sobresaliendo de entre las hojas secas con una marca roja pintada en la frente.

II

Akane no le contó nada a nadie. Cerró la puerta de manera paulatina y abandonó ahí fuera la cabeza de Ichimaru. Si tenía suerte, a lo mejor otra lo descubriría y cantaría a grito pelado lo ocurrido. Detestaba cargar con el muerto de cualquier cosa. Se imaginó la voz repelente de Shizuka al encontrárselo: <<¡Mamá, mamá!>>, gritaría con el rostro atemorizado. Aunque, sí tenía verdadera suerte, lo más probable es que ninguna supiera jamás de ello. Y así, Akane lo olvidaría. Como olvidó cientos de cosas antes de saber si le importaban o no.

Ichimaru seguiría vivo en las pesadillas. Y, a veces, en la boca inocente de Yakumo. No, Yakumo, Kasumi es una mentirosa, ¡ningún jubokko se ha bebido la sangre de Ichimaru!, le diría siempre entre refunfuños, incluso si no preguntaba. Sí, ese sería el lugar de su hermano ahora. Al menos hasta que otra cosa lo sustituyera.

Caminó como la criatura maldita de sus sueños hacia el futón, y allí, se encogió sobre sí misma para hacerse creer que había desaparecido. Cierta irrealidad invadió la estancia y sus oídos, apartándola del mundo. Las lágrimas en sus mejillas se habían quedado secas, al igual que la sangre del futón y el recuerdo de las palabras ininteligibles del jikininki.

Y de esta forma, no volvió a pensar en nada hasta que su madre apareció cojeando en la estancia, a punto de anochecer. Akane la notó enseguida —casi como una premonición— y se serenó sobre la cama, desconfiada. Shizuka, al otro lado, hizo lo mismo y murmuró:

—Mamá... —Aún estaba despertándose, restregándose los ojos con el puño. Las joyas europeas de su cuerpo tintinearon en sitonía.

Nuevamente, Akane era incapaz de notar a Yakumo en la oscuridad. No la había visto al salir corriendo... ¿Seguiría ahí? De reojo vio dos ojos abiertos en su rincón. Estaban junto a los pies de Shizuka y permanecían hundidos en la poca luz del lugar. Quiso pensar antes en su hermana pequeña que en alguna entidad diabólica; aunque la verdad era que una descarga de temor le recorrió la columna. Sentía la cabaña diferente, como si en su letargo todo hubiese cambiado y su hermana pequeña se hubiese fundido en ese tétrico lugar como una más de la decoración: las muñecas colgando del techo, junto a los vestidos y las joyas, eran espeluznantes. ¿Todo era así de horrible? Creía que ya se había acostumbrado..., al fin y al cabo, siempre había sido de esa manera; aún antes de nacer.

Cuando miró a Yakumo otra vez, los últimos rayos de sol la iluminaron y pudo verla con mucha más facilidad: el largo y revoltoso cabello se erizaba hacía el techo —apenas se peinaba, por lo que sabían— mientras clavaba aquellos ojos de niña en su madre, esperando alguna reacción por la que sonreír. Todo parecía, ahora y de repente, corriente. Incluso la vieja Tamane, que permanecía plantada ante las tres hermanas restantes sin decir nada tras la máscara, daba la sensación de no ser una extraña a esas horas del atardecer. El bastón la sostenía de forma eficiente y Kasumi no estaba a su espalda.

Tanto Akane como Shizuka prefirieron no hacerse muchas preguntas al respecto. Si su hermana faltaba, ¡mejor! Aunque tampoco les dio tiempo a pensar en algo, pues golpeando el suelo con el bastón, la vieja Tamane pidió silencio.

—Esto sucedió hace siglos —dijo.

Y empezó a contarles una historia.

—Una familia de cuatro regresó a su pueblo natal. Al irse habían sido solo dos, con las esperanzas puestas en un mundo occidental. Sin embargo, ahora eran ricos y se habían empapado de varias costumbres europeas; podían mantener a todas las bocas que quisieran alimentar. Tenían una hija mayor y un hijo pequeño que decían amar. Ellos dos también decían amarse entre sí.

>>Ya nadie vivo recuerda sus nombres, ni el nombre de lo que fue su familia, pero si ha perdurado esta historia que os voy a explicar. Escuchad con atención.

Akane y Shizuka se abrazaron las rodillas, anticipándose a lo peor. Yakumo imitó su gesto con algo más de entusiasmo. Y entonces, Akane sintió un crujido en la puerta de la cabaña, un mínimo arañazo, que quiso atribuir al viento infernal de aquel lugar.

Inevitable pensó en Ichimaru. Pero se hizo olvidarlo aun cuando otro sonido volvió a atormentarla.

Hay algo, hay algo raro en el ambiente, pensaba, inconsciente, sintiendo la mirada metálica y endemoniada de la máscara taladrándole el cuerpo en pequeñísimos agujeros.

La puerta volvió a gruñir y la joven se estremeció un poco más. La cabeza de Ichimaru seguía ahí fuera.

Hay algo, hay algo aquí que no...

Finalmente le devolvió la mirada a Tamane. Y esta se enderezó y continuó hablando como si nada hubiese ocurrido, dándose aires de sobriedad.

—De vuelta a Japón, la familia de cuatro notó que algo había cambiado. O al menos, que algo en ellos había cambiado. La niebla que cubría el poblado ahora resultaba abrumadora y agonizante; las miradas de recelo de los lugareños eran afiladas y ojerosas, llenas de una rabiosa amargura.

>>La familia de cuatro vestía ropajes franceses y coloridos. Los niños estaban regordetes y felices, con una sonrisa de oreja a oreja que causaba la envidia de otros infantes más feos y delgados. No pensaron ni por un momento que podrían desentonar en el que fue su origen..., pero lo hicieron.

