Encuentros del más allá (Mauro J.F.)
I
—Tres... dos... uno... grabando —la mano del camarógrafo se movió veloz hacia abajo y se hizo el silencio. Un segundo después fue apartado por una voz pausada.
—Bienvenidos sean a una nueva de edición de... encuentros del más allá. Soy Rodrigo Clos y con mi equipo estamos aquí, en el famoso Jardín Japonés ubicado a las afueras de Montevideo. —Rodrigo extiende su mano todo alrededor y el camarógrafo la sigue filmando un paisaje de verde y celeste sin igual —. Un lugar hermoso durante las tardes, famoso por sus flores y plantas en el que toda la familia puede venir a pasar el día rodeada de la mejor naturaleza. Sin embargo —A conciencia el hablante se detiene, mira fijamente la cámara que ya había regresado a su posición y da un paso adelante —. Cuando cae la noche todo cambia y los cuidadores afirman haber visto, y escuchado, más de una vez...
—A esos negros de mierda —lo cortó la voz de Leo Steizner, el camarógrafo, quien apuntó con su cámara al suelo dando por terminada la toma.
—Qué decís pelotudo me cortaste la inspiración —se quejó atropelladamente Clos, suspirando y girándose en rededor siguiendo la mirada de Leo, quien observaba algo en la lejanía con el ceño fruncido.
A poco más de cinco metros pudo distinguir a dos personas, un hombre y una mujer, vestidos de manera bastante excéntrica que cuchicheaban sentados en un banco de madera bajo una columna de inmenso foco que durante el día permanecía apagado.
—Esos dos —dijo Leo por lo bajo —Te juro que estaban arrancando flores del cantero. Estoy seguro que los grabé —afirmó dando unos golpecitos a la cámara negra que sostenía —. Están robando a pleno sol. Hay que avisar a la gerencia o algo.
Clos observó con atención a los desconocidos. "¿Ladrones?" Pensó sintiendo una repulsión inmediata e inexplicable, como una corriente de electricidad que más bien lo quemaba por dentro. Odiaba a los ladrones.
A unos metros y sin percatarse de que era observado, el hombre adornado por un saco de lana muy amplió movía sus manos como si quisiera esconder algo dentro del mismo. Hablaba apenas despegando los labios y por la distancia no se le entendía nada.
La joven junto a él, de largo y lacio cabello castaño lanzaba miradas para un lado y para otro. Llevaba una camisa color piel y sobre ella un saco de lana blanca. Además tenía una falda a cuadros que cubría sus tobillos y unos zapatos de tamaño considerable y muy gastados.
—Voy a buscar un guardia —decía su camarógrafo y entonces Clos dejó de observar a la pareja para dirigirse a él.
—Tranquilo Boby —respondió sarcástico poniéndole una mano en el hombro. No quería problemas. —. Deja, deja que yo me encargo —Clos se dirigió de inmediato en dirección a la pareja, volviendo a observarlos justo en el preciso instante en que la muchacha fisgona lanzaba una mirada en su dirección y se topaba con los ojos del conductor.
Para entonces Clos ya iba hacia ellos a paso ligero, poniendo su mejor sonrisa. Esa que tan bien había ensayada tenía para las entrevistas y la cámara. "Hola pajarita" pensó sin despegar sus ojos de los de la mujer.
Esta le dio unos golpes al varón y él se volvió en dirección a Clos cuando ya los alcanzaba.
Los tres permanecieron en silencio, observándose, un segundo más del que Clos hubiera querido. Pudo ver que eran jóvenes, no más de veinte años, y se fijaban en él como niños descubiertos haciendo alguna maldad.
Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Buenas —dijo saludando, sin perder la sonrisa. —Disculpen chicos los molesto con una cosita. —Chasqueó la lengua —Naa, es una pavadita pero no sé si sabían que estamos grabando para "encuentros del más allá" ¿lo conocen? —señaló con el pulgar a su espalda donde estaba algunos miembros del equipo.
Un murmullo como de aprobación fue la única respuesta. Eso y los ojos, porque bien sabía Clos que ciertas miradas podían hablar para quien estuviera dispuesto a escuchar.
Esos ojos decían cosas, había reserva, ¿quizá miedo? Pero también una extraña sensación que surgió desde su vientre y no desde su mente. Lo estaban midiendo.
—Todos los viernes a las diez de la noche por el cuatro —decía apartando la vista.
La centró en el abrigo del hombre. Vislumbró entonces que de entre sus prendas surgía, a la altura del pecho y apenas visible una hoja verde. Sobre el pantalón le caían unos terrones de tierra. Tierra negra. Tierra fresca.
Como sintiéndose descubierto el muchacho se apretujó en el banco. La joven se adelantó, cubriéndolo con su cuerpo sin dejar de mirar a Gonzalo.
—Bueno... —retomó ignorando eso—queríamos ver si podíamos captar esta zona vacía del jardín para hacer unas tomas especiales. Sería solo por diez o veinte minutos, después pueden volver.
De nuevo la respuesta llegó tarde, no mucho, solo... un segundo más tarde de lo que debería. Tampoco fue en palabras, sino en un murmullo de aceptación, casi un quejido.
"¿Eso es un sí?" Pensó el conductor de televisión algo irritado por la dejadez de aquellos dos extraños.
—Muchas gracias —dijo con énfasis, sin perder la sonrisa, al tiempo que se daba media vuelta para regresar a la filmación. Se alejó ante la atenta mirada del muchacho y su acompañante.
Supo que iba a detenerse incluso antes de hacerlo. "Ladrones" repetía su mente sin cesar, "criminales" decía otra voz, dura y tan lejana que pareció casi ajena.
—Mira a mí no me interesan tus cosas, pero eso que estás haciendo no se puede hacer —arrojó dando dos zancadas y volviendo a colocarse delante de los jóvenes.
La misma mirada estúpida lo recibió y por un segundo creyó que le estaban tomando el pelo.
—¿Que? —preguntó finalmente el muchacho, con tal lentitud que pareció alargar la "e" del final. Clos exasperado se le acercó más, casi empujando a la mujer, y lo miró a los ojos como si de la cámara se tratase.
—Hay dos chances. Una, sos un mutante y te crecen hojas del pecho, en cuyo caso te quiero entrevistar para el programa, o dos, te estas robando los malvones del jardín japonés y me tomas por pelotudo, en cuyo caso voy a llamar al guardia y le voy a contar lo qué pasa. ¿Qué te pensas que es esto? ¿Un cantero de plaza? Este es el jardín japonés, un patrimonio de la ciudad, si rompes algo acá te lo hacen pagar y si no podes vas preso. Así de simple. —Clos había hablado con tal vehemencia, acercándose cada vez más al rostro asombrado del muchacho y escupiendo de forma cada vez más directa las palabras que le sorprendió no estárselas gritando a la cara mientras le apretujaba ese cuello lleno de tierra que tenía. —Entonces, ¿me vas a tomar por pelotudo o te vas a tomar el palo?
La boca del joven se abrió y se cerró un par de veces. Su garganta parecía una cañería vieja por la que el agua circula mal, así las palabras que pretendía decir nunca llegaron a pronunciarse.
—S...i, si —dijo finalmente aunque para entonces ya la muchacha que lo acompañaba lo había agarrado del brazo y se lo llevaba consigo casi a rastras.
