Flores rojas para Naoko (Alphard Star)
I
Naoko Koizumi siempre había arrastrado la estela de la mala suerte a sus espaldas. Era la cuarta hija de una cuarta hermana, y había nacido un cuatro de abril a las cuatro de la tarde. Por esta razón, allá adonde iba todo el mundo procuraba mantenerse a una distancia prudencial de ella, temerosos de que la mano de la mala suerte alcanzase sus almas. Su nombre, siempre que alguien se veía en la obligación de mencionarlo, era pronunciado en apenas un susurro. Desde pequeña, sus compañeros de escuela la habían apodado con el sobrenombre de «Shi», y por mandato de sus madres jamás se acercaban a la chiquilla.
Por fortuna, Naoko siempre había sido una persona solitaria, y no le importaba el aislamiento que sufría; de hecho, le divertía el ser temida por una superstición. Sentía que tenía el control, que unas pocas palabras bastaban para conseguir aquello que quería. Acabó apropiándose el apodo de «Shi» y lo convirtió en su nombre.
Cuando Naoko cumplió diecisiete años, encontró cuatro regalos escondidos en un armario de su cuarto. «Feliz cumpleaños, Naoko», rezaba un papel escrito con tinta roja, justo al lado de cuatro higan, las flores rojas del infierno. Nunca había sido supersticiosa, pero no pudo menos que estremecerse al encontrar dos signos de muerte guardados en su armario: su nombre escrito con tinta escarlata y las cuatro flores rojas. Sin embargo, pasado el susto inicial, Naoko decidió no darle demasiadas vueltas al asunto, y tanto el papel como las flores acabaron en el cubo de la basura.
Pasó la noche en vela, dando vueltas en la cama, el estómago revuelto. Intranquila, decidió levantarse a beber un vaso de agua. El pasillo estaba oscuro, y tan solo la pequeña bombilla del recibidor permanecía encendida con su débil luz anaranjada, costumbre de sus padres por miedo a los ladrones.
Su respiración acelerada, el rápido latido de su corazón y el frío sudor que recorría su frente eran fruto del temor latente en su interior. De pronto, una sonrisa curvó sus labios. ¡Qué estúpida era! ¿Cómo podía tener tanto miedo por lo que debía de ser una broma de alguno de sus hermanos? Resultaba incomprensible para ella misma cómo la serena y astuta Naoko podía haberse alterado tanto por unas estúpidas letras y cuatro florecillas rojas. Tuvo ganas de echarse a reír, y, ahora más relajada, entró en la cocina y se sirvió un vaso de agua.
La sensación de calma huyó tan rápido como había venido en el momento en el que una gélida mano se apoyó en su hombro. Un grito quebró la garganta de la muchacha, grito que fue ahogado por unos dedos largos y delgados.
—¡Naoko! ¿Qué coño haces? —susurró una irritada voz femenina muy cerca de su oído—. Vas a despertar a mamá y a papá—. ¿Por qué estás despierta?
Los latidos de su corazón se calmaron cuando hubo comprobado que se trataba de Kyo, una de sus hermanas mayores.
—Es solo que... —sacudió la cabeza, mesándose nerviosamente un mechón de pelo— no podía dormir.
—Bueno, pero no hacía falta gritar. Que ni que un Oni hubiera entrado para robarte el alma —rio—. Pensaba que tú no creías en esas cosas, Shi.
Naoko no respondió, se limitó a lanzarle una glacial mirada y dio media vuelta para volver a su cuarto. Sin embargo, antes de que siquiera pudiera salir de la cocina, escuchó unos pasos rápidos que se dirigían a la estancia. El rostro de su madre, crispado en una mueca furibunda, se asomó por la abertura de la puerta.
—¿Y ese grito a mitad noche? ¡No sabéis el susto que me habéis dado, pensaba que habían entrado los ladrones! ¿Pero qué os habéis creído? ¿Que no sabéis que hay gente durmiendo?
La culpable aguardó callada, con la mirada baja, a que pasara el ataque de ira de su madre. Kyo, en cambio, tenía una sonrisa burlona en su boca y apuntaba con el dedo a Naoko, delatándola.
—Imbécil... —masculló Naoko entre dientes.
—¿Qué has dicho? —inquirió la madre desde la puerta. Sus ojos parecían más sagaces que nunca, con aquella extraña llama bailando en el fondo de sus pupilas.
—He dicho que yo no he sido —refunfuñó la joven cruzándose de brazos—. Buenas noches.
Acto seguido, la muchacha se retiró a su habitación y cerró la puerta de golpe. Desde la cocina, su madre meneaba la cabeza en un gesto desaprobatorio.
A la mañana siguiente, los primeros rayos de sol se filtraron en la casa a la vez que, una vez más, los gritos emergían de las gargantas de sus habitantes.
—¿Qué demonios es esto, Naoko? —la despertó un agudo grito desde la cocina.
Una somnolienta adolescente de marcadas ojeras se deslizó a duras penas fuera de su cuarto. Cuando entró en la cocina, se llevó una desagradable sorpresa.
Junto al cubo de la basura, su madre, que levantaba en una mano un papel con su nombre grabado en tinta roja y cuatro flores del infierno.
—Si esto es alguna bromita tuya... ¿tienes... idea... de la mala suerte que estás trayendo a esta casa? —gritó una vez más.