>>Aún las dudas que abarcaron a la mujer entonces, el hombre insistió en quedarse. Habían hecho un viaje muy largo y complicado para volver hasta aquí; lo deseaban. Así que compraron el que había sido su hogar —una casa pequeña, aislada y con un tejado de paja— y construyeron allí una vida cómoda y apacible. No les faltaban lujos para ello, ni carecían de humildad para saber adaptarse a una vida algo más diferente que la anterior. Tal cual se veían y se decían ser felices.

La vieja Tamane se interrumpió dando otro golpe con el bastón. El suelo tembló como lo hacía cuando Yakumo o Shizuka se enfadaban; el crujido en la puerta se transformó en un gemido silencioso y Akane pensó en que ya no podía sudar más de lo que lo estaba haciendo ahora.

Basta, ya basta, Ichimaru...

Su madre empezó a dar toques de mayor a menor tamaño contra la madera, casi como en un kamishibai, a medida que la historia de hoy avanzaba entre sus labios.

Ahora viene la mejor parte, parecía decir tras la máscara.

—Un buen día llegó el comienzo de la primavera y, con ello, el Setsubun. En el pueblo se creía que un oni malicioso vivía en uno de los pozos antiguos, uno de aquellos que ya no usaban. Así que para evitar que saliera, cada tres de febrero se reunían alrededor del pozo y obligaban a los toshiotoko a lanzar las semillas en él; en contra de la tradición habitual. Solían decir que el oni lo prefería de ese modo. ¡Fuera los oni, que venga la buena suerte!, gritaban el resto de familiares durante el acto, vestidos con una máscara endemoniada.

>>Nadie, absolutamente nadie, habló con la familia de cuatro para que ellos también alejaran la mala suerte de sus vidas. O más bien, al yôkai que esperaba sus irinames tanto como los del resto. Sentía a todos los nuevos en la piel dura y rojiza, una intuición se lo advertía...; era un oni poderoso y especial.

Las niñas oyeron escapar un suspiro libidinoso de la vieja Tamane. Y esta siguió:

—Los pueblerinos, en cambio, eran pobres y envidiosos; una mezcla fatal para cualquiera que difiriera de ellos y quisiera instalarse allí. Por lo que les dejaron hacer el ritual como la costumbre marcaba, sabiendo que eso solo les traería desgracias. Se excusaron, no mucho tiempo más tarde, en que al portar la familia el cuatro sobre sí mismos en tan variadas formas, habían atraído sin más a la mala suerte que caracteriza dicho número. ¿Qué esperabais?, les decían entonces.

>>En la noche, mientras todos dormían, el oni surgió del pozo y los buscó por el pueblo. Podía oler exactamente dónde se hallaban los cuatro...

>>No tardó mucho en encontrarlos, apacibles y perfectos para despellejarles la piel, aplastarles los huesos o romperles el alma en mil pedazos.

Akane y Shizuka tuvieron la mala sensación de que ya habían escuchado esa historia. Y al recordarlo, un escalofrío recorrió su cerebro y las dejó temblando. Pero la vieja Tamane, aunque lo vio, tampoco se calló. Nadie conseguía —¡jamás!— hacerla parar en medio de una leyenda aterradora.

No, ya no quiero seguir escuchando, mamá, pensó Shizuka, rezando para que todo aquello terminara lo antes posible. Ahora no estaba Ichimaru, no había nadie para protegerlas de los terrores nocturnos.

No quiero oírlo, ¡no, maldita sea!, se le unió Akane, tapándose los oídos con fuerza.

—Y entonces... —dijo su madre y, como si algo más allá de la razón se lo hubiese concedido, las hermanas dejaron de escuchar la voz de la vieja; los sonidos tras la entrada de la cabaña frenaron en seco y solo quedó el silencio, la oscuridad.

Al menos, hasta que Shizuka despertó a Akane en la madrugada. Volvían a estar ellas solas y ninguna sabía cuando se habían dormido con exactitud, pero aquello no importaba nada en ese momento. Shizuka la mecía de un lado a otro con la delicadeza que pretendía aparentar, mientras le susurraba en la cara:

—Despierta, por favor. Hermana, despierta..., por favor... —El miedo se le notaba en la voz, y no solo por la forma tan melosa que tenía de nombrar a Akane.

Esta dio un ronquido al aire y se removió sobre el futón, incómoda. Sentía el aliento de Shizuka como las bocanadas de un perro en busca de cariño. Quería seguir soñando hasta la eternidad.

—Akane...

—Si tienes miedo, ¡te aguantas!— le respondió al fin, dándole un manotazo para que dejara de lloriquearle encima.

Shizuka se apartó, pero esta vez comenzó a llorar de verdad, apretándose el kimono hasta ponerse los dedos de color bermellón

—Akane..., Akane...

—Cállate. —Intentaba acomodarse de nuevo. ¿Estaba siquiera soñando alguna cosa interesante?

—Tengo miedo, hermana.

Akane no se abstuvo de suspirar. Lo hizo tal cual lo había hecho la vieja Tamane, para consternación de ambas.

—Déjame en paz, Shizuka.

—Pero tengo miedo...

—¿Y? ¡Eres la mayor, compórtate como tal!

—Esa historia... ¡No me la puedo quitar de la cabeza! Es como sí ya la hubiese escuchado antes... ¡Mamá no repite la misma historia dos veces, tú lo sabes! Esto es muy raro, hermana. ¿No tienes miedo? ¿No notas algo extraño... aquí...?

La muchacha se tragó una bilis inesperada. Ya lo había olvidado: esa mala sensación que la había invadido desde su encuentro con la cabeza de Ichimaru; el propio cráneo del mismo, con la marca roja atravesándole la frente... Sí, definitivamente, algo aún más extraño que de costumbre estaba ocurriendo a su alrededor. Tenía la piel de gallina bajo la ropa. Pero eran incapaces de verlo. Y a Akane no le interesaban las cosas que no podía ver. De hecho, no le interesaba nada más allá que sí misma y la supervivencia de su cordura maliciosa.

Maldita Shizuka.

De reojo, vio como esta dirigía su mirada a las tinieblas de la cabaña: la puerta seguía cerrada y nada más que el sonido de sus lágrimas invadía la casa. Ni siquiera escuchaban el viento, que sonaba eterno entre los árboles asesinos.

—No hay nada, pesada. ¡Déjame dormir! —le dijo, aferrándose a su cuerpo en busca de una escapatoria. Casi ya no había ni rastro del sueño profundo que la había hecho dormir como un tronco hasta el momento.

Sin embargo, Shizuka solo respondió:

—Ichimaru...

Akane pegó un brinco al oírlo y entonces lo vio. Allí estaba, encorvado, de pie y sonriente, con la boca babeando sangre entre cabellos ennegrecidos. Estaba al lado de la habitación en la que su madre y Kasumi vivían aparte de ellas.

—Ichimaru, ven, tengo miedo. —Shizuka siguió sollozando, cubriéndose los ojos con los puños cuál niña pequeña. En esas situaciones se daba un aire increíble a su hermana Yakumo, a la que Akane no veía —de nuevo— por ningún recoveco de la cabaña. Aun así, no buscó con demasiada energía: el jikininki volvía a estar frente a ella, señalando el cuarto hermético a un mundo distinto y que Akane imaginaba como incomprensible para mentes como la suya o la de Shizuka.

La cobardía le invadió la garganta y no pudo replicar nada a la criatura, que parecía en eterna y sádica felicidad. Esta regresó a decirle algo, pero, al contrario que en su sueño anterior, lo pudo entender con excesiva claridad.

—Abajo está el infierno —les dijo el jikininki. Y, de repente, una fuerza descomunal pegó un golpe a la entrada, haciendo chillar a su hermana y despertándola de su letargo.

Había sido todo una pesadilla, pero los golpes y los gritos de Shizuka se seguían reproduciendo en la realidad. Ya era de día.

—¡Mamá, mamá! —Shizuka aporreaba la puerta de la habitación, moqueando, sumergida en un terror incontrolable. Akane dirigió los ojos a todas partes hasta que se encontró con la entrada abierta y la cabeza de Ichimaru asomando a través de ella. ¿La habría abierto su hermana? Daba igual. De forma veloz se levantó y, con la sensación de ponerse a vomitar en cualquier momento, cerró el acceso a la cabaña y corrió junto a Shizuka, para fingir aporrear ella también.

—¡Mamá! —Le sonaba extraño decir aquello sin acompañarlo de un insulto; sin embargo lo hizo, y varias veces.

—¡Mamá! ¿Por qué no abres? ¡Mamá! —decía Shizuka, histérica.

—¡Yakumo! ¿Estás ahí? ¡Ábreme! —predicaba Akane, recordando sus pesadillas, observando que su hermana pequeña no estaba allí tampoco.

No obstante, nadie les abrió.

—Mamá..., Ichimaru, Ichimaru está...

Las fuerzas de Shizuka se fueron desvaneciendo y, viendo su oportunidad, Akane le gritó para que se apartase. Y con el miedo de lo que pudiese encontrarse tras aquella puerta: su madre esperándola con el bastón, Kasumi diciendo cosas extrañas, o Yakumo transformada en una con ellas, puso la mano en el pomo y la abrió sin la dificultad que había esperado.

En el interior las recibió un ambiente iluminado por la niebla externa —que atravesaba el segundo ventanal de su hogar—, un único futón sobre la madera, y a Kasumi tumbada sobre él. Tenía el cuerpo completamente recto, teñido de pálido y perfección con su kimono violeta; aparentaba ser una muñeca, y no aquel monstruo del que la habían tildado durante años. La máscara de demonio era lo que más desencajaba, roja y vivaz encima de su rostro.

Pero lo atemorizante, lo verdaderamente enigmático, era que no había nadie más que ella en la habitación. Solo Kasumi, la que les daba tanto repelús, la hermana maldita, la favorita de su madre.

Ni rastro de la vieja Tamane, ni tampoco de Yakumo.

A Shizuka le entró un hipo nervioso; ninguna podía dejar de mirar el cuartucho vacío y claustrofóbico en el que nada tenía sentido. Las intuiciones de Akane a veces acertaban de pleno: ¡aquello era incognoscible! ¿Es que la vieja y su hermana se habían marchado, sin saberlo, en mitad de la noche a hurtadillas? ¿Se habían hundido en el bosque de los jubbokkos cuando siempre les habían advertido de nunca hacerlo? Quiso buscar alguna pista —aparte de la entrada abierta—, pero solo siguió encontrándose con lo mismo: a Kasumi tendida en el futón, casi como si estuviese muerta y les diese la bienvenida al inframundo.

Entonces el jikininki se repitió en su cabeza.

Abajo está el infierno.

Akane vio a Kasumi y su máscara infernal; una extraña percepción le surcó todos los sentidos. Tenía que hacer algo que le diera explicación a eso.

Abajo está el infierno.

—Shizuka —dijo, girándose hacia ella—, ayúdame.

Su hermana no pareció escucharla y Akane reaccionó con violencia, tiroteándola del brazo hacía la habitación.

