Cazadores (Lynn Santiago)
Uno. Dos. Tres pasos en la oscuridad del bosque, amparado por la fauna nocturna que se empeña en mantener la noche tan activa como el día. El hombre carga el rifle Remington de forma relajada, el arma es en esencia ligera, pero extremadamente potente.
Uno, dos, tres... cuatro. Ese último paso sella su destino. Lo ha dado tantas veces que incluso lo presiente con un vuelco en el estómago. Es inevitable. El pie resbala sobre el musgo, provocando una torcedura de tobillo. Trata de recuperar el control, pero termina cayendo de bruces y es allí donde comienza la agonía.
El suelo no le sostiene, se abre bajo el peso de su cuerpo con hambrientas fauces. Las entrañas de la tierra están cubiertas en restos de piel y cabello, el único recuerdo de la ofrenda de aquellos que cayeron antes que él.
En el fondo le esperan. Hombres, mujeres, niños. Se han convertido en uno con la tierra. Manos grumosas tratan de detener su caída, por un momento tienen la esperanza de que el cazador sobreviva, que de testimonio de su existencia. Acarician su espalda, tanteando. Frustrados al no descubrir lo que anhelan, las manos forjadas de tierra se convierten en garras de obsidiana que destrozan su piel.
—Uno más, uno nuestro.
Las manos que en un principio le ayudaron ahora le arrastran hacia el fondo para utilizarlo como escalón en su empeño de ascenso. Sus huesos serán balaustres y su cráneo, una vez limpio por los hambrientos gusanos, será un escalón más entre tantos. Olvidado, se convertirá en un peldaño en la escalera a la nada, tal como sus predecesores.
Solo ellas conocen los nombres de los muertos...
Arriba, al borde del infierno, cuya boca está disimulada por suave y fragante verde, cuatro figuras se asoman al abismo.
Impasibles, hacen caso omiso de los ruegos; no se afectan por las imprecaciones. Sus rostros ocultos por elaboradas capuchas solo permiten asomar máscaras de porcelana.
La tela no es suficiente para hacerles inescrutables.
El hombre trata de gritar, pero en su garganta ya se han acomodado las larvas que comerán su carne. Hierven y explotan con cada intento de protesta, adentrándose hasta sus pulmones.
¿Será posible? ¿Habrán escuchado su súplica? Las máscaras son retiradas y lanzadas al abismo. Caen a sus pies, blanca porcelana sobre la cual se dibujan muecas negras, lágrimas rojas.
Los rostros tras el antifaz son terribles. Huecos por ojos de donde brotan fuentes de sangre.
—¿Crees que alguna vez les crecerán alas?
La... ¿mujer? de sangre negra y cabello igualmente oscuro habla a la única figura que aún no se ha deshecho de su máscara. Otras dos, copias de la primera, ríen mostrando hileras de dientes afilados. La silente ladea su rostro, indicando que ha de expresarse, pero no hasta que sus hermanas guarden silencio. Solo entonces su voz se escucha haciendo eco contra la porcelana, voz que escapa a labios por siempre trazados en una expresión entretenida.
—No valdría la pena seguir tratando... si no fuese tan divertido.
Con un movimiento rápido agarra el rifle que se le escapó al hombre de entre las manos, segundos antes de caer. Ojos ámbar fijan su blanco en la mira.
El sonido del disparo acalla todo...
Darren despierta, empapado en sudor. Maldita pesadilla. Le ha perseguido desde el día que murió su padre. No le molesta el hecho de que se repite en ciclos, o que nunca logre despertar previo al disparo. Lo que realmente le atormenta es no poder entender el significado.
Camina hacia la ventana tras detenerse a buscar un cigarrillo en el cajón de la mesa de noche. Lo enciende y le da una calada profunda. Es plenilunio, el mes de abril trajo consigo una luna rosada que baña el camino desde la cabaña hasta la encrucijada que da a la carretera en una luz que nada tiene que envidiar a la artificial.
La cabaña queda iluminada, las ventanas no han sido cerradas, como lo exige el rito a seguir cuando alguien ha muerto dentro de una casa. Darren duda que el espíritu de su padre permanezca entre esas paredes, pero la costumbre manda.
El estilo de vida de Blue Ridge se ha visto poco afectado por lo contemporáneo. Abandonar su apartamento en el pueblo en pos de la cabaña es dejar atrás lo poco que pueda tener que ver con la vida moderna. En casos de extrema soledad-no, de exilio voluntario-, a veces la mente se resguarda en la tradición. En los pasados días ha estado repasando las historias que escuchó de niño.
Darren no se considera supersticioso, gusta más de llamarse precavido. Jamás le sorprenderán levantándose de una mecedora sin detener el ir y venir de la silla o mirando a una encrucijada después de la mediano...
—¡Rayos! — Justo allí va parar su vista, guiado por la luna.
Algo se desplaza veloz, justo donde se encuentran los caminos, parece ser un destello rojizo. Se obliga a enfocar, pero ya la aparición no se manifiesta. Sus ojos pueden engañarle, pero su oído no.
Un grito prolongado, similar al de un ave, pero a ras del suelo, se pierde en la distancia. Darren frunce el entrecejo. Se le hace una distracción curiosa. No es tiempo de zorras, pero ese es el inconfundible llamado de una.
—Mañana será otro maldito día— murmuró, perdiéndose por un momento en el deleite de la nicotina.
Cuidadoso, apagó el cigarrillo contra el panel de la ventana. La primavera en el Sur no se ha quitado de encima la sequía que dejó el invierno, el cual se presentó con una inclemencia inusual. Lo último que necesita es arriesgar un fuego.
Volvió a la cama, confiando en que no caería preso del sueño fácilmente. Pero no fue así. En diez minutos se quedó dormido, a merced de la mujer de la máscara.
El Sur es conocido por su amor a la hipérbole. Que los locales digan que Blue Ridge es uno de los lugares más hermosos de la Tierra, es vivir fiel a la expectativa de las historias que se cuentan a los turistas.
Y las historias son eso: trampas tendidas por palabras, atracciones compuestas de imágenes. Azul sobre azul, donde se une tierra y cielo, el impresionante caudal del río Tacoma, naciente en las Rocallosas y el aire limpio de interferencia urbana... las historias que nacen de esas fotografías habladas son divertidas. Siempre culminan en algún tipo de experiencia espiritual, perfeccionada y embotellada para saciar la sed de los que vienen a pasar un fin de semana.
Darren no creció con esas historias. Esos no eran los cuentos que se repetían en las cabañas de caza o alrededor de las hogueras. Nació en el Sur manchado de sangre, con el peso del lote que le tocó vivir, un lugar atormentado por el pasado, donde el presente todavía las pesadillas laten a flor de piel, como heridas que amenazan abrirse.
Las noches del Sur, esas que los turistas no atestiguan tras el cierre del paso entre las montañas a la caída del sol, están plagadas de fantasmas. Algunos espectros se mueven desde Georgia hasta Louisiana, sin lugar en donde encontrar descanso. Almas en pena, purgando los horrores de una guerra que duró cuatro años y todavía repercute. Otros son personales, atados a un lugar por generaciones, contentos con obtener una libación de vez en cuando, una muerte misteriosa, un suicidio inexplicable... A esos, a los que no se mueven, a los altares de sombras, se les sigue llamando fantasmas porque en el Sur, la buena costumbre es ley y nadie quiere recordar al Diablo, admitiendo que hay demonios que habitan la Tierra.
Darren permaneció escondido durante horas en el paso Benton McKay, espero haciendo honor a la paciencia, hasta que el último de los guardabosques se retiró, y el paso, junto con todos esos estrechos cerrados al público, quedaron vacíos.
Se adentró entre los senderos descuidados, devorados por el verde, caminando hasta que el canto de las cícadas, fuerte y constante, le hizo olvidar el latido de su corazón, reflejado en su sien.
Fue desarmado, no cometería el mismo error que alegan cometió su padre. Nadie entra a Blue Ridge Well con acero en sus manos.
Se abrió paso por el sendero serpentino, donde el terreno inexplicablemente se torna árido y cuyo final está marcado por un pozo. La construcción se elevaba unos cinco pies del suelo, el techo a dos aguas de madera colapsó hace unos treinta años a causa de una tormenta que fue a morir al pie de las montañas.
Darren no levantó la vista, la luz de luna alargaba las sombras y le advertía no mirar a los árboles. De hacerlo se arriesgaría a ver frutas extrañas colgando de esas ramas, olor a putrefacción de días, rojo viscoso en las hojas, rojo viscoso en el suelo... puede que no fuera su historia, pero es el destino de los cazadores, ver por siempre el cruel final de las llamadas "presas".
Voces clamaban desde el abismo, en sus sueños las había escuchado, casi ahogadas entre tierra suelta. Ahora repetían su nombre en el rugir del agua abrasada por la piedra.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Escuchó el rebotar de una pelota de hule en contra de la parte exterior del pozo antes de ver la figura de una niña, mojada hasta el tuétano, rebotando la esfera contra la piedra. Sus pies descalzos pisaban sin temor a los clavos oxidados en el suelo, o a las astillas de madera olvidadas con el tiempo. Ella ya no sentía, no sufría. Su control único control sobre el mundo físico es la cantidad de energía que requería manipular para hacer rebotar la pelota.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Sólida, presente, por la brevedad de un puñado de segundos, antes de volver a perderse entre las sombras.
—¿Qué buscas, Darren-san?— No le sorprendió que ella supiera su nombre, solo su apariencia. El cabello negro, lacio y grueso, sus ojos rasgados, labios que pronunciaban su nombre en una cadencia ajena a la habitual.
—Una respuesta. — Darren no favorecía muchas palabras—. Necesito saber la razón por la cual mi padre se quitó la vida, la razón por la cual estoy siendo atormentado. Quiero ver el rostro de la mujer de rojo.
Uno. La pequeña sonrió. La muestra de afecto se hizo grotesca cuando el acto provocó que perdiera la elasticidad de su piel. Sus facciones se torcieron y quedaron rígidas, su cabello se movió por última vez al antojo del viento y el negro de sus hebras se transformó en abatidas ramas, carcomidas por plaga. Su diminuto cuerpo tomó la forma de un árbol de sakura agonizante ante el calor, la humedad y el suelo amargo donde había sido trasplantado. Solo sobrevivían cuatro flores cuya belleza era perturbadora.
Dos. Las flores cayeron al suelo, deshojándose en el viento, marcando un paso hacia el noreste que le llevaría a adentrarse más en el sendero. Darren creció en tierra de vudú y hudú. Su padre siempre le advirtió que eso era cosa de negros, espejos y humo para ahuyentar y amedrentar. —No hay tal cosa como magia, mucho menos lo sobrenatural— solía decirle. Convenientemente, el padre de Darren nunca creyó en nada, con tal de no aceptar nada. Su hijo hubiese querido ser igual, pero ya había visto demasiado en esos pantanos...
Esto era diferente. La magia no dejaba rastros de dolor inimaginable, no cargaba la mínima gota de esperanza. Sus labios se encontraron con un sabor crudo y metálico. El aire sabía a sangre y a pesar de no poder identificar el idioma de la canción que le llamaba hacia su destino, entendía que el viento y la cuerda, silenciados por un toque decisivo de percusión, hablaban de venganza.
Tres. Justo a la orilla del lago, en la línea que divide la razón de la locura, vio a su padre levantar la escopeta y colocarla justo bajo su mentón, halando el gatillo. La explosión fue masiva, dejando a penas un tatuaje de pólvora sobre la clavícula. La conmoción del tiro pareció inquietar las aguas, de entre las que surgieron un número de curiosos seres, no más grandes que un infante, con piel verde y lisa. Sus espaldas estaban protegidas por el caparazón de una tortuga, sus cabezas mostraban una depresión que recordaba un pequeño plato sopero. Cubiertos musgo y lodo, se movieron veloces, en cuatro patas, hasta el cuerpo. Ciegos, tanteaban por entrañas, buscando puntos suaves que consumir...
Cuatro. Una voz femenina lo despertó de ese momento congelado en el tiempo, pero no garantizó librarlo de la pesadilla. En sus sueños, Darren siempre la veía con cabello rojo y sedoso. Al tenerla cerca se dio cuenta que se trataba de una capucha suave de piel de zorro, delicadamente teñida, la cual se ajustaba a la coronilla de su cabeza con sujetadores dorados y caía cual cascada hasta el comienzo de su espalda.
—Dos cosas he de decir—la mujer no se molestó en presentarse, Darren sabía su nombre. Kitsune. Lo había soñado, noche tras noche y durante alguna que otra siesta, desde niño—, la primera es que esta tierra ha sido buena para los kappa. En todo lugar se encuentran aguas profundas. Y siempre hay uno que otro que tiene la decencia de morir en estos lares...— Un suspiro teatral se escapó de sus labios—. Por favor, sigue mi voz. Tengo cierta simpatía hacia ti que los kappa no garantizan. No quieres ver lo que le hicieron a tu padre...
—Mi padre está muerto y todo lo que me muestras es una ilusión.
—¿Estás seguro, Darren? Entonces, ¿por qué siento un timbre trepidante en tu voz? ¿Cómo es que al mirarte no veo a un hombre, si no a un niño, recordando la crueldad de su padre y sus antecesores, la historia secreta de odio y crimen que les dio el título de cazadores? Como dije, te tengo algo de simpatía que debes aprender a utilizar. La misma me viene de adivinar la naturaleza de tu alma. Mis onryō me dicen que estoy prendada de ti, que no debería hacer juicio antes de estar completamente segura. Pero solo hay una forma de estarlo.
Se acercó peligrosamente a su rostro, desvelando otros detalles detalles que habían sido maquillados por el estupor del sueño. Lo que Darren pensaba eran delicadas líneas creadas a base de sombra, eran caminos de sangre que comenzaban en sus ojos y resbalaban por sus mejillas. La mujer parpadeó, y sus ojos ambarinos fueron reemplazados por unos azules, cansados, en los cuales Darren se había mirado hace apenas unos minutos.
Los ojos de su padre.
Las zorras como ella, arrancan los ojos de sus víctimas a dentelladas, los colocan en sus cavidades vacías, para poder ver todo aquello que se oculta en sus almas.
—Cualquier cosa que haya sucedido con tu gente está fuera de mis manos.
—Ahhhh... perfectos dientes se asomaron de entre labios expertamente delineados—. Entonces sabes la historia. Tu gente, dices. Ustedes los forzaron a ser mi gente de nuevo. Eran japoneses americanos hasta el día en que ya no sirvieron serlo. Las primeras oraciones se elevaron como interrogantes, expresiones de incredulidad ante la sospecha. Fue tan rápido, que no dio tiempo de convertir ese golpe en sentido de culpa, negociación o cualquiera de los siete pasos con los que ustedes se las arreglan para resolver problemas. Para ellos fueron cuatro. Solo cuatro. Sorpresa. Traición. Vacío. Desarraigo. No fue suficiente sacarlos de sus casas, arrastrarlos a lugares recónditos e inhabitables en la costa oeste. También surgieron los cazadores.
Darren entendió lo que ella quiso decir. Su familia era conocida como cazadores no solo por su afición al deporte, si no por un oscuro pasado. No fueron más que mercenarios glorificados, ante la ausencia de héroes partidos a una guerra en Europa y el Pacífico. Se les pagaba por cabeza, por volver al redil a aquellos ciudadanos de origen japonés que escapaban los campos de confinamiento, tratando de volver a casa. Recibían su pago ya fuera su asignación se presentara de vuelta viva, o muerta.
—¿Ahora entiendes lo que reclamo? —Kitsune habló con sus labios sellados, la voz del demonio no necesitaba ser retransmitida por su máscara humana—. Tu bisabuelo murió sin el mínimo arrepentimiento, de forma inmediata. Tu abuelo murió antes de que oyéramos las plegarias. Tu padre llego hasta este lugar y cobarde, se quitó la vida antes de que pudiera hacer mi reclamo. Y ahora, me quedas tú. Mi propuesta es sencilla: un corazón contrito, una vida para pagar. Un círculo que cerrar.
Besó la frente de Darren, sus pómulos, trazando el hueso con suave lengua rosada, colgándose juguetona de su labio inferior. Cada pose de sus labios abrió una herida profunda.
El río de la memoria corre sobre terreno incierto. Darren perdió la capacidad de reconocer cuales eran sus recuerdos y cuales los impuestos por el veneno que destilaba la kitsune enmascarado en un dulce aroma.
El 7 de diciembre del 1941, el imperio de Japón lanzo un ataque sorpresivo a la base de Pearl Harbor. En cuestión de horas, el país entero comenzó a sospechar de las intenciones de japoneses americanos residentes en los Estados Unidos continentales. A razón de meses, cientos de miles de ciudadanos americanos de descendencia japonesa fueron arrestados, procesados, o removidos a campos de detención localizados en la costa oeste de los Estados Unidos.
Cuatro.
Una mujer y tres niños, cuyas vidas dieron un giro inesperado.
Ya había sido demasiado para Hana. En cuestión de un mes, a partir de ese fatídico diciembre, su esposo fue removido de la pequeña granja de soja en la que habían empeñado todo su futuro al mudarse de Nevada a la frontera entre Georgia y Carolina del Sur. Abandonados, sin contacto, sin dinero, con toda propiedad confiscada, la última vez que escucho la voz de Ichiro fue al contestar el teléfono de un hotel de mal a muerte el cual había dejado al Departamento de Estado como contacto. La voz de su esposo parecía tranquila, modulada. Con gran detalle le había informado que se relocalizarían en California y que todo estaría bien. Esto antes de que so voz se convirtiera en un susurro nervioso que le hizo saber en japonés: "No confíes en nadie. Sal con los niños. Vendrán por ustedes."