Pronto, el resto de la familia asomaba la cabeza por la puerta, intentando averiguar lo que pasaba.
Naoko bufó.
—No lo sé, pregúntale a mis hermanos. Lo encontré ayer en el armario de mi habitación.
La mujer levantó la cabeza, alarmada, y se giró bruscamente hacia las tres cabezas que asomaban por la puerta.
—¿Habéis sido vosotros, idiotas? ¿Ha sido alguno de vosotros el graciosito?
Ninguno de los tres jóvenes osó levantar la cabeza, y todos negaron la acusación al mismo tiempo.
La madre retrocedió unos pasos, y su rostro empalideció. De pronto, alzó bruscamente la cabeza para mirar a su hija.
—Haz las maletas y ven conmigo —masculló.
—Pero... —balbuceó Naoko.
—¡Ya! —gritó la señora con tono imperante, escupiendo el fuego de un dragón.
La joven, sin saber a qué se debía la extraña reacción de su madre, decidió que no era momento de desobedecer órdenes. ¿La estaban echando de casa?, pensó asustada. Un leve temblor recorrió su cuerpo.
Media hora después, la muchacha aguardaba frente a la puerta del vestíbulo.
—Sígueme —gruñó su madre, saliendo a la calle.
—¿A dónde vamos? —quiso saber.
No obtuvo respuesta.
Ambas mujeres recorrieron numerosas callejuelas, Naoko siempre rezagada tras su madre, arrastrando el peso de su maleta con ella. El empedrado del suelo no se lo ponía nada fácil.
—¿Por qué no vamos por las calles principales, que están mejor pavimentadas? Me duele el brazo —se quejó.
De nuevo, Akiko hizo caso omiso de ella.
—Eh... ¿por qué me ignoras?
—¡Esto es serio, Naoko! ¿No lo entiendes? —se giró hacia ella con los ojos muy abiertos.
La joven se cruzó de brazos.
—Si no me lo explicas, no.
Siempre sin dejar de caminar, Akiko bufó.
—Vale, está bien. Naoko, ya sabes que siempre te ha perseguido la maldición del número cuatro, shi.
—Eso son tonterías —se burló la chica.
La mujer negó con la cabeza.
—Nunca vas a cambiar, ¿eh? Hasta que no te pase algo grave, no te entrará en esa cabeza tuya la importancia del asunto. —Suspiró—. Mira, Naoko: hasta ahora siempre lo he dejado pasar, pero ese regalo que ha aparecido misteriosamente en tu habitación ha sido la gota que colma el vaso. No sé qué significa, pero nada bueno seguro. Los dioses te han abandonado, y los demonios buscan tu alma, tienen sed de sangre. No solo eres un peligro para nosotros, también para ti misma.
—Lo que tú digas —rio Naoko poniendo los ojos en blanco—. Pero ¿adónde me llevas? ¿A algún asilo de gente supuestamente maldecida para que no me tengas que soportar nunca más?
—¡Naoko! —masculló Akiko, alzando el tono de voz—. Te llevo a ver a sensei Fudo. Te vas a convertir en su discípula, y vas a vivir en su santuario.
La sonrisa de los labios de Naoko se esfumó tan rápido como había aparecido.
—¿Qué? ¿Me llevas a ver a un monje? Pero... ¡estoy estudiando en el instituto! No querrás que...
Akiko se tornó seria.
—Tienes diecisiete años, Naoko. A tu edad ya hay muchos adolescentes que están trabajando. Vas a abandonar tus estudios para ponerte al servicio de un antiguo samurai experto en el tema de yokai y demonios. Siempre ha sido amigo de la familia, ¿me oyes? Él te curará tu maldición.
—¡No puedo creerme que en pleno siglo veintiuno todavía creáis en todas esas basuras! Así que, por culpa de unos estúpidos fantasmitas, ¿tengo que abandonar mis estudios?
La mujer, viendo la reacción de su hija, pensó que era mejor idea callarse que seguirle el juego. Así pues, madre e hija anduvieron el resto del trayecto en silencio.
Akiko se detuvo frente a un templo de proporciones modestas, las heridas del tiempo se apreciaban en la pintura roja desteñida, en ocasiones pelada. Un agradable aroma a incienso emanaba del interior del edificio.
—Ven —repitió Akiko por enésima vez aquel día.
Naoko gruñó y la siguió al interior, aunque sin poder evitar mirar a su alrededor con creciente curiosidad. Algo en su interior le decía que si la iba a dejar bajo la protección de un monje trastornado era, no por su propio bien, sino por el bien de la familia. Todos le temían, después del desafortunado evento todavía más. ¿Quién era el maldito que le había gastado esa broma y había arruinado su vida? Ni siquiera había podido llevarse el móvil con ella, su madre se lo había prohibido e incluso le había revisado la maleta por si acaso. Lo único que tenía claro era que se iba a aburrir, y mucho.
Por estos prejuicios establecidos en su mente, lo que menos esperaba era encontrarse con la cabeza de un hombre de mediana edad encerrada en una vitrina de cristal en el santuario del que, como imaginaba, sería un amable ancianito anclado en las tradiciones de su juventud.
Un grito escapó de su garganta. Para su sorpresa, Akiko mantenía la calma.
—¿Me vas a dejar a cargo de un psicópata? —se encaró con su madre—. ¡Mira! —exclamó, señalando la cabeza—. ¡Es un asesino!
A pesar de sus palabras, el morbo era más poderoso que su temor. No pudo evitar acercarse, víctima de la curiosidad, a la cabeza cortada. Los ojos del hombre permanecían abiertos en una mueca horrorizada, su boca, tensa en lo que parecía ser el principio de un aullido de dolor. Una gota de sangre se había secado en su mejilla, y ahí permanecía, años después del crimen perpetrado.
Una tosecilla cortó el pacífico silencio que envolvía la sala.
—¿En qué puedo ayudaros? —inquirió un hombrecito de corta estatura, vestido con un edoten teñido de un azul espeso. Una cicatriz cruzaba su rostro, y sus ojillos saltaban, perspicaces, de Naoko a Akiko. De pronto, la alegría iluminó sus pálidos rasgos—. ¡Anda, pero si eres tú, Akiko! ¿Qué tal tu familia? ¿Todos bien?
La mujer asintió vagamente, y murmuró:
—Verás, se trata de un asunto importante. Mi hija...
De repente una voz chillona interrumpió la conversación.
—¡No pienso quedarme a cargo de un asesino! ¡Estáis todos locos!
—Un... ¿asesino? —se sorprendió el hombrecillo. Sin embargo, en cuanto vio la cabeza expuesta en una vitrina, una estrambótica risa irrumpió en sus labios—. Eso no es una cabeza humana, niña. Es la cabeza de un rokurokubi que vencí en mis años mozos.
—Un... ¿rokurokubi? —repitió.
—Sí —asintió el anciano—. Un rokurokubi es un yokai que se disfraza de humano. Por las noches, su cabeza se separa de su cuerpo, su alma se separa de su físico, y corre en busca de sangre. Solo existe una manera de vencerlos: esconder su cuerpo para que, cuando amanezca y quiera volver a su disfraz, no pueda. —El curioso hombrecillo volvió a reír—. Será tanta su rabia que acabará golpeando la cabeza contra el suelo hasta morir.
Naoko bufó.
—Ya empezamos con los cuentos de hadas... ¡estoy harta de todos vosotros! ¡Sois unos lunáticos!
El anciano alzó una ceja.
—¿Y esta es tu hija, Akiko? Si sigue siendo tan escéptica, el futuro no le deparará nada bueno.
Akiko asintió.
—Así es —reconoció.
Naoko se cruzó de brazos, ofendida, pero no volvió a pronunciar palabra, ostensiblemente amenazada por la poderosa presencia del anciano de la cicatriz que su madre había presentado como sensei Fudo.
—¿Y qué te trae por aquí, Akiko? ¿Qué decías?
La mujer suspiró.
—Mi hija nació con la maldición del número cuatro a sus espaldas. Ya sabes lo que quiero decir... —farfulló—. Bueno, la niña ha vivido una vida más o menos normal hasta ayer, el día de su cumpleaños. Parece ser que encontró una hoja con su nombre escrito en tinta roja y cuatro flores del demonio en su armario. Nadie sabe quién las dejó allí.
—Oh... Ya veo —murmuró el anciano.
—Vengo a pedirte tu ayuda. He pensado que, si dejaba a mi hija a tu cargo, como discípula, encontrarías la manera de librarla de su maldición. De sacar los espíritus malditos que guarda dentro de su cuerpo.
—Entiendo... —dijo sensei Fudo. El hombre se paró a reflexionar durante unos instantes antes de atreverse a hablar—. Está bien, creo que podría aceptarla bajo mi cuidado. Habría que tener mucha paciencia, sí, pero con tiempo todo podría hacerse. Eso sí, para ello tendría que abrir esa mente tan cerrada que tiene. De lo contrario... no habrá nada que hacer, y cualquier día vendrá un yokai o un demonio a llevarse su alma.
La mujer asintió con un gesto de preocupación marcado en sus rasgos.
—¿Oyes, Naoko? Vas a tener que aceptar tu problema, ¿eh? Hazme caso por una vez, tu vida corre peligro.
La sonrisa burlona se materializó de nuevo en sus labios.
—Claro —masculló con sorna.
Akiko agitó su cabeza, nerviosa.
—Bueno, veo que no hay nada que hacer. Por lo menos, alejándola de nosotros habré salvado el alma de nuestra familia —se disculpó—. Ayúdala, por favor. Salva a mi hija.
Sensei Fudo juntó las palmas de sus manos y se inclinó en una reverencia con una bondadosa sonrisa que brillaba en sus ojos.
—Lo intentaré, Akiko. Lo intentaré.
La mujer esbozó una mueca intranquila, e iba a acercarse a su hija pequeña para darle un beso de despedida cuando pareció pensarlo mejor y retrocedió.
—Adiós, Naoko —consiguió decir con lágrimas en los ojos—. Adiós.
La joven todavía no conseguía entender lo que acababa de pasar, y seguía con aquella extraña sensación de que todo era un sueño, o una pesadilla, según se mirase.
Por ello, desafió sus propias convicciones al murmurar entre dientes:
—Baku kurae! Baku kurae! Baku kurae! —Trató de invocar al yokai que devoraba las pesadillas.
Nada pasó.
Naoko levantó la cabeza con una extraña expresión en los rasgos, los puños apretados casi con rabia.
Su madre ya se había marchado, y todo lo que quedaba de ella era su suave perfume a rosas todavía flotando en la estancia, entre el incienso.