—¡No, no quiero entrar! ¡Mamá, mamá, Ichimaru! —chillaba, resistiéndose, luchando como una damisela en apuros contra una Akane obcecada en un objetivo desconocido. Esta consiguió ponerla a los pies de Kasumi, pidiéndole coger el futón de ese lado para moverlo. —¿Qué pretendes? ¡Se despertará! Esperemos a que...

—Qué lo hagas.

El aura de Akane no dejaba lugar a dudas. Ella, que siempre necesitaba la ayuda de alguien más para defenderse de los ataques ajenos, no hizo ni el esfuerzo de negarse después de eso. Ambas cogieron las puntas del futón y, levantándolo lo suficiente del suelo para que el cuerpo de Kasumi no fuera capaz de mecerse sobre él, lo trasladaron unos metros a la derecha. Su hermana no se movió ni un centímetro; no se despertó, tal cuál había predicho Shizuka. Kasumi es ciega y sorda, pero siente el tacto, pensó antes de moverla. Pero Kasumi simplemente estaba inerte.

El temor de que estuviese muerta estremeció el corazón de la mayor. No así el de Akane, que abrió la boca de impresión al toparse con lo que había bajo el futón: un agujero tapado en madera, tan circular y escalofriante como un pozo antiguo.

—¿Qué es eso? —cuestionó Shizuka, pero Akane no respondió, acercándose para saciar al fin su curiosidad. —¡Akane!

La misma sacó en un movimiento el portal que cubría ese misterio. Y una vez abierta, la oscuridad que inundaba la cabaña por las noches le advirtió de que no bajara. Pero ella se asomó con los ojos cerrados. Un aire frío le sopló la faz, meciendo sus cabellos de color oscuro; intentaba escuchar algo.

—Akane, déjalo —pedía Shizuka, encogida a un lado de Kasumi. Viendo aquello, ya no le daba tanto asco estar junto a ella.

Akane abrió los ojos otra vez, con la cabeza en el interior del agujero. No se escuchaba nada, pero tuvo una inquietante sensación. La sensación de que, de un momento a otro, una de aquellas criaturas mitológicas y temibles saldría de allí y le arrastraría hasta el mismísimo yomi. El verdadero origen de las pesadillas que sustituiría a Ichimaru.

Y el jikininki volvió a repetirse dentro de sí:

Abajo está el infierno.

III

La voz de Shizuka estaba empezando a ponerla nerviosa.

—¿Qué es eso, Akane? ¡Sal de ahí ahora mismo!

—Cállate. Intento...

—¡No, no, no! —Shizuka empezó a chillar, contrayéndose tanto o más que cuando la vieja les había contado aquella historia espeluznante— ¿Dónde está mamá?

Akane, con un aire de decepción colgando del rostro, sacó la cabeza del agujero.

—Eso es lo que quiero saber, tonta —le reprochó, aferrándose a esa falsa idea con una sonrisa naciente. Solo la guiaba la curiosidad de ver una cosa diferente y secreta, algo que jamás había visto. ¿Estuvo esto siempre aquí?, se preguntaba, con un sentimiento estúpido y malicioso creciéndole en el pecho, opacando las advertencias de la oscuridad.

No bajes, no baje, no baj, o ba..., ¡BAJA! ¡BAJA! ¡BAJA! ¡BAJA!

Su mueca tuvo que hacerse más grande y ansiosa, porque Shizuka le dijo:

—Ni se te ocurra, Akane.

—¿Qué? —Sentía algo —casi como si fuera un sudor suave y gelatinoso— recorriéndole el cuerpo bajo el kimono, atrayéndola a seguir a la voz fisgona.

Su hermana puso muy mala cara: arrugó la nariz, frunció los labios y la vio con el asco tan personal que solo le provocaban sus acciones.

—Pues eso, ¡mírate! Parece que vas a explotar.

¡Es que voy a explotar!, quiso responderle, clavando los ojos —hinchados de un tenebroso sentimiento prohibido— en los de su hermana. ¡Voy a explotar de la emoción, estúpida!

Shizuka pareció oír, casi de manera telepática, lo que esta le contestaba. Porque retrocedió la cara con asombro y la escondió entre los pliegues de sus ropas. ¡No quería seguir mirándola! Era una cobarde y, de repente, Akane daba tanto miedo como su madre. A ella no le hacía falta siquiera la máscara.

Akane la ignoró y se dispuso a ceder a la tentación. Toqueteó con los dedos la incipiente brisa de aquel pozo del inframundo y, cuando estuvo a punto de hundir la mano en él, con la satisfacción vagando en su cara, Shizuka regresó a hablar.

—Deberíamos esperar a mamá y contarle esas intenciones tuyas —dijo, confiada en su pésimo escondite. Sonaba como una niña pequeña, la que nunca había dejado de ser—. Te lo he dicho siempre: eres mala, Akane. La más mala de todas nosotras, aunque siempre culpáramos a Kasumi de tus fechorías o la tildáramos de condenada. ¡Tú eres la hermana maldita! Seguro que unos cuantos bastonazos más no te vendrían del todo mal para aprender a no pensar en esas cosas tan maliciosas... La solución a tus problemas siempre ha sido la violencia, niñata. No aprendes de otra manera.

Su hermana no respondió enseguida y aquello le dio internos escalofríos. A Akane se le pasaron varios pensamientos por la cabeza: Te arrastraré por el suelo, te cogeré del pelo, te destrozaré el kimono, te... Y entonces le vino una iluminación divina, de esas que te hacen volver a tener una fe imparable.

—Pues baja tú conmigo.

—¿Qué? —Shizuka ni siquiera levantó la cabeza.