—Disculpe —decía con casi la misma torpeza que el otro —Disculpe, disculpe.
Clos los observó irse ajeno a sus excusas.
Un hombre de la televisión aprendía a distinguir ese mundo subyacente a las palabras. El mundo de la imagen, del símbolo, del gesto. El mundo del lenguaje corporal del que las miradas formaban parte.
Por mucho que dijeran esos dos él sabía, sentía, la mirada que le habían dedicado antes de retirarse.
Un frío inexplicable le recorrió los hombros y la nuca. ¿Miedo? ¿De qué?
Como vino desapareció, tal y como doblando por el camino a lo lejos ya se perdían los dos jóvenes ladrones.
Las tomas habían salido "bastante bien". Esa era siempre la calificación del gran Rodrigo Clos. Nunca excelente, nunca muy bien o demasiado bien.
Ni increíble ni insuperable, no.
"Bastante bien" y punto.
Leo Steizner caminaba a su lado y lo venía escuchando como siempre, es decir, sin interrumpirlo más que para decirle las típicas frases que le daban pie a seguir hablando: "¿A sí?" "No te puedo creer", "Mira vos" y la que sin duda alguna era su favorita "¿vos decís?". A Rodrigo Clos le gustaba mucho que le pidieran su opinión y el camarógrafo no había tardado en percatarse de aquello.
Como tampoco había tardado en notar dos cosas fundamentales, la primera que aquel hombre era un verdadero pelotudo, uno con todas las letras y en mayúsculas, y la segunda que vendía. Si quería tener alguna oportunidad de crecer en una industria tan reducida como la uruguaya si o si tenía que asegurarse de permanecer a su lado, al menos hasta que apareciera alguna oportunidad de abandonar ese barco con rumbo a la isla hedonismo, en el archipiélago Narciso y pasando el mar "Soy genial" para adentrarse en las insoportables aguas del "Me amo".
Leo sonrió al pensar en eso.
Creía estar seguro de haber encontrado finalmente la oportunidad que tanto necesitaba. Algo que le permitiera despegar por sí mismo utilizando sus conocimientos como camarógrafo para grabar y hacer público algo mucho más interesante que el rostro de aquel imbécil y sus mentiras de fantasmas y monstruos.
—Te notó muy feliz —decía Clos a su lado.
—Sí, sí, me alegro de que hoy todo saliera bien —respondió Steizner de inmediato. Si por algún motivo se ensimismaba mucho en sus propias ideas y era muy visible que ignoraba a Clos solo necesitaba retomar alguna frase que este hubiera dicho y el problema se resolvía. —Salvo por esos dos raros lo demás salió todo como tenía que ser.
—Si, esos chorros de mierda. ¿Quién se pone a robar plantas? Encima se hacían los tontos, como que uno no se da cuenta de lo que están haciendo.
"See, apuesto a que vos te das cuenta de muchas cosas" pensó sonriente Leo.
—Lo importante es que fue una buena jornada —arguyó pero su acompañante todavía no había terminado.
—Ratas. Los ladrones son lo peor de lo peor, yo sé lo que te digo. Un tipo que roba es capaz de cualquier cosa. Eso es lo que la gente no ve. El tipo que mata, hacia eso y listo. El que le pega a la mujer, le pega y listo. Y si la mata pasa a ser un tipo que mata y ya.
Pero el que roba es el tipo sin ninguna clase de código, el que no merece ninguna confianza. Así como un día te roban, lo mismo te matan o te pegan y siguen como si nada. Habría que matarlos a todos. —Sentenció con total seriedad.
—¿Vos decís? —preguntó Leo y dejó que Clos continuara con su perorata sobre lo mucho que odiaba a los ladrones.
En lo que a él concernía el propio Clos era una suerte de ladrón o estafador. Con ese programa que decía haber inventado, "Encuentros del más allá", un título que ni siquiera él había pensado. La idea era suya, había sido siempre suya, y también el interés y los temas, investigar lo paranormal, lo increíble, lo asombroso.
¿Y que le había hecho cuando cayó en manos de aquel farsante?
Un programa dedicado puramente a un tipo que hablaba de fantasmas mostrando en cada nuevo episodio sombras con juegos de luces y ruidos producidos por la noche y esperando que la gente se tragara eso.
"Es aterrador porque tenemos pruebas de que es real" "Escuchen esta voz distorsionada y grabada como el culo que dura dos segundos" "Anuncia muerte, muerte para todos".
Eso había quedado de su brillante idea inicial.
Pero no, ya había tenido suficiente. Estaba harto.
¿A Clos no le gustaban los chorros y los quería a todos muertos? Bueno, que se aguantara entonces porque primero él y su vieja cámara tendrían que hacer una pequeña visita sorpresa a esos dos amiguitos del jardín japonés.
A partir de allí se vería quien cortaba las cabezas, y quien las mandaba a cortar.
Eran casi las once de la noche. La calle estaba vacía y Leo Steizner caminaba con prisa cargando la cámara y buscando con la mirada. Se había separado de su insoportable jefe hacía unos metros ya pero en lugar de dirigirse hasta su auto camino por los alrededores del jardín japonés buscando la casa.
Según había filmado antes no podía estar muy lejos.
Lo había visto después, una vez terminada la grabación del programa. Los dos ladrones de flores se habían escabullido por el camino de la derecha perdiéndose del ojo humano pero entonces la cámara había vuelto a filmar con el regreso de Clos y allí, todavía de fondo, Leo pudo captar como sus dos figuras lejanas se encaminaban por una verja de madera rumbo a una casa que se encontraba sobre el frente del jardín japonés.
"Lotería" pensó al percatarse de una casa de dos pisos, descuidada y con un jardín visiblemente carcomido por las hierbas descuidadas.
Allí estaba el portón de madera casi caído y las tablas destrozadas que fingían a modo de cerco.
Lo que vio cuando estuvo más cerca sin embargo lo convenció de que sus impresiones iniciales eran correctas.
Atadas a las tablas con lo que parecían trenzas largas de pelo negro y cano, habían desde huesos pequeños hasta partes de muñecos de juguete, sobretodo de esos "bebotes" con los que varias niñas solían jugar.
Allí tenía que ser, sin dudas. ¿Por qué más robaría alguien flores en un jardín como aquel? ¿Para venderlas? No es que existiera un gran mercado negro de plantas en el Uruguay, al menos no de esas. No.
No eran ladrones comunes.
Eran flores para rituales. Aquella era la casa de brujos, de macumberos.
Desde donde estaba se percató del resplandor de una luz encendida en la casa, en alguna parte del piso de abajo. Miró a los lados en busca de algún perro o de algún observador.
Nada.
Cámara en mano se apresuró a pasar bajo las tablas.
Aquella era su oportunidad de grabar de primera mano algo único. Un ritual de magia negra en vivo. Sonriente y seguro -verdaderamente feliz de no tener que estar enfocando el rostro vacío de Rodrigo Clos- pasó por debajo de las tablas y se adentró en aquella casa.
Las velas estaban en el piso, sobre los muebles, y en verdad por todas partes, al igual que el arroz, las patas de pollo, unos espejos y los lazos rojizos que adornaban en círculos alrededor de la vibrante luz.
Leo Steizner había conseguido un puesto privilegiado para grabar, justo detrás de una ventana a la que los miembros de esa familia daban la espalda. Desde su lugar reconoció al chico y a la muchacha de antes, más ahora los acompañaba una mujer delgada de rasgos duros, asiáticos, y cabello corto.