II
Naoko inspiró hondo mientras frotaba con furia el húmedo paño contra el suelo de madera. Apenas era su segundo día viviendo en aquel templo al servicio del enigmático sensei Fudo y ya estaba harta.
—Primero deberás limpiar el templo. Cuídate de que no quede una mota de polvo —le había advertido.
Cómo no, la chica no había podido reprimirse.
—¡Pero qué te has pensado! —exclamó, rompiendo toda fórmula de educación—. ¿Que soy criada? ¡Límpiese usted su casa!
El sensei no había perdido la paciencia en ningún momento.
—Verás, Naoko. Es por tu bien —aclaró con benevolencia—. Entrenando tu paciencia conseguirás dar el primer paso contra los demonios que rodean tu alma desde pequeña. Debes obedecer mis órdenes, ¿me escuchas? Solo así conseguirás sobrevivir.
Muy a regañadientes, se dio cuenta de que no tenía otra opción que obedecer al maldito anciano. Después de todo, no tenía ningún lugar al que ir si el sensei decidía echarla del templo.
Y allí se encontraba, fregando con rabia su nuevo cuarto, vestida con un edoten blanco, color de la pureza, que el sensei le había prestado.
Cuando cayó la tarde, la adolescente se dejó caer, agotada, sobre el futón. Naoko había cerrado los ojos y su mente volaba muy lejos de allí cuando, de pronto, escuchó una voz que susurraba su nombre.
La chica se despertó, sobresaltada, y abrió mucho los ojos, mirando con suspicacia a su alrededor. No tardó en descubrir aquellos ojillos brillantes que la observaban desde el panel entreabierto. Reprimió un suspiro cuando comprobó, para su alivio, que se trataba del sensei.
—Al encontrarte tan ociosa —empezó a decir el pequeño hombrecillo—, me preguntaba si te importaría salir a comprar. Pensaba cocinar ramen esta noche, pero no me quedan fideos.
Una sonrisa se dibujó en los labios de la chica. Por fin iba a poder salir, aunque fuese un momento, de su prisión.
—No, no me importa —respondió, incapaz de ocultar su alegría.
Antes de que pudiera darse cuenta, se vio fuera del templo, unos cuantos yenes en su bolsillo. Trotó por las pequeñas calles de la ciudad, dirigiéndose a la avenida principal. Cruzó por su mente la idea de volver a casa y rogarle a su madre, poniéndose de rodillas si hacía falta, que la sacase del templo; sin embargo, pronto se deshizo de este propósito, recordando las palabras de su madre, la mirada temerosa que había chispeado en sus ojos. Y comprendió que no la dejaría volver. No hasta que la supuesta maldición que la perseguía se hubiese deshecho.
—¡Ten más cuidado! —le gritó una mujer encorvada cuando Naoko chocó con ella por accidente.
—Lo siento —se disculpó.
Y siguió trotando hasta que vio frente a ella las luces neón que anunciaban la entrada del supermercado.
La noche ya había caído cuando la chica salió con el paquete de fideos en una mano y el dinero que había sobrado en la otra. La amplia avenida solitaria, ahora revestida del triste gris de la noche, se extendía frente a ella. Un agradable olor a sushi flotaba en el ambiente. Naoko no tardó en darse cuenta de que provenía del elegante restaurante de la esquina.
La chica sonrió, y se imaginó a sí misma sentada en una de aquellas mesas redondas, engalanada con una flor roja en el cabello, como la que llevaba la mujer que no paraba de mirarla desde el otro lado del cristal. Naoko frunció el ceño. ¿Se conocían? Ella, desde luego, no recordaba su rostro.
Sacudió la cabeza, intrigada, y se internó en un estrecho callejón rodeado por ambos lados de vetustas construcciones torcidas que parecía que desafiaban las leyes de la gravedad. Naoko arrugó la nariz. A la luz del día, la callejuela no le había resultado tan tétrica. Era curioso cómo la oscuridad podía cambiar tanto el aspecto de cualquier objeto.
Apretaba con fuerza el paquete de fideos bajo el brazo, temerosa de que algún delincuente pudiera aparecérsele en su camino, cuando un lastimero sollozo interrumpió el hilo de sus pensamientos. Alguien estaba llorando. La voz parecía la de una mujer, y Naoko, conmovida, se giró en todas las direcciones, buscando con la mirada a quien se lamentaba.
Una joven vestida con un elegante kimono floreado gimoteaba unos pocos metros más lejos que ella. Naoko parpadeó. No se había percatado de su presencia al girar la calle.
—¿Está usted bien? —preguntó, aunque nada más formularla se dio cuenta de la estupidez de su pregunta. Era evidente que no estaba bien—. ¿Puedo ayudarla en algo?
La mujer interrumpió de pronto su sollozo. Se encontraba de espaldas a ella cuando, de pronto, levantó la cabeza y se giró, desvelando su rostro. Un grito escapó de la garganta de Naoko, que quedó paralizada de puro terror. Porque el rostro de la mujer estaba completamente en blanco, como una hoja de papel sin nada escrito.
El paquete de fideos resbaló de su brazo.
La mano de la mujer se alargaba para tocar a Naoko cuando la joven reaccionó y echó a correr tan rápido como sus piernas le permitieron. Un sudor frío perlaba su frente.
De pronto, el sollozo de la chica, que se había reanudado, se convirtió en el sollozo de un bebé que no abandonaba su cabeza. Mientras corría, Naoko se llevó las manos a sus oídos, tratando de no escuchar el terrorífico llanto. Volvió a gritar, pidiendo auxilio. No obtuvo respuesta, y, por mucho que corriese, el bebé seguía berreando dentro de ella.
La esperanza se reavivó en su interior cuando una débil lucecita alcanzó sus ojos. Se trataba de un hombre que rondaría los cincuenta, que caminaba sin rumbo. ¿Que por qué caminaba sin rumbo? Naoko no lo sabía, simplemente era un pensamiento que había clavado las garras en su corazón. Tal vez por su cabeza agachada o por la pesadez de sus pasos, cortos y lentos.
—¡Ayuda! —volvió a gritar la chica, dirigiéndose al hombre con la esperanza de que este pudiese hacer algo.
—¿Pasa algo, pequeña? —le preguntó el hombre, levantando la cabeza.
El terror paralizó una vez más los miembros de la joven al comprobar que aquel hombre tampoco tenía rasgos. Naoko retrocedió, al borde de la histeria, mirando en todas las direcciones y rezando a los dioses en los que nunca había creído.
Un brazo la apartó con fuerza y la tiró al suelo y, antes de que pudiese darse cuenta, junto a ella rodaba la cabeza sin rostro del hombre... o lo que quiera que fuese aquello.
Naoko contempló con la mandíbula desencajada al anciano de la cicatriz en el rostro que se erguía empuñando una katana desenfundada, ahora su filo cubierto de sangre, y al cuerpo descabezado caído en combate, cubierto por un charco de líquido escarlata.
Marcada por la impresión del momento, quiso gritar, pero la voz quedó congelada en su garganta.
—¿Estás bien, Naoko? —inquirió sensei Fudo con una expresión preocupada en el rostro.
La chica apenas logró asentir con la cabeza y, acto seguido, cayó redonda sobre el asfalto, desmayada.
Lo siguiente que supo era que se encontraba recostada sobre su futón con una taza de té en las manos.
—Has de tener más cuidado, Naoko —la reprendió el hombre—. Has tenido suerte de haberte encontrado con un Noppera-bō y no con un yokai más vengativo. Los Noppera-bō de normal solo buscan asustar. —Hizo una pausa y dio una palmada en el aire—. En fin, supongo que esto habrá servido para que se te cure tu escepticismo de una vez por todas.
Naoko parpadeó, todavía incapaz de creer los momentos de película de terror que acababa de vivir.
—Has... cortado la cabeza... de ese ser —balbuceó.
—Sí —respondió el anciano.
—Eres... un asesino.
—No. No son personas.
—Pero... no quería matarme, has dicho.
El sensei Fudo se encogió de hombros.
—Uno nunca sabe seguro lo que busca un Noppera-bō. He hecho lo que he creído mejor, y a mi parecer, he acertado. Podrían habernos seguido hasta aquí, e incluso tratar de colarse en el templo. ¿Eso te gustaría? —rio.
Naoko abrió mucho los ojos.
—¡No, no! Pero... —Cerró los ojos y rememoró la matanza, el charco de sangre, la cabeza sin rostro rodando cerca de ella, y sintió una arcada.
—No vayas a vomitar ahora, niña, que me ensucias la casa.
La chica frunció el ceño, pero no dijo nada.
—¿Te gustaría aprender a luchar con la katana? —propuso—. Solo su filo puede matar la esencia de un demonio o un yokai maligno y destruirlo para siempre. Estarías más a salvo.
Naoko se paró unos segundos a reflexionar, y recordó la imagen del Noppera-bō con el que se había topado en su camino. Un escalofrío la recorrió de arriba a bajo. Todo aquello en lo que había creído durante toda su vida se había deshecho como el polvo ante ella. Siempre había tenido el convencimiento de que los fantasmas, los yokai, los demonios no eran más que cuentos para asustar a los niños. Y, después de tanto tiempo... tenía ante ella la prueba de que había estado equivocada.
Aquel peligro que siempre le había parecido abstracto ahora era más real que nunca. Y no tenía manera de defenderse.
—De acuerdo —aceptó con determinación, poniéndose en pie de un salto.
Después de todo, no le quedaba otro remedio.
III
Habían pasado unos meses desde el tropiezo con el Noppera-bō, y ni Naoko ni sensei Fudo habían tenido otro encontronazo con una de esas criaturas sobrenaturales. El recuerdo de aquella noche se había difuminado en la memoria de la joven hasta el punto de que había llegado a pensar que todo habían sido imaginaciones suyas, o la broma de algún loco con ganas de asustar a algún transeúnte. Sin embargo, y por si acaso, se había esmerado en aprender el arte de la katana, e incluso había prestado atención a las explicaciones del sensei y a aquellas historias que un día habría considerado cuentos para asustar a los niños.
—Sensei Fudo, ¿cuándo podré volver a casa? —preguntó un buen día, harta del eterno cautiverio, de permanecer días y días encerrada en su habitación, entrenando en el salón y conviviendo con aquel peculiar hombrecillo.
—Cuando hayamos conseguido deshacernos de tu maldición —fue su única respuesta.
Naoko se cruzó de brazos y frunció el ceño.
—¿Y eso cuándo será? Yo creo que la maldición ya debe de haberse ido, han pasado muchos meses desde el encuentro con el... el... ser ese, como se llame.
—Noppera-bō —la ayudó el sensei con una sonrisa amable.
—Eso.
—Verás, Naoko... No te has librado todavía de tu maldición. No te librarás de ellas hasta que no hayas conseguido enfrentarte a los demonios que amenazan tu alma. Una vez les hayas derrotado, ya no tendrás nada que temer.
Naoko bufó.
—¿Y quiénes son esos espíritus que amenazan mi alma? ¿Cómo sabré que los he vencido?
—¿Recuerdas cuántas flores rojas encontraste en tu armario, Naoko?
—Sí... —vaciló la joven—. Cuatro, ¿no? —Pronunció el número con un leve temblor en la voz. Aquellos meses en el templo le habían enseñado a respetar algunas de las tradiciones de las que un día se había burlado.
El sensei sonrió.
—Pues son cuatro los espíritus a los que tienes que enfrentarte. Uno de ellos ya está vencido, el Noppera-bō, pero todavía quedan otros tres.
—Ya veo —asintió la muchacha con decisión, aunque en el fondo estaba muerta de miedo.
—Aunque claro que yo te ayudaré. —El hombrecillo trató de animarla—. Piensa que ahora sabes apañártelas con la katana, aunque todavía te quede mucho por aprender.
Naoko apretó los labios y movió la cabeza afirmativamente. Acto seguido, dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Ella no había decidido meterse en aquel lío. No había pedido a nadie vivir aquella pesadilla, antes hubiera preferido pasar el resto de sus días metida en la escuela. Se asomó a la ventana, la fresca brisa golpeando su rostro. Sintió ganas de dejarse los pulmones en un grito, un grito que le daría fuerzas para seguir con aquel embrollo en el que el destino la había metido.
Sus ojos se toparon con el enorme sakura, cerezo japonés, que se erguía en el patio. Sus ramas se enzarzaban en una eterna lucha entre ellas, entrelazándose entre sí, creando todas las formas imaginables. El suave rosado de las flores ponía una pincelada de alegría al triste paisaje. Por un momento quiso bajar al patio y enterrar su rostro entre las flores del árbol, aspirar su perfume, sumergirse en un onírico mundo de paz.
De pronto le vino a la cabeza la historia que le había contado el sensei. Al parecer, poco menos de un siglo atrás, cuando el cerezo iba a morir, un hombre al que la belleza del árbol había cautivado decidió intercambiar su vida por la del cerezo, y se suicidó acunado por las raíces del sakura. Su sangre bañó la tierra en una manta escarlata, allá donde ahora crecía una hierba roja como el líquido que una vez surcó por las venas de aquel hombre enamorado que dio su vida por la de un árbol.
Suspiró. Todavía se mostraba escéptica con muchas de las leyendas que el sensei le había relatado, pero aunque aquella historia se contaba entre aquellas en las que no creía, le había parecido muy bella. En su opinión, no había mayor acto de amor que atreverse a dar la vida por alguien o por algo.
Se sentó en el suelo y se paró a pensar. No tenía nada que hacer, y todavía quedaba un rato para la hora de la comida. Decidido: entrenaría. Se dirigió a la sala de entrenamientos, tomó la katana y comenzó a practicar una serie de fintas contra un enemigo invisible.
Se hallaba inmersa en la tarea cuando escuchó unos golpes en el panel. Sería el sensei Fudo, pensó. Corrió el panel y, para su sorpresa, fuera no encontró a nadie.
—¿Sensei? —llamó.
Nada.
Naoko había decidido que aquello no había sido otra cosa que un efecto del viento cuando sus ojos se dirigieron a un objeto que reposaba a sus pies. Un paraguas. ¿Cómo habría llegado allí?
Por un momento, la joven olvidó todas las advertencias de Fudo y se inclinó para recoger el paraguas. No bien sus dedos habían rozado el objeto que el paraguas se levantó sobre una pierna y un enorme ojo se abrió. Naoko quedó paralizada, observando con fijeza al ser. Era un karakasa.
El único ojo del karakasa no apartaba su mirada de ella. Su boca se curvó en una sonrisa asesina y, antes de que la chica pudiese reaccionar, una lengua larguísima salió disparada contra ella y la enrolló en un lazo mortal. El karakasa se lanzó sobre Naoko, queriendo devorarla. Su mandíbula se cerró en torno a su hombro, y la muchacha dejó escapar un chillido de dolor.
Sin embargo, cuando la boca del karakasa se levantó un instante, Naoko, impulsada por la adrenalina del momento, ya tenía la katana en alto y la lanzaba contra su contrincante. El karakasa trató de escapar. La katana de la chica rebanó su lengua con tanta facilidad como si fuese de mantequilla, y el músculo cayó al suelo. Naoko apretó la boca, tratando de vencer las náuseas, pues su vida dependía de aquel momento.
El karakasa, viendo que no tenía otra opción que luchar, trató de nuevo de hincar los dientes en algún trozo de piel de la chica, sin demasiado éxito. La katana de Naoko se adentró en su garganta, abriendo un tajo. Naoko la retiró y hendió el filo de su arma en el cuerpo del que momentos atrás no había sido otra cosa que un paraguas. Un alarido inhumano escapó de su boca y, acto seguido, el ser se derrumbó sobre el suelo, inerte.