—Pues eso: baja conmigo y así podrás contarle a esa vieja Yamamba lo mal que me he portado. —Akane imitó su vocecilla de princesa y, al contrario que su hermana mayor, esta se alzó y dirigió sus pasos hacia ella— ¡Si te quedas aquí no tendrás los detalles suficientes, vamos! —Intentó cogerla de los brazos, pero Shizuka se defendió, elevándose de su sitio y por poco aplastando a Kasumi en el proceso. La niña continuaba sin moverse sobre el futón y a ninguna de las dos parecía importarle lo suficiente como para preocuparse.

—¡Déjame en paz! —gritó, provocando la risa en alguna parte.

—Pero, ¿por qué te pones así?

Akane no le daba a tiempo a respirar. ¡En dos pasos ya estaba encima de ella, intentando convencerla! Shizuka pataleó, forcejeando con su inesperada fuerza. No obstante, como era evidente, no pudo competir sin chillidos cursis de por medio y Akane tuvo que darle una bofetada.

—¡Déjame, déjame! ¡Mamá, mamá, Ichimaru!

Y otra.

—¡No me toques!

Y otra.

—¡Suéltame...! ¡Mamá!

Y otra. Hasta que Shizuka perdió las ganas de seguir hablando y se limitó a removerse debajo de Akane. Sin embargo, esta terminó por agarrarla del pelo, haciendo realidad una de sus fantasías malignas. Y comenzó a tirar.

—¡Me haces daño! —Shizuka sintió el cuero cabelludo estirarse hacia arriba; su hermana no pretendía tener ninguna delicadeza. Al oírla, Akane le dio un nuevo tirón y esta regresó a su especie de silencio..., por un momento. —¡Para, para, Akane! —Apenas sonaba asustada, más bien, con cada pellizco en la cabeza, su ira iba aumentado de maneras que nunca creyó posible. Casi tanto como la fuerza de Akane, que tenía brazos flacuchos y de porcelana y no comía más que el aire que compartían en aquella cabaña. Algo en el ambiente parecía empujarlas al abismo de sus posibilidades. Y, sin quererlo, Shizuka dirigió su mirada hacia lo más parecido a un infierno por allí. Es eso lo que...

Tuvo en cuenta tarde que Akane lo tomaría como la excusa perfecta para arrastrarla en esa dirección. Dejó de oprimirle los pulmones y, una vez de pie, empezó a atraerla hacia el agujero. Intentando frenar a cualquier precio, Shizuka se hirió las rodillas y dejó marcas de uñas en el tatami. ¡No estaba dispuesta siquiera a entrar un pie ahí! ¿Dónde estaba su madre cuando se la necesitaba de verdad? ¿Dónde está ese príncipe que iba a rescatarla de la desgracia? ¿Dónde están todos cuando...?

Al borde de la oscuridad, Shizuka emitió una negación desesperada, una súplica repleta de sollozos ininteligibles. Aquella risa cacareante volvió a dejarse escuchar, pero esta vez en los labios deformados de su hermana, que semejaba haberse transformado en una criatura totalmente distinta, putrefacta y tenebrosa.

Un jikininki, pensó, sintiendo una hilo de sangre escurriéndose por su frente. Akane le estaba tirando demasiado fuerte del pelo, pero eso era lo menos preocupante.

Probó en disculparse, apoyando las manos en la madera de alrededor y mirándola a los ojos que, retorcidos en su propia maldad, se burlaban de ella sin cesar. Sabía que no iba a parar. No podía creerlo del todo, pero lo sabía: a Akane jamás se le pasaría por la cabeza detener aquello a la mitad. Era la peor de las hermanas Shikumori, la verdadera (y bien oculta) hermana maldita.

Y nosotras temiendo a la tonta de Kasumi, con su máscara "Hannya" y su presencia abrumadora.

—No, Akane —repitió su llanto. Era incapaz de seguir aguantado y eso que ambas tenían el cuerpo igual de frágil. Los codos se le doblaron dolorosamente y Akane aprovechó para empujarle la cabeza hacia el agujero. —¡No...! —Shizuka hizo un último esfuerzo, sintiendo la brisa refrescante en la punta de la nariz. Estaba a menos de nada de caer en la pantanosa oscuridad. Quedaría a merced de los monstruos de la vieja Tamane y, lo que es peor, de lo verdadero y desconocido. La inquietud que esto le producía le taladraba el pecho y le aniquilaba la mente. Quiso creer que estaba en plena hipnosis y que todo había sido un mal sueño, pero Akane la incitó un poco más, devolviéndola a la tortuosa realidad. —¡..., Akane!

Un pequeño mareo la hizo resbalar. Y ante el asombro de Akane, Shizuka se sumergió en el boquete subterráneo, dejando atrás un chillido ahogado que permaneció en el ambiente mucho después de haberse escuchado un último estruendo: alguna cosa impactó contra un fondo desconocido y Akane parpadeó, perpleja frente a lo ocurrido. Había tirado a su propia hermana a aquella especie de pozo. Lo había hecho ella, la que pensaba entenderse mejor con Shizuka, su silenciosa compañera de armas. Nadie más que ella.

Temblorosa e imitando a su víctima, Akane apoyó las manos en el borde y se asomó hacia el infinito.

—¿Shizuka? —preguntó, de nuevo como un ser humano corriente. Pero no hubo respuesta— ¿Shizuka?

Con el revuelo, la brisa parecía haber aumentado, igual que el ruido que producía al moverse de un lado a otro.

¿De un lado a otro de dónde?

Sin alternativas inteligentes que explorar, la chica hundió la cabeza e intentó distinguir a su hermana entre la lobreguez. El viento resonaba mucho más agitado y peligroso, como el zumbar de unas avispas buscando abejas a las que degollar y decapitar.