Los tres vestían largas túnicas amplias y pulcras de color azul oscuro y estaban arrodillados en el suelo con las manos tendidas al techo bajo.
Aunque no podía escuchar bien supuso que entonaban algún cántico.
En cualquier caso estuvo feliz de no escuchar, aquella escena le ponía los pelos de punta. ¿Que estarían haciendo realmente? No esperaba que sucediera nada pero... ¿y si sucedía?
Así permanecieron durante varios minutos y Leo obtuvo su filmación.
En algún momento vio cómo colocaban flores, las flores, con sumo cuidado sobre el improvisado altar.
Desde su escondite sonrió complacido. "Los tengo" pensó.
No se percató de cómo la mujer se inclinaba un poco como si estuviera escuchando algo y cuando está se dirigió al muchacho para decirle alguna cosa en secreto y este salió de la habitación Leo no se preocupó.
La cámara seguía grabando. Él quería tenerlo todo.
Para asegurarse de que enfocaba bien miró momentáneamente la pantalla.
Se le heló la sangre en el cuerpo. Creyó que su mente le jugaba una mala pasada. "Es el muchacho" pensó, "regresó sin que me diera cuenta".
Allí estaba la madre, la hija, pero la cámara grababa sentado sobre el altar mirando recto en su dirección, a un hombre de traje negro y facciones simplemente siniestras.
Leo levantó la vista de la cámara.
En la habitación solo habían dos personas.
Volvió a mirar la pantalla.
Tres.
Tres y el reflejo cercano de un pantalón y una silueta detrás de él.
El sonido de pisadas.
"El muchacho" pensó. "No fue el baño" pensó.
Pero ya era demasiado tarde.
Despertó a medias.
Penumbras, dolor y miedo era todo lo que podía percibir, lo primero a su alrededor, pero los dos consiguientes surgiendo de lo más hondo de su interior.
—¿Qué... pasó? —logró balbucear y entonces otra pregunta que escapó de su boca antes incluso de que estuviera seguro de lo que iba a decir. —¿Me van a matar?
—Se despertó —dijo una voz desconocida de ¿mujer?
—No, no. Sigue medio atontado. Le diste con ganas. Muy bien hecho —respondió una voz que ahora sí identificó como de mujer.
Volvió a quedar inconsciente y el suelo frío y duro sobre el que estaba le hizo pensar en un ataúd cerrado.
—No me maten —se escuchó murmurar. Todo daba vueltas y vueltas.
—¿Matar? Alguna vez lo hice sí. Pero ya no. La muerte solo tiene valor en la tierra de los vivos. Pero en otros lugares hay cosas más importantes. Cómo estás flores por ejemplo. No hay mejor forma de contactarse con un muerto, que no le digan lo contrario. —aquella voz canturreaba y Leo tenía miedo, quería vomitar, quería correr, quería despertar o dormir para siempre, pero lejos de allí.
—Sin embargo usted entró a robarnos, y eso no lo tomamos muy bien. Resulta que aquí los ladrones somos nosotros. Coleccionistas de almas. —Un movimiento —Creo que nos vamos a llevar muy bien —susurraron en su oído. —¿O no papá?
Y entonces Leo la escucho. Medio inconsciente como estaba. Inconfundible. Brutal. Absoluta.
—Si —dijo queda, la voz de un muerto.
II
La naturaleza es para los japoneses un complemento indispensable a la vida.
Mientras que a través de ciertas religiones (tales como el catolicismo) otros pueblos la entienden como inferior al ser humano, como algo a utilizar y explotar por derecho divino, el sintoísmo japonés se ha esforzado por aprender a convivir con ella. Precisamente son los "Kamis" o "espíritus de la naturaleza" aquellos que se alaban o temen a partes iguales, mezclando elementos naturales con aspectos divinos para dar forma a otra cosa, lo nuevo, lo enigmático, lo inexplicable.
Quizá sea este el lógico desenlace de conocer no sólo la cara beatífica que ofrece un suelo fértil, vientos suaves y lagos repletos de pescados para alimentarse y comerciar, sino también la terrible furia de sus terremotos, el aplastante poder de sus tsunamis y el grito atronador de aquellos volcanes que a modo de cordillera rodean ese gran archipiélago al norte del Océano Pacífico que es Japón.
Así, cualquier uruguayo que decidiera acercarse a camino Millán 4015, o más específicamente al predio conocido como "Quinta de Zúñiga", podía toparse con la forma física y real de esta idea convertida en atracción y enseñanza para turistas y orientales.
El jardín japonés.
Difícilmente podía ser definido de otra manera que no fuera la de una pintura demasiado hermosa y trascendente para ser real, pero no tanto para ser divina.
Era la obra de hombres y mujeres que desde los novecientos estuvieron trabajando allí, dejando su huella, su impronta, pero era también la suma de aquello que brindaba la tierra blanda, el sol de marzo, la lluvia y el viento de julio y agosto. Era productos químicos pero también insectos, creación guiada y sabiduría natural.
Por esto no se podía definir el lugar de una manera concreta pues el jardín japonés era hijo de dos padres, uno hecho de carne y hueso, y la madre aquella dadora de vida que en otros tiempos se había denominado pachamama.
Un sitio con identidades múltiples que podía enseñar orquídeas, cerezos, bambús, pero también ceibos y lapachillo, casi como una prueba viviente de las ilimitadas y diversas formas que la naturaleza era capaz de adoptar.
Hacia allí se dirigió muy veloz e impaciente Rodrigo Clos.
—¿Dónde está el gerente? —exigió saber en la puerta de entrada. El guardia que ya lo conocía le informó su ubicación y el muchacho se alejó en su busca sin decir nada más.
Esta vez no lo acompañaba su equipo de grabación.
Divisando al encargado de mantener todo aquel sitio con más de tres mil metros cuadrados en funcionamiento se acercó.
—Necesito ver las cámaras —ordenó, más que pidió, interrumpiendo al gerente que en ese momento se encontraba frente a un cantero con la tierra removida y hablaba con otros trabajadores.
—¿Dormimos juntos? —preguntó tranquilamente el otro.
—¿Lo que?
—Buenos días, ¿o dormimos juntos? —se aclaró el gerente.
—Ah, sí, sí, buenas. Necesito ver las...
—Y yo necesito tantas cosas —lo interrumpió el hombre —por ejemplo necesito saber quién entró anoche y se robó las orquídeas. Que seguramente sea el mismo, o los mismos, que vinieron la otra noche y se llevaron las clamidias. ¿Por qué la gente roba un jardín? ¿Tan bajo caímos? Y de paso, ya que hablamos de cámaras, no me vendría mal saber porque las precisas justo ahora y es que resulta que misteriosamente dejaron de funcionar desde ayer a la noche —. Esta vez el gerente se volvió hacia Clos y le clavó una mirada de pocos amigos.
El conductor se percató de que estaba siendo un atropellado. "Contrólate" pensó con todas sus fuerzas. Para despejarse observó a su alrededor. En efecto lo que al principio había creído era un cantero con la tierra dada vuelta ahora aparecía demasiado desprolijo como para ser obra de jardineros. Así que alguien los había robado...