Naoko jadeó, tratando de recuperar el aliento, y se dejó caer de rodillas, cerca del cuerpo. Maese Fudo no tardó en aparecer y, cuando vio el sangriento espectáculo, dejó escapar una exclamación.
—¡Un karakasa! ¿Estás bien, Naoko? —preguntó, dirigiéndose a la chica.
Naoko estaba cubierta de sangre de pies a cabeza, aunque buena parte de esa sangre no pertenecía a ella, sino al monstruo que ahora yacía en tierra.
—Más o menos —masculló—. Me ha pillado el hombro.
El ceño del sensei se frunció en un gesto de preocupación.
—Ven conmigo, te curaré la herida.
Naoko asintió, agradecida, todavía conmocionada.
En cuestión de minutos se hallaban en la cocina, sensei Fudo tratando aplicando una cataplasma de hierbas sobre la herida de la joven.
—Menos mal que has sido rápida —dijo el hombre—. Estos bichos suelen comerse a su víctima en cuestión de segundos, ¿sabes?
Naoko no dijo nada. Estaba temblando de miedo.
—Estoy harta de todo esto —lloriqueó—. Yo solo quiero una vida normal.
Sensei Fudo murmuró:
—Lo sé, lo sé... Piensa que ahora solo quedan dos demonios. Dos demonios más y toda esta pesadilla habrá acabado para siempre.
Aquella noche Naoko durmió intranquila, moviéndose de un lado a otro en la cama. Había pedido permiso al sensei para llevar la katana junto a ella, y ante el mínimo susurro de la noche, desenfundaba el arma de su vaina y la alzaba ante ella, temblorosa.
Serían las cuatro de la madrugada cuando, después de horas de insomnio, Naoko por fin cayó, vencida por el sueño.
Por eso no notó cómo una pata peluda rozaba su rostro, y tampoco notó cómo algo trataba de arrastrarla fuera del cuarto.
Despertó cuando las garras la arrastraban por el salón, cuando la fuerza del animal se tornó brusca de pronto. Naoko abrió los ojos y, para su horror, se encontró entre las patas de una araña gigante. Un grito escapó de sus labios y trató de llevarse la mano al cinto para extraer la katana. Sin embargo, las patas del animal se lo impidieron.
—¡Ayuda, socorro! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
La araña apretó más sus garras en torno a su cintura y aceleró el ritmo de sus pasos.
—¡Fudo! —llamó, justo antes de que el demonio saliera fuera del templo.
El sensei, alertado por los gritos, salió fuera de su cuarto con la katana en alto tan pronto como pudo. Exhaló un alarido de guerra al tiempo que se lanzaba sobre el demonio y clavaba el arma en una de sus patas. El demonio dejó escapar un chillido y soltó a su presa.
Naoko cayó al suelo, magullada por la altura, pero no tardó en levantarse y alejarse de la bestia, katana en mano. «Un tsuchigumo», pensó desde una distancia prudencial. El sensei se enfrentaba a la bestia con tanta energía y con una técnica tan impecable que Naoko pensó que allí no podría ser de mucha ayuda. Sensei Fudo no tardaría en vencer al demonio, que se veía incapaz de superar la barrera de la katana.
El animal, si así se le podía denominar, dejó escapar un nuevo alarido y, para sorpresa del sensei, saltó por encima de su figura y se dirigió, una vez más, a Naoko, que esperaba al tsuchigumo con la katana en mano.
Sin embargo, el demonio esquivó la defensa de Naoko con una facilidad envidiable y se lanzó sobre ella con las fauces abiertas. La chica no tuvo tiempo siquiera de intentar lanzar un último mandoble sobre la bestia, y algo dentro de ella supo que iba a morir. Cerró los ojos y se protegió la cabeza con las manos, invocando una y otra vez a los dioses, esperando el bocado que pondría fin a su vida.
Y, asombrada, comprobó que ese momento no llegaba. Levantó la cabeza, aturdida, para comprobar que la araña enorme había caído al suelo, una katana salía de su cabeza porque alguien la había clavado desde el interior del cuerpo.
—¿Sensei? —preguntó, aturdida.
Un aullido de horror escapó de su garganta cuando se percató de la pierna que sobresalía de las fauces entreabiertas del monstruo. La pierna del sensei, que caía con la pesadez de un muerto hacia fuera. Naoko se abalanzó sobre la boca del tsuchigumo muerto y trató de abrirle la mandíbula, aun sabiendo que todo esfuerzo era inútil.
En efecto, lo único que consiguió sacar de la boca del demonio fueron los restos de lo que una vez había sido el cuerpo de sensei Fudo. Una pierna por un lado, un brazo por el otro... Y la cabeza triturada, su rostro irreconocible. Sangre y más sangre, vísceras y otros restos.
Esta vez Naoko no pudo contenerse. Segundos después, un charco de vómito ensuciaba el suelo de madera.
IV
Retrocedió tambaleándose sobre sus pies. Jadeaba, sus manos apoyadas sobre sus rodillas y sus ojos muy abiertos, protagonista de la pesadilla. En apenas unos segundos cruzaron por su mente dos opciones: salir a la calle a pedir ayuda o quedarse a cobijo en el templo. Tras echar un vistazo al exterior a través de una ventana, la oscura noche tragándose todo aquello que se atrevía a entrar en ella, se decantó por la segunda opción.
Aferró con fuerza la empuñadura de la katana, susurrándole al filo del metal oraciones con la esperanza de que su voz llegase a los dioses que habían decidido aquel destino para ella; y, tras contar hasta tres segundos, echó a correr a toda velocidad en dirección al cuarto de baño, con la esperanza de encontrar un refugio. Cerró el pestillo tras ella y encendió la luz. Todavía temblando de puro terror, se echó sobre el suelo. Las lágrimas surcaban sus mejillas, pero ella no era consciente.
Todos sus músculos se tensaron cuando escuchó el burbujear de un líquido a su espalda.
Sin saber cómo, consiguió mantener la serenidad y levantó poco a poco la katana por encima de su cabeza. Se giró en dirección al ofuro. Sobre su superficie, de vez en cuando aparecía una nueva burbuja que se hinchaba hasta explotar, delatando a aquel ser que se ocultaba en su interior con la esperanza de saltar sobre Naoko aprovechando la ventaja del factor sorpresa.
En el ambiente flotaba una extraña calma, pensaba Naoko en el preciso momento en el que una especie de homúnculo verde, con un caparazón de tortuga que protegía su espalda, saltaba del agua y se lanzaba sobre ella con la boca abierta y los brazos extendidos por delante.
Naoko le esperaba con su katana desenvainada, que el demonio esquivó gracias a la inexperiencia de la chica. Se trataba de un kappa, uno de aquellos bichos verdes, como les llamaba Naoko, que se alimentaban de la sangre humana. Recordaba vagamente que el sensei le había explicado que existía una forma específica de vencer a uno de aquellos seres, pero por alguna razón no podía recordar sus palabras.
Mientras trataba de dilucidar la cuestión a ese problema, se dio cuenta de que su prioridad en aquel momento era defenderse fuera como fuese, apañándoselas de mala manera con la katana. Sin embargo, o el kappa era muy ágil, o Naoko era muy mala con la katana, quizá ambas, pues el ser se las apañaba para esquivar todas las estocadas de la joven, que ni siquiera llegaban a rozarle la piel.
Pronto Naoko se vio cara a cara con el ser, su mandíbula abierta de par en par dispuesta a hincar sus dientes en su brazo.
Su imaginación le jugó una mala pasada, dibujando frente a ella los mil y un posibles escenarios de su muerte. El horror fue tan grande que, justo cuando las fauces del homúnculo se cernían sobre el brazo, Naoko cayó al suelo, inconsciente, con el pensamiento de que había llegado su última hora y ni siquiera había podido defenderse por culpa de su ineptitud.
***
Su cuerpo estaba recostado sobre un colchón y un paño húmedo reposaba sobre su frente. Una cálida luz entraba a raudales por la ventana, yendo a posarse sobre sus mejillas, acariciando la punta de su achatada nariz. Nada más abrir los ojos se sintió desorientada. Lo primero que pensó fue que estaba muerta y aquello era el mundo que se ocultaba tras la frontera de la vida. Una vez se fue recuperando, pasados unos minutos, su escepticismo volvió a ganar la batalla e imaginó que todo había sido un sueño, que nada de lo que había pasado en aquellos meses había ocurrido, que había sido producto de su imaginación. Esta teoría cobró fuerzas cuando sus ojos se acostumbraron a la luz y se dio cuenta de que se encontraba en su habitación: no en la del templo, sino en el cuarto de su antigua casa.
Cuando el rostro de sensei Fudo apareció por la entrada de la puerta, se incorporó de un salto en su lecho y empezó a temblar de nuevo. La primera teoría, la de la muerte, volvió a tener sentido. Sin embargo, cuando vio que la persona que entraba tras el sensei era su madre, su mente, confundida, dejó de saber en qué creer.
—Hola, Naoko —la saludó Akiko—. ¿Has dormido bien?
Naoko no respondió. Su mirada saltaba alternativamente del sensei Fudo a su madre.
—¿Qué es esto? —consiguió decir, una vez recuperada de la sorpresa inicial.
La madre inspiró hondo y miró de reojo a sensei Fudo.
—Verás, cariño... Queríamos confesarte que todos estos meses has formado parte de un experimento.
La mandíbula de Naoko cayó.
—¿Qué?
—Como sabrás, el sensei Fudo y yo somos viejos amigos.
Naoko asintió.
—Pero sabes, él no es un sacerdote. Es dueño de un parque temático en Tokio.
—¿Qué? —repitió Naoko.
—Me contó hace unos meses que había tenido la idea de expandir su parque temático con una atracción dedicada a los yokai japoneses, implementando la inteligencia artificial en sus muñecos para obtener un resultado realista, todo con la intención de atraer a más turistas.
El sensei Fudo le tomó el relevo:
—Y le pedí a tu madre que si podía poner a prueba mi experimento con una de sus hijas. Se lo expliqué y le pareció buena idea utilizarte a ti. Decía que eras una niña muy incrédula y que podía ser una buena cura para tu escepticismo. Claro que no te puse en peligro —aclaró el no sensei—: el dolor que sentías cuando luchabas con uno de mis yokai era provocado por una descarga eléctrica, y la sangre era falsa.
Naoko seguía con los ojos muy abiertos, planteándose la posibilidad de contactar con las autoridades para pedir ayuda y que la sacasen de aquella pandilla de lunáticos.
—Estáis todos locos —murmuró entre dientes, y echó a correr hacia la puerta antes de que nadie pudiera detenerla.
FIN
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