Prionocalus cacicus (LaDamaGwethelyn)
Parte I
Teo encendió la vieja radio que alguna vez perteneció a su abuelo. La entrañable voz de Bob Dylan no tardó en llenar la atmosfera de aquella humilde casa, dotándola de una viveza y calidez hogareña que no poseía.
Myrna, su madre, quietecita al fondo de la sala, acurrucada en su mecedora, alzó los ojos un segundo antes de devolverlos al mantel que tejía todos los días tan ausente. Por un segundo, Teo pensó que le pediría que le bajase al volumen, pero ella permaneció con el mismo rostro inmutable de siempre.
Tragándose la desilusión, Teo salió de la casa con una cubeta repleta de maíz molido. De entre los ciruelos y los limoneros repartidos por todo el patio, por detrás de la pileta y del enrejado donde descansaba el cerdo, todas las aves de corral se arrimaron a su encuentro entre picoteos nerviosos y cacareos. Después de lanzarles un último puñado de comida, Teo se fue a buscar a Mari, una cabrita que su padre había adquirido de un vendedor del pueblo y con la que Teo no tardó en encariñarse.
La encontró detrás de la casa. En ese reducido espacio donde pocas veces se animