El ataúd alquilado (Sanctus Liminaris)
I
La veracidad de los hechos supera, y ampliamente, cualquier hurgación imaginativa que se tenga por obvia o mera casualidad. Por lo menos así lo han descrito los viejos rumores; tan antiguos como balbuceantes, a veces inconexos y otras sólo metáforas inconclusas. Nada mal para una extraña y no menos inquietante leyenda campesina que, alimentada desde tiempos remotos y esculpida en boca de alienados narradores afectos al temor, no halló mejor hora propicia para develar su relato desmenuzado a la lumbre nocturna y tintineante de una sátira chimenea, probablemente, para rememorar sus alegorismos fantasmales.
Reza la vieja historia, a razón de huidizos colonos famélicos que, aquella mañana del 12 noviembre de 1913, los Eatswood habrían dado sepultura al último descendiente de un linaje manchado por la rememorada masacre de Wounded Knee contra nativos americanos, en el estado de Dakota del Sur.
En verso de aquella incisiva ocasión; soñolienta de gélidas y brumosas predicaciones, yacía bajo una fosa húmeda y virulenta un extraño artefacto mortuorio de cenobio e inquietante antigüedad. Era tal su exuberante ebanistería que de cierto delataba el descomedido vivir que tildaba a la familia Eatswood, cuyos actuales y ancianos residentes, dueños de la afamada y lúgubre mansión Black Rose, sólo atestiguaban una morbosa y poco simulada sonrisa al oír las estrepitosas paladas de tierra que el sepulturero atizaba sobre la tumba del decimocuarto y último nieto de la familia, el joven Charles A. Eatswood Becker quien, embestido por la demencia, hurgó las más oscuras atrocidades. Su alma se pudrió poco a poco y, una vez vacía de cualquier rastro de humanidad, el monstruo le ganó al hombre. Desde entonces, supo que el final de sus andanzas no estaba lejos. Su mente habría de asfixiarlo.
Pero tal desenlace no tuvo precedentes ante lo que mayormente rozaba lo perverso. Aquel lujoso ataúd destinado al descanso eterno del joven Charles, no podía guarecer más de tres días o por mucho setenta y dos horas bajo las oscuras gargantas de la tierra. El funeral debía contemplar un mero acto protocolar el cual finalizaba cuando los dos ancianos fijaban los nuevos honorarios para el "callado" sepulturero. El féretro debía ser exhumado y puesto al servicio funerario una vez que el cuerpo del occiso fuese reubicado en alguna otra fosa mortuoria que, por lo general, guardaba una locación desconocida en los límites de la ciudad.
Sumado a esto y a otras mercantilistas aberraciones, la urna familiar debía ser expuesta exclusivamente en una sala de reconocida reputación donde quedaba de manifiesto, y previamente establecido, una tarifa para acceder al significativo "honor" de admirar tal inigualable belleza mortuoria, sin mencionar la posibilidad de alquilar dicha obra para quien pudiese ' rentarlo ' a una no despreciable suma de USD 5000.
¡Vaya eufemismo codicioso aquel! ¡Lucrar con los muertos! Y no precisamente por su contenido necrótico y nauseabundo, sino por los oscuros sentimientos que suscitaba la extraña caja, en cuyo interior de tapiz bermellón juraba una pequeña placa en latín. Su inscripción decía: "Mors vigilia in Somnium".
II
En la oscuridad insondable de los bosques. En el palpito lejano de un huérfano crepúsculo. En el susurro insumergible de un rumor hambriento que, aunque nauseabundo de ecos infantiles, abrigaba a más de una antífona quimera en medio de su vieja historia. Oíase cantar en voz baja y entre sábanas de medianoche, una extraña melodía, un nombre cuya sola y atribulada pronunciación provocaba sueños confusos e inenarrables. Sombras visitantes que, deambulando entre pasillos y delgados ventanales, asolaban hasta la más inocente y requerida plagaria, precisamente, y justo, minutos antes del sopor de las oscuras horas.
Los O'Ryan, eran la típica familia americana de clase media. Siempre en constante movimiento. Buscando e intuyendo nuevos horizontes que, de una u otra manera, pudiesen satisfacer una mejor opción de vida. Todo aquello, por supuesto, a razón de sacrificios y de una acostumbrada e intransigente aceptación al éxito o al fracaso.