Akane apretó la mandíbula, metiéndose un poco más. Ahora sus brazos volvían a ser flojos y desganados, ¡a saber cuanto aguantaría! Y el sonido se hizo insoportable. Era como regresar a escuchar la voz estática del jikininki en sus pesadillas. Y de hecho casi le pareció oírla... Allí, dentro del agujero.

Imposible, se dijo, arriesgándose a caer, escuchando atentamente a los insectos perforándole el tímpano. Tenía la certeza de que un rugido intercalado los estaba interrumpiendo. Pero Akane no tenía ni idea de lo que decía.

—¿Shizuka? —jadeó, aferrando sus dedos al extremo de madera.

Y Shizuka respondió algo ininteligible antes de aparecer. Veloz y luciendo un horrible cacareo, cogió del rostro a Akane y la haló hacia el interior junto a ella, mientras la chica gemía aterrorizada. La gris iluminación del exterior la dejó ver lo equivocada que había estado, por un segundo: no era su hermana, era el yôkai de sus más terribles pesadillas. Pero para cuando se dio cuenta, Akane cayó inconsciente en alguna parte del yomi.

Despertó tiempo después, sin haber soñado nada y con una sensación de incomodidad bajo la tripa. Buscó en vano claridad, no obstante, solo encontró el tacto como su ayuda momentánea. Notó la tierra húmeda en la yema de los dedos; sus extremidades colgaban encima de una masa blanda, tiesa y fija en lo comprable a un suelo.

Un pequeño destello le insistió en que se levantara, pero el miedo la paralizó y dejó pasar el tiempo mirando hacia el infinito, queriendo olvidar que es lo que estaría debajo de su cuerpo. Olvídalo, olvídalo como a todo lo demás. Temía, incluso, que la criatura que la había arrastrado hasta aquel lugar —o quizá, algo incluso más espeluznante— volviera, sobre todo si hacía algún movimiento imprudente.

No puedo estar aquí. Este no es mi sitio, pensó, mientras otra voz le recriminaba lo contrario: Pero si es el lugar de Shizuka, ¿no? Akane, eres la peor. Ella tenía razón. Todos tenían razón. ¡Sufrirás la verdad del inframundo el resto de tu vida!

Varias lágrimas descendieron por sus mejillas y la hicieron sollozar. Un presentimiento la obligó a entender que no había escapatoria. No era capaz de verlo, pero sabía que la entrada a ese mundo subterráneo estaba ya muy lejos de su alcance. ¿Kasumi se estaría riendo de ellas bajo su estúpida máscara? Quiso creer que sí, su consciencia no se sentía tan pesada si lo hacía... Aunque, más concretamente, sentía la pesadez misma en todo el cuerpo: se estaba muriendo de calor. Los gritos del viento fresco no retumbaban en ninguna parte; aquello le provocó otro llanto sigiloso.

Maldita sea, murmuró para sus adentros, derritiéndose sobre la cosa quieta que aún la sostenía. ¡Y Shizuka...! ¡Todo es culpa de Shizuka! ¿Dónde está, eh? ¿Dónde...?

Y la oscuridad de su mente volvió a responderle: Mira bien. Tú sabes lo que es esa insoportable verdad. En el fondo lo sabes.

Entonces, las imágenes se sucedieron a toda velocidad: Shizuka cayendo a la nada, ese único estruendo..., y Akane sacó a relucir aquel pensamiento que estaba —tan ferozmente— tratando de ocultar. Los ojos miraron inconscientes hacia la cosa quieta, rezando porque se movieran y resultara estar equivocada. Aquella idea no podía hacerse realidad.

Removió los brazos de forma exagerada, como si la tierra que había tocado no existiera y buscara algún tipo de apoyo. Quiso ganar tiempo y, al final, perdió mucho más del esperado: apretando las yemas contra el suelo conocido, y luego los muslos alrededor de la cosa. Vaya a escaparse, bromeó su consciencia, pero Akane no le prestó demasiada atención. Se alzó de su sitio con lentitud e inquirió una respuesta a lo que yacía bajo ella.

Como si fuera a responderte...

¡Calla, déjame en paz!

¿Eso no fue lo que te dijo Shizuka?

La voz estaba cogiendo fuerza en su cabeza y no evitó agarrársela para dejarla en silencio.

—Lo siento. No sé que..., lo siento... —empezó a susurrar, descansando la frente en la tierna y sedosa cosa, que no podía ser otra que su hermana mayor. Shizuka, la princesa de la casa. Puede que le hubiese tenido celos desde el principio. Aunque, claro, Shizuka también tenía celos de todas a su alrededor. Se parecían mucho y, al recordarlo, una sonrisa tonta le apareció en la cara, oculta entre las lágrimas y la carne espesa. —..., perdón.

Y, de pronto, el ruido regresó allí abajo. Sonaban como serpientes venenosas —¿o quizá babosas esqueléticas?— reptando por las paredes embarradas, dejando paso a una luz llameante que lo iluminó todo y a todos. Akane, al notarlo, volvió a levantarse y entonces sí que no pudo contener los gritos de auxilio: el cuerpo de Shizuka yacía inerte en la tierra, cubierto de raíces que la atravesaban, la envolvían y buscaban a tientas más piel a la que aferrarse.

¡Los jubbokos han llegado hasta aquí!, pensó de inmediato, apartando la viva imagen de lo bizarro a su alrededor. Ahora le importaba poco si los yôkais venían a torturarla; las raíces estaban por todas partes..., ¡por todas partes! E iban a chuparle la sangre tal y como lo habían hecho con Shizuka, y también con Ichimaru.

Las palabras de Yakumo se repitieron en el ambiente:

Un jubokko le ha robado la sangre a Ichimaru. Y ahora no puede encontrar su cabeza.

Akane profirió una palabrota y salió corriendo, pisoteando a varios seres en el proceso. Resultaban viscosos y escurridizos contra la planta desnuda de sus pies, y aquello le provocaba arcadas que tan solo era capaz de tragarse.

Tenía pánico de mirar atrás y ver lo que podría estar esperándola. Daba zancadas que hacían temblar el infierno, como también hacían temblar la cabaña. Y el eco que bailaba después entorno suyo le causaba ese pensamiento histérico, propio de cualquier humano asustado: Algo me está siguiendo. ¡No son solo los jubokkos! El jikininki..., ¡el jikininki me ha...!

Incluso se le pasó por la cabeza que podría ser su hermana, convertida en un yûrei y clamando venganza.

¿Por qué no me dejaste en paz, Akane?, diría, a dos palmos de su espalda y persiguiéndola a una velocidad inhumana. Seguro que aún llevaría sujetas las raíces vampíricas a su cadáver de novia sin desposar...

Un escalofrío le recorrió la nuca al imaginársela y aceleró el paso, destrozándose las piernas. El dolor del cansancio y la falta de movilidad física a lo largo de estos años le subía por los tobillos y se retorcía en su cadera. De nuevo, el sudor empapaba su cuerpo y apenas podía parpadear entre jadeo y jadeo. Estos asemejaban intercalarse con aquella luz llameante que provenía de ninguna parte. También escuchaba a la clase de gérmenes removerse en una agonía perpetua, a sus rodillas crujir con cada paso que daba o a sus pies estamparse contra algo que a veces le parecía una parte de los jubokkos..., y otras no.

Angustiada por todo ese terror surrealista, Akane comenzó a chillar. Parecía querer quedarse afónica, y una brisa espectral salió a acompañarla con sonidos huracanados de fondo:

BZZZ-SHHH BZZZ-SHHH BZZZ-BZZZ-SHHH-SHHH

Otra vez un concierto de insectos sanguinarios le atacaba los oídos. Se los tapó mientras continuaba su amargura por aquella especie de túnel interminable. Sin embargo, no sirvió de mucho y las orejas gotearon sangre, avivando el zumbar de las raíces vampíricas en el entorno... Akane gritó con más fuerza, ayudando a sus enemigos a desgarrarla por dentro de un modo mucho más rápido y eficaz.

—¡Basta! ¡Ya basta! —dijo, deformando el rostro en horror tanto como lo había hecho Shizuka al verse arrastrada hacia el agujero. Ella y el yomi temblaban en un conjunto atronador. —No... ¡Noooo....! —Viendo que escapaba de sus garras, los jubokkos enredaron a sus hijos alrededor de la piel descubierta, por poco arremangándole el kimono azul que ahora solo representaba un estorbo. Akane agarraba a las sanguijuelas sin dientes y, prácticamente, se las arrancaba junto a voces desgarradoras: la mutilaban sin quererlo, dejándole un rastro decolorado y picajoso encima del pellejo. Y en cuanto se quitaba algunos, otros reaparecían de sus cenizas para intentar barrarle el paso. —¡Maldita sea!

Las llamas del inframundo se fundieron con ella en la pelea, pestañeando en su contra hasta que esta regresó a su carrera sin fin, libre de criaturas y con mil heridas a la espalda. ¿¡Es que jamás iba a acabar esta pesadilla!?

Debería haber dicho lo de su cabeza a todas para que... Debería haberlo hecho y no dejar que Shizuka lloriqueara por ello. Pero, incluso así..., ¡no me merezco este castigo! ¡No me lo merezco, no, no!

Siguió corriendo, a pesar de que la fatiga y los malos pensamientos comenzaba a hacerla decaer.

BZZZ-SHHH BZZZ-SHHH BZZZ-BZZZ-SHHH-SHHH

Los rugidos de las alimañas la perseguían sin la tranquila brisa, esa que había notado antes de bajar, cuando la curiosidad le atraía más que el raciocinio. El calor asfixiante le formaba un nudo en la garganta, dificultándole ya no solo caminar, sino también respirar.

—¡Dejadme...! —tosió, balanceándose de un lado a otro, todavía teniendo que enzarzarse con las entidades que, aprovechadas, se le envolvían alrededor de los dedos de los pies. —¡..., fuera, fuera! —Ni siquiera quiso echarles un vistazo para saber a dónde pegar; iba en una dirección ciega arrastrando a las raíces consigo. —No puedo más...

Y como si aquellas palabras hubieran conseguido lo imposible, el camino llegó, repentinamente, a su imposible fin; abriéndose paso una imponente sala ceremonial, antigua y repleta de lujos frente a la luz eterna. Akane abrió los ojos de par en par. Allí estaba su verdadero infierno: el jikininki junto a otro de los suyos, sonriéndole. Y la vieja Tamane arrodillada y sin la máscara, frente al yôkai más terrorífico existente. Todos la miraban, expectantes. Y ella solo pudo suspirar.

IV

Akane lo identificó como un santuario. Aunque faltaba la puerta Torii dándole la bienvenida o los komainus alzándose en defensa por algún lugar de la sala. Ni siquiera daba la sensación de tener un honden..., ¡incluso un haiden! Tan solo estaban las pesadillas, ridiculizándola con sonrisas macabras.

Jikininkis. La palabra le vino a la mente casi de forma automática. Pero no con miedo, sino con asco. El olor a putrefacción y a sangre seca le llegaba desde allí, asesinándole la napia, obligándola a arrugarla sin discreción. Escuchó a alguien reírse a su costa en consecuencia. Sin embargo, no supo de dónde provenía el sonido y prefirió ignorarlo...

Su madre la miraba directamente, pidiendo explicaciones y acomodada entre los monstruos. Soy yo la que debería pedirte explicaciones, bruja... Pero eso ni siquiera era lo preocupante. El rostro de la vieja Tamane se había deformado en piel y huesos, en una cara esquelética y quemada por las llamas. La máscara que siempre llevaba puesta no estaba por ninguna parte. Aunque Akane procuraba no mirar demasiado a su alrededor. La criatura a la espalda de Tamane era gigantesca, musculosa y atemorizante. Sabía que si la veía a los ojos ya nunca nada podría volver a ser igual. Así que los clavó en el vestido rojo y entreabierto de la vieja, a veces atreviéndose a subirlos hasta la barbilla puntiaguda y pelada por un sol inexistente. ¿Qué es todo esto? ¿Qué...? Shizuka. ¿Dónde está Shizuka cuando...?

—Akane, ¿es que acaso no escuchaste el final de la historia? —La voz de su madre le hizo tener escalofríos. Sonaba desgarbada y chillona, como la de un demonio menor que se creía intocable. La respiración apagada de los jikininkis empezó a cubrir de niebla el ambiente, a balancear de un lado a otro la sala ceremonial..., o eso le pareció.

Me estoy mareando... Maldita sea, ¿dónde está Shizuka? ¿Y Yakumo? ¿Dónde están todos?

—Nunca oyes nada de lo que te digo, Akane. Igual que Ichimaru —dijo Tamane, alzándose de su sitio sin dificultad. No había ni rastro de la mancha negruzca y violácea en su pierna, ni del bastón que tanta falta le hacía a la hora de caminar; permanecía recta y perfecta en el aire. —... Y por eso os pasa lo que os pasa: por no escuchar atentamente.

—¿Qué? —No entendía nada; los ojos le bailaban en círculos, al ritmo del santuario. Su madre se había transformado en un ente difuminado y venenoso que hablaba de más.

—Todo es culpa de Hisao —continuó.

—¿Qué?

—Si no os hubiera metido esas tonterías en la cabeza... Pero no podía estar siempre pendiente.

—¿De qué estás...? —Se sostuvo el cráneo con fuerza, casi como si quisiera aplastárselo y borrar los miles de recuerdos que amenazaban con torturarla hasta la muerte. ¿Dónde están todos? ¡Ichimaru, Shizuka, Yakumo! Pero solo contestaron las risillas invisibles, intrigantes y de colegiala, desde alguna parte del infierno. Su madre también parecía estar a punto de echarse a cacarear en cualquier momento, mientras los muertos la seguían. El semblante goteo de la sangre en el suelo aumentaba su dolor de cabeza, igual que las respiraciones orgullosas del ser..., de aquel...

Tengo miedo..., ¡tengo mucho miedo! ¡No sé que está pasando!

—Deja de temblar así —le dijo la vieja, repentina y estricta—. Te abrirás la piel más rápido de lo previsto. Deberías haberme hecho caso... ¡Todos! La máscara te lo habría ahorrado... Aunque ni toda la magia del mundo hubiera podido detener el proceso por tanto tiempo.

¿Qué?

Akane levantó los brazos y, sin doblar los codos, se observó atentamente los cortes en ellos; las heridas de los hijos de los jubokkos, que habían saltado hambrientos contra ella al invadir su territorio. Parecían ropajes rasgados desde los que apenas salía sangre, pero si risotadas interminables. El persistente mareo no la dejaba mirar con claridad y por poco se echaba a reír también. No obstante, solo logró una mueca deformada.

¿Qué dice? ¿De qué habla? ¡Vieja mentirosa! ¡Yama-uba famélica de poder! ¡Dónde están mis hermanas en un momento como este!

—Pareces perdida, hija. —Tamane ensanchó las arrugas momificadas de su rostro, dándole un aire todavía más perturbador— Estás como una cabra, ¿por qué sonríes así? ¿No escuchaste el final de la historia? ¿No ataste cabos tú sola? Supongo que siempre me necesitaréis.

Los jikininkis jadearon en busca de carcajadas que emitir, pero solo surgió de ellos un lamento silencioso, más propio de niñas pequeñas que de muertos vivientes. Y Akane, invadida por las risas de su interior —que le provocaban cosquillas desagradables—, los imitó sin quererlo. Sintió las heridas abrirse como pellejos corruptos que se doblan sin parar, intentando revelar lo inevitable.

Akane alzó los ojos y los clavó en el yôkai más terrible de aquella sala. Esta vez solo la locura dominaba sus miedos, abriéndolos de par en par y transformándola en invencible.

¿Pero qué es esto?

—Y entonces el oni se encontró con una mujer. —La vieja Tamane se erguió con orgullo y continuó su historia— Ella se aferraba a su hijo pequeño, temblando entre los cadáveres de su familia desdichada, destrozados por aquella bestia que todos nombraban infame. Y aunque nunca lo hubiese creído posible, ese oni tan poderoso y especial la deseó como nunca antes había deseado la violencia de su especie.

Su hija se retorció ante ellos... Ya no había marcha atrás.

—Así que la dejó vivir. A ella y a su retoño, ambos suplicantes. Los dejó vivir si a cambio ella le daba...

La pausa los obligó a escuchar: algo se acercaba tras Akane, reclamando entre sollozos.

—¡La descendencia de los Shikumori quedó manchada! —dijo la vieja— Y la mujer, de tan ambiciosa unión, solo tuvo monstruos por los que rezar, mientras su hijo, Hisao, quedaba expectante al otro lado de la habitación; esperanzado de salir algún día de aquella maldición y pasándola a la siguiente generación.

En pleno éxtasis, Akane comenzó a chillar. Tenía la visión clara y una sensación extraña a su espalda: no eran jikininkis, ¡eran sus hermanas!

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