No confiar en nadie era lo mismo que andar a la deriva. A una mujer sola con tres pequeños de estampa indiscutiblemente asiática, tratar de salir de un pequeño pueblo en el sur de forma desapercibida era prácticamente imposible.
Entonces pensó en los Miller. Los conocían por más de diez años, seguro no tendrían objeción a ayudarla, de manera discreta...
Fue así como el bisabuelo de Darren extendió una mano a Hana, sus gemelos adolescentes Riku y Hari y a la pequeña Ahmya.
Todo parecía en orden, en un principio, cuando pusieron su confianza en el grupo de hombres que les ayudaría a llegar a Florida y tomar una discreta embarcación a las Bahamas. No se despertó sospecha cuando tal grupo quedó reducido sólo a Joshua Miller, quien solía mantener su propio consejo, pero aun así nunca negaba una sonrisa o un dulce de anís a la pequeña Ahmya. Una vez incluso le compró una pequeña pelota amarilla en una tienda de abarrotes, donde se detuvieron a abastecerse. El hombre solía contarles leyendas locales a los chicos, los cuales parecían impresionarse fácilmente. Solo Ahmya reía y a pesar de las protestas de su madre, tocaba cuatro veces sobre cualquier superficie para ahuyentar sus miedos.
Uno, dos, tres, cuatro. Era lo que le dictaban las criaturas en sus sueños. Un protector para cada uno en tiempos de dolor y terror, hasta que al reunirse con su padre fuesen cinco y se rompiera el círculo.
Cuando Miller anunció que en lugar de buscar la costa tenían que adentrarse entre Georgia y Tennessee por un tiempo, la familia aceptó sin cuestionarlo.
La traición se hizo patente en Blue Ridge, en el momento en que bajaron de la camioneta en un camino abandonado a las afueras del pueblo. Allí les esperaban un punado de desconocidos, los cuales no se molestaron en disimular ser agentes federales, el tipo de personas que no se ensuciarían las manos persiguiendo a una mujer y tres chiquillos en su huida, pero que gustosamente pagarían una recompensa por ellos... vivos o muertos.
El intento de escape fue corto, Miller maldijo por lo bajo cuando los vio correr hacia el boscaje, desenfundó el arma que llevaba en su cintura y regaló una sonrisa torcida a los hombres nítidamente vestidos de gris. Era, ante todo, un cazador...
—Murieron aquí, justo donde pisas.— Los ojos ámbar de Kitsune se nublaron mientras Darren alcanzaba algo de claridad. Los recuerdos ya no se fusionaban con su memoria, la mujer se encargaría de terminar la historia—.Para el hombre que les persiguió hasta darle muerte, el problema no fue la moralidad de lo que hacía. Todo se resolvió en su cabeza cuando le indicaron que valían exactamente lo mismo vivos que muertos. Para Ahmya fue también sencillo. Todo aquello que hasta en ese momento había vivido en su imaginación privado por las advertencias de su madre, fue despertando, disparo, tras disparo.
Uno y dos.
Caen los gemelos, sin aviso alguno, fuera de la inesperada estridencia de un disparo.
Su madre la abraza y grita. En lugar de correr, se detiene presa de la incredulidad, mirando despavorida los cuerpos caídos. La niña le ruega que le permita llamar a los cuatro. La madre tapa su boca. "¡No sigas llamando la muerte!", le suplica. Pero Ahmya sabía que sus destinos ya estaban sellados.
Mordió la mano de su madre, provocando que la soltara. Lo hizo entre lágrimas, sabiendo que le causaría un último dolor antes de verla partir. Miller les gritó que se callaran de una vez, pero no obedecieron.
Tres.
Un disparo casi a quema ropa. La bala se aloja en el cráneo de Hana, estallando al salir. Humor vítreo y materia gris besan el rostro de Ahmya. En un instante, sin dar tiempo a que la realidad se convierta en recuerdo, la impresión del disparo desapareció. Solo quedó el sonido ensordecedor que le dejó aturdida por un instante.
Sorda, mas no muda.
Enfocó la vista, percibiendo a los cuatro a la izquierda de Miller. Tres permanecían en las sombras y la última, la mujer con ojos ferales, teñía su cabello con la sangre de sus hermanos y su madre.
