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El valle de los olvidados (Sergio Saldaña)

Vanako condujo desde el tren hasta Kōri en un automóvil rentado. Cruzó un sinuoso sendero de terracería a través del bosque, cuyo fango retrasaba cada vez más su trayecto. La lluvia caía pesadamente sobre el parabrisas, y como ya estaba oscureciendo, la periodista había dudado si llegaría sana y salva al antiguo pueblo. Pero luego de luchar contra el faustoso clima, unas pequeñas luces aparecieron ante ella, distorsionadas por el correr del agua, a pesar de la lucha que aquellos limpiadores hacían. De todas las luces le llamó la atención una en especial: una lámpara de gas, perteneciente a un hombre que aguardaba fielmente como un custodio.

«No puede ser. Es él. Me esperaron. Pensé que me olvidarían. ¡Qué vergüenza!»

Ella sabía bien que la entrada al pueblo no estaba diseñada para los autos, por lo que un habitante tenía que esperarla al lado del magnífico torii de madera, pintado de un brillante color bermellón.

Vanako Zokkēi venía al corazón de la isla por trabajo, pues debía escribir un artículo sobre uno de los temas sociales que más afectaban al país: el abandono de pueblos. Ya solo quedaban ancianos, y debía cubrir con discreción un tema más oscuro, relacionado a unas desapariciones de jóvenes. («Encuentres lo que encuentres —le decía su jefe, el director de Redacción del diario donde trabajaba—, por favor no añadas morbosidad. Este país no está listo para otro asesino en serie, más crímenes atroces o descuartizamientos... Quiero drama social, Van, ¿entiendes?»). Vanako había aceptado a regañadientes porque le disgustaba mentir; detestaba ser parte de los periodistas que afirmaban que Japón era una utopía, y sobre todo si ella había visto su lado más oscuro. Y su intermediario y mejor amigo, Toshio Soramoto, un joven de seis años menor que ella, y quien le había conseguido contacto con los habitantes de Kōri, le había susurrado al oído que tuviese cuidado con la maldición de aquel pueblo («Los viejos de allí son vampiros, Van; chupan sangre y nunca mueren —agregó Soramoto»). Aunque él no gozaba de credibilidad porque además era un muchacho muy supersticioso.

Y Vanako odiaba las supersticiones más que a las mentiras.

La periodista cogió la sombrilla, salió del vehículo y se paró sobre el fresco lodo, inundado y resbaloso. El anciano de la lámpara, envuelto en un modesto impermeable, se acercó a socorrerla.

Ambos se saludaron, inclinándose, y ella solo pudo musitar:

—¡Le ruego que me disculpe!

—Espero que sus zapatos no sean nuevos, señorita Zokkēi —dijo en un dulce tono de abuelito—. Y no se preocupe. Kōri es ya su casa. Sakiko le recibirá como su huésped.

—Muchas gracias.

—Si sus zapatos fueran nuevos todos tendríamos problemas.

Por un instante no supo a lo que se refería, hasta que reconoció una superstición sobre los zapatos, la lluvia y el número de veces que ambos coincidirían si estos se mojasen.

Vanako era una mujer de cuerpo muy pequeño; solían confundirla con una colegiala, aunque tuviese quince años más que una. El hombre era mucho más alto, así que le había dado la sombrilla, con la cual le protegió toda la caminata a través de la calzada de Kōri, constituido en su mayoría por cabañas o casas de techos de doble agua muy altos y reforzados de paja. La electricidad estaba ausente, pues las lámparas funcionaban con querosén y en la oficina postal no había máquinas dispensadoras. A lo largo del viaje, Vanako miró de soslayo cómo algunos aldeanos le miraban desde las ventanas, como estudiándola, y parándose allí en sus sitios cual pétreas figuras fantasmales.

Cuando llegaron a la puerta del jardín que correspondía a su primera entrevista, el hombre quitó la verja de madera y ambos cruzaron el sendero de piedra. La mujer advirtió que del techo del pórtico colgaba una serie de figurillas Teru-teru Bouzu, unos muñecos conformados de bolas de algodón cubiertas por telas blancas y sujetas a estas con un lazo rojo, recreando unas túnicas. Los rostros de los muñecos estaban pintados con tinta, y se les veía como adornos muy adorables.

La habitante, una mujer mayor de cabello cano y trenzado, encorvada, y todavía más enclenque que Vanako, corrió la puerta y se asomó sonriente, como si ya estuviese esperándola por horas. Todos se saludaron. Vanako ingresó al vestíbulo luego de haber agradecido la compañía del anciano y colocó con timidez sus zapatillas deportivas en el nicho de un estante que guardaba decenas de otros pares de zapatos igualmente sucios.

—Pasa, jovencita —le dijo la mujer—. No te preocupes por el lodo. En este pueblo siempre está lloviendo.

Vanako hizo caso y corrió la puerta, impidió así una corriente que estuvo a punto de apagar las velas, colocadas todas estas sobre los muebles, fabricados de una madera ya corroída por el tiempo.

Luego la joven aceptó muy apenada una porción de arroz hervido, recientemente listo. Se sentaron alrededor del kotatsu y se cubrieron con la cobija, pues el frío aumentaba con la caída de la noche. Una conversación banal sucedió a la cena y Vanako decidió comenzar la entrevista. La anciana estaba entusiasmada por responderle todo; no había sido complicado.

—¿No usarás esas cosas modernas? —le preguntó la venerable mujer—. ¿Esas luces que los jóvenes de hoy utilizan todo el tiempo...?

—Ah, no, señora, le ruego me perdone pero prefiero escribir en una libreta corriente.

—Está bien, está bien —movió los dedos, quitándole importancia con dulzura.

—Señora Kimura, ¿qué opina usted sobre que Kōri sea un pueblo más, víctima de la migración?

—Oh —y un relámpago lejano iluminó por un momento su rostro pesaroso. Agachó un poco la mirada—. Kōri era un pueblo lleno de vida. Hace muchos años que convivieron todas las generaciones aquí. Todavía recuerdo cuando los niños jugaban acá afuera, y en los festivales, cuando las niñas venían vestidas con sus adorables kimonos, les dábamos dulces a cada una. Esperaba que la puerta sonase para deslizarla y encontrarme con sus tiernas caritas... Ahora todo está vacío, sin vida, gris y húmedo... ¡Oh! Los jóvenes se han ido, y no volverán...

La anciana sollozó un poco y Vanako quiso cambiar el curso de las preguntas. Escribió la respuesta, o un texto muy fiel a sus palabras.

«¡Drama social, Van!»

—Señora Kimura, ¿cuándo fue la última vez que un habitante se fue a Tokio, o a otra ciudad?, ¿lo recuerda?

—Por supuesto que lo recuerdo. El último en irse fue Haru Miyazaki, un joven lleno de sueños. El día que se despidió de esta aldea los Teru dejaron de funcionar, y la lluvia comenzó a caer todos los días, sin importar la estación. Sin embargo, en invierno, la lluvia se convirtió en nieve.

—¿Conoce exactamente la fecha? —escribió más y giró la hojita.

—Pues... En septiembre de 1982, si mal no recuerdo. Todavía no habías nacido. Seguro lo hiciste mucho después.

—Sí, un poco.

—¿Cómo es que, siendo tan joven, ya seas periodista y andes de aquí para acá?

—Eh, yo...

—Tus padres deben estar preocupados —su rostro se ensombreció de pronto—. ¿Has pensado en tu madre, sola en casa, y lo que debe estar pensando?

—Señora Kimura, yo... Tengo treinta años. Soy una mujer independiente.

—Oh... ¡Por favor discúlpame! No quise ser entrometida. Es que pareces una niña solamente.

Asintió cohibida, como agradeciendo.

—No se preocupe. Y, señora Kimura, si hace más de treinta años que se fue el último joven de Kōri, que ya debería ser un hombre mayor en los negocios de Tokio, ¿cómo es que viven ustedes aquí? —la mujer le miró e interpretó que no había comprendido, pero después se corrigió—: Su estilo de vida, me refiero.

—Nosotros sobrevivimos gracias a los espíritus de la naturaleza. El espíritu del bosque nos ha dado mucho. Y, algunos otros... Han tomado mucho de este pueblo, pero al final nos han ayudado demasiado.

—¿No reciben ingresos de parte de quienes se han ido, o turistas?

Escribió y escribió. No advirtió que la mujer había esbozado una sonrisa extraña, y cuando sintió que había tardado en responder, Vanako levantó la mirada y se encontró con un rostro entre sombrío y curioso.

—Querida...

—Dígame.

—No crees en los espíritus de la naturaleza, ¿verdad?

—No, yo... No soy sintoísta, lo lamento mucho —inclinó la cabeza.

—Ah, ya veo... Kōri no tiene hoteles como tú en Tokio. Tampoco hay envíos de dinero por medio de correo. El capitalismo no funciona en todos lados. Aquí hay... Otra manera de vivir.

—Comprendo —y enfatizo las palabras en su libreta: «sintoísmo» y «espíritus».

—¿En qué crees tú, chica?

—Yo... En nada especial.

—¿Crees que el bosque apareció de la nada?

—No... Bueno...

—¿Acaso piensas que dentro del bosque no hay seres que habiten múltiples dimensiones?

—Creo...

—¿No has visto ni siquiera a un Yōkai?

—Señora Kimura, con todo respeto, y espero que no sea una grosería, yo hago las preguntas aquí. Por favor...

—Oh, sí. Perdóname, querida. Es que... Yo creo que la gente moderna se ha sumergido tanto en sus pantallas y tecnología que se han olvidado de los orígenes de este país. Ustedes, los tokiotas, solo se han preocupado por ese ritmo de vida nocivo. Lo he visto: miles de personas se sumergen en ese estilo, no consideran su alma, su espíritu y tampoco la importancia de la naturaleza, y terminan atentando contra sus propios cuerpos. Destruyen además el medio ambiente, sin importarles las consecuencias que pueda haber.

Vanako le ponía atención. Su voz era apaciguadora, pero, a su vez, también era inquietante; un escalofrío recorría su espalda con el monólogo, y comenzaba a ser no solo por aquellas palabras, sino por un siniestro e incipiente recuerdo.

—Tú lo sabes también, por supuesto —continuó—. Es obvio que lo has visto. Vienes desde la capital. Tu jefe, quien te ha encomendado esta misión, es otra víctima de ese horrendo mundo —se volvió más triste—. Seguramente se ha olvidado de su familia, de la importancia de un paseo por el parque, de abandonar por un momento la presión que le embarga...

Cuando Sakiko reconoció una reacción esperada en la joven, constató que tenía razón, así que tomó el coraje de emprender un vínculo con Vanako, quien parecía desplomarse ante algún tipo de pesadumbre.

—Entiendo, perfectamente... —dijo Vanako, esquivando las intenciones de Sakiko por continuar el tema—. Señora Kimura, ¿qué sabe de las desapariciones de jóvenes que han ocurrido recientemente aquí?

—¿Aquí en Kōri?

—Así es.

—Como te digo, querida, la última vez que esta aldea vio a una persona de tu edad fue en 1982.

—Bueno... Yo... Se habla de jóvenes que han desaparecido por estas montañas, desde Shirakawago hasta a las afueras de Gifu. Todos han pasado de algún modo por estos lugares, y en Tokio se cree que eran habitantes de este pueblo, por lo que lo que usted dice... De 1982, pues...

—Este pueblo está maldito, Vanako. Para serte sincera, no debiste venir. Es peligroso para los foráneos.

—Mi trabajo es informar sobre lo que sucede aquí. Todos creen que somos una nación completamente segura, y hay mucha seguridad, pero...

—No me refiero al crimen —y se acercó, con los ojos abiertos como platos—. Hay una maldición en este pueblo, y es provocada por la ira de los Dioses de la Naturaleza que jamás nos han dado el perdón. Ellos dan y quitan. El espíritu del bosque considera que la profanación y abandono de sus santuarios no son más que una afrenta que merece castigo.

—Con todo respeto, señora Kimura, yo...

—Conoces el dolor, Vanako, sabes muy bien por qué la ira de los espíritus no debe ser subestimada. Cuéntame, ¿qué te tiene inquieta?

—No estoy...

—¿Viste de cerca el sufrimiento? ¿Un ser querido, quizá?

—N-no, no tiene nada que ver con...

—¿Un familiar o amigo acabó con su vida?

—No. Lo lamento —se levantó y se inclinó respetuosamente—. Pero creo que deberíamos continuar la entrevista después.

—Muy bien —replicó, como si no se hubiese entrometido en sus sentimientos—. Te prepararé un baño caliente. ¡Usa toda el agua que desees!

Vanako agradeció las atenciones y la hospitalidad, pero ya iba muy sugestionada por los comentarios que la anciana había dicho sobre su persona. Luego de unos minutos reflexionó sobre la descortesía de Sakiko, pues no era de su incumbencia nada de su pasado, y, sobre todo, el ritmo de vida de una citadina. Tenía un punto su discurso, aunque no había el más mínimo derecho de juzgarla así. Y triste, a punto de tomar su baño ya listo, comenzó a llorar. Se quedó en el umbral de la habitación, débil y perturbada; friccionaba con impulso sus propios brazos, repitiendo cada palabra de la vieja en su cabeza.

«¿Un amigo acabó con su vida? ¡Un amigo! ¡Su vida! ¡No respetan la naturaleza y solo les importa sumergirse en su tecnología, sin preocuparse por los demás.»

Cuando empujó la puerta encontró una niebla desconocida, flotando allí cual aliento. El ambiente poseía una gran presión deprimente. Contrario a lo que se había imaginado, la bruma era gélida y no caliente, y además gozaba de una coloración azulada, a pesar de las velas amarillentas. Aquella se iba esparciendo, y una vez hubo rebelado su interior, la bañera le mostró una horrenda visión.

—Michiko... —murmuró.

Dentro de la tina reposaba una adolescente, de cabello largo, igualmente oscuro y una mirada vacía que solo eran dos agujeros negros. Su piel era tan pálida que se confundía con las baldosas de la pared. Vestía su antiguo uniforme escolar: corbatilla roja, blusa blanca abotonada y una falda azul marino, con dos líneas blancas grabadas sobre el ruedo. Pero su ropa estaba cubierta de sangre, así como el agua. Sus brazos escurrían rastros de fluido, y recorrían desde las muñecas hasta los codos.

Vanako se acercaba, entre horrorizada y melancólica, y contempló a su amiga entretanto se cubría la boca. Finalmente Michiko giró su rostro hacia ella, con un movimiento aletargado, entumecido, casi apagado.

—Vanako —musitó la aparición, con una voz muy lánguida—. El agua está muy fría.

—Michiko... Perdóname...

—Mira lo que me sucedió —le enseñó el profundo corte en su brazo—. No deja de salir. Tengo mucho miedo.

—Michiko, tú... Estás muerta. ¿Cómo es posible...?

—Ella tiene razón, Van.

—¿Qué?

La cara de la adolescente se volvió tan lóbrega que Vanako dejó de sollozar y la miró asombrada, con miedo, pues a la luz de las velas, aquel rostro lívido y cadavérico se asemejaba al de un demonio.

—No debiste venir aquí.

La chica se sumergió de manera paulatina, y solamente su cabello negro y extenso quedó flotando en la superficie, junto a las tenebrosas manchas de sangre. Vanako creyó haber revivido la oscura escena de su adolescencia, y no le quedó más que buscar el cuerpo de su mejor amiga dentro del turbio líquido. Solo sacó pelo, el cual se quedaba pegado en el piso cuando le lanzaba. De pronto emergió un cráneo pequeño, y de la impresión, la pobre Vanako se desmayó.

«—El agua está muy fría —escuchó al fondo un murmullo»

«—Nació el cuatro de abril, Van. Estaba maldita»

Despertó. Quién sabe cuánto tiempo había dormido. Estaba desnuda, y su piel húmeda porque se había bañado y salido de la tina, para desplomarse más tarde sobre el frígido suelo de la recámara. Ya no había sangre; tampoco cabello. Cubrió su pecho con un brazo, en un movimiento instintivo, y repasó su alrededor. Tal vez no había durado mucho tiempo desmayada, pensó, pues la anciana no se había preocupado por ella.

Y hablando de Sakiko...

Vanako intentó levantarse, pero sus extremidades temblaban; estaban debilitadas. Notó también que la rendija inferior de la puerta permitía el paso de una luz amarilla más potente que moribundas velas que iluminaban su estancia. Luego estuvo consciente de haber escuchado en sueños una melodía infantil, pegadiza y un poco siniestra.

Tenía razón.

La música continuaba reproduciéndose, quizá en algún vetusto gramófono de manivela. Era la canción de Teru-teru Bouzu, y subía su volumen cada vez más. Estaba cantada por varios niños. La grabación poseía un ruido que denotaba su amplia longevidad.

Teru-teru Bouzu. Teru Bouzu

Haz que mañana salga el sol para mí.

Pero si te encuentro triste y sigue lloviendo.

¡Entonces tu cabeza cortaré!

La grabación se interrumpió, continuada después por el rasgado de la aguja magnética. Vanako se apresuró y cubrió su cuerpo con la toalla, planeando pronto su discurso de explicación; le diría que se había quedado dormida, que no tendría problema en secar el suelo, que sería buena idea...

Pero unas fuertes pisadas en el pasillo la perturbaron. Vanako se quedó estupefacta, contemplando la rendija, y advirtió un par de sombras, pertenecientes a pies, los cuales estaban del otro lado, como vigilando si dentro del baño hubiese presencia alguna. No tenía sentido, aunque Vanako no quiso hablar. Y entonces la figura del otro lado se hincó, se colocó sobre pies y rodillas y avanzó gateando hasta otra estancia. Los repiqueteos habían sido raudos, inexplicables, y le habían provocado un escalofrío a Vanako, pues no comprendía cómo aquella anciana podía desplazarse así, y tan rápido.

«¿Qué diablos sucede aquí?»

Vanako abrió lentamente la puerta y se asomó, esperando no encontrarse con una escena perturbadora, pero el pasillo estaba despejado. Así, envuelta en la toalla, la periodista caminó hasta la puerta contigua y miró a través del agujero de la cerradura.

Sakiko estaba de espaldas, erguida cual estatua ante un altar que tenía la forma de un templo sintoísta. Estaba compuesto de cuatro niveles, habiendo una repisa también sobre el pico de la edificación, y en cada nivel había una caja con oscuros mechones escapando de las tapas cerradas. La anciana abrió una y se agachó, y después se escuchó cómo la mujer arrancaba una mordida a aquello que estuviese allí guardado, quizá una cabeza. Además halaba el pelo y emitía hórridos gruñidos.

Vanako se echó para atrás. La anciana pareció haberla descubierto, espiándola.

II

Vanako se encontraba en medio de una densa niebla, y a su alrededor se extendía un campo cubierto de césped, del cual no sabía hasta donde llegarían sus confines. Con cada exhalación expulsaba una vasta columna de vaho, aunque no padecía de frío. Sin saber si era la Tierra o el inframundo, la mujer caminó, errante, mirando a todos lados; aleteos, crujidos o susurros ininteligibles vagaban por ahí, escondiéndose entre la blancura.

A lo lejos escuchó la caída de un árbol, y como consecuencia de aquel estrépito, Vanako enfocó su atención en la desdibujada imagen de un bosque, a la cima de una ladera, que aclaraba su verdor al tiempo que se acercaba.

Durante su lenta caminata, llena de curiosidad, Vanako escuchaba el llanto de un bebé. La desdichada criatura le esperaba al interior de aquella arboleda, y amplificaba este el vigor de su voz conforme se acercaba. De pronto ya andaba entre decenas de árboles, todos tan gruesos como antiguos, y del niño ni se sabía. Buscaba entre la maleza, pero no había rastro de un lecho, o de ropa; el llanto parecía provenir de cualquier parte. Entonces apareció de un oblongo agujero, en la base del tronco más grueso; alguien le había abandonado ahí, quizá para que nadie lo encontrase. Pero Vanako corrió hasta el sitio con la intención de liberarle.

—Déjame salir —susurró una voz áspera dentro del agujero, y los lívidos y largos dedos de aquello que había hablado se asomaron por el estrecho contorno del escondite.

Pero a Vanako poco le importó, porque el llanto continuaba, y se empeñó en quitar pedazos de madera, uno tras otro, a pesar de que el árbol sufría el daño, pues gritaba, vociferaba, pero no se detuvo. Salpicaban sobre su rostro espesas gotas de sangre, oscuras, y que se convertían en auténticos borbotones.

Miles de voces aullaron al unísono y todo acabó.

Vanako sudaba febrilmente, y temblaba, debajo de la suave manta de un futón. Rápido comprendió: había tenido una terrible pesadilla, pero de haber llegado ahí no se acordaba. Después la mampara de la recámara se recorrió y apareció Sakiko, con una bandeja de alimentos.

—Vanako, ya te has despertado.

—Sí... Eh... —miró alrededor: su ropa estaba doblada en una silla, y sobre esta reposaba su bolsa de mano.

—Me parece que la lluvia te jugó una mala pasada ayer. Tuviste fiebre, estuviste alucinando, te retorcías de pesadillas y hablabas dormida...

«El arroz tenía algo»

—Yo...

—Si yo fuera tú descansaría por hoy —dejó la bandeja en el suelo—. No obstante, no te reñiré, así que hazlo bajo tu propio riesgo —reverenció y, tras haber corrido la puerta, Vanako olfateó sus alimentos en búsqueda de un aroma químico.

Con mucha discreción se levantó, se vistió y salió al pasillo, cuidando sus espaldas. Cuando encontró la puerta de la recámara donde había visto las cajas con cabezas cercenadas, ingresó y verificó la estancia, pero del templo sintoísta, las hórridas extremidades y de los estuches tradicionales no se encontró pista alguna.

Más tarde confió en su juicio: la comida olía bien, tenía mucha hambre y no quería tampoco ser descortés, en caso de que las visiones hayan sido eso, visiones. Así que continuó su trabajo porque ahora se reuniría con un hombre que vivía a unas cuantas casas. Pero no salió de la morada sin haber agradecido de nuevo, reprendiéndose la fragilidad de su mente al haber imaginado mil y un cosas, solo resultado de los comentarios de una anciana.

Vanako buscó señal telefónica, pero como ya había recibido la advertencia de que en aquellas montañas se complicaba dicha tecnología, desistió sin haberlo intentado al menos dos veces más. De todos modos los mensajes, las llamadas y las aplicaciones alimentaban su ansiedad porque, según ella, el exceso de información trastornaba a uno, y luego terminaban en ciertas tragedias.

Mas sí utilizó el teléfono para tomar algunas fotos durante el camino, pues, después de todo, Kōri era un pueblo tan pintoresco como lo pudiera ser Takayama o Shirakawago.

Recorrió las solitarias calles y admiró los ventanales, tan opacos como el cielo. Le llamaron los estanques, los cultivos de arroz y los pequeños puentes. Su paseo fotográfico pudo haber sido placentero, de no ser porque una jaqueca comenzaba a embargarla; un dolor puntiagudo, penetrante y repleto de violencia la asaltó de pronto, como si una alimaña se alimentara de su cerebro, detrás de los ojos. Y apretó su frente, se quejó y se arrodilló hasta recuperarse, pero un vehemente zumbido en el oído derecho sucedió a su calvario, despojándole de una coherente percepción.

A lo lejos creyó haber escuchado una campanilla.

¡Plin!

Esta se acercó, seguido de unas monstruosas pisadas.

¡Plin! ¡Plin!

Y miró hacia el frente: ¡allá se erguía sobre la pendiente una arboleda similar a la de su sueño!

—¿Hija, está bien? —preguntó un hombre mayor, quien cargaba un paraguas.

—S-sí... —miró la sombrilla con detenimiento, y se incorporó, recuperándose del extraño síntoma.

El hombre no pudo correr, claro, pero se aproximó lo más rápido que pudo para auxiliarla. Vanako reconoció el paraguas, alegando que era suyo, y el hombre se lo cedió.

—Makoto me lo dio ayer. Dijo que había olvidado dárselo a la periodista que vino a entrevistarnos. ¡Le doy mis más sinceras disculpas por ello!

—No se preocupe. ¿Es usted... —revisó su libretilla—. Akira Oda?

—Para servirle, señorita.

—¡Muchas gracias! Quisiera hacerle unas preguntas.

—Por aquí —y le siguió por otro puentecito—. Y no se preocupe por los zapatos.

El agua del riachuelo, que corría veloz hacia el estanque, de repente se detuvo una vez que ella hubo pasado por arriba; sin embargo, reprimió la importancia de aquel detalle.

La estancia era enorme, cuadrada; dos tapetes se extendían alrededor de una chimenea irori, y en el centro de esta colgaba un gancho tipo jizaikagi, con una tetera que despedía un dulce aroma a té de rocío de jade. Hubo formalidades y bebieron tranquilamente antes de la entrevista. Cuando Vanako prosiguió con su trabajo, el hombre le había dedicado tanta atención que se sintió cohibida, pues también mostraba una amplia sonrisa, casi forzada.

—Señor Oda, ¿podría hablarme usted sobre cómo reciben ingresos los habitantes de Kōri?

—¿Ingresos? ¿Quiere decir si le vendemos arroz a los demás pueblos, o si exportamos grandes camiones a Gifu?

—Exacto.

—No hacemos eso, hija. En este pueblo tenemos una manera distinta de vivir.

«Otra vez el absurdo cuento de los espíritus sintoístas»

—¿En qué consiste ese método, señor Oda? —no pudo contener un tono de incredulidad, y el sujeto deshizo un poco la paralizada sonrisa que había esbozado.

—Bueno, hay un espíritu en especial con el que hicimos un trato.

—¿Un trato?

—Así es... Nosotros le hacemos unos cuantos favores y él crea vida en nuestros campos de arroz, así como en las flores y los árboles, cuyos frutos y dulzores se vuelven perpetuos; no cambian a pesar de las estaciones —la joven rasgaba su libreta. Inconscientemente, su lengua se asomaba un tanto por la comisura de sus labios—. Por ejemplo, si plantara usted un árbol de cerezo por estos lados, que sí hay, pero si usted trajese uno de otro pueblo, pues, entonces, sus cerezas serían incorruptibles ante la intemperie. Esta tierra está bendecida, así como maldita. Él ha sido muy generoso, nos ha dado mucha, mucha vida, aunque también tiene un carácter volátil, ya que está deseoso de venganza. El hecho de que esté usted aquí podría despertar su furia; sin embargo, confío en que será benevolente. Usted no es mala por lo que veo. Quiere darnos a conocer, por supuesto. Y si difunde la importancia del respeto que se le deba dar... A mi humilde opinión está permitiéndolo. A no ser que...

—¿A no ser que qué, señor Oda?

—Que haya usted experimentado algo.

—¿Cómo qué tendría que experimentar? —frotaba sus yemas contra el papel, antes de darle una vuelta más a la página.

—Como... ¿Conoce usted a los kodamas, hija?

—Creo que sí. Así se les llama a los espíritus del bosque, quienes cuidan estas áreas, supuestamente.

—Así es. Dicen que si usted escucha un árbol caer es que está sufriendo.

—¿Ah, sí?

—Pero también le vi padecer cierto síntoma allá afuera.

—¡Ah! Fue un dolor de cabeza. Soy una persona muy ansiosa y suelo...

—No habría sido también el sonido de una campanilla, ¿o sí?

—¿Qué tiene que ver eso? —comenzaba a enfadarse por tanta coincidencia. Ya tenía el complejo de estar siendo psicoanalizada.

—Hay un espíritu que... Él —el hombre se enroscó, como si fuese a tener un ataque de risa. Su voz temblaba, se quebraba por alegría o tristeza, y sus extremidades se sacudían violentamente—. No puedo decirle nada —continuó—. ¡He cometido un error!

—Señor, Oda, ¿se siente bien? —se acercó, pero sus gemidos ya eran los de un desquiciado. No le miraba y se contraía más. Vanako retrocedió y no quiso escucharlo—. Me dice... ¡Me dice cosas!

—¡¿Qué cosas?!

—Que usted le está haciendo enojar.

—¡¿Por qué?!

—Dice que le conoce; que sabe de lo de su amiga, y lo de un bebé...

Vanako tragó saliva; el fluido le había sabido de lo más amargo.

—¿Un bebé?

—Yo tenía una hija también, señorita Zokkēi —le volvió a mirar. Lloraba, su rostro se enrojecía cual acero al rojo vivo. Sus ojos, aunque muy rasgados, parecían desorbitarse—. Ella se fue, y jamás regresó. Espero que recuerde bien al suyo porque la mía se ha olvidado de su padre. ¡Condenados al olvido para siempre! Sé lo que se siente, señorita Zokkēi, sé lo que se siente...

Y se volvió a contraer, pero esta vez se echó como un ovillo y lloró.

Vanako, confundida y al borde de las lágrimas, le dijo:

—Pero, señor Oda, ¡no sé de lo que habla! ¡Yo no tengo ningún hijo!

El hombre se levantó de una manera muy exagerada. Sus facciones no mostraban ninguna emoción. Vanako tuvo el miedo de acercarse y que aquellos ojos bien abiertos se dirigieran hacia ella. Intentó dialogarle, dar un tímido paso hacia él, pero el sujeto dio la vuelta y corrió hacia las escaleras, al primer piso. Un trueno la sobresaltó, y ya sola, allí en medio de la estancia, Vanako dudó de si debía seguirlo o ya largarse de aquel pueblo tan extraño. Pero luego de unos minutos, asustada y conmovida, Vanako decidió subir la empinada escalinata.

—¿Señor Oda? ¿Está bien?

Una tormenta inició de pronto. El agua se filtraba más tarde por el techo de bálago y escurría a través de las vigas. Había gotas también cayendo continuamente sobre los escalones, y estas se convertían en amplios charcos que comprometían los pausados pasos de Vanako. El crujido de la madera no se hacía esperar en cada pisada.

Un relámpago iluminó el pasillo superior, una vez hubo llegado.

—¿Señor Oda?

Del otro lado de una puerta corrediza escuchó lamentaciones, alaridos y golpeteos, además de rasguños animalescos. Deslizó la mampara, asomándose apenas por poco, y descubrió al viejo, arañando la pared con suma desesperación. Sin embargo, los muros denotaron que no era tarea de un impulso, sino de un hábito diario, pues toda la habitación, preparada para una niña, tenía arañazos a lo largo de su extensión.

«Ay, no, no...»

Vanako cerró la puerta, dejando ahí al monstruoso viejo ser víctima de sus ataques de histeria primitiva. De puntillas, Vanako abandonó el umbral, luego el pasillo, las escaleras, y por último la casa. No se llevó más que su libreta y bolso.

Afuera arreciaba la tormenta. La tempestad amenazaba con convertir las calles y la calzada en arroyos, y en sumergirla a ella en una tonelada de barro, si es que no se apuraba en encontrar refugio. Siguió por debajo de los pórticos, intentando ocultarse inútilmente de la lluvia. Era presa del llanto, de la desesperación y el horror. Buscaba por ahí qué poblador le pudiese ayudar, pero en las ventanas solo había personas que no se movían, figuras pálidas cuyos semblantes no cambiaban. Entonces comprendió que aquellas blancas siluetas que le habían observado desde el momento en que había llegado, no eran sino maniquíes recreando quizá a los que ya se habían ido.

Luego encontró la fachada de la oficina postal. Haber visto su anuncio le proveyó alivio inmediato.

—¡Alguien que me ayude!

En el vestíbulo del sitio no había máquinas, como ya había divisado antes, y tampoco había algún dependiente u otros clientes. Las paredes tenían fotografías en tono sepia, guardando los recuerdos más simpáticos del pueblo de Kōri. Sobre el mostrador había un humeante cenicero, y a un lado de un mueble había...

¡Un teléfono! Aunque un poco anticuado, pensó Vanako.

Buscó monedas en su ropa y encontró una, misma que introdujo con dificultades en la ranura, debido a la adrenalina. Marcó los números. Miró sobre sus hombros: el viejo no la había seguido, la tormenta empeoraba y ningún alma se aparecía. Esperó el tono y escuchó la amistosa y tranquila voz de Toshio Soramoto, su compañero de trabajo más valioso.

—¡Toshio!

—¿Vanako? ¡No puede ser! ¿Estás bien?

—Sí... N-no, Toshio. Tengo mucho miedo.

—¿Por qué? ¿Viste cosas raras en ese pueblo?

—Sí, Toshio. Tenías razón. Aquí... Aquí suceden cosas muy extrañas. No sé por dónde empezar —volteó al mostrador. La trastienda estaba oscura, solo podía percibir las cuadrículas que se trazaban sobre las blancas mamparas y ventanas.

—¿Qué viste, Vanako? ¿Qué ha pasado? La verdad me estás preocupando. Anoche te mandé un mensaje y no me respondiste. No te mandé muchos porque ya sé que allí no hay...

—Los ancianos de aquí son muy raros —musitó, creyendo que la oían desde la trastienda—. He entrevistado a dos y ambos coinciden en que un espíritu kodama les da provisiones y los mantiene con magia, y no sé qué tonterías más.

—Ay, Vanako. Tú siempre burlándote de...

—Y dicen que les ayuda y todo eso, pero... Siento que es una trampa, Toshio. No me explico cómo es que saben tantas... Tantas cosas sobre mí —volvió a susurrar—: Es como si me conocieran desde mucho antes. Tienen una especie de lectura en los ojos. ¡Bien podrían ser psicoanalistas!

—Pero, ¿cómo que una trampa? El jefe, ya sabes cómo es, eligió ese pueblo por ser menos concurrido que Takayama y Shirakawago. Quiere que hables de los lugares más desconocidos. Es imposible que te conozcan unos ancianos de allí.

—Tienes que creerme, Toshio. Tienen figuras pegadas a las ventanas, con las que se la pasan jugando porque luego están y luego no, y los demás ancianos ni se aparecen. Aquí es como si fuera pueblo fantasma. De hecho te estoy hablando desde un teléfono que encontré de casualidad, porque esta tienda ni dependiente tiene.

—Bueno, Van, te creo, te creo. ¿Sabes qué? Debes regresar ya. Le diré al jefe que vas a escribir el artículo acá en Tokio, aunque me riña como siempre, pero tu seguridad es primero. Te esperaré en la estación del tren. Pero tienes que salir ahora mismo.

Vanako había perdido su atención en las palabras de Toshio y se había distraído con una fotografía que colgaba al lado del aparato. Era la imagen de unos ancianos reunidos en la calzada de Kōri: se veían felices, junto a maniquíes como los que había visto en las ventanas, además de que, entre quienes estaban allí, se veían los rostros de Sakiko y Akira Oda. Sería una grata imagen, de no ser por su evidente coloración marrón; y debajo, en la esquina inferior derecha, se podía leer: «Gente de Kōri, mayo de 1982». A Sakiko y Akira se les veía con la misma apariencia, la misma ropa y...

«La misma edad»

—¿Vanako? ¿Sigues ahí?

—Toshio...

—¿Qué?

—Algo... Algo no anda bien.

—Bueno, sí, ya vimos que son unos raros...

—No, me refiero a que... Quizá es peor de lo que parece.

—¿Por qué?

Pero Vanako no pudo contestar. Sintió que, desde el centro de la oscura trastienda, alguien, oculto en las sombras, le observaba, y se regodeaba del descubrimiento de la propia joven. Aquel ser, humano o no, reptó por el piso, giró una manivela en un aparato y encendió otro gramófono. Esta vez, en lugar de Teru-teru Bouzu se escuchó otra conocida canción infantil, igualmente cantada por muchos niños: Kagome, Kagome.

—Vanako, ¡contéstame!

—Tengo mucho miedo, Toshio.

—¡¿Qué pasa?!

—Tengo que colgar —y cuando colocó el teléfono en su base, caminó, rodeando el mostrador e introduciéndose en la trastienda—. ¡Por favor! Necesito que me guíe alguien hasta el torii. La tormenta ha oscurecido el panorama y...

Encendió la linterna de su celular y alumbró los pasillos, tanto a la derecha como a la izquierda, y frente a ella también, donde reposaba el gramófono reproduciendo aquella perturbadora música. Iluminó la estancia y caminó con suma cautela. Notó que su respiración estaba muy agitada, y si se encontraba con alguien, o algo, caería fulminada por un ataque cardiaco. Pero sus incontrolables pies le llevaron hasta la repisa donde brillaba aquel característico aparato y le examinó de cerca: la manivela giraba por la inercia, y comenzaba a ralentizar la música, porque esta perdía cada vez más fuerza. Con tal velocidad, la grabación se volvía más espeluznante.

Te rodearemos, te rodearemos

No trates de huir

Te rodearemos

¿Quieres ser parte de nosotros?

Te vas a divertir

Para siempre vas a jugar

Te rodearemos, te rodearemos.

¿Quién está detrás de ti?

El disco se paró de pronto. A su espalda había oído unas desnudas pisadas, demasiado pesadas para ser de una persona; pero, paralizada por el miedo, no quiso voltear. Pretendió girar la cabeza, conteniendo un grito, y con su cuerpo la linterna; no obstante, aquello que le aguardaba volvió a arrastrarse, más cerca. Cuando pudo alumbrarle un poco, Vanako no tuvo tiempo de comprenderlo, pues el inquietante ser ya le había atrapado.

Y solo el eco de su alarido resonó en las tenebrosas calles de Kōri.

III

Toshio Soramoto conducía por una carretera de apariencia inhóspita, bordeada por altísimos pinos y una decreciente neblina espectral que cubriría pronto el camino. No había visto ningún otro vehículo, ni siquiera un transporte de carga. Pero la soledad poco le afectaba, pues sus pensamientos eran más bien ocupados por una discusión con su jefe la noche anterior. («Vanako utiliza otras de sus artimañas —recordaba sus palabras mientras torcía el volante—. ¡¿No te das cuenta de que eres como su pañuelo?! Toshio, esto; Toshio, el otro. ¡Condenada mujer! Le fascina utilizar de pretexto sus episodios depresivos para manipularte —»). Frotaba sus ojos, como reprimiendo el dolor y confundiéndolo con la dificultad en la visibilidad.

Divisó entre las caídas ramas de los árboles unos luminosos anuncios rojos: la gasolinería estaba próxima.

Siguió las instrucciones del amable empleado y aparcó a un lado de la sofisticada máquina, a la que aquel joven dispuso enseguida.

—Tanque lleno, por favor.

Tras una reverencia le prestó una franela y Toshio limpió el tablero, mientras una chica se ocupaba de limpiar el parabrisas. Entretanto frotaba también el volante, Toshio volvió a sus ácidos recuerdos, con el jefe mirándole desde su escritorio. El joven defendía a su amiga, pero aquel hombre insistía en el control que la periodista ejercía sobre ella.

«Son iguales —continuó el editor, con una desagradable picardía en sus ojos—. Eres igual de débil. ¿No serán hermanos?»

—Son ciento cuarentaicuatro yenes —dijo el empleado, sacándole de sus cavilaciones. Miró también el reloj, el cual indicaba las cuatro con cuarentaicuatro. Pronto Toshio le regresó la franela y este le entregó sus llaves—. Por cierto, dígame a dónde va y le diré por dónde puede reincorporarse a la autopista.

—Voy a un pueblo llamado Kōri.

—¡Oh! —abrió la boca con suma sorpresa y exclamó un largo sonido—. Ha conducido desde Takayama, ¿no es así?

—Sí, así es. Tengo entendido que por aquí...

—¡Oh! —volvió a imitar a un presentador exagerado de la NHK, o así pensó Toshio al verse irritado. El muchacho miró hacia adentro del auto, como queriendo encontrarse con algo—. ¿Y grabará usted solo?

—¿Grabar?

—Sí, muchos que han venido por acá han ido a ese pueblo a encontrar fantasmas.

—¿Fantasmas?

—Lo siento, yo pensé...

—¿Por qué iría yo a...?

—Por nada, señor. Siga por esa ruta —señaló—. Buen viaje.

El sujeto se alejó de su ventanilla y Toshio se vio obligado a quedarse con tal duda. Sabía que Kōri era un sitio extraño, pero el asunto de cazar fantasmas al estilo de los programas de televisión le dejó confundido. Y tras haber visto el número cuatro varias veces repetido en el día, un alud de ideas turbias aplastó su razón.

Más adelante, apenas un par de kilómetros, Toshio encontró un camino alterno, el cual se internaba de manera siniestra en el bosque, colina arriba. Se detuvo en la izquierda del camino, buscando una señal, un algo, y de pronto encontró un letrero que parecía no haber estado allí hace un momento. En este, de un color azul desgastado, unas temblorosas palabras blancas rezaban: «Kōri – 0.4 millas».

«Ha llegado usted a Silent Hill»

Toshio emprendió el viaje y se perdió entre la espesura, conduciendo en el lodoso y trémulo camino.

Cuando se hubo encontrado con el torii, a este lo advirtió de un rosa muy claro, como si el tiempo hubiese hecho sus estragos en él. Y, una vez apeado del automóvil, Toshio advirtió que las casas estaban tan oscuras como la tarde, además de opacadas por una cortina blanca y azulosa que impedía más la apreciación. Faltaba, en efecto, un par de meses para que oscureciera a las cuatro o cinco de la tarde, pero en aquel pueblo se sentía uno como en otro mundo.

Extrajo de la guantera una linterna, cerró la puerta y bajó por la cuesta que le llevaba a la calzada principal de Kōri. Pronto atravesó la bruma y se dio cuenta que eran como nubes, pues estas columnas inundaban con su blancura el camino y luego se desplazaban. Con tantos cambios en el entorno, Toshio creía que, al alzarse otra columna más, podría ver a alguien, y luego no. Así que se le sacudía el pulso, vigilaba sus espaldas e intentaba iluminar los rincones oscuros lo más que podía; sin embargo, la neblina regresaba y dificultaba la travesía.

—¿Vanako? —gritó, y su propia voz regresó—. ¡Vanako!

Las casas y la oficina postal —misma que había mencionado ella en el teléfono— lucían vacías, pero no de días, sino de años, tal vez décadas. De los pórticos colgaban extensiones de la paja, las cuales danzaban con el aire, asemejándose a grandes telarañas. Apuntaba el haz de su linterna a los interiores, se asomaba y de nuevo llamaba a su amiga, y nada. El sonido rebotaba como en una cueva, y se convertía, a su vez, en decenas de murmullos distantes, tramposos, traicioneros.

Había llegado Toshio a otra avenida y se encontró nada más con un impenetrable muro blanco que le envolvía, arremolinándose misteriosamente a sus pies. Detrás de aquella cortina escuchó claras frases, provenientes de varias bocas que parecían conversar entre ellas. Una había dicho «ya está aquí», y otra «ha llegado».

—¿Vanako, eres tú? —notó su propia angustia, pero la luz no hallaba ninguna silueta—. Matsumoto me mandó por ti.

De su amiga no hubo respuesta, pero el pueblo una señal sí manifestó, pues el sólido muro de neblina se deslizó sobre los altos techos de la aldea y le mostró a Toshio su más hermosa pintura: la calle estaba adornada toda con puestos de humeantes y deliciosos alimentos, lámparas de papel colgantes se encendían una tras otra, iluminando a su paso el suelo de tonalidades blancas y escarlatas; y, como acompañante del llamativo festín, una canción tradicional muy antigua emanó desde muy lejos, como invitándole. Ya no había más vapor; ahora, el ambiente festivo, contrastándose con una paradójica ausencia humana, llenaba de alegría cada rincón del pueblo. Toshio no se encontraba fascinado como tal, pero, con aquel misticismo y belleza, típica de un antiguo festival japonés, sus percepciones tuvieron que ceder.

El joven caminó a un lado de los puestos, disfrutando del exquisito aroma de la carne hervida, del calor del arroz o el dulzor del sake que reposaba en delgadas y estilizadas botellas de vidrio. Apagó la linterna y sonrió, hechizado por tanto que había allí, y con fervientes deseos de darle alguna probada a lo que más le llamase. Sin embargo, la vieja canción terminó y le siguió una larga oleada de aplausos. Entonces lo había comprendido, allí se celebraba también un baile. Las palmadas, de un segundo a otro, habían desaparecido, y en el ambiente se produjo una extraña electricidad, una expectativa que Toshio supo interpretar, pues se dirigió después a donde quiera que hubiese estado la fiesta y se encontró con una multitud.

Muchas mujeres de preciosos y floreados kimonos, y algunos hombres, de elegantes hakamas y haoris, le habían dirigido una entusiasmada mirada. La música continuó y los presentes volvieron a lo suyo, platicando entre sí; Toshio supo que era el tema de cada conversación allí, así que se sintió contento, en una manera que no podía explicar.

Detrás de él, una joven mujer de pálido rostro por el maquillaje —muy bonita por cierto— llamó su atención.

—Señor Toshio. Ha correspondido a nuestra invitación.

—¿Invitación? —preguntó extrañado pero sonriente.

—Sí, estamos muy contentos de recibirle aquí en Kōri.

—Oh, ¡así que este es el dichoso! —reverenció alguien, en saludo.

—Buenas noches, señor Shimura. Él es Haku Shimura; yo soy Sakiko Kimura.

—Es un honor, joven Soramoto.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Oh, joven, ¡qué humilde! —exclamó la mujer—. ¡Aquí todos saben quién es usted!

—Usted nos contactó, ¿ya no recuerda? —preguntó Haku.

—Eh, sí, pero...

—Basta de distracciones. Pruebe el faisán. ¡Está delicioso! Yo lo preparé.

Toshio dudó por un momento.

—Me temo que no tengo apetito.

—Qué lástima que no tenga hambre. Lo preparé junto a mi amiga Yuriko —le señaló a una chica que bailaba—. Es muy talentosa, y espera a un bebé.

—¿A un bebé?

—Está embarazada. Se enteró ayer, y su esposo, Akira, está entusiasmadísimo —le susurró al oído—. Era un imbécil, pero sin duda, desde que se enteró, cambió mucho.

Toshio despertó de una felicidad sobrenatural al recordar las palabras «el bebé». Y, por el contrario, una zozobra comenzó a dominar sus pensamientos, contaminando incluso el ritmo de su respiración.

—Lo siento —refregó sus ojos—. Debo irme.

—Pero acaba de llegar —comentó Haku.

—No me siento bien. No soy... No debería estar aquí.

—Yo diría, si me lo permite, que usted sí debería estar aquí —dijo ella, muy dichosa—. Usted, sobre todo, pertenece aquí.

—¡¿Dónde está Vanako Zokkēi?!

—¿Quién, perdón? —preguntaron al unísono.

—Vanako... —retrocedió—. Ustedes... Ella... Es una periodista. Vino aquí a entrevistarlos a ustedes, pero... ¡Se supone que deberían ser unos ancianos!

—¡Unos ancianos! —se ofendió un hombre detrás—. Qué tontería.

—Ay, ya sé a quién se refiere —Sakiko unió sus palmas y cubrió su nariz, como soportando un falso sentimiento de tristeza—. ¡Esa pobre muchacha!

—¡Tan joven! —dijo Haku, cabizbajo.

—Pobrecita —continuó Sakiko—. Esa chica se volvió... De repente su juicio se nubló, señor Soramoto. Decidió... —y musitó, como si de una blasfemia se tratase—: atentar contra su propia vida.

—Encontramos su cuerpo en lo alto de esa casa —señaló la oficina postal, cuyo techo atisbaba a un lado de una cabaña—. Yo que usted...

—¡No es cierto! ¡Es falso! ¡Le han hecho algo!

—Pobre muchacho. Se siente muy mal.

—¿Ha enfermado o qué, niño? —dijo el hombre anteriormente ofendido.

—¡Malditos yūrei! ¡Quieren engañarme! ¡No caeré en su juego!

Toshio, con múltiples ideas en su cabeza, echó a correr de vuelta a la oficina postal, donde creía que su amiga estaría encerrada o secuestrada. Pensó que los pobladores le seguirían, pero se los había tragado otra columna de neblina, y con esta la música se había apagado, dejando otro eco en la blancura insondable que rodeaba Kōri.

Al llegar a la oficina postal, una lívida figura en una ventana, muy parecida a Vanako, encendió sus alarmas. Dentro no había ningún dependiente, como había pensado, y se dispuso a seguir la escalinata.

—¡Vanako!

Deslizó la puerta que correspondía a dicha ventana y se encontró con una habitación muy familiar. Las paredes estaban decoradas con la ropa que una vez hubo usado cuando era adolescente, en un rincón reposaba su vieja silla favorita, con la que jugaba videojuegos durante horas, y, alrededor de su futón, se encontraban esparcidas una infinidad de prendas utilizadas. El ambiente tan conocido como hiriente, se convirtió en un aire pesado, opresivo, y mismo que parecía llenar de agua sus pulmones. Se sintió tan vulnerable, desnudo, humillado...

«Eres débil, Toshio —decía su jefe, Matsumoto—. Siempre lo has sido»

—Vanako —susurró.

Tomó el hombro de la mujer y esta se cayó con el contacto. Era una imitación de Vanako, un maniquí horrible, o mejor dicho, un espantapájaros que reproducía la vestimenta de su amiga, su cabello y su figura casi infantil. Una hoja había escapado de un bolsillo, y de manera muy lánguida, Toshio decidió abrirla y leer su contenido.

Era una carta, una muy dolorosa...

Toshio la releyó apenas acabarla, descubrió que su llanto se había hecho incontrolable y desistió al reprimirlo más. La volteaba y la examinaba, como queriendo encontrar una falla, una evidencia de que aquello era mentira. Entonces vino a su memoria una escena que tanto recordaba con cariño.

*

Un día, Toshio conducía con Vanako de copiloto. La lluvia caía copiosamente sobre el parabrisas y su amiga no cedía con una serie de amarguras, de calumnias contra su propia persona y de deseos oscuros que amenazaban su vida. La inconformidad del joven le había forzado a orillarse.

—¿Por qué dices eso, Vanako?

—¡No puedo más, Toshio! Si sigo viviendo así, me volveré loca —lloraba—. No dejo de pensar en Michiko. Me siento abandonada por mis padres. Ellos ya ni me hablan, ya ni me quieren responder las llamadas. Me siento sola. Es como si a nadie le importara si viviera o muriera. Me han dejado a la deriva, y si no es por el trabajo... ¡Luego está ese imbécil de Matsumoto! Quiere que haga artículos perfectos, llenos de mentiras. ¡Jamás me ha dado un incentivo, o un reconocimiento, luego de años de trabajar para él!

—Vanako... No sé cómo pueda ayudarte. Creí que convencería a tus padres.

—Mis padres nunca entran en razón, Toshio. ¿Crees que porque les lleves comida van a cambiar? Soy la única hija, y por ello debo casarme y tener hijos, sino mi padre se quedaría sin legado. Nada le va a hacer cambiar de opinión. Y encima...

—¿Encima?

—Este maldito matrimonio fracasado. Yoshi vio a otra mujer, y...

—¡Pero no es tu culpa! Ellos no comprenden. ¿Acaso creen que...?

—No, Toshio. Mis padres no me dejaron de hablar por fracasar con Yoshimitsu. Él no es la causa. Yo... Digamos que iba a tener una parte de él, dentro de mí, pero tuve miedo. Pensaba que no sería una buena...

—¡No!

—Sí, Toshio. No me siento lista...

Luego de unos largos diez minutos de reflexión, donde solo ellos, el sonido de la lluvia y los limpiaparabrisas, Toshio confesó que sería un hipócrita si criticaba la pusilánime actitud de su amiga, pues habló de su adolescencia y fracaso también, como miembro de su propia familia.

—Bueno, Toshio... Estamos destinados a ser la pareja de amigos unidos por el abandono y la desgracia, ¿no es así?

—Es lo que he intentado decirte todo este tiempo.

*

Con la carta en sus manos y llorando sin control, Toshio comprendió lo que era Kōri en realidad. Vanako estaba allí, y en aquel lugar penaría para siempre. Después de tanto sufrimiento, su amiga se condenaba a la eternidad. Una idea nueva comenzó; y admiró su viejo cuarto, en el cual había vivido un largo tiempo, sin salir ni a ver la luz del sol. De repente, su antiguo televisor de juegos se encendió en una pantalla de ruido y nieve; de allí procedían gritos y se formaban imágenes. Al acercarse más, escuchó también, detrás de él, cómo una persona descendía de cabeza y le respiraba en la nuca.

No se pudo voltear, pues unos dedos cenicientos le habían apresado los ojos.

***

Toshio despertó con la voz de Vanako; le había dicho que debía seguirla, y así obedeció. La sombra de la mujer, que se había desaparecido tras la mampara, corrió por el pasillo. La instrucción había sido sencilla: «no hagas ruido, o los despertarás».

Claro que vigiló cada ruido que su cuerpo producía. El sabor amargo y una disposición de morir le acompañaban, y le quería comunicar su decisión a Vanako, mas esta corría a través de las calles sin prestarle la mínima atención. Era fácil distinguir su vestido entre la penumbra que embargaba al desolado pueblo, y de tal manera le siguió hasta el interior del bosque, sobre una ladera.

El interior de la arboleda, más lóbrega todavía, escondió la presencia de su querida amiga, y Toshio caminó en medio de los inmensos troncos, buscándola, pronunciando su nombre por lo bajo. Pero su respuesta, lejos de ubicarse en una garganta física, se dispersó por el aire, y le guio hasta una compuerta doble que se ocultaba bajo un ligero manto de helechos. Esta vez, Vanako le hablaba desde aquella tumba; su cuerpo ahora sí estaba del otro lado. Estaba encerrada, necesitaba ayuda, y Toshio se había desesperado por buscar un cerrojo que reventar para sacarle de allí.

—¿Por qué te metiste allí? —tanteaba la puerta, pero nada más palpaba una corroída madera, cubierta, a su vez, de moho, bichos y humedad.

—Escúchame bien, Toshio —decía su voz, a través de los resquicios—. Debes salir de este pueblo. No cometas el mismo error que yo.

—Quisiera... Quisiera decirte que ahora entiendo cómo funciona este lugar.

—Abre estas puertas, aquí estarás a salvo. Luego te irás al amanecer. Este sitio pierde su poder en las mañanas, y desde las cuatro resucita.

—No quiero irme. Es lo que quiero decirte. En este lugar parece que vives por siempre. Ya no quiero saber nada de mi trabajo, o de Matsumoto...

—¡No seas tonto! Ayúdame a abrir la puerta.

El oído izquierdo de Toshio zumbó hasta anular el sonido. Después, a la distancia, una campanilla tintineó.

—¿Oíste eso? —apretaba su oreja.

—Ya viene. ¡Abre esta puerta y escóndete!

Unas pisadas colosales, como pertenecientes a un dinosaurio, se aproximaban. El ramaje se sacudía al paso.

—Vanako, tú mereces más que nadie ser libre. Te he visto sufrir en vida, y no creo que debas quedarte en este pueblo. Yo estaré mejor aquí. Después de todo he vivido encerrado en una habitación casi toda mi vida.

—¡No, Toshio! ¡No dejes que este maldito lugar te seduzca! ¡Debes seguir tu vida!

—¡Oye! —le gritó al monstruo que caminaba entre los árboles—. Donde quiera que estés. Deja a Vanako descansar en paz. Su alma no merece sufrir más. ¡Llévame a mí en vez de a ella!

¡Plin, plin, plin!

Su oído se ensordeció más, y se había confundido. Pero las puertas se azotaron como por una docena de manos, y la pequeña tranca que mantenía cerrada a esta, se reventó. Una fuerza invisible hizo que el joven tropezase y cayera rodando por una desvencijada escalinata de madera. Las puertas se cerraron. Afuera, las inmensas pisadas de aquel espeluznante ser pasaron de largo, y de su presencia, las campanillas y los aturdidores zumbidos no se supo más.

A Toshio le dolía la espalda. Con la linterna que llevaba en el pantalón, se dispuso a iluminar a su alrededor: había videocámaras antiguas, aparatos de sonido, dispositivos de todo tipo y...

El hedor era terrible, y apenas advirtió un movimiento, Toshio no soportó el terror que allí le aguardaba, pues solo le quedó gritar hasta que sus ojos no pudieron más y se cerraron.

IV

(Extraído del Japan Times)

«¿Qué sucede en Gifu? El misterio detrás de las desapariciones

Por Shigeru Toyama

Reportaje especial para el Japan Times

Luego de la desaparición de Vanako Zokkēi, una periodista del Japan Weekly, y del rescate de un joven que había sido enviado por el editor de este para encontrarla, Takeshi Matsumoto, Gifu volvió al reflector internacional como uno de los misterios más grandes de Japón de las últimas décadas.

A finales de 1982 se declaró a Kōri como pueblo fantasma, pues de sus habitantes no se supo más nada; en su lugar encontraron muñecos que, según versiones oficiales, ocupaban los comedores, los futones y las sillas exteriores. No hay mucha información que refute aquello, por esto muchos han especulado que el gobierno japonés ha ocultado una tragedia social desde entonces.

Tras casi cuarenta años se le ha atribuido al pueblo una serie de desapariciones. En internet, sobre todo en la web profunda, existe una vasta cantidad de leyendas urbanas al respecto: unas hablan sobre el abandono de pobladores ancianos, otras de espíritus malignos que pueden imitar a las personas, e incluso hay historias sobre un esqueleto de 24 metros que acecha en los alrededores de la aldea. Sin embargo, ninguna leyenda explica por qué jamás aparecieron cadáveres en el sitio.

Las desapariciones

En 1984 ocurrió la que se conoce como 'la primera víctima' de Kōri, según una crónica del Times. Shinji Anno, estudiante de cinematografía de la Universidad de Tokio, partió con sus padres a Gifu para llevar a cabo un trabajo en Takayama, pero como el sitio era turístico y muy frecuentado, la madre sugirió Kōri, pues, de acuerdo con las declaraciones de la propia mujer, el sitio se le 'había aparecido' como una aldea pacífica y encantadora para los turistas. Después la pareja tuvo que huir de Kōri y solicitar un anuncio de desaparición para su hijo. Las investigaciones determinaron que el joven padecía depresión y había decidido terminar con su vida; no obstante, su cuerpo jamás fue hallado. La historia, contada así, genera más dudas que certidumbre.

En veinte años no se habían dado a conocer más casos, al menos no tan trágicos como el de Shinji, así que en abril de 2004 se supo de un grupo de estudiantes que quisieron replicar El proyecto de la Bruja de Blair al estilo oriental, esto divulgado primero por el Japan Today. Y lo lograron, relativamente, pues cuatro jóvenes —dos mujeres y dos hombres— desaparecieron sin dejar ni su propia grabación como evidencia de 'algo paranormal'. Nuevamente las autoridades de Gifu declararon que el grupo había viajado hasta allá para consumar un suicidio colectivo.

No se sabe exactamente cuántas personas se han extraviado en los alrededores de esta aldea. De entre los casos menos sobresalientes se encuentran la desaparición de Yūko Suzuki, una joven turista que visitaba Shirakawa, Yōji Miwa, un investigador de misterios de internet y Mitsuko Nagoya, otra estudiante de cine.

¿Hay negligencia y suicidios en Gifu?

Poco suelen hablar los liberales y Abe sobre este suceso y el problema de los suicidios en nuestro país, o así lo creen muchos japoneses. Showzen Yamashita, un sacerdote que trabaja en ritos budistas en el bosque de Aokigahara, ha declarado que el problema radica en la falta de redes de apoyo, lo que convierte a esta en la principal razón de que la tasa de suicidios crezca. Además, Yamashita agregó que, al fin y al cabo, Aokigahara y Kōri tienen un vínculo muy estrecho en cuanto a su origen, pero que este último cuenta con ciertas características que le diferencian del 'Mar de árboles'.

¿Un asesino en serie acecha Gifu?

El caso de Vanako Zokkēi puso en relevancia otra teoría que circulaba no solo en internet, sino también en medios grandes como la BBC o el New York Times: en Gifu hay un supuesto asesino que goza del silencio del gobierno. Según articulistas de dichos medios, un hombre, quizá apenas en su mediana edad, se esconde en Kōri y mata a todo quien ande por ahí. No se conocen sus motivos, pero mucho se ha especulado sobre que es un antiguo aldeano, y que comete sus crímenes basándose en alguna premisa de venganza, además de tener la posibilidad de informarse bien.

Varios investigadores de YouTube le han dado un perfil a este misterioso personaje y aseguran que el asesino envenena a sus víctimas y les corta la cabeza, lo que podría explicar que algunos viajeros hayan visto figuras Teru-teru Bouzu colgadas en los árboles, a un lado de la carretera que lleva al pueblo.

Toshio Soramoto, 'el superviviente' de Kōri.

El joven de 24 años rescatado de aquel sitio, así como también entrevistado en exclusiva para Japan Times, declaró el jueves que el pueblo está embrujado y repleto de fantasmas. Describió al lugar como un 'sitio maligno y con mente propia'. Toshio afirma que su amiga le salvó la vida, y que, en el sótano donde se había escondido, había visto un grupo de personas decapitadas, paradas ante él, además de aparatos antiguos de videograbación. De este testimonio no se pudo constatar ninguna evidencia. Soramoto negó también cualquier intención de suicidarse.

Hoy Toshio está en valoración psicológica, entretanto la búsqueda del posible cuerpo de Vanako Zokkēi continúa a través de los bosques y las casas de Kōri. Mientras, el psicólogo Masahiro Owaku determinó que Toshio había tenido antecedentes de depresión desde la adolescencia.

Sin embargo, ningún especialista ha respondido por qué Toshio alucinaría semejante fantasía, pese a no presentar cuadros de delirio o indicios de estar mintiendo. Está por demás preguntarse por qué tendrían coherencia sus visiones con respecto a lo mucho que se ha hablado sobre este misterio. ¿Dónde están los cuerpos, si han desaparecido decenas de personas? Si desaparece solo gente deprimida con el objetivo de suicidarse, ¿cómo se explicaría que un grupo entero se esfume allí?

Sin duda Kōri encierra una incógnita que nos obligará a investigar durante unos años más. Ya si se trata de un problema de carácter paranormal o de un acto de corrupción, queda entre los más expertos debatirlo.

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