—Mi camarógrafo —comenzó. —Leo Steizner. No sé nada de él desde ayer. Teníamos que juntarnos hoy de mañana pero no responde llamadas, no está en la casa, y resulta que según me dijo la novia ayer ni siquiera regresó. —Clos colocó su mejor rostro de preocupación, ahora ya más tranquilo. Solo imaginó que frente a él tenía una cámara grabando y le fue fácil —El último lugar donde estuvimos fue acá, filmando hasta la noche. Lo acompañé hasta afuera y fue la última vez que lo vi. Pensaba que por ahí las cámaras podían mostrar algo.
—Me encantaría ayudarte pero como te digo, están rotas. No sabemos qué pasó, los técnicos dicen que pudo haber sido una falla. Cables viejos, esas cosas. Mira, tengo mucho trabajo. ¿Por qué mejor no vas y haces la denuncia?
—¿Denunciar? ¿Denunciar que? No sé si desapareció o si está de fiesta y además para denunciar tienen que pasar cuarenta... —mientras hablaba Clos había subido la intensidad de su tono pero al mismo tiempo su mirada se posó en alguien a lo lejos y como el dardo en la diana un recuerdo vino a su mente clavándosele en el cerebro. —Sí, claro. Gracias. Eso voy a hacer. Perdona las molestias. —dijo y fingiendo su mejor sonrisa, se apartó del ocupado gerente que murmuró algo así como que todos los de la televisión estaba un poco locos.
En cualquier caso no siguió a Clos con la mirada para comprobar que saliera del predio, y eso fue una fortuna porque este tampoco lo hizo.
Con disimulo, mirando al suelo y subiéndose la campera de cuero lo máximo posible para cubrirle el rostro, Rodrigo Clos se fue acercando por el camino hasta aquella joven a la que había reconocido como la ¿hermana? ¿novia? Que el día anterior había sorprendido robando flores en el jardín. Claro que esta vez no se hallaba robando sino más bien sentada en un banco trazando alguna clase de diseño con una tiza y moviendo los pies sin tocar el suelo como una niña que canturrea sin decidirse a bailar.
Lo extraño sin embargo fue la sensación de Clos al mirar a la desconocida. No supo exactamente qué, pero había algo en ella que se había transformado.
"No", pensó, "Algo no. Todo".
Su cabello era como una cascada perfecta que caía hasta la delgada cintura y al mirarla uno no podía ignorar las pálidas piernas que asomaban de su vestido blanco con tirantes tan finos que parecían a punto de romperse en sus hombros pulcros.
El movimiento de la mano trazando lo que fuera en el banco, sus dedos finos, la piel que parecía brillar ante la luz del día, era casi como el cuerpo de otra mujer. Como la esposa sumisa que un buen día decide dejar atrás las cadenas que toda su vida la ataron y se transforma.
Clos estaba casi a su lado cuando ella levantó el rostro, lo miró fijamente, lanzó una sonrisita enseñando todos los dientes, y se lanzó a la carrera huyendo de él.
—No, espera —quiso decirle pero ella solo se volteó sin dejar de correr, sin dejar de reír, y se lanzó por entre las grandes cañas verdes oscuras del bambú.
Clos no lo pensó dos veces. Se detuvo sólo un segundo, antes de seguirla.
Lo hizo para comprobar que nadie más los estuviera viendo y aprovechar para mirar el diseño que aquella mujer había trazado sobre el banco con la tiza.
Eran cuatro puntos colocados como si de los extremos de una cruz se tratase, aunque sin la línea recta que los unía.
No le dedico más que una mirada pasajera y dispuesto a perseguir, sin saber muy bien porque, a esa Ninfa del jardín japonés, se metió entre las cañas como siguiendo el llamado de primitivas fuerzas que habían dormido en su interior por mucho tiempo y ahora comenzaban a despertar.
"¿Dónde estaba?" el pensamiento iba dirigido al desaparecido Leo, pero también a la extraña mujer... esa ladrona... que había visto internarse entre el bambú.
Rodrigo siguió un inconfundible rastro de hojas aplastadas y ramas apartadas a un lado. Aceleró su andar y pudo jurar que escuchaba el paso de aquella mujer más adelante aunque no podía distinguirla más que como un borrón blanco a pesar del sol de la mañana.
Tantos tonos de verde lo rodeaban que por un momento sintió adentrarse en otro mundo. Como si el tiempo hubiera retrocedido y aquel lugar fuera una selva primigenia.
Así fue hasta que su andar se detuvo.
Había salido del cañaveral y se encontraba en una especie de claro rodeado de árboles frutales y florecientes junto a canteros amplios rodeados con rocas, y justo en el centro un puente de madera pintado en rojo que cruzaba por un pequeño lago artificial y proyectaba sobre el mismo su larga sombra negra.
Como no podía ser de otra manera, pétalos y flores flotaban sobre la superficie del lago, y entre ellas la flor más bella que Rodrigo Clos hubiera recordado ver.
La mujer, cuyo vestido se pegaba con sensualidad al cuerpo humedecido, nadaba en el centro exacto del lago con el largo cabello cayéndole sobre los hombros, como una cascada repentina que acaba con el trayecto calmo de una mirada.
Rodrigo se vio cautivado, impedido de hacer otra cosa más que seguir observando y caminar, caminar como hipnotizado hasta esa mujer.
—Vos... sos la del otro día —murmuró con lentitud como si el esfuerzo de hilar esas palabras fuera demasiado. Dio unos pasos hacia ella mientras hablaba.
La única respuesta que obtuvo fue el brazo delgado de aquella, que se levantaba del agua como el cuello alargado de una mágica criatura de las profundidades y le señalaba directo a la cara con dedos seductores indicándole acercarse más.
Rodrigo así lo hizo.
—Te conozco. Es decir, ella te conoce —dijo la joven cuando el conductor de televisión estuvo más cerca, tanto que si hubiera avanzado más habría sentido el agua helada en contacto con su cuerpo. —Estas en sus recuerdos señor gritón —la mujer se acercó, y no nadaba, el agua se habría paso para ella.
—¿Qué haces? —fue la única respuesta de Clos. Sin pensarlo se arrodilló. Se vio reflejado en la superficie cristalina pero nada de aquello llamó su atención. Ni sus ojos desencajados, ni el rictus de precaución en su rostro, en medio de su mente se escuchaba una suave melodía que le impedía pensar.
Esa melodía, pudo saber, no era otra que la voz de aquella hembra.
—Supongo que no fue coincidencia. Su encuentro previo. Que extraño como se cruzan los caminos de los vivos y los muertos. —. Clos no supo cuándo pero un pestañeo la mujer que pronunciaba esas enigmáticas palabras en medio del lago apareció delante de su rostro, tan cerca que podía sentir su respiración, mirar las gotas de agua que se suspendían del puente de su nariz y caían, verle directo a los ojos, el alma.
Pero entonces por primera vez su mente adormecida fue capaz de... sacudirse.
Como un hombre dormido que escucha un ruido muy fuerte.
Al mirar aquellos ojos, directo a sus pupilas, las vio dobles como si detrás del iris hubiera otro. Algo imposible, antinatural. "Algo que no debiera ser" pensó pero el pensamiento se le pasó fugaz como una idea reprimida.
—¿Que estás haciendo? —preguntó en un susurro. Le temblaron los labios.
—Si... soy otra. No la que conociste. No la misma. Tomé prestado su cuerpo. Fue elegida con honores para participar de la fiesta. Ella fue elegida y parece que también vos.
—¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
—La fiesta de los muertos. —contestó con frialdad. Levantó sus manos mojadas "heladas" pensó Clos mientras lo rodeaban. Frías. Frías como una guadaña por el cuello.
Y era por el cuello, precisamente, por donde se las pasó.
—¿Que...? —intentó formular la pregunta pero sus párpados estaban demasiado pesados. Su mente demasiado saturada de un canto que no estaba allí. Que no podía estarlo.
—Estoy aquí para abrir la puerta —dijo con dulzura la voz que no era la voz de la mujer, sino otra, una que surgía desde unas profundidades insondables. Pozos tan oscuros y alejados que aquel lago parecía una gota de agua a comparación. —Y vos sos la llave —rugió en el último momento y tiró de Rodrigo con fuerza tal que antes de poder siquiera gritar ya el agua fría le cubrió la boca, la cara, y finalmente el resto del cuerpo mientras aquella aparición terrible lo arrastraba con facilidad hasta el fondo.
Intentó sacudírsela pero fue inútil, no tenía la fuerza.
Mientras se hundía en su mente ya no se oía una canción, sino más bien un grito desgarrador que no era más que su propio grito.
Lo último que escuchó antes de despertar fueron palabras al azar, inconexas e incomprensibles.
"Con un pie allá, y un pie acá". "Fiesta". "Diversión". "Muerte".
Abrió los ojos sintiendo todavía el frío del agua quemando sus cuencas, su impenetrable pared quitándole oxígeno, en el momento en que imágenes irreales pasaban por su mente como flechas.
Veía una especie de altar con flores. A una mujer encapuchada y a sí mismo (solo que ahora era mujer) en un espejo amplio. La habitación mal iluminada. ¡Leo! Su camarógrafo, que era... ¿arrastrado por un hombre? ¿Acaso eso que manchaba el suelo desde su cabeza era... sangre?
—Dale boludo ni se te ocurra morirte acá —.
Dos cachetadas fueron suficientes para hacerle entender que ya no estaba bajo el agua.
Aspirando una enorme bocanada de aire se incorporó.
—¿Dónde estoy? —. Fue lo primero que preguntó.
—En el lugar más parecido al paraíso, pero para los vivos. —. Clos abrió bien los ojos. Se trataba del gerente del jardín japonés. Parecía aliviado y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse.
—No entiendo nada.
—Yo menos. Primero venís a ver las cámaras y después resulta que te intentas matar. Ustedes los de la tele están todos mal de la cabeza. De no haber sido por el guardia que te ve, no la contas.
—No. No me quise matar. Había una mujer. Me intentó ahogar. Decía un montón de cosas y yo no podía pensar bien y... —Clos se interrumpió. Miro alrededor. —¿Dónde está?
—¿Quien?
—Leo, Leo Steizner. Mi camarógrafo. Y la mujer. Ella sabe, ella lo vio. Yo... yo... no sé qué pasa acá —sin poder evitarlo se derrumbó ante la última frase.
—Mira flaco sea lo que sea, creo que necesitas ayuda profesional. Estas muy mal. Tu programa me gusta y por eso te deje filmar acá, además de la publicidad, pero esto ya es demasiado. Mejor anda a tu casa. Descansa. Se nota que lo necesitas. —Y dicho esto Clos fue conducido fuera por las firmes y poco amigables manos de los guardias que se encontraban junto a ellos.
Todavía confuso logro recuperarse cuando ya se encontraba del otro lado del portón de entrada al jardín japonés, ahora cerrado para su persona.
—¿Rodrigo? ¡Hey! —se giró con los puños cerrados al escuchar como lo llamaban. Esta vez no sería tomado por sorpresa. Ese loco día había tenido demasiadas ya.
—Soy yo. ¿Supiste algo? ¿Lo encontraste? —La mujer que apareció ante él descendía de un Chevrolet rojo de dos puertas. Le costó reconocerla al principio pero cuando estuvo más cerca pudo hacerlo. Se trataba de Carla, la novia de Leo.
Al verla recordó además que había sido ella con quien él se había comunicado para preguntar por el camarógrafo, alertándola entonces de su desaparición. Y, ¿acaso no le había dicho que él iría a averiguar en el jardín japonés? Claro que nunca espero que la muchacha se apersonara allí mismo.
—Carla. No. Nada. Dice que las cámaras no funcionan.
—Pero, ¿qué te pasó? Estás empapado. —la muchacha alta y esbelta le dedicó una mirada de arriba a abajo. Rodrigo Clos hizo lo mismo casi por instinto pues no podía negarse que aquella dama tenía mucha elegancia y sensualidad al vestir. Y ese pantalón vaquero le daba una firmeza a sus piernas que uno no podía simplemente ignorar. Si, así era el viejo Clos, un lobo siempre al acecho de carne fresca.
"No" pensó, "ya fue bastante de mujeres nuevas en mi vida por hoy".
Leo, la ladrona, ¿qué relación había entre esas cosas? ¿Qué fueron esas imágenes terribles que vio, alucinaciones, o algo más? ¿Había dicho la mujer algo sobre una fiesta de muertos?
—Basta. No penses en eso ahora. Creo... creo que se cómo encontrar a Leo. Pero vos me vas a tener que ayudar. —. Si, sea lo que sea, acá hay muy buen material para el show. Con algo así... si he logrado toda esta audiencia con casos falsos e inventos, no me imagino lo que podré hacer con algo real. Premios y reconocimientos, allá voy.
—¿De verdad? Decime cómo encontrarlo ya mismo. —Lo interrumpió la novia, mirándolo de frente. "No va a ser fácil" pensó Leo.
Su reacción inmediata fue colocar la sonrisa. La tranquilizadora, la efectiva. Se acercó a Carla poniéndole una mano en su hombro pero elevándose todo lo alto que era sobre ella.
—Leo siempre me habló de vos. Decía que vos eras buena escuchando pero todavía mejor haciendo. Si queres verlo de nuevo, como también yo quiero con toda el alma, entonces ahora necesito que hagas ambas cosas, que escuches, y que me ayudes a hacer algo. —Sin pestañear Clos disparó cada palabra de la manera más precisa que pudo.
Supo que había tenido efecto por el simple motivo de que ella no lo interrumpió nunca y más aún, bajo la vista y escuchó.
"Muy bien Carlita, muy bien" pensó. "Primero me das una manito y después vemos qué onda con el novio tuyo desaparecido. Y si en dado caso, cuando todo se acabe, quedara sin aparecer, ya te puedo asegurar que en mi vas a tener un hombro donde consolarte."
Pensando aquello Rodrigo habló mientras Carla escuchaba y asentía atentamente.
III
Antes de regresar al jardín Rodrigo se tomó todo el tiempo necesario para prepararse. Y eso incluía no solo buscar los instrumentos necesarios para lo que tenía en mente (la cámara, linternas, y otras cosas), sino que incluso se tomó sus minutos para darse un buen baño. Algunos podrían haber pensado en que era un exceso de calma, más él tenía una idea muy diferente.
¿Qué clase de locutor asistía al más importante de sus programas sucio? ¿Iba un rey a su coronación sin haberse aseado si quiera?
Antes de marcharse del baño Rodrigo se había mirado en el espejo empañado. Cabello húmedo, pómulos firmes, labios gruesos. No iba a necesitar maquillaje, su rostro era el de un ganador sin necesidad de ser exaltado por nada ni nadie.
—Es hoy —le dijo a su propia imagen y se tomó su tiempo en vestirse de la forma más adecuada posible, camisa azul ajustada, vaqueros negros planchados, y unas botas del mismo color que había comprado la semana anterior. Tomando su saco por si el frío se volvía un problema, salió del apartamento.
Allí afuera, en su coche, lo esperaba Carla, la novia del desaparecido camarógrafo que tantos programas de "Encuentros del más allá" había filmado con él.
—¿Estamos? —preguntó está cuando lo vio venir. Claramente se notaba cansada, hasta agobiada, y Clos no perdió ni un segundo en colocar su más tranquilizadora sonrisa.
—Nunca me sentí más listo —comentó feliz, seguro de sí mismo y confiado en que si su plan salía tal y como esperaba, esa noche cambiaría todo su futuro.
Para cuando estuvieron de nuevo en esa esquina que en los últimos días se convirtiera en habitual para el equipo técnico del programa televisivo, Clos extendió su mano y evitó que Carla saliera del automóvil.
—Todavía no. Tiene que ser por la noche —le dijo mirándola con total seriedad y sin desviar la mirada.
—¿Qué cosa será de noche? Te escuché hasta ahora pero no me explicaste nada y ya esto me parece demasiado raro. ¿Cómo sabes dónde está mi novio? ¿Qué está pasando? —Clos supuso que la seguidilla de preguntas tenía que llegar en algún momento por lo que la atajó con delicadeza pero rapidez colocando sus manos sobre los hombros de la muchacha y acercándose a ella lo más posible.
—Sé que no me conoces mucho pero tenes que confiar en mí —comenzó. —La última vez que estuvimos acá con Leo vimos a dos ladrones de flores. Nada del otro mundo, pero hoy, cuando vine a pedir que revisaran las cámaras me encontré con esa misma ladrona. Ella aparece y Leo no. Demasiada coincidencia. —Rodrigo se sorprendió a sí mismo con su capacidad de mentir. Durante el viaje de ida había intentado inventar alguna suerte de estrategia para asegurarse que la muchacha permaneciera junto a él el tiempo que fuera necesario más nada muy realista se le había ocurrido. Ahora sin embargo solo se tuvo que dejar llevar, soltar pequeñas frases que en sí mismas dijeran mucho y nada al mismo tiempo, y ya notaba como el interés en la mirada de Carla aumentaba.
—¿Crees que le pudieron haber hecho algo? ¿Por qué no vamos a la policía entonces? —Ah, allí estaba la pregunta central.
—En primer lugar porque para denunciar a una persona desaparecía tienen que pasar cuarenta y ocho horas pero sobretodo porque aunque lo hiciéramos y los agarraran, ningún fiscal les va a dar mucho por robar unas flores. Además sin pruebas de nada nadie va a creernos un carajo. No. Lo que tenemos que hacer es esperar. Tengo la total certeza de que van a volver y una vez que suceda, vos y yo, y la cámara, estaremos acá para grabarlos, tener pruebas de su crimen, y así poder averiguar qué corno le pasó a Leo.
Así lo dijo Rodrigo Clos, el locutor de un programa donde los ruidos casuales de la noche se convertían en pasos de fantasmas y suspiros lejanos en voces de ultratumba. Un hombre que había llegado a la televisión usando la mentira como herramienta y que sin duda se mantenía allí gracias a esa habilidad única para construir con palabras castillos en el aire.
—Está bien. —contestó sencillamente Carla quien al igual que tantos otros había caído en su red y sin siquiera saberlo danzaba ahora al compás de una mente a la que poco o nada le importaba el paradero de su novio, e incluso habría dado su vida y la de ella con toda facilidad, por un poco de rating y fama.
Los vieron aparecer cerca de la medianoche. Para ese momento ya las luces de la calle estaban prendidas desde hacía rato y sobre el portón de entrada al jardín japonés un gran candado y dos cadenas cruzadas impedían la entrada.
—Mira, alguien viene —le había dicho Carla codeándolo. Rodrigo salió de sus ensoñaciones y meditares sobre cómo proceder si esa noche nada sucedía y observó fijamente a los recién llegados. Eran tres.
Al muchacho y la mujer más jóvenes los reconoció de inmediato, simplemente porque ya antes los había visto, en ese encuentro anterior en que los pescó robando flores de aquel antiguo jardín.
Por un momento se detuvo en admirar a la muchacha, la que en cierto modo parecía ser esa misma joven, pero al mismo tiempo lucía distinta. Casi como... como si fuera otra persona.
Junto a ellos, una mujer mayor, de cabello corto y cano, caminaba despacio. ¿La madre? pensó Clos sin dejar de mirar cada detalle.
Los tres vestían una suerte de túnica blanca que arrastraban por el suelo y se pararon frente al portón de entrada.
—¿Que hacen? —preguntó Carla pero entonces las luces destellaron y luego se apagaron, dejando por un segundo todo a oscuras.
Los dos espectadores sobresaltados se llevaron las manos a los ojos y cuando volvieron a mirar solo había penumbras y restos de la cadena con el candado en el piso, cerca del portón que ahora permanecía abierto.
—Ahí'sta. Vamos, vamos, vamos —instó Clos saliendo del coche. Carla lo hizo, algo turbada por lo que acababa de suceder, con mayor lentitud. —Y no te olvides de la cámara —le advirtió el muchacho a lo que ella sacó del asiento trasero el aparato que específicamente habían ido a conseguir en la ciudad esa tarde.
—No estoy segura de esto, tengo miedo —le dijo cuando estuvieron ya cerca del portón. Del otro lado les llegaba la oscuridad del jardín japonés por la noche, esas sombras que tenían tanto de natural como de atemorizante, y a pesar de lo extraño que sonara no parecían estar invitándolos a entrar.
—Pensá en Leo —le contestó Clos —¿No queres ayudarlo si algo malo le pasó? —y tras esa pregunta se aventuró por el hueco del portón, seguro de que aquella mujer enamorada no tardaría mucho en decidirse a ir tras él. Quisiera o no, ahora los dos estaban metidos en esto.
Como el cambio de estaciones, tan real como imperceptible en un punto concreto, así era el cambio entre el jardín japonés por el día y el mismo lugar ahora, por la noche. Rodrigo y Carla se encaminaron hasta la casilla del guardia que aparecía extrañamente vacía y allí se dedicaron a observar el panorama.
Las luces de todo el lugar estaban tan apagadas como las de la calle y aunque era noche de luna llena, ver algo metros más allá no era muy sencillo.
—¿Tenes la cámara preparada? —inquirió Clos señalando el aparato.
—Sí, pero ¿para qué? —quiso saber la desconfiada y algo ansiosa mujer.
—Los vamos a grabar. Son esas las pruebas que necesitamos —.
Y tras pronunciar esas palabras comenzó a caminar un tanto agachado en dirección al centro del jardín, buscando con la mirada las blancas túnicas de quienes lo habían asaltado.
Cuando las divisó se detuvo. Carla lo hizo tras él.
Allí estaban las tres figuras.
Sus túnicas refulgían bajo la luz de la luna y el viento que las agitaba. Las manos elevadas al cielo parecían pedir clemencia. Se encontraban en un claro rodeados por bambú florecido y pequeños lagos artificiales con violetas flores dormidas sobre la superficie.
—Esto no me gusta nada —comenzó a decir Carla.
—Vos filma —la interrumpió el otro y se colocó detrás de ella levantándole los hombros para hacer que la cámara apuntara a los ladrones, cultistas, o lo que fueran.
—¿Graba bien? —preguntó. Desde lejos le llegó algo así como un cántico cuyas palabras no pudo descifrar.
Aquello era perfecto. Un evento sobrenatural real, personas que intentaban invocar al demonio o algo parecido, grabado en vivo y en directo. Cuando se lo presentara a los productores el éxito estaba garantizado.
—¿Graba o no? —preguntó con mayor violencia, acercándose al oído de la muchacha.
Carla, repentinamente pálida apartó la vista del aparato y la dirigió hacia los tres desconocidos. Luego volvió a observar la pantalla y de nuevo, a los desconocidos.
—Hay... más —dijo casi en un susurro entrecortado por el miedo. De repente comenzó a girar con la cámara a su alrededor enfocando con ella las sombras danzarinas de ese jardín oscuro. —¿Quiénes son? ¿De dónde salieron? —decía ya no entre susurros sino casi a voz de grito.
—¿Qué te pasa loca? Nos vas a descubrir —le escupió Clos furioso pero eso no logró evitar que la mujer continuara enfocando con su cámara puntos casuales en el espacio, lugares donde nada se veía ni nada había más que sombras entrecortadas por la luz de luna.
Carla ahogó un grito.
—Me está mirando —aseguró mientras enfocaba algo cerca del portón de entrada. —Me... me ve —dijo y la cámara le tembló entre las manos.
Clos pensó en decirle algo, cualquier cosa, pero detrás de ella pudo ver los brazos levantados al cielo de los tres extraños, que justo en ese preciso instante descendían tras arrojar al aire una enorme cantidad de flores que sin lugar a dudas habían arrancado de aquel mismo jardín.
Fue entonces cuando él también los vio.
Eran decenas de figuras. Apenas siluetas que avanzaban cada una a su manera. En marcha lenta, pero firme, sin rumbo aparente. Surgían por aquí y se perdían por allí.
Clos enfocó la mirada en una de esas figuras, la más cercana a él.
Era apenas un niño. Pequeño, delgado, vestía su camisa azulada y sus pantaloncitos cortos.
Y caminaba con lentitud pero sin dudar, como si ese corte sangrante sobre la cabeza no el doliera en lo más mínimo. El niño cruzó una mirada con él, sonrió, y luego siguió con su camino como si nada.
—¡Leo! —gritó Carla a su lado y lo sorprendió. Rodrigo llegó apenas a sujetar la cámara que caía de sus manos y entonces no pudo hacer más que ver cómo la muchacha se alejaba corriendo en dirección a un punto concreto del parque, un punto donde no había nada ni nadie, tan veloz que en solo segundos se había perdido entre sus pasillos y arboledas, esa extraña mezcla de naturaleza con humanidad.
Alguien le hablaba.
Rodrigo se volteó.
Una mujer alta, de negro cabello y vestida completamente de blanco, con un cubre bocas que le tapaba de la nariz a la pera se encontraba parada tras él y le decía algo en un idioma que el joven locutor no pudo entender pero parecía japonés.
—¿Qué? —preguntó este mientras la mujer repetía una y otra vez las mismas palabras.
—Ella quiere saber si le parece bonita —murmuró alguien a su lado. Clos se giró asustado. ¿De dónde había salido ese otro? Hablaba un español extraño, pero al menos comprensible, aunque llevaba una máscara muy rara sobre el rostro. Una máscara que aparentaba ser el rostro de una persona hecho de forma tan realista que le produjo un verdadero escalofrío.
Observó turbado a ese pequeño hombrecito jorobado, arrugado y casi torcido, que lo miraba con ojos de almendras tras la máscara demasiado realista.
La mujer alta le dio un golpe en el brazo y le volvió a hablar.
—De nuevo, pregunta si ella le parece a usted bonita —dijo el hombre de la máscara. —Mire, si quiere un consejo, le recomiendo decir que no. Créame, no quiere que se quite ese cubre bocas. —Y tras dar esa advertencia tan extraña se quitó la máscara, llevó su mano a la deforme espalda y desde allí mismo extrajo otra que se colocó de inmediato.
Era el retrato perfecto de un niño y con ella salió dando saltos y gritos como un enloquecido.
A lo lejos otro grito se hizo escuchar.
Era de mujer y provenía del mismo lugar por el que Carla hubiera corrido antes proclamando que había visto a su novio.
Rodrigo Clos se giró hacia los tres extraños que habían irrumpido en el jardín por primera vez pero ya no se encontraban en el claro. Sus blancas túnicas no eran fácilmente distinguibles como antes, pues ante sus ojos todo tipo de figuras aparecían y desaparecían, recorriendo los pasillos, acercándose a los árboles, andando... contempló con increíble asombro, andando por encima de los lagos y los charcos sin mojarse.
Hombres, mujeres, niños, ancianos, y otros que no parecían siquiera humanos.
Lanzó una mirada en busca de la mujer del cubre bocas pero ya no estaba allí.
En su lugar divisó a una cosa que le congeló la sangre en el lugar. Con la mitad inferior del cuerpo similar a una serpiente y la superior de hermosa mujer, esa criatura se encaminaba arrastrándose en su dirección. Clos miró alrededor y por todos lados fue testigo del horror, de lo enigmático, de lo extraño, que aparecía por todas partes y lanzaba miradas rápidas en su dirección como si se tratara de que era él un bicho raro en esa suerte de fiesta de fenómenos.
Asustado y desesperado, dejó caer la cámara y comenzó a correr en busca de un escape a esa locura repentina.
La salida no estaba allí. Con desesperación comprobó que la salida ya no estaba allí.
Giraba, daba vueltas, corría y regresaba pero sin importar donde fuera o donde mirara, solo era uno más entre los desconocidos que caminaban de un lado a otro sin descanso.
Rodrigo Clos chocó con uno de ellos que caminaba de espaldas.
—¿Si? —preguntó la boca de aquella mujer, boca que, en lugar de estar en su rostro, surgía de la parte trasera de su cabeza.
Clos gritó y se alejó corriendo. De reojo miró a su izquierda donde otra mujer se hallaba parada inmóvil mientras su cuello, que medía seis o siete metros, se elevaba hasta el alto matorral de un ceibo con suavidad aspiraba el olor de sus flores sin percatarse de la huida de aquel hombre.
¿Qué clase de infierno era ese? pensaba Clos sin dejar de gritar con cada nuevo y terrible descubrimiento que hacía.
—Yokai —dijo una voz al pasar. Rodrigo se detuvo solamente porque aquella figura le era conocida. La túnica blanca, el rostro claro, los ojos que parecían ser de dos mujeres al mismo tiempo. Allí estaba la ladrona de flores, la mujer con la que todo aquello había comenzado.
—¿Qué está pasando acá? —inquirió el muchacho sin perder tiempo.
—Cada cierto tiempo, en noches especiales como esta, los muertos se reúnen. Ellos tienen su celebración. Hoy le tocó a los japoneses. Las almas de los fallecidos, los viejos espíritus y demonios, Yokai, como prefieren ser llamados. Está noche es su noche, es su celebración a la vida en la muerte.
—Esto es una locura —escupió Clos incapaz de creer en nada de lo que veía. Sus ojos desesperados buscaban otra vez la salida sin verla.
—No te apresures a irte. Toda fiesta necesita una puerta por la que acceder a ella y... con los muertos, eso no es diferente. Las flores son la ofrenda, pero con eso no es nunca suficiente. Vos sos la puerta. Tu vida —concluyó la joven y ante lo que acaba de desvelar Rodrigo Clos retrocedió.
De repente sentía algo que no había experimentado hasta ahora.
Los ojos de los espíritus clavados sobre él. Al girarse lo comprobó. Las miradas de aquellos que ya no caminaban ni se alejaban, sino que ahora fijos e inmóviles, se dedicaban a observarlo como un niño que descubre un juguete preciado.
Las miradas de los muertos.
—No... —dijo tartamudeando, incapaz de actuar o pensar en otra cosa por su miedo.
—Todos tenemos derecho a festejar —afirmó tras el la voz de la joven. —Una vida que insufla vida a todas las demás. Una puerta. —comentó casi en un susurro. —Una puerta abierta —lanzó y entonces Clos vio el cuchillo que se dirigía hacia su pecho.
Lo vio un segundo más tarde de lo necesario y fue así que de la roja "puerta" comenzó a manar el incontrolable manjar de la vida, un líquido más preciado y delicioso que el mejor de los vinos.
IV
Carla se había apartado de Clos antes de que éste descubriera su final.
La joven muchacha lo hizo pues entre esas extrañas figuras que comenzaron a aparecer por todo el jardín japonés hubo una que creyó distinguir.
Era su novio, Leo Steizner. El motivo por el que estaba en ese lugar tan aterrador en primer lugar puesto que había sido su desaparición aquello que la impulsara a buscarlo junto a Rodrigo.
Y era también por eso que en la noche fría del inescrutable jardín ella corría hacía él.
Pasó al lado de una especie de mujer cuyos cabellos largos y negros le cubrían desde la cabeza hasta los tobillos sin dejar ver rostro alguno, esquivó a dos enanos de cuerpos fornidos en cuyos ojos creyó ver todo menos un iris humano, y negándose a fijarse en el resto de extraños o terribles seres que la rodeaban corrió hasta que aquella espalda delgada, ese cabello castaño corto, la hicieron detenerse.
—Leo, amor —dijo con el corazón desbocado. El tramo por el que había corrido era corto pero las sensaciones que la rodeaban resultaban tan asfixiantes como el abismo más oscuro. Sin saber de dónde una idea se formó en su mente.
"Este no es un lugar para los vivos".
—Volvamos a casa por favor —pidió a esa espalda inescrutable. Al cuerpo que no se giraba aunque ella estuviera hablándole a punto de llorar.
Ya entonces sospechó que algo iba mal, pero, ¿qué podía hacer? No estaba preparada para lidiar con eso que era incapaz incluso de pensar.
Su mano se elevó hasta la espalda de aquel que había sido su novio.
Tocó aire y frío allí donde hubiera debido tocar tela y calor humano.
—No... —comenzó a decir pero el toque había logrado que poco a poco Leo Steizner, el que había sido, se diera vuelta.
Al principio la miró sorprendido.
Después sus ojos extrañamente iluminados revelaron la complicidad de una mueca similar a la sonrisa.
Pero ya entonces Carla era incapaz de fijarse en nada pues eran esos ojos, su profundidad, su vacío, de una potencia tal que hasta el alma misma le congelaron.
Mirar a Leo era como mirar la escena de su propia muerte.
Más aún, era mirar la muerte misma, saber que existía, que a todos nos tocaría tarde o temprano y descubrir en ese preciso y terrible instante, que no era un final de oscuridad absoluto, un punto y aparte terminante, sino solamente una etapa más en la existencia que aún sin haberla vivido, ¿cómo podía ser buena si era capaz de mirar con unos ojos como esos?
Allí fue cuando se produjo el grito que en otra parte un Rodrigo sorprendido y asustado escucharía.
El grito acallado por las suaves palabras de Leo Steizner, el muerto.
—Creí que iba a estar solo en la fiesta —. Palabras seguidas de un abrazo al cuerpo inmóvil de Carla y entonces la preocupación sobre esos ojos, esos terribles ojos, desapareció pues fueron los suyos quienes ahora miraban así.
La noche, como tantas otras, llegó a su fin.
Con las primeras luces del alba el gerente del jardín japonés apareció allí.
En otro momento habría saludado al sereno, pero sabiendo lo que iba a suceder por la noche él lo enviado a casa.
El hombre apartó el portón de entrada.
La mancha de sangre estaba cerca del mismo, la divisó sin problemas.
De los... "invitados" que habían desarrollado la antigua fiesta de los muertos ni rastro.
Por lo que el gerente sospechaba durante el día ellos sencillamente se evaporaban, regresando cada uno al lugar, fuera donde fuera, del que habían salido.
El gerente sonrió, sentía cierto orgullo en que su jardín japonés hubiera sido elegido por los designios de esas fuerzas extraterrenas para ser usado como "salón de fiestas".
Los "Kami" japoneses hablaron maravillas del mismo, según se le informó.
Intentó no pensar de más en esos asuntos tan confusos, sin embargo, que un Dios alabara el trabajo de los hombres no era poca cosa.
Tras conseguir instrumentos de limpieza adecuados comenzó a limpiar la mancha sobre el suelo. Junto a ella se encontraba el cuchillo del que rápidamente se desharía.
Agradeció en secreto que lo hubieran dejado tan cerca.
En ese momento algo a lo lejos llamó su atención.
Al principio creyó que su vista lo engañaba, pues lucía como si un árbol marchito estuviera caminando en su dirección, pero al verlo más de cerca entendió que no era tal sino algo mucho peor.
Aunque el gerente no pudo reconocerlo por el estado en que se encontraba, aquel que avanzaba hacia él era Rodrigo. El hombre que había sido usado como puerta para que los muertos pudieran acceder al plano de los vivos. Su cuerpo había sufrido el proceso.
Las piernas eran una alargada y deforme masa de carne ennegrecida, mientras que los brazos caían a los lados como si los arrastrara. El cabello se le había caído, las orejas, nariz e incluso boca se encontraban tan retorcidas y deformadas que eran indistinguibles.
El pecho parecía del triple de su tamaño común y tras avanzar solo unos pasos desde allí salió una mano, un brazo y de inmediato un cuerpo "cruzó por la puerta".
El gerente lo vio y escuchó murmurar algo en japonés para desvanecerse apenas la luz le daba.
Frente a sus ojos también el... cuerpo, o lo que quedaba del mismo, del antiguo conductor de televisión, cayó.
El gerente no perdió más tiempo observando. Pala en mano arrastró el cuerpo deformado a una zona profunda del jardín y cavó para enterrarlo, hasta que una mejor idea se le ocurrió. Observando la piel marchita y ennegrecida del que antes fuera hombre, sus extremidades alargadas y retorcidas, la falta de cualquier rasgo humano, supuso que se le podía dar un mejor uso. Enterrando medio cuerpo y dejando el otro medio por fuera, sonrió de satisfacción ante aquel nuevo "árbol" que había plantado. Después de contemplarlo un tiempo prudencial, se marchó, pues todavía quedaba una mancha por limpiar.
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