Ojos amarillos se fijaron en la niña, con la misma curiosidad casi morbosa con la que, ochenta años después, miraban a Darren.
—En ese momento no entendió cuán importante era su papel en la historia.— Kitsune asomó su lengua rosada, lamiendo el esmalte de sus labios, dejando expuesta una piel blanquecina—. Pregunté su nombre, necesitaba escucharlo de la boca de quien sería mi nueva ama, la pequeña que abrió con toda razón una de las tantas puertas al infierno. Y entonces entendí, que de no existir la tragedia presente ella hubiese estado al centro de otra. Ese es el problema de vivir transplantados. Las costumbres se olvidan. Para Hana uno era su esposo, dos y tres, sus hijos y a la cuarta, en lugar de dar un nombre con buen auspicio, la invistió con el significado lluvia negra. No quiero decir que la pequeña provocó la tragedia. La tragedia la provocó la guerra que se libró en este suelo...
La mujer de los ojos amarillos le dijo a la niña:
—Escoge, venganza o redención. Si la primera, haré lo que pidas. La segunda, verá tu espíritu desaparecer tranquilo, habiendo olvidado todo lo que viviste aquí.
La respuesta llegó solo segundos antes que el balazo que cegó su vida.
—Y su pronunciamiento nos ha traído aquí. Ahmya pidió cuatro, por cuatro. Me convirtió en un demonio, atado a su voluntad aún después de su muerte. Te convirtió en una víctima, aún cuando te declares inocente.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Sus delicados dedos se deformaron, alargándose, para luego doblarse y encogerse, dando lugar a que garras cortas pero potentes crecieran desde donde anteriormente podía observarse una coyuntura.
Darren no suplicó por sí mismo, como ella lo hubiese esperado.
—Dime que termina aquí, conmigo. He soñado contigo desde que tengo consciencia, como estoy seguro de que lo hicieron mi padre, mi abuelo y Joshua Miller, en su tiempo. Me has preparado para morir desde el día en que nací. Supongo que debo contar eso por misericordia.
La mujer no respondió. No de forma directa. Su cuerpo seguía cambiando, dejaba atrás la piel que por años había utilizado como disfraz para mostrar la zorra de múltiples colas que fue en un principio. Criaturas del pantano se acercaban, ayudándole a desaparecer el recuerdo de la mujer de rojo, liberándola con garras y dientes, consumiendo todo lo que ella arrojaba a sus pies, como carroña. A veces hablaba, y su voz, siempre encantadora, mantenía a Darren preso de sus palabras.
—Una, dos, tres, cuatro generaciones por cuatro vidas. El primero de cada línea para pagar por aquellos que no tuvieron la oportunidad de nacer. Hemos jurado. Acaba contigo. Se dice que, en estas tierras, reinan los demonios y los caballeros. Yo no voy a preguntar si eres tal o cual...
Los dientes de una zorra son menudos, pero extremadamente afilados. Primero arrancó sus ojos, para asegurarse de que consumiría su alma y luego, por haber sido de todos el que de forma voluntaria se acercó al altar del sacrificio, tuvo la misericordia de destrozarle la garganta y ahogar sus gritos entre los movimientos espasmódicos de la muerte. Los diminutos reptiles que acompañaban a la mujer de rojo se acercaron temerosos, controlando su hambre, sabiendo que no les permitiría, ser extremadamente crueles, como en otras ocasiones. Abrieron con cuidado surcos profundos en su pecho y estómago. Consumieron reverentes sus entrañas, humeantes en el frío de la madrugada.
La niña de cabellos oscuros, quien le había guiado desde el pozo a su encuentro con la mujer de rojo se materializó una vez más. Se sorprendió al verse derramar una lágrima por la muerte del último de los Miller. Pero mejor que nadie, sabía que inocentes también mueren. Al final sonrió, satisfecha.
***
Existe un lugar en el corazón de las montañas Blue Ridge donde inexplicablemente florecen delicados arboles de sakura. Se dice que entre las doce de la medianoche y las tres de la madrugada, aquellos que se aventuran a pernoctar cerca del jardín imposible, escuchan entre sueños, una historia. A veces la historia la cuenta una niña, o el espectro de un joven cuya familia siempre fue señalada como extraña, maldita. Otras, es simplemente el sonido de criaturas nocturnas, liderados por el aullido corto de una zorra, que se confunde con palabras. Se dice que quien sueña la historia, puede permanecer preso de ella hasta el último minuto antes de la hora que sigue a las tres, o pagará con su vida.
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