Fue así como cierto día de otoño, cuando sólo restaban pocas horas para el ocaso, la itinerante y carismática familia de ciudad halló, luego de mucho buscar y recorrer decenas de anuncios de periódico y mapas carreteros de casi todos los condados de norteamericana, el lugar perfecto para recomenzar una nueva etapa en sus vidas.
El sitio escogido: Boise City, en el condado de Ada, Idaho, en cuyo alero de una antigua casona patronal de fachada antañosa y un tanto desgastada de nombre Florence Town, podían extraerse nostálgicas remembranzas de épocas difíciles.
Boise City, en sí, distaba de muy pocas cosas semiurbanas, algo que sin duda aportaba un menor desgaste y mayor entusiasmo al ritmo acostumbrado de los O'Ryan.
Pero también existía la otra cara de todo aquello que desconocían, una que supuraba una vieja historia dentro de amarillas y oscuras páginas; Black Rose, la extraña y hermética mansión de los vetustos rumores, la cual distaba a tan sólo unas millas de Florence Town, por el lado oeste de los boscosos senderos de Featherville.
Para cuando terminaron de desempacar, y la luz del día había menguado hasta extinguirse, los dos hijos de este matrimonio; Edward y Jacobs, dieciocho y quince años respectivamente, apasionados por el misterio y la arriesgada exploración urbana, decidieron esa noche embarcarse en la búsqueda de insospechadas aventuras en las afueras de la ciudad.
Provistos únicamente de linternas y un pequeño mapa de los alrededores, los entusiastas hermanos fijaron una improvisada y no menos desconocida ruta más allá de las iluminadas y solitarias calles. Sólo el sonido del viento; pequeños cánticos atravesando y jugueteando sobre los árboles y los oscuros valles, exhalaban de cierto modo toda conexión con el normal raciocinio del paisaje, excepto cuando el profundo silencio acentuaba extraños y escalofriantes mensajes bajo las temblorosas y siniestras estrellas.
((«Et venit ad ludere»))
—¿Has oído? —exclamó Edward en son de pregunta. — Allí están de nuevo esas pequeñas voces.
— ¡No! —respondió Jacobs, tajantemente, mientras clavaba la mirada sobre el suelo.
En tanto, no muy lejos de sus atribulados rostros, un sendero aún más desconocido se abría paso hacia ellos.
III
«Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos.»
Arthur Rimbaud
Y el sendero curtió su abismo...
Bajo el asilo nauseabundo de las ponzoñosas estrellas, en su oscuro habitáculo de muerte e ilusionismo, los letrados inmemoriales ya novelaban sus horrores entre velas casi extintas aquel temor de una noche sobre un sendero inhóspito y desconocido. No por menos, al final de sus días, sus ánforas luminiscentes presagiaban el silente susurro de cosas que no debieron jamás despertarse a la vida; el caótico y noctámbulo pavor de verse hallado junto a un sendero sin nombre.
Fue por aquel naufragio mental, inyectado por la narcosis del miedo, que Jacobs y Edward se adentraron sin más en la bitácora de sus temblorosas huellas, asediados a cada momento por los oscuros bosques de fauces lóbregas e incitadoras de locura, los cuales enmarañaban sus ramas bajo el menguante resplandor. Posesionándose de ellos en la metamorfosis de sus miradas. Girando vertiginosamente sobre sus pupilas.
Sepultábanse así, como siniestras lenguas de rocío, las trémulas pisadas mozalbetes de aquellos dos incautos forasteros.
Alejados de todo sonido o susurro conocido, ambos jóvenes hallaron, lo que parecía ser, un recinto cercado por grandes árboles y arbustos rebozados por décadas de olvido. A simple vista, el perímetro asemejaba a una gran muralla de gruesas hojas sepias embrolladas, tan tupidas y aguzadas que ni siquiera las linternas permitían cobijar un atisbo de lo que podría haber del otro lado. Sólo un letrero antiguo y oxidado, al costado de una estrecha senda tímida y musgosa, daban una vaga idea de aquello que gestaba el lugar en cuestión. En letras simples y borrosas, se podía leer: Black Rose, Featherville Idaho 83647.
Extenuados; por el miedo y el frío insondable de la noche, ese que azuza la carne, los huesos y los dientes, sumado al cansancio indiscutible de su avezada travesía, los dos jóvenes en un acto prudencial, o quizás por mera intuición, despegaron sus zapatos de aquel cuadro de sombras optando sin cuestionamientos dejar por esa noche la improvisada exploración y regresar lo más rápido a la ciudad. Fue entonces cuando Jacobs, acosado por el incómodo silencio que acorralaba el sendero, recordó una frase dictada, por un anciano académico en su pasada escuela, la cual le hacía mucho sentido:
—Ahora es preciso que sacudas tu pereza —me dijo el Maestro—; que no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma, ni al abrigo de colchas.
— Tenía razón —musitó Jacobs —. Si querían conseguir algo, debían ser resilientes.
Al día siguiente, cuando los gallos cantaron en lo alto de unas lejanas techumbres, los jóvenes O'Ryan despertaron súbitamente con la ambigua sensación de haber dejado pendiente algo importante.
— ¿Estás pensando lo mismo? —preguntó Jacobs, volteando a mirar a Edward en dirección a su cama, mientras este último, abstraído por las oscuras vigas de madera del techo, contestaba en voz baja:
—Hoy, debemos regresar.
IV
Como una joven doncella blanca y nebulosa, deambulando soñolienta en paños rasgados de seda, la noche y su mesalina luna creciente, agitaba su traslúcida desnudez sobre los íntimos paisajes de luces pueblerinas. Y no por menos, abanicaba los cielos con el misterio de la duda, jugueteando en la mente y el torso acelerado de aquellos dos extasiados jóvenes como por arrobo y complacencia. Ambos, enraizados en el brebaje incitador de la curiosidad, planificaban en silencio la que sería la cúspide de su más excelsa incursión.
La hora pactada, 23:59 hrs.
Nada parecía ser obstáculo mientras avanzaban cuesta arriba. Había absoluto hermetismo en los alrededores. A lo lejos, uno que otro aullido, irrumpía sinuosamente la oscuridad que era envuelta bajo la esbeltez de la luna, tan frágil y vaporosa, como la nerviosa sonrisa de Edward y Jacobs al notar la inminente proximidad.
Había transcurrido un poco más de una hora cuando sus linternas, repentinamente, se detuvieron frente al letrero que habían visto la noche anterior, la cual anunciaba la entrada a la mansión Black Rose.
La espesa bruma del entorno hizo de pronto que los nebulosos rayos de luz proyectados por sus linternas menguaran al punto de extinguirse frente aquel páramo desconocido. Restando sólo metros para acceder, el sendero insospechadamente pareció abrirse y despejar un paisaje aún más siniestro que el anterior. Ambos habían logrado dar con lo que, a simple vista, parecía ser un suntuoso pero descuidado jardín laberíntico. Arbustos, árboles, y estatuas antropomorfas, acunaban perturbadores movimientos erráticos en la aridez del tiempo y el olvido.
Cuando hubieron hallado la salida de aquel enigmático jardín, Edward y Jacobs, con la vista perdida como por encantamiento, se encontraron cara a cara con el asombro indescriptible de quien, por providencia del destino, hace un hallazgo sorprendente por primera vez.
Frente a ellos, una gigantesca y opulenta edificación de mármol gris, aparentemente abandonada desde hacía décadas, la cual, dentro de otras cosas, destacaba por una serie de inquietantes y misteriosas figuras de morfismo escalofriante que se encumbraban en lo alto de la mansión y sobre unos imponentes ventanales censurados en forma de cruz, los cuales, se hacían cada vez más difusos y espectrales bajo la espesa niebla que descendía a espaldas de la noche.
Espabilados de toda aquella obnubilada y lujuriosa fascinación, los O'Ryan reavivaron una vez más sus pasos aturdidos desprendiéndolos del húmedo suelo con marcada sincronía.
La entrada parecía imponerse por sobre la atípica geometría. Ante esto, Jacobs, con cierta premura heredada, subió entre saltos una cuenta de doce escalones que distaban de la gran puerta principal y, apuntando su linterna en dirección a ésta, descubrió que su estructura asomaba una serie de grietas roídas y astillosas, dejadas quizás, por la imbatible oscilación del tiempo las que se hallaban muy por debajo del borde inferior izquierdo de la misma. Tras acercar sus linternas, una repentina brisa, ceñida de extraños ruidos desde el interior, los sobresaltó de muerte.
«¿Jacobs? ¿Edward? Chicos, pero qué demonios hacen acá...»
—¡Mierda...! ¡Oh, por Dios! ¿Anny?
