El escritor maldito (Lana Oros .)
EL SACO
Satanás se regocija — cuando soy malo,
y espera que yo — con él me hunda.
En el fuego y las cadenas — y las horribles penas.
Poema infantil victoriano, 1856.
Mónica azota la puerta del carro al cerrarla. Mira el edificio y recuerda que se convirtió en periodista con el fin de buscar verdades que nadie quiere encontrar. No para publicar notas amarillistas acerca de sociópatas extranjeros.
—¡Oigan! —pregunta Rodríguez—, no les parece raro que, si el tipo le temía tanto al número cuatro, ¿haya escondido el saco precisamente en el piso cuatro?
—Debió costarle mucho —responde Méndez—, pero tenía que seguir la novela.
—Y si tenía un cómplice —agrega Mónica.
—Ah sí, la esposa, ¿se acuerdan? —Se burla Rodríguez.
—Me refiero a alguien que no sea japonés. —Sus compañeros la miran incrédulos.
●♤*♤*♤●
El largo pasillo es alumbrado por la linterna de Méndez y, el techo, por una bombilla que prende y apaga; a su alrededor, las polillas revolotean embelesadas a manera de ritual. El círculo de luz descubre la puerta que buscan. Los tres avanzan más rápido. Méndez observa el número en el centro del foco mientras se acerca. Mónica camina rezagada detrás de Rodríguez: El goteo continuo que se escurre en distintos rincones del techo de madera vieja, la inquietan. Las grietas y el moho en las paredes, le parecen figuras de personas, personas atrapadas. «Tienen caras», se dice. Ve como ojos y bocas los pequeños espacios dentro de esas manchas.
—Tranquila —dice Méndez—, es un edificio abandonado, qué se puede esperar.
—Esto no es nada, ¿cierto, Méndez? —comenta Rodríguez—. El anterior estaba lleno de ratas sarnosas.
—Ajá —contesta Méndez y se le adelanta a Rodríguez que intenta rebasarlo, gira la perilla, no abre.
—Era obvio —dice Rodríguez y agrega—: ¿Nadie trajo herramientas?
Méndez escarba en su morral desde antes que Rodríguez hiciera la pregunta. Le pasa la linterna a Mónica y saca la llave mixta. La usa como palanca, destruye el pilar de madera entre la pared y la cerradura, con las manos retira los pedazos sobrantes.
—¡Maldita sea! —exclama revisándose la mano—, me clavé una astilla.
Mónica le alumbra la mano, cuando le retira la astilla, de reojo ve la puerta abriéndose. Silenciosa. Sin aviso. Una corriente de aire sale presurosa, pasa entre sus costados revolviendo unos cabellos sueltos en su frente. Todos se cubren la cara con las chaquetas, apenas asoman los ojos. El hedor es imprégnate, les impide entrar a los curiosos. Méndez toma la linterna, apunta al rincón y ve el saco: apilado de cabezas pútridas y gusanos pululando por cada orificio, hay tantos que, al moverse, da la impresión que son las cabezas que lo hacen.
Mónica se aleja del hedor y hace las llamadas correspondientes, Rodríguez esforzándose por no respirar, toma las fotos desde fuera. Solo se acerca Méndez, asombrado por la que ocupa el puesto, en la cúspide de las cabezas.
—¿Acaso es...? —se pregunta en voz alta.
—No puede ser, es él —asegura Rodríguez tosiendo.
—¿Ustedes ven alguna ventana? —los Interrumpe Mónica.
Todos siguen el círculo de luz con la mirada. Hay dos ventanas selladas con tablas. Ni un resquicio, ni una grieta por donde pudiera colarse la brisa. Tragan saliva y sabe amarga, retroceden dos pasos.
—Ya tenemos suficientes fotos —dice Méndez cerrando la puerta—. Esperemos a que llegue la policía.
Tres hilos de sangre oscura se deslizan debajo de la puerta. Los tres se alejan y la sangre se acerca. Mónica camina de espaldas vigilándola, se enreda en sus pies, siente caerse y se apoya en la pared, toca el moho y se encuentra cara a cara con «la mancha».
—Odio esto —grita mientras huye.
—Ve acompañar a Mónica y esperan a la policía —recomienda Méndez.
—Ay, que hable, Mónica —Dijo encogiéndose de hombros— ya está grandecita y se asomó de nuevo a la puerta.
Mónica baja de a tres escalones y tan rápido que choca en uno de los tramos. Su pie queda atrapado. Un escalón metálico deteriorado araña su tobillo. Saca primero el pie, después el compañero de sus zapatos y sigue corriendo con él en las manos, ve la salida y la puerta le parece chica, o lejana, duda. Solo corre, corre porque siente que la alcanzan.
Cruza la puerta, el vómito sale a chorros de su cuerpo, no puede evitarlo, huele el hedor en su ropa, en la brisa. Aguarda impaciente. Al fin a lo lejos escucha el ruido de una sirena que le devuelve la calma.
●♤*♤*♤●
Rojas, el jefe de la policía se acerca y otros dos lo acompañan. Mónica los pone al tanto y les dice que esperará afuera. Ellos observan el vómito y ella se tapa la cara. Quince minutos después, regresan.
—Oiga señorita, no vimos a nadie —comenta Rojas enojado—, revisamos los otros pisos por si acaso y tampoco.
—No han salido, no me he movido de aquí.
—Mire que esto no vaya a ser una broma, porque...
—No, nosotros somos periodistas serios.
Los policías se miran entre ellos y luego a ella con desconfianza.
—Venga y se cerciora usted misma —Ordena Rojas.
—Espere los llamo.
El teléfono timbra y timbra, ninguno contesta. Mónica debe volver a entrar.
Los tres policías van adelante. Suben las escaleras sin tomar descanso. Mónica les sigue el paso. Llegan al pasillo. La luz de la bombilla ya no titila y, la puerta, continúa cerrada.
—¡Rodríguez, Méndez! —grita sus nombres. Nadie responde—. Es la última habitación, la cuarenta y nueve.
—Ya estuvimos por aquí y no vimos nada. Venga con nosotros.
Rojas gira la perilla, cruje y se abre. La habitación es iluminada por la luz de una tarde anaranjada, que se dibuja en los cuadros de los ventanales. No hay rastros de sangre, ni de muerte. El único hedor es a humedad y madera añeja. El policía suelta la puerta y se azota con la pared. Todos brincan, luego ríen, menos Mónica.
—¡¿Qué broma es esta, señorita?! —pregunta Rojas —. ¿Sabe que es un delito dar información falsa?
Mónica ignora a Rojas y registra la habitación con los ojos.
—Debe ser en el otro piso —sugiere ella.
—Ya le dije que revisamos todo —Exhala cansado Rojas —, los pisos y cada habitación. Jiménez, Ortega, díganle qué vieron.
Ortega niega con la cabeza y Jiménez contesta:
—Telarañas, goteras... personas cero y fantasmas cero.
—¡Mis compañeros están aquí! —asevera Mónica—. Encontramos las cabezas que les faltaban a los cuerpos, las del escritor japonés. ¿Por qué mentiríamos?
—¡Jum, periodistas! —crítica Rojas y sus compañeros asienten—. Ya me tienen cansado con ese loco. Cómo iba a traer cabezas en el avión.
—Pero es que él hacía todo...
—Sí, el tal libro ese, esas cabezas ya tienen que estar pudriéndose bajo tierra.
Mónica retuerce la solapa de su chaqueta con ambas manos. Ortega, el policía más joven, la observa y comenta:
—Yo no creo que esté mintiendo—. Rojas frunce el ceño—. Usted, ¿entró con ellos?
—Sí, sino que salí antes, el olor era insoportable y..., las ventanas estaban selladas.
—Mire, creo que ya sé que ocurrió —continua Ortega y sus compañeros se cruzan de brazos—, sus amigos le jugaron una broma. Aprovecharon que estaba afuera y pusieron todo en su lugar.
—Sí, debe ser eso —aprueba Rojas.
Mónica sonríe nerviosa y retiene las lágrimas.
—Sí, ¿cierto? Ellos no pueden desaparecer.
Los policías ríen y Rojas agrega:
—Sí, eso fue, señorita, usted tiene cara de novata, yo conozco a los novatos—. Y mira al joven policía.
Mónica finge no oírlos. Solo habla para ella misma.
—¡Estúpidos!, me las van a pagar.
—Seguro que lo van a pagar, esta broma les sale cara —sentencia Ortega—. Tranquila, denos los nombres —Y saca una libreta.
Mientras dicta los nombres, el teléfono vibra en sus manos, mira la pantalla y se anima a contestar.
—¡Mónica!, ¿por qué los demás no contestan? —dice la voz del otro lado del teléfono—. ¿Ya llegó la policía? Necesito que escriban esa historia y me la envíen antes que la policía llame a otros medios. ¡Mónica! ¡Mónica!
—¿Quién es, señorita?, ¿es uno de ellos? —pregunta Ortega.
Mónica inclina la cabeza de costado, observa detrás de Rojas y comenta:
—Méndez había dañado la cerradura.
—¿Qué?, —Pregunta su jefe y también Rojas.
—Por favor, don Orlando, ya basta. La policía no está contenta con esto.
—Sí, no estamos contentos —exclama Rojas —. Jiménez, que ya no venga medicina legal. ¡Qué vergüenza!
—¡¿De qué carajos hablas Mónica?! —Se exalta su jefe—. Dile a Méndez que les doy una hora.
Don Orlando cuelga el teléfono y Mónica de nuevo tiene un interrogante.
—Esta no es la cerradura —Mónica devuelve la mirada donde comienzan las escaleras y ve el número del piso, —pero era aquí: piso cuatro, habitación cuarenta y nueve.
—¿Qué le pasa?, ya no siga con eso —insiste Rojas.
Mónica no responde, se da vuelta y abandona el pasillo, solo pasos largos y con rabia, se escuchan pesados sobre la baldosa. Cuando la pierden de vista, empieza a correr, no por miedo, sino por vergüenza. Ortega la llama.
—¡Oiga, señorita!, espere. —En la salida, la alcanza—. Oiga, cómo corre usted —dice el joven agitado.
—¿Qué quiere?, ya le di los nombres, nada de esto fue mi idea.
—Yo le creo. —dice sonriendo.
—Mire, Méndez, es muy serio y mi jefe, es un viejito chuchumeco. Ellos no se prestan para esto y Rodríguez..., él no cuenta.
—¿Cómo llegaron acá?
—Una llamada anónima, nos dieron el nombre del edificio. El resto..., por el libro.
El joven ve que sus compañeros ya vienen bajando. Cuando se acercan a la puerta, Mónica se despide y da las gracias. Sube a su auto y atraviesa el arco que forman las ceibas en el único trecho recto de la carretera, antes de llegar al recodo. Vira sus ojos al retrovisor, el edificio se oculta detrás de los árboles. Pone música con el volumen alto, no se distrae y empieza a cantar. Conduce muy rápido, no quiere que la alcance la noche.
●♤*♤*♤●
—Todo esto está muy raro, debiste insistir —le reprocha Andrea.
—Pero... la policía los buscó, creí que era un montaje.
—¡Por Dios! Ellos no serían capaces —recalca Andrea—, es obvio que algo les pasó.
Todos realizan llamadas a los familiares y amigos cercanos. Todos, menos don Orlando y Mónica que se quedan cavilando sin decir nada. Él, con los ojos clavados en la columna reciente de Méndez: «El escritor maldito». Ella, deseando que todo se trate de una broma.
—Don Orlando...
—No te disculpes, Mónica. Hiciste lo que podías. Ya aparecerán —concluye.
●♤*♤*♤●
El peso de la noche cae sobre las montañas, hoy no hay estrellas. Las farolas se intercalan intermitentes: algunas encendidas y otras apagadas. Las luces del tráfico guían su camino.
Abre la puerta de su casa y la saluda Lola, su gata pasándole entre las piernas. Prende todas las luces, aunque, con una sola basta. Sube todo el volumen a la tele para poder oírla desde la cocina mientras prepara la cena.
Se va a la cama, pero no puede conciliar el sueño, espera a que llegue su hermanita. Enciende el televisor que no ve y la luz de la lámpara que no necesita.
Un reloj negro en forma de gato, es el único adorno en la pared de la alcoba: con cola de péndulo y ojos que giran de lado a lado. Sus bigotes, marcan las diez. Mónica cuenta los minutos. Sus párpados pesan y los abre con fuerza. Los bigotes marcan las doce. Se levanta asustada y sale al corredor. Tropieza con algo: dos cabezas que reconoce de inmediato. Grita, eso intenta, pero solo un gemido silencioso se escapa por la garganta. Luisa la despierta. Mira el gato, son las diez treinta. Toma el teléfono y realiza la llamada. El celular de Méndez suena apagado, igual el de Rodríguez...
—¿Qué pasó? Parece que viste al diablo —pregunta Luisa.
—Y tú ¿por qué llegas tan tarde? —le reclama Mónica a su hermana.
—Es sábado —contesta pestañando—, estaba en casa de Juliana haciendo tareas.
—Cierto, lo olvidé.
—¿No me vas a decir?
Entre titubeos y en desorden, Mónica le cuenta lo sucedido desde que entró a aquel edificio incluyendo el sueño. Luisa la escucha sin interrumpirla y arma el rompecabezas. Luego se recuesta a su lado y la abraza.
—No te preocupes Moni, seguro es una broma... Me hubieras llevado. —Le enseña sus bíceps—. Sabes que soy fuerte por ambas.
—Y porque te mueres de curiosidad por averiguar el chisme.
—¡Solo un poquito! —Se ríe Luisa—, ya sabes cómo es internet, cada vez escucho algo diferente.
—¡Ah sí! Hay una cantidad de noticias erradas donde se pierde la verdad, es que las verdades siempre son menos interesantes y populares.
—¿Al fin el tipo sí estaba loco?, ¿o fingía para salvarse de la cárcel?
—Méndez decía que sí.
—Debió estarlo. Hay que estar enfermo, asesinar y escribir un libro de eso, ¡qué horror!
—No fue así. El coleccionista de cabezas. Se publicó diez años antes de que empezara todo.
—Bueno y la maldición esa, que si leías en voz alta su cuento te cortaban la cabeza.
—Estás mezclando la historia con un poema también de Japón. El de él, es de una antología de cuentos publicada un año antes. Textualmente ninguno de los dos, decía así.
—Pero, el tipo lo hizo para vender libros, ¿no?, estaba quebrado.
—Ummm, en realidad, el tipo ya era rico antes de ser escritor, además, vendió muchos libros. Eso se puede corroborar en las listas de los más vendidos de esa época.
—¡Carajo!, entonces, ¿qué pasó?
—Bueno, te cuento la investigación de Méndez, él es muy profesional... Aunque él mismo dice que siempre hay tres versiones, la de la víctima, la del victimario y la verdad, verdad.
—¡Espera!
Luisa se pone la pijama a tirones y se tarda más de lo que acostumbra. Se acomoda en la cama, pone dos almohadas detrás de su cabeza y se arropa hasta al cuello. Mónica sonríe. La frescura de su hermana de quince años la contagia y recupera un atisbo de tranquilidad.
—Bueno. —Mónica se acomoda de lado apoya el codo sobre la cama y su cabeza en la mano—, Saijō Matsumoto, era un buen tipo hablaban bien de él. Luego... su esposa Yuko murió en un accidente de tránsito. Chocó con un camión y se cercenó la cabeza.
—¡Por Dios!, yo leí que la esposa había sido la primera víctima.
—No me extraña, a la gente le encanta hacer sus propias conclusiones. El revuelo de todo es porque ese día, asistió a una feria del libro y leyó a todos los presentes, el cuento de la maldición que recién se había publicado.
—¡Oh por Dios!
—Fue una terrible coincidencia, pero la gente... Hay un montón de vídeos en YouTube, decían: que estaba maldito, que le vendió el alma al diablo para ser exitoso, y que se lo cobraron con su esposa y, las burlas, que eso le pasaba por hacerse el gracioso con maldiciones, que la vida lo castigó. Hasta lo relacionaron con los Yakuza.
—No puede ser, estoy sintiendo lástima por él.
—Matsumoto cambió. Se encerró, dijeron que, estaba raro. Al cumplirse un año de la muerte de su esposa, apareció la primera víctima, a los dos meses otra, al mes otra y, a la semana... Las víctimas fueron las personas que leyeron el cuento y hacían mofa de su desgracia.
—Sí, tiene sentido. Qué les pasa, ven lo que les sucede a algunos y siguen con el jueguito.
—Es que... ese jueguito los lucraba, la ambición pudo más que el miedo. Después la tal maldición salió de Japón y, llegó aquí.
—¿Cómo se llamaba ese cuento?
—El escritor maldito.
—¿De qué se trataba?
—De un hombre que escribía temas oscuros y aquel que leía sus historias más de dos veces, moría en condiciones extrañas. Se deprimió y se perdió en el Aokigahara. Todo el que pasaba por allí, veía su espíritu meciéndose colgado del árbol.
»En el encabezado de este cuento dice: "Nota importante, no lo leer este cuento más de una vez en el mismo día".
—No puede ser. ¡Él también se ahorcó!, y tenía el libro en las manos.
—En las manos, no —Sonríe—, no creo que eso sea posible. El libro sí estaba ahí. Lo raro es, que alguien le quitó la cabeza en la morgue y no aparece por ningún lado.
—¡No inventes!, no se la había cortado cuando se ahorcó.
Mónica arquea las cejas y mira perpleja a su hermana.
—¿Dónde lees toda esa mierda?
—Por ahí —Suelta una carcajada— ¿y el vigilante sí está en el manicomio?
—¿El vigilante que lo custodiaba?, solo pidió cambio. Dijo que seguía viendo el cuerpo meciéndose en la celda donde se ahorcó.
—Me caché por el manicomio.
—¡Sí!, solo por eso. —Ambas se ríen—. Méndez dice que seguro el guardia leyó el cuento y lo inventó para vender la historia.
—Sí, tal vez..., ¡qué decepción! —Medita unos segundos y luego pregunta—: ¿Al menos si usaba una katana?
Mónica se sienta, cruza los brazos y tuerce los ojos.
—Sí, Luci, así era.
—¡Vaya! —Le brillan los ojos—. ¿Y el Coleccionista? ¿De qué trataba?
—De un hombre que coleccionaba los cráneos de sus víctimas y las llevaba con él a donde fuera. Al final de la historia, se revela que su novia muerta, era la que lo hacía cometer los crímenes.
—¿No es lo mismo que él dijo, cuando lo detuvieron?
—Más o menos, dijo: que era inocente, que fue Yuko, la esposa.
—¡Ay por Dios!, sí estaba deschavetado... ¿Qué pasa? ¿Por qué te quedaste pensando?
—Acabo de recordar algo.
—¿Qué?
—Cuando estábamos allá y Rodríguez y Méndez alumbraban las cabezas, se preguntaban entre ellos: «"¿Es él?", "sí, es él"».
—¿Crees que se referían a...?
—¿A quién más?
—¿Entonces?... quiere decir que...
—No lo sé...
IMÁGENES
Ellas se dibujaban solas, aparecían sombreadas en el lienzo, él solo repisaba los bordes y, poco a poco, iban apareciendo las imágenes...
Una ventisca empujaba la arboleda que, se sostenía abrazada danzando la melodía de la shakuhachi. Los pétalos rosados giraban en las corrientes de aire y acababan enredados en los matorrales... Veía las caras que dejaba el vaho sobre las ventanas, veía ojos entre las ramas; su cabello eran las hojas, sus labios, los cerezos; su cuerpo, un tronco delgado y serpentino.
La brisa le contó al oído: a veces, era un murmullo lejano y, otras, música Zen; quizás se confundía con la caída del agua sobre el remanso, la lluvia furiosa contra el tejado, o los ruidos de animales que lo contemplaban, desde las sombras del jardín... Escuchaba la espada blandiéndose, los pasos huyendo, la respiración agitada y los gritos desesperados.
Los escuchaba y él solo describía lo que le mostraban, y sentía que eran letras prestadas...
Le mostraban las imágenes tan palpables tan visibles y las vivía como si estuviera allí. Él era el protagonista, a veces era hombre, una mujer, un niño, una anciana..., un kodama. Tenía mil personajes dentro y cada uno, una vida diferente; en otra época, en otro mundo aguardando a que se abriera el telón. Los quería a cada uno, con sus rarezas, miedos y oscuridades.
Él escribía y todos oían y veían las imágenes...
La bella Saya, en la tina, se bañó con sangre que fluía de sus venas. El joven Hiro bebió un elixir que le deshizo la garganta. El pequeño Ikari subió a la cima del Fuji extendió los brazos... y no voló. La lista no terminaba y el escritor comprendió como le cobraban las palabras prestadas.
Los rayos del sol intensificaron el verde de las hojas y como hipnotizado, el escritor entró flotando en el Mar de árboles. Los curiosos que pasaban, abstraídos contemplaron aquella imagen: El reflejo de la luna llena, titilaba en el río, y las ramas se mojaban con el agua plateada. Delante del astro, una silueta oscilaba colgada del viejo ciprés.
—¡Fin! ¿¡Eso era todo!? —Se queja Luisa pasando páginas.
—Más o menos lo que me dijeron —confirma Mónica.
—Pues no me asustó nada.
—¡Jum!
—Es como romántico.
—¿Romántico?
—Es raro... pero lindo.
—Ya.
—Hasta rimaba y todo.
—Quizás hablaba de él mismo... No te preocupes por maldiciones.
—¿¡Ah no!?
—Tienes pésima comprensión lectora.
Son las nueve de la mañana del domingo. Pero afuera, parece más temprano, el sol todavía se esconde de la lluvia que no cesa. Las hermanas que se habían acostado tarde y despertaron de madrugada; pasan el tiempo entre lecturas acompañadas de un café.
Luisa acaba de prender la tele se estira en el sofá y empuja con los pies, los libros sobre la mesita del teléfono, los que trajo a primera hora de la biblioteca. El del coleccionista, cae abierto boca abajo.
—¡Mira lo que hiciste! —Mónica recoge el libro y alisa las hojas que se doblaron al caer.
—Lo siento, ya no quiero leerlos —Y se tapa la cara con un cojín.
—¡Jum! Ya lo sabía —le reprocha.
Luisa no presta atención, ahora su interés está puesto en las imágenes que solo le muestran la tele. Mónica vigila ansiosa la pantalla del celular y de repente, aparece el símbolo en verde de una llamada entrante.
—¿¡Don Orlando!? —pregunta exaltada.
—¡Sí!, la SIJIN tiene acordonado el edificio, encontraron rastros de sangre usando luminol. Andrea va para allá, pregunten por Felipe Pulido. Es amigo mío.
●♤*♤*♤●
La carretera está llena de charcos que, el carro de Mónica levanta al pasar. Ella se ha ido usando ropa deportiva, no se maquilló, se sujetó el pelo con la coleta que le quitó con algunos cabellos a la hermana y, en lugar de los de contacto, lleva unas enormes gafas que no le dejan lucir sus ojos pardos. Arruga la frente al ver su cara en el retrovisor. No se había visto así desde que preparaba el proyecto de grado.
Serpentea las dos últimas curvas y siente un punzón en el pecho apenas empieza la arboleda, el único espacio donde no llueve, se acaba el túnel de árboles y aparece el edificio: rodeado de luces de patrullas y una cinta amarilla que lo separa de los curiosos. Ni la lluvia los espanta.
Encuentra Andrea en el tumulto y la saluda con señas.
—Apúrate que este señor, Pulido, te espera —La afana Andrea y la lleva del brazo con el investigador.
Pulido, un hombre maduro que se rehúsa a pensionarse, se lleva una sorpresa al ver a la jovencita de sudadera y cola de cabello, no agradable, lo delata su gesto en la boca.
Mónica se presenta y sin disimulo examina al hombre de apariencia impecable y arrugas en el entrecejo.
—¿Muchos asesinos locos? —Mónica busca conversación mientras le sigue el paso.
—Asesinos y locos, siempre, pero nada tan elaborado, aquí rara vez se esfuerzan.
—Tampoco los investigadores... —Termina la palabra y se muerde el labio inferior, sabe que ha metido la pata.
—Nosotros hacemos nuestro mejor esfuerzo, lo que haga la fiscalía después, ya está fuera de nuestro alcance.
—Sí, sí, a eso me refería —corrige sonrojada.
—Cosas así, solo se ven en el cine, ah, y en los Estados unidos.
—Sabe —intenta simpatizar de nuevo—, antes pensaba que el cine inspira a los sádicos, pero son los sádicos que inspiran al cine, como hay gente loca por allá y después dicen que nosotros los tercermundistas, somos los salvajes.
—Ajá —responde indiferente y mientras doblan en el último tramo que los lleva al cuarto piso, agrega—. El cine solo les enseña a usar armas y borrar huellas.
—¡Pues sí!... Esto lo hice yo —Señala el hueco en el escalón que le dañó sus zapatos favoritos—, es que bajé muy rápido.
—¿¡La seguían!?
—No —Voltea a verlo—, pero sentía que sí.
El investigador asiente desconcertado.
—Entonces fue usted... —murmura, enseguida pregunta—: ¿Antes o después que llegara la policía?
—Antes... ¿Por qué?
—Nada.
Pone el pie en el último escalón, gira la cabeza de lado y descubre de dónde proviene la brisa que la despeina. El lugar ya no le asusta. La luz que entra por todas las puertas abiertas de par en par le da un aspecto distinto. Ella no ve la sangre, se oculta en el suelo y la pared; solo los expertos con un líquido especial, hacen aparecer las imágenes, azuladas y brillantes, aprovechando la oscuridad de la habitación con ventanas selladas.
—¿No ve nada fuera de lo normal? —le pregunta Pulido.
—La... ¿Cómo qué?
—Venga. —caminan hasta el fondo—. El patrullero, Ortega, dijo que las ventanas no tenían esas tablas, que no parecía el mismo cuarto.
Mónica exhala un suspiro y añade:
—La primera vez, sí se veía así.
—¿Por qué no lo comentó antes?
—Lo mencioné a los policías.
—No omita detalles, yo soy distinto... también me dijo el joven que, estaba pálida, como si hubiera visto un fantasma.
Mónica evade el comentario relatando lo sucedido, sus recuerdos siguen frescos, las imágenes se ven nítidas en su mente, les cuenta todo, excepto lo de las caras en la pared, las que observa de reojo.
—Todos los pisos son casi iguales y las habitaciones —apunta Pulido—. La segunda vez no pudieron haber estado aquí.
—Sí, lo sé por el número —asegura Mónica.
Se oye el ruido metálico de algo que ha caído al suelo. Ambos voltean a ver.
—Es el número de la habitación... —interviene otro—. Está podrido.
—Pues no lo llevamos —ordena Pulido.
—Él solo se llevaba las cabezas... —argumenta Mónica—, deben estar vivos, ¿cierto?
—¿Él? ¿Habla del muerto?
—¡No! —Hace una pausa—. E, el que lo esté copiando.
—Ahora tendré que leer ese libro y encontrar relación. ¿Sabe si hay algún resumen en internet?
—No señor, pero no se lo recomiendo, los resúmenes omiten detalles, detalles importantes.
—Eso es cierto... Ah, y no piense en cosas raras, al final siempre hay una explicación lógica.
—Yo no le temo a cosas raras como usted dice. Le temo a la gente que sí las cree.
—El creerlas no las va hacer realidad. Las creencias no matan y los fantasmas tampoco.
—Pero ha matado a la gente que las cree, ¿no?... y de paso a los que estuvieron cerca.
Pulido eleva el dedo índice en señal de hacer un comentario, pero lo olvida ipso facto y se le desdibuja la sonrisa en la cara al ver la angustia en los ojos de la joven que lo mira fijo, se ha quedado con el dedo levantado sin decir nada. Se devuelven en silencio, se despiden en la salida y cada uno toma su camino.
Mónica abre la puerta del carro y la vuelve a cerrar, para ver lo que se refleja en la ventana del conductor: es la imagen borrosa de una niñita en el regazo de una mujer que la peina con las manos. Siente que la coleta se desliza y, unos dedos, le desenredan el cabello. Se toca la cabeza y observa alrededor, no hay nadie. Vuelve la mirada al frente; solo es ella, con el pelo suelto, la coleta, la tiene en la mano. Sube de inmediato al auto y abandona el estacionamiento.
●♤*♤*♤●
Luisa se asoma por encima del sofá cuando escucha girar la llave en la cerradura.
—¿Qué pasó con Méndez y el otro?
—No aparecen —responde a secas.
Y pasa directo al estudio a encerrarse. No quiere que nada la distraiga. Pero desde su ubicación, en un espacio entre la cortina y la ventana, ve el libro de El coleccionista sobre el comedor. Estira el cuello de costado, porque las esquinitas dobladas dejan un resquicio entre las hojas. Como un túnel que la lleva a un paraje que no es más que los dibujos grabados en el mantel; y va directo hacia él, con especial cuidado se asegurara que no quede ni un doblez, sin darse cuenta, ya está leyendo.
Son solo letras, pero ella ve imágenes y escucha bajito el rechinar de los pasos sobre el baldosín recién lustrado. Los recuerdos del Coleccionista, también hacen ruido, es sutil, lo produce la espada al hacer un corte, una línea de sangre mancha la pared y se escurre en tiritas hasta perder la forma.
Esos pasos han puesto sobre aviso a la detective que observa por la mirilla y, las dos, ven a ambos; a él, y a la imagen que deja su reflejo en el suelo y camina a su lado. Daña la cerradura, está a punto de entrar. Detrás de la puerta, la joven lo espera con la luz apagada.
Un golpe a los tobillos lo derriba. A tientas, busca la bolsa que se le escapó de las manos; tambalea al ponerse en pie y siente el frío del viento que levanta la gruesa cortina, vislumbra el brillo del 44 Magnum que le apunta. Huye por la ventana envuelto en la cortina que arranca con barra y ganchos, y se aferra al árbol y a las ramas que rompe al caer.
Ella se asoma y lo 'ven': Primero cae la katana, después él, cerca de la farola, levanta la cara cubriéndose con el brazo y la luz rebota contra uno de sus lentes. La detective y Mónica apartan la vista, vuelven al coleccionista, él ya no está, pero algo se mueve entre los matorrales.
Una vez oprime el interruptor, se percata de la bolsa que, deja caer apenas revisa, y unas gotas de sangre salpican sus pies. Mónica también suelta el libro y la imagen se diluye en un halo de polvo que ha salido al cerrarse...: las contemplaba desde el fondo de la bolsa, con una mueca horrida y los ojos vacíos que pertenecieron al policía que la resguardaba.
—¡Qué fea imagen! —murmura Mónica.
—¿Es una novela gráfica? —la sorprende su hermana.
—Sí, no —le contesta recogiendo el libro y junto con el otro del mismo autor, los guarda bajo llave en el estudio.
Y continúa lo que había dejado y escribe tan rápido. No se detiene a meditar y escoger términos o frases que adornen el texto. Porque teme, que esas ideas que surgen de repente se refundan en tantos pensamientos. Hay varios interrogantes que dejan cabos sueltos que, le corresponde no ignorar como buena periodista.
Se le ha ido la tarde leyendo cientos y cientos de comentarios. Aunque es su segunda noticia, para la gente que ya la había olvidado, es la primera, y con esa basta, el nombre de Mónica Corzo resuena en los medios. Su artículo es el más leído y comentado, más que cualquier otra noticia relevante... Le recuerda a su investigación, a su proyecto de grado. Una idea ronda en su cabeza, una corazonada.
Llama a la policía y pregunta a Ortega. No le gusta Rojas, le resulta soberbio, aunque piensa lo mismo de todos los que usan armas. El joven no está. Entonces se conforma y lo pide al teléfono.
—¡Qué casualidad! —comenta Rojas—, justo estábamos hablando acerca de su artículo.
—No le quitaré mucho tiempo. Quería preguntarles algo: cuando revisaron los demás pisos, ¿vieron una habitación con las ventanas tapadas?, me refiero a la primera vez.
Rojas se queda en silencio un momento, luego responde.
—No, me lo habrían mencionado Ortega o Jiménez. Vea usted. No íbamos a andar los tres por el mismo lado. Nos dividimos.
—Y... ¿cómo se dividieron?
—Bueno, del cuarto para abajo, revisé yo, y los otros se repartieron los de arriba.
—Ya... Hay otros edificios con las mismas características que...
—Espere —interrumpe— que me están llamando—. Cuelga y se aleja el sonido de su voz. Rato después, se vuelve a oír que levantan el teléfono—. Salgo para el edificio, unos jóvenes escurridizos vieron algo. Nos vemos allá si quiere.
—¿En serio?
—Sí lleve sus cámaras y esas vainas, para que sea otra vez noticia.
—Pero...
—Bueno decídase que no hay tiempo que perder las horas de sus compañeros deben estar contadas.
—Voy para allá.
●♤*♤*♤●
En un día que amaneció tarde y anocheció más temprano. Mónica va de regreso aquel lugar, apresurada, con la misma ropa cómoda y sus enormes gafas; esta vez siente las punzadas en el pecho durante todo el trayecto.
Afuera está la patrulla, Mónica camina hasta la entrada.
—¡Venga, señorita! —es la voz de Rojas dentro del edificio —Suba, nos esperan arriba.
Lo sigue, aunque no lo ve, solo escucha el peso de sus botas sobre el metal de las escaleras.
—Espéreme —grita ella.
Los pasos se detienen, Mónica sube hasta donde deja de oírlos, es el cuarto piso y, en la penumbra, alcanza a vislumbrar la puerta abierta de la habitación del fondo. Siente que se le corta la respiración. Va de regreso y escucha una puerta abriéndose, es la habitación del medio que deja salir un cuadro de luz que rompe la oscuridad. Respira tranquila y se dirige a ella.
No ve nada, aparte de un escaparate metálico destartalado cerca a la ventana. Se adentra un poco más, el baño está cerrado.
—Hola —saluda introduciendo su mano en el bolso y palpa su mini perfume.
Da media vuelta, quiere correr hasta la salida, hasta su auto y luego hasta su casa. De nuevo oye otra puerta abriéndose, esta vez es la del baño, no alcanza a verlo, por el uniforme, sabe que es un policía quien le tapa la boca y la arrastra a la ventana. Ella se frena con los pies, saca la mano del bolso con el frasquito y le rocía la cara.
La ha liberado, aprieta los párpados, los abre y recibe más líquido, está casi ciego, pero no se aparta del camino. La advierte cuando le pasa por el lado y la derriba. Desenfunda el revólver y un puntapié que viene desde el suelo se lo aparta de las manos. La escucha chocar contra el escaparate y se abalanza sobre ella, solo atrapa uno de sus pies, y recibe un golpazo en la cara del que le deja libre.
Ella logra incorporarse, ve que él también está a punto de hacerlo y con todas sus fuerzas, tumba el pesado mueble sobre él. El estruendo retumbaba en los oídos de Mónica y el eco de su grito, un sonido cada vez más distinto al tono de su voz, se va deformando mientras abandona el pasillo. El cuerpo de Rojas, había quedado fuera y, la cabeza, aplastada bajo el escaparate metálico destartalado.
Falta un tramo y se acaban las escaleras. Alguien se aproxima. Mónica retrocede tres escalones y entra en el pasillo del segundo piso. La habitación del fondo está abierta, la luz que viene de afuera le abre camino a su sombra que corre adelante. Cierra la puerta a su espalda y vigila por la mirilla: se asoma una sombra metida en el suelo, ahora se sube a la pared y luego, el dueño de esa sombra... No espera a ver más. Se queda acurrucada en un rincón tiritando de frío y miedo... Unos pasos se acercan. La perilla se mueve. Se levanta mirando la ventana y aprieta los puños; apoya los pies en el alféizar y salta hacia el viejo árbol aferrada a las ramas que rompe al caer. Una linterna la alumbraba desde la ventana que saltó, se tapa la cara con el codo y la luz choca contra uno de sus lentes. Aprovecha y escapa entre los matorrales.
FLORECER
«Empezaste a florecer», había dicho la madre a Akane la noche anterior. Esa mañana, despertó sabiendo que era el día... Salió para el colegio con un peinado diferente, su uniforme bien planchado y el poncho amarillo de plástico guardado en su maleta; aunque no era época de lluvia. Caminó dos cuadras y se encontró con el gato del parche blanco alrededor del ojo que la esperaba siempre. Le dio las croquetas, se despidió y, dobló en la esquina para abordar el autobús. Con su cabeza recostada en el vidrio de la ventana vio a la gente, las casas, los árboles y el camino alejarse.
Sonaron las campanas y ella ya estaba sentada en la silla de su pupitre; lista para la clase del señor Takayama. Después en las duchas; escuchaba el agua caer y filtrarse por el caño; y la voz de Miyako preguntar: «¿Quién es?», a quién abría y cerraba la puerta, y hacía ruidos de plástico al caminar. Miyako siempre era la última en salir; porque tenía que estar «Bien, bien limpiecita», decía. Se asomó y se encontraron las miradas. Miyako rio y rio mirándola de arriba abajo; porque no sabía que era a lo que Akane daba vueltas y vueltas apoyado en su hombro; le parecía el manubrio de una bicicleta...
Siguió oyendo su risa, aunque le cercenó la cabeza; pero antes, le cortó tres dedos que no lo pudieron impedir. La recogió del cabello que escurría agua y sangre y la escondió en una bolsa. Aprovechando la llave abierta, lavó el sable y limpió las manchas que salpicaron el poncho. Dejó una hoja que había arrancado del libro de su escritor favorito. En ella estaba subrayada las palabras: "muere la narcisista".
Antes de devolver el sable a su lugar, posó erguida frente al espejo... Le gustó lo que vio.
Esa niña llamada Akane, meses antes había robado el wakizashi (que decoraba la pared del Dojo donde alguna vez practicó kenjutsu) y, luego, lo enterró en el jardín cerca de los baños de su colegio. Amaba los libros de Saijō Matsumoto y tenía un canal en YouTube donde enseñaba la cultura de su país al mundo. A algunos de sus compañeros, no les gustaba: «Eres fea, y las feas no deben mostrarse, nos harás mala fama». Se burlaban, en especial Miyako que los incitaba.
Aquel aniversario, se cruzó con el día que empezó a "florecer". Le pareció cursi que la madre llamara así a la menstruación. Pero en la mañana al despertar, en el relojito infantil, titilaban los números de la fecha, y lo consideró un presagio. Estaba lista. Miyako sin saberlo, zanjó su destino el día que se burló de la desgracia de Matsumoto.
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Mónica no está en su alcoba, su cama sigue hecha. Luisa corre por el pasillo y baja a prisa las escaleras. Respira tranquila al encontrarla dormida en el sofá, aunque no le gusta su aspecto.
—¿Qué te pasó, dime? —suplica Luisa salariándola y la despierta.
Mónica se toca las sienes con las yemas de los dedos, piensa que tuvo el peor de los sueños hasta que se revisa la ropa y las manos.
—Me resbalé corriendo en el parque —responde sin mirarla.
—¡Tonta! —Le quita el pelo de la cara y le acaricia el rasguño en la frente—. ¿Ya te enteraste? —Y se sienta a su lado.
—¿De qué?
—Por dónde empiezo... ¡Ya! Matsumoto tenía un hermano menor, Hiromi, se llama. Contrató detectives, ¿y adivina qué?, descubrió que Matsumoto no había estado en todos esos lugares, los de las víctimas...
—¡¿Dónde leíste eso?!
—En todos lados, el mismo Hiromi lo publicó en sus redes sociales. Lástima, un poco tarde... ah, y la primera víctima, Miyako, la asesinó su compañera de clases; ¡tiene mi edad! Y lo descubrieron por mera casualidad; está en un hospital psiquiátrico desde la muerte del escritor. Eso llamó la atención del detective y la visitaron con Hiromi. Ella lo confundió con Saijō y le dijo: «Lo hice por ti».
—¡Qué horror!
—Ah, y aparecieron tus compañeros.
—¡¿Qué?!
—Sí, no te preocupes, están a salvo —Mónica busca el celular en su bolso—, ¡que sí!... Hasta el saco apareció, solo había tres cabezas, suponen que una es del escritor y las otras, de las dos víctimas de aquí... El resto, eran cráneos falsos y partes de animal muerto que hacían bulto en el saco.
Tiene varios mensajes, solo llama su atención el de un número privado. Su corazón palpita más rápido.
—Los encontraron en el Sótano, tenían heridas leves —continúa Luisa, Mónica se distrajo—. Estaban atados y sedados, bueno, Rodríguez. Méndez estaba consciente, pero tenía marcas de soga alrededor del cuello. En su declaración dijo... Espera que Juliana me la envió por wasap.
—¿Ah?, ah sí, a ver.
—Pues como tú no crees en mis fuentes —Tuerce los ojos y le muestra, ambas miran. Luisa lee—: «Sentí que me ahogaba, estaba muy oscuro, luego escuché pasos y voces y volví a respirar. Me desmayé. La luz del sol entró por una ventanilla del sótano y me despertó. Empecé a pedir auxilio y así fue como unos jóvenes nos encontraron».
—¡Es increíble! —Recupera el ánimo— ¡Qué bueno!
—Ay, pero también hay malas noticias. Encontraron un policía muerto, ¡pobre!
Mónica vuelve la vista al celular, Luisa estira el cuello para ver lo que la altera:
—Tira el perfume y borra el mensaje —lee Luisa en voz alta.
Lo borra y abraza fuerte a Luisa, le cuenta por qué debe deshacerse del perfume.
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Lanzan su escaso equipaje al maletero y cuando baja el capó, ve a Ortega sonriéndole parado enfrente.
—¡Hola! ¿Llego en mal momento? —saluda él.
—No —Ríe nerviosa Mónica —Esta es mi hermanita.
—Hola —Se presenta sonriente—, soy Luisa.
—¡Uy!, ¿qué te pasó ahí? —Señala su propia frente.
—Me caí, no es nada —Esconde las manos en los bolsillos—, Y ¿a qué se debe su visita?
—Iba pasando, te vi y, di la vuelta para saludar.
—Aaaah, era eso —Cruza miradas con su hermana—. Íbamos a almorzar fuera.
—¿Con maletas? —Sonríe.
—¡No! Vamos a pasar unos días a una finquita que era de mis abuelos, no es muy lejos, a dos horas nomás.
—Sí —aclara Luisa—, no es que salgamos de la ciudad —Mónica le aprieta el brazo.
—¿Qué tal si las invito?, yo también iba almorzar.
—Bueno —Se adelanta Luisa.
—Bueno —acepta Mónica resignada—, mejor llamo para que la traigan. Adelante —Le indica la puerta.
—Ah —advierte él— no quiero carne —se aclara la garganta y pasa saliva con una mueca de desagrado.
Ni Mónica, no la querrán en mucho tiempo y por la misma razón.
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Ortega que prefiere que lo llamen Ángel, observa a Mónica y ve que tampoco puede seguir comiendo. Las pantorrillas de Luisa asoman colgadas en el espaldar del sofá donde chatea y reposa el almuerzo.
—Yo lo vi —dice el joven revolviendo el espagueti con el tenedor.
—¿A quién? —pregunta, aunque adivina a quién se refiere.
—A Rojas, ¡Dios!, y ese olor... me era familiar, olía a maticas, como... a flores.
«Flores silvestres», pensó decir Mónica.
—Y... a sangre. ¡A sangre y perfume de mujer! —musita— Qué retorcido.
—Sí..., qué terrible —Retuerce el orillo del mantel con ambas manos.
—Me caía mal... Era un corrupto —calla tan pronto pronuncia las palabras—. Oye, ¿no irás a contar lo que te he dicho? —pregunta nervioso.
—No..., estoy cansada de esto, no solo de este tema..., este trabajo.
—Yo a veces... y somos novatos —Suspira.
—En la universidad, hice una investigación con mis compañeros; advertimos que iban a otorgar licencias ambientales a un país extranjero para explotación minera y de lo que esta acarrearía. Como sea, recibimos amenazas de muerte, nadie nos contrataba después de graduarnos y ¿para qué?, al principio hubo mucho ruido, pero la gente olvida. Un día les preocupa el medio ambiente y al otro, escándalos banales. Pusimos nuestras vidas en riesgo por nada. El mundo no cambia. La gente tiene lo que se merece.
—Ya lo recuerdo... También acertaste con este tema, dijiste que: Quizás el que imitaba al coleccionista lo hacía desde antes..., que tal vez Saijō era inocente. También creo que esto del escritor les sirve a los corruptos para distraer al pueblo mientras olvidan... Hay algo que no se ha dicho a la prensa. ¿Prométeme que no se lo dirás a nadie?
Mónica asiente y toma aire. Vuelven esas punzadas en el pecho que no la dejan respirar.
—A Rojas le aplastaron la cabeza con un armario repleto de chatarra.
—¿Habrá sido un accidente, no?, ¿y si se lo hizo el mismo?
—No, no fue así. Lo que más me sorprendió, a todos, fue la hoja que dejaron, era de ese escritor; lo sé porque estaba su nombre y el título en el encabezado. En la página decía: que El coleccionista iba por una detective y terminó matando al policía que la resguardaba, algo irónico, porque le había salvado la vida indirectamente, ese policía planeaba matarla. La palabra policía corrupto estaba señalada con lapicero rojo.
Mónica no opina, solo lo mira esperando que él le dé alguna señal.
—Lo sé, así estaba yo y mis compañeros, con esa misma cara...
Unos golpes en la puerta los interrumpen.
—Disculpa, debe ser la vecina, le encargué mi gata —Y se retira abrir.
—¿Te cae bien mi hermana? —lo toma por sorpresa Luisa con la excusa de servirse limonada.
—Sí —contesta incómodo.
—Mi hermana es buena gente, ¿sabe?, siempre sacaba buenas notas; además, no se mete con nadie, ella no mata ni una mosca.
—Ajá —Arquea las cejas y se recuesta en el espaldar de la silla.
—Es un poco miedosita..., es que sufrió mucho de pequeña.
—Ah sí y...
—Nuestros padres murieron en un accidente cuando éramos muy pequeñas —Baja la mirada—, nuestros abuelos se hicieron cargo de nosotras. Después murió la abuela. Mónica tenía doce y yo cinco.
—¡Tenaz!...
—Eso no es todo —Sorbe la limonada y continúa—, en el velorio, el abuelo nos dijo: tóquenla para que ya no les teman a los muertos. Yo me acerqué con los ojos cerrados y me pareció tocar un madero. En ese momento escuché el grito de mi hermana, abrí los ojos y ella tenía una cara de horror, a la abuela no la alcancé a ver, nos taparon los ojos, pero mi hermana ya la había visto. Dijo que abrió un ojo, que la miraba. ¡Es raro!, porque tengo entendido que se los pegan.
—Sí, así es. ¡Pobre!
—Y, y, Mónica salió corriendo. Fueron a buscarla y la encontraron dormida, recostada al Caracolí detrás de la casa. Cuando la despertaron dijo: que no sabía cómo llegó ahí, que ella estaba sentada en las piernas de mamá, y mamá en la mecedora del patio trasero —Se queda en silencio un momento y luego prosigue—, que mamá la había arrullado y le desenredaba el pelo con los dedos (así hacía para que nos durmiéramos).
Ángel la mira boquiabierto sin interrumpirla.
—¿Sabe?, en ese árbol, la abuela regó las cenizas de mi madre... antes estuvo seco. Después de eso, empezó a florecer.
—¿En serio? —pregunta incrédulo frunciendo el ceño.
—¡Eso dijo el abuelo!, yo estaba muy pequeña —Luisa se encoge de hombros y añade—: Pero mi hermana es una santa, ella no mata ni una mosca —concluye, bebe el resto de limonada y al mismo tiempo se limpia con la mano lo que le escurre por los lados. Ve que su hermana se despide de la vecina y va cerrando la puerta. Luisa da tres pasos largos y salta al sofá.
Mónica ve las gotas de limonada del lado de la mesa donde ella estaba sentada y, luego, la cara de espanto de Ortega. Su hermana, ya no asoma ni los pies.
—Doña Herminda me dijo que, había visto a un policía rondando... ¿Fuiste tú?
—No, hasta ahora paso.
—Ah, se me olvidaba, ese día, ¿qué parte revisaste?
—Bueno, yo me quedé en el cuarto piso; Rojas revisó abajo y Jiménez arriba...
—Ya.
—Me parecía raro, él era tan mandón, pero como soy nuevo.
—Sí, sí, claro.
—Ya debo regresar al trabajo, Gracias. —dice levantándose de la mesa y se despide muy formal.
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El camino a la finca de los abuelos, empieza al final de la carretera de pavimento, doblan a la derecha y entran por un trecho donde apenas cabe un vehículo. Luisa saca la cara por la ventana para sentir el viento y la mano para tocar las hojas con la punta de los dedos.
—Mira los árboles —susurra Luisa—, parecen personas abrazadas formando una hilera y se toca las cabezas con la fila del frente, y ahora que sopla fuerte la brisa, parece que bailaran... como en el cuento —Mónica gira el cuello hacia su hermana—. ¿Qué dirían de nosotros si hablaran?...
—¿A qué viene eso? —pregunta Mónica.
—Solo míralos.
Mónica vira los ojos arriba.
—Claro que los veo..., igual que los de la entrada a ese edificio, parecen acecharnos... No sabía que observaras con tanto detalle la naturaleza.
—Es que, hoy me acordé del árbol, el que según el abuelo estuvo seco hasta que le regaron las cenizas de mamá.
—Eso lo inventó el abuelo.
—Para qué?
—Pa, para consolarnos... y consolarse él y creer que mamá seguía viviendo en ese árbol.
—Pero..., lo que dijiste esa vez.
—Debió ser un sueño.
—Ya, un sueño, no lo viste así antes, ahora así.
—Ahora sí —afirma.
La cara de Luisa se torna dura y analiza a Mónica buscando la duda en su mirada. Luego vuelve a observar por la ventana, y sigue tocando las hojas.
—Las ideas no nacen de la nada, todas se basan en algo que han visto u oído... ¿sabes?, volví a leer el cuento —Sonríe—, el que escondiste (me di cuenta) y, lo entendí.
—¿Cuándo?
—Hace poco, mientras hablabas con ese policía. Está internet.
—Pues ya sabes que no hay tal maldición, solo gente aprovechando lo que empezó esa joven para cometer crímenes.
—Sí, no me lo aclares, no soy tonta.
La casa está detrás del portón grande de madera. El árbol alto sobresale, los troncos que se expande hacia los lados, parecen brazos abiertos que dan la bienvenida. Las hojas secas caen. Mónica y Luisa, lo miran perplejas.
—Míralo, se ve triste, como si llorara esas hojas secas —Se angustia Luisa.
—¿Qué te pasa? ¿Tuviste una epifanía?
—¿Una qué? —Sigue mirando el árbol.
—Deja eso. Ya tuve suficiente con lo que ha pasado.
—Lo siento.
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El frío de la noche se cuela por el patio, recorre la sala y sube por las escaleras hasta la habitación de las hermanas que, tiritan entre las cobijas y se despiertan ambas en la misma cama, como cuando eran niñas y tenían miedo. Las ramas golpean la ventana y se escucha como golpes en la puerta.
—E, es el viento —tartamudea Mónica.
La rama entra rompiendo el vidrio, la cortina se curva y se ve la silueta de las ramas detrás del blanco de la tela.
—¡Vámonos! —sugiere Mónica.
—¿A esta hora?
Mónica ve un resplandor, se acerca un poco a la ventana. El árbol se balancea hacia atrás y la rama vuelve a salir despejando la vista.
—¡Fuego! —grita—. Tenemos que salir.
Luisa corre abrir la puerta y ve entrando el
humo en el corredor y la vuelve a cerrar.
—Salgamos por la ventana —recomienda Luisa—, bajemos por el árbol, no hay otra opción.
—Sí —responde mirando el árbol que se ha quedado quieto.
Bajan entre las ramas. Mónica llega primero y recibe a su hermana. Luisa se frena, Mónica mira hacia donde mira ella y ve un hombre que se oculta entre las sombras. Da unos pasos al frente y la luz lo va mostrando de pies a cabeza. No está usando su uniforme, pero Mónica lo reconoce.
—Era usted —recrimina Mónica—, siempre desconfío de los que dejan que hablen por ellos. De los que solo reciben órdenes.
—Usted es muy valiente con sus palabras —asevera Jiménez— y especulaciones.
—Y usted es muy valiente apuntándonos con su arma —le reprocha Luisa y Mónica se pone enfrente de ella.
—Pero tenía razón con mis especulaciones, eh, profanaron el cuerpo de ese hombre para desviar la atención de las investigaciones de corrupción del alcalde. Qué ridiculez subestimar así a la gente.
—¡Ja!, y usted los sobreestima, la gente cree lo que lo que conviene —Mónica mira la mano temblorosa que le apunta.
—Y usted es uno de esos...
—¡Cállese!, métanse a la casa.
—¡Este nos cree tontas! Tenga poder de decisión. Esos muchachos que culpa tenían. Igual nosotras.
—Ese fue Rojas —Y sostiene la mano que empuña el arma con la otra mano—. Miguel chantajeaba al alcalde, no se haga la tonta, él no era ningún inocente.
—Allá —Señala Luisa, Jiménez no voltea, pero escucha el barullo de gente acercándose.
Son los vecinos más cercanos corriendo con agua en baldes.
—¿¡Hola, están bien!? —grita uno acercándose.
Jiménez voltea y dispara sin mirar hacia a dónde, el hombre cae herido. El viento sopla fuerte y las llamas se va mitigando de costado. La arena se levanta y los ciega. De fondo se escucha los gritos de auxilio de la gente. Luisa corre del otro lado de casa. Mónica se atraviesa cuando él dispara en dirección a ella.
El camisón de Mónica se tiñe de rojo, y él le sigue apuntando, ella siente frío y tiembla.
Jiménez escucha el sonido de madera quebrándose, vira arriba, y ve el recorrido del tronco (que parece el brazo del árbol) caer hacia él, no alcanza apartarse. Golpea su cabeza y su cuello se rompe.
Mónica aguarda a la ambulancia recostada al Caracolí, la adormece el zumbar de los grillos y la acuna el resoplido del viento. Los gritos de su hermana y de la gente, se oyen tan lejos como el ruido de la sirena. Entreabre los ojos; las luces titilantes rojas y azules traspasan entre los quicios de las ramas.
ESCRITORES MALDITOS
En una habitación blanca perfumada por el olor dulce de rosas rojas, descansa Mónica. De nuevo despierta con la sensación de haber tenido una pesadilla, y lo descarta, tan pronto siente el dolor leve a un costado de su vientre. Pero no le da importancia, porque lo primero que ve, es la cara sonriente de Luisa con marcas de lágrimas secas.
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Mientras Luisa merienda en la cafetería, Mónica hojea el periódico local que le trajo Méndez; se detiene en la página que muestra la casa de sus abuelos intacta, con algunas manchas de humo en las paredes con forma de «caras»; otra, del árbol, ¡seco!, como si así hubiera estado siempre, y el suelo lleno de hojas verdes; en el pie de foto se lee: "El héroe".
—Tienes el cuero duro —comenta Méndez—, es lo que se necesita para hacer buen periodismo en Colombia.
Ambos ríen con dificultad, Mónica, palpándose la herida y, Méndez, estirando el cuello de la camisa, aunque ajuste todos los botones, se ven las marcas de soga en el cuello.
—¿Cómo está Rodríguez?
—Ya le cosieron la cabeza. Le dieron un golpazo, cuando nos atacaron.
—Méndez...
—Dime, Julián, por favor.
—Es la costumbre, Julián ¿viste la cara de quién los secuestró?
—No, Eduardo menos, pero, ya sabemos quiénes fueron.
—Sí, claro... Pienso que, no intentaron matarme solo por mis deducciones. Siempre te amenazan para callarte y ya en últimas sí —sonríe—..., bueno, eso nunca pasó.
—Con esta gente nunca se sabe.
—Es una suerte que no los mataran.
—Pero lo intentaron —levanta la quijada y se señala el cuello.
—Creo que ellos no se robaron el saco, ellos pusieron el saco.
—¿De dónde sacas eso?
—Ese día estaba nerviosa, y no me fijé en los detalles, cuando volví sí, bueno, fue el investigador Pulido y el patrullero Ortega que me hicieron caer en cuenta.
—¿De qué?
—Ese día, la segunda vez que subí, no estuve en el cuarto piso, sino en el tercero... Solo cambiaron los números, eso es todo. Jiménez y Rojas debieron notarlo al revisar los otros pisos; pero se lo callaron a conveniencia. Tal vez eran cómplices..., no sé. Solo sospecharon de mí cuando publiqué mi artículo, y pensaron que sabía algo de la muerte de los muchachos. Uno lo mataron ellos, y el otro, la persona que ocultó el saco.
—Entonces —la mira fijo—, ¿el que mató a Rojas, fue el que se lo robó?
Mónica pasa saliva.
—No.
—¿Cómo lo sabes? La policía no ha declarado nada.
—Ni lo harán.
—¿Tú lo harás? —Arruga el entrecejo.
—Creo que ellos solo mataron a Miguel
—El lame suelas del alcalde.
—Según Jiménez, lo chantajeaba, pero a Óscar, a él no, de él no sabían nada. Lo sé.
—¿Por qué?
—Es una suerte que no los mataran.
—Eso ya lo dijiste —dice poniéndose de pie, se suelta el botón que le aprieta el cuello y toma aire.
—Ese muchacho tenía muchos enemigos..., no entiendo como tenía tantos seguidores. Era tan...
—Era una basura —asevera—, no sé si te acuerdas, pero la vez que critiqué ese tipo de programas, dijo que..., con razón mi esposa se había suicidado, que yo era un viejito patético..., mi esposa...
—No tienes que decirlo...
—Tuvo tres abortos; el último..., tenía seis meses, estuvimos tan cerca.
—Lo siento...
—También hizo mofa de otra tragedia..., y leyó el cuento.
—Me acuerdo. No era un buen tipo, pero...
—Yo solo sé —la interrumpe otra vez—, que iba a suicidarme y se rompió la soga, de pronto..., oí ruidos, después, a una mujer gritar. Salí y vi tu carro y la patrulla afuera, oí un estruendo, luego tus gritos y pasos correr. Acudí en tu ayuda, ¡ja! —Suspira y luego sonríe—. Fue como en el libro... Revisé los pisos y la luz me llevó a ese cuarto. Olía a... bosque, tu perfume. Borré las huellas que supuse dejaste en el escaparate y dejé la hoja del libro que siempre llevo desde aquel día que, me quedé esperando un autógrafo, y te envié un mensaje.
—No, no sé de qué hablas —titubea Mónica.
—¡Yo tampoco! —se dibuja una sonrisa en su rostro—, solo estoy especulando, igual que tú—. Se despide dándole un beso en la frente antes de salir, se para en la puerta, la mira y agrega—: ¿Leíste la novela?, ¿sabes ya cómo termina?
—No.
—Bueno, pues termina así —y vira todo alrededor.
—¿Cómo?
—Así, tal cual —se encoje de hombros y abandona la habitación.
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Méndez miraba una y otra vez el reloj en su muñeca, ya eran las diez pm. Resignado a no ver a su escritor favorito aparecer por la puerta de entrada del hotel (para que le firmara un par de libros y un ejemplar valiosísimo que guardaba en el estuche que colgaba a su espalda). Regresó a su habitación. En el pasillo, se encontró a Óscar y le siguió el recorrido con la mirada. A Óscar le inquietó esa sonrisa que no mostraba dientes, en especial el brillo en sus ojos, el mismo que veía en el gato, al que encerraba en una jaula con pequeñas crías de ratón. Le vio descolgarse un estuche alargado de su hombro, se preguntaba qué podría guardar ahí. A Méndez le sorprendió la casualidad. Una sensación extraña se apoderó de él, le heló la sangre, le nubló la mente.
Nadie sabía que antes de que el filo de un sable cortara la cabeza de aquel joven, el causal de su muerte, fueron los golpes que le propinaron usando una placa bañada en oro. «Pero qué buen material», instó el autor del crimen cuando se cansó de aplastarle el cráneo. Más tarde lo descubrirían, después de encontrar el saco, porque cuando hubo la oportunidad de ponerla junto con las otras, así lo hizo, aunque en un principio (su compañero entrometido), impidió que saliera como lo había planeado.
Fin
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