V
Los oscuros áticos y sótanos mentales habían exhumado finalmente el macabro y confuso vuelo de sus cuervos ilusorios. Cada aleteo de sus abanicos negros resoplaba sobre la inverosímil y aterrada mirada de aquellos que, aunque temerosos de las siniestras estrellas, bebían el paroxismo de la súbita emersión de Anny White Spencer, una reciente y conocida amiga de Boise City, cuyo destino se haría partícipe de un macabro y espeluznante anfitrión. El miedo.
Una paralizante luz de soñoliento color amarillo cascó la cordura sobre uno de los censurados ventanales justo por encima de la gran mansión. En el ático.
—¡Oh, válgame Dios, chicos! Creo que alguien ha notado nuestra presencia —susurró Edward presuroso y lleno de horror —. Han encendido una luz en los altos ventanales. ¡Anny, por lo que más quieras, sal pronto de allí! —concluyó con tartamudez, mientras su amiga abría sigilosamente la gran puerta tras notar que la oscura mansión... no se hallaba vacía.
Ante semejante revelación, Edward, Anny, y Jacobs, no pudieron sostener por mucho la sobresaltada respiración. Sus latidos parecieron balancearse y rebotar de lado a lado dentro de sus resecas gargantas. El pánico era supurante y evidente, pero también estaba el hecho de que, a pesar de toda aquella infesta visión, una huida presurosa supondría una mayor y dilatada exploración, y lo que era peor, un eventual regreso sin mucho consenso de parte de sus padres.
Fue entonces que, desencajados por un mismo pensamiento, los tres decidieron aguardar a un costado de las escalas a la espera de que alguien, propietario quizás de aquella luz desequilibrante, abriera la gran puerta y se cerciorase de que no hubiese intrusos en los alrededores de la propiedad.
Los minutos parecieron eternos, y el frío un desalentador compañero a la hora de opacar el temblor del cuerpo y el castañeteo de dientes. A pesar de aquello, todo careció de importancia luego de que un silencio absoluto e incipiente envolviera todo repentinamente.
La espectral aparición del miedo hizo que, inequívocamente, los tres jóvenes presenciaran cómo, desde el interior, emergían dos figuras oscuras y famélicas ayudadas de unas agotadas y tintineantes lamparillas. Una de estas, la más alta, se giró como si intuyera la presencia de un intruso cerca de sus jardines. El tiempo pareció transcurrir con siniestra lentitud, cada vez que la raquítica sombra silenciosa, apuntaba su tenue luz nebulosa en dirección hacia ellos.
Con pasos fuertes y pesados que hicieron eco en los afligidos oídos de Anny, Edward y Jacobs, la figura se acercó aún más acentuado su gran tamaño y raquitismo como un espectro sin rostro deleitado por el miedo. Luego, la otra figura se aproximó también generando un pavor indescriptible tras desplazarse por el piso como si estuviese flotando sobre la niebla.
No pudiendo sostener por más el ahogado silencio de sus gargantas, ambos hermanos, junto a su joven amiga, se levantaron fugaces de su escondite gritando por ayuda a través de su loca carrera por el jardín laberíntico. Era el comienzo de un horror sin nombre.
VI
—¡Jacobs... corre! —se escuchó gritar a Anny, tras voltear y ver que, a mitad de camino, su joven amigo había tropezado con una prominente raíz del jardín, haciendo que el pánico y el terror fueran aún mayores en aquella breve digresión.
Una vez que retomaron la marcha; habiendo atravesado el largo sendero que los separaba del camino principal, agobiados y exhaustos, frenaron su paso inclinando el torso con las manos puestas sobre sus rodillas, inhalando un gran sorbo de aire y cotejando los alrededores para luego acomodar sus mochilas y emprender el regreso a la ciudad.
Habiendo divisado cuesta abajo las sonámbulas luces del alumbrado, los tres jóvenes, en complicidad por su arriesgada y pavorosa travesía, se miraron fijamente para luego no cesar de reír.
¡Ah, pero como bien reza el refrán: «Quien no se haya sorprendido a sí mismo cometiendo cien veces la misma acción, volverá a ejecutarla solo por el gozo que ésta significa».
A la mañana siguiente, Anny se presentó muy temprano en casa de los hermanos O'Ryan, con un atuendo ligero y obsesivamente oscuro, a sabiendas de que harían una reunión secreta.
De aquello y, en común acuerdo con lo que sobrevendría, la próxima cita se llevaría a cabo pasada las tres de la tarde, hora en que la gente del pueblo, especialmente la más antigua, tenía por costumbre salir hacia los campos a mirar sus cultivos.
Bicicletas, linternas, agua, sogas y radios de comunicación, fueron el equipamiento ad-portas de una nueva aventura fuera de los límites de Boise City.
Marcando las dos de la tarde, Anny ya se hallaba en su bicicleta; en el cruce cuesta arriba, a la espera de que aparecieran Jacobs y Edward.
Una vez reunidos, los tres se embarcaron hasta el paso que dividía el pueblo con la mansión Black Rose.
Mientras subían el desnivelado terreno, Anny platicaba con sobreexcitado entusiasmo la antigua historia que endosaba la mansión y sus moradores. Se notaba en su relato cierta tendencia o disfrute a lo desconocido.
Una vez allí, justo al costado del letrero que ya conocían de memoria, los entusiastas jóvenes dejaron sus bicicletas aparcadas y escondidas tras unos arbustos, llevando consigo únicamente sus mochilas y sus acelerados pasos sobre el estrecho y musgoso sendero que, a esas horas, pintaba de amarillos y naranjos sus batientes hojas. El paisaje distaba mucho de aquel que por la noche bostezaba omnipresentes horrores.
Mientras caminaban ensimismados por los vetustos jardines, la imponente mansión emergía ante sus ojos con ilusoria e inquietante alegoría. Era la primera vez que los tres veían a plena luz la fachada de su perturbadora antigüedad; tan mórbida y desequilibrante como sus censurados ventanales.
En aquella sinuosa proximidad, Anny no escatimó su asombro a boquiabierta, pactando la idea de romper los rectangulares y gruesos vidrios del sótano e incursionar su exploración desde aquel punto. Los O'Ryan, veían con cierto encanto la cómplice hurgación de su entusiasta compañera quien, por lo demás, daba comienzo a la más oscura y aterradora experiencia.
VII
Sin reprochar en demasía la pragmática iniciativa de Anny, los osados jóvenes se internaron, finalmente, por aquella estrecha oquedad. El lugar musitaba reconocibles hedores a tiempo y podredumbre, despertando en sus jóvenes mentes una suerte de 'anagnórisis' por los telares de gran tamaño.
Apenas sus zapatos levantaron la primera capa de miasma del piso entablillado, sus miradas, en lo que respecta al primer atisbo, giraban absortas frente al retrato matizado y escalofriante que se mostraba. Aún más, por un breve y singular asueto que acaparó infantilmente la atención de Anny.
—¡Oh, wow, chicos miren, es "Toby", el personaje de Gary Baseman, el ilustrador! Pero por qué estaría en un sitio como éste... ¡No les parece que es una ternurita! —exclamó Anny con frenesí al tomar en sus manos la vieja revista.
—Querrás decir ternurita satánica —respondió Jacobs entre risas con su hermano, al ver el desaforado interés de su amiga.
Después de unos minutos de observación y bromas entremezcladas. Los O'Ryan y Anny continuaron su sinuosa marcha. Hasta que, finalmente, algo los detuvo.
Arrumbados en un rincón, antiguos y otros no tan vetustos 'ataúdes' de fina mampostería, despertaban el silencio ante sus asustadizas y perplejas expresiones. Los más lustrosos se hallaban en orden sobre el piso, en tanto los carcomidos por el tiempo, al interior de altas repisas. El hallazgo era en extremo indigesto y perturbador.
Cuando reunieron suficiente valor para entender y digerir aquel escenario, los arriesgados exploradores prosiguieron su paso subiendo unas altas y rechinantes escalas que, de una u otra manera, los conducirían hasta la planta principal de la mansión.
Una vez alcanzado el último gran peldaño, los tres jóvenes se enfrentaron cara a cara con un imponente y herrumbroso obstáculo. Una puerta de acero con extraños e inquietantes grabados, ininteligibles para los O'Ryan, pero al parecer no tan desconocidos para Anny quien, con ojos de sobresalto, disimulaba su sorpresa frente a sus amigos, extrayendo lentamente una daga de su bolso.
Un incómodo silencio venenoso se apoderó de las nerviosas manos de Anny quien, sosteniendo la daga con un extraño sentimiento de ira, intentaba forzar la entrada. La expresión en sus amigos, al notar su inusual comportamiento, hizo que rápidamente saliera de aquel trance para sostener con firmeza la manija y poder girarla. Anny aspiró un gran cúmulo de aire, cerró los ojos, y luego empujó la pesada puerta de acero como un gran abanico hacia lo desconocido.
Para ese momento, todo se había vuelto incontrolablemente más excitante; aunque no menos oscuro por aquello que se mostraba con suntuoso tamaño y excelsa nombradía.
La gran Mansión Black había logrado, ante la mirada atónita de sus intrusivos visitantes, un inapelable reconocimiento a su ya célebre leyenda de sórdidos murmullos. Todo, absolutamente todo en su interior, desbordaba opulencia y sobriedad. Los detalles y rostros moldeados en muebles y vasijas, las figuras ornamentales de mármol y cristal. Cada pasillo. Cada rincón oscuro e inquietante eran ante sus obnubilados y jóvenes ojos, una nueva invitación para descubrir aquel misterio formidable.
VIII
Las linternas no tardaron en abanicar los lúgubres pasillos luego de verse interrumpidos por un estrépito proveniente del segundo piso. Jacobs, recordó cuando él y su hermano habían visto aquellas luces amarillas en lo alto; acompañado de un ruido, similar al que escuchaban.
Con premura, buscaron refugio detrás de la primera puerta que hallaron, descubriendo, con asombro, que se trataba de una gigantesca biblioteca. Cientos de libros antiguos; de las más diversas temáticas y procedencias, dormidos en ostentosas estanterías.
Fue un libro, quizás, con la imagen de Lucifer, el que instó en Anny todo tipo de escenarios mentales. Sus misteriosas páginas, aludían a extraños ritos; a complejas pócimas en pro de la muerte. Sin embargo, todo se desfiguró ante el arribo de dos siluetas altas y famélicas desplazándose a gran velocidad.
Estupefactos, corrieron hasta una mórbida puerta de acero; censurada con gruesos eslabones y un viejo candado. Al conseguir romper las cadenas y abrir la puerta, todo fue desequilibrante.
El lugar describía, por sí mismo, un horror indigesto. Se trataba de una morgue.
El pavor fue mayor cuando Anny, entre los objetos que la rodeaban, se topó con un misterioso cuadernillo, de considerable grosor, con apuntes y datos imposibles de sostener con la cordura.
Cientos de hojas amarillentas cursaban un registro detallado, con todas y cada una, de las defunciones acontecidas en el condado de Ada, Idaho, desde épocas anteriores a 1890.
Fue una página en particular, con fecha; abril de 1876, la que provocó que ella, horrorizada, lanzara hasta el otro extremo de la sala el cuadernillo con "aquello" que la perturbó. Los O'Ryan, no pudieron estar ajenos a su inesperada reacción, por lo que Jacobs, en una rápida intervención, gateó hasta dar con el cuadernillo.
Lo que descubrió, fue la antítesis de su realidad...
Nombre: Anny Lindsay White Spencer
Edad: 16 años
Fecha Nacimiento: 23 de marzo 1860
Fecha Defunción: 7 de abril 1876
Motivos de su deceso: «Paciente con cuadro agudo depresivo severo. Presentó un síncope convulsivo que derivó en un síndrome de disfunción multiorgánica -en estado cataléptico- hasta su posterior deceso».
Al notar el horror en los ojos de Anny, Jacobs, sin decir palabras, continuó hojeando el cuadernillo para descubrir que todos, absolutamente todos en el pueblo, se hallaban muertos desde Wounded Knee.
«Excepto la última hoja...»
Nombre: Jacobs Duncan O'Ryan Spencer
Edad: 15 años
Fecha Nacimiento: 11 de febrero 2004
Edward Angus O'Ryan Spencer
Edad: 18 años
Fecha Nacimiento: 22 de marzo 2001
Magaly Elspeth Spencer O'Neill
Edad: 49 años
Fecha Nacimiento: 5 de julio 1970
Robert Andrew O'Ryan Lancaster
Edad: 53 años
Fecha Nacimiento: 6 de enero 1966
Fecha Defunción: (todos) 13 de agosto 2019
Motivos de su deceso: «Accidente automovilístico en barranco Featherville. Se procedió a llevar los cuatro cuerpos a Boise City, a solicitud de la familia Eatswood. El Ataúd de la familia, fue alquilado por un costo de donación a nombre de Charles A. Eatswood Becker».
«La muerte; ¡Qué niño más inquieto! Ruego a Dios nunca despierte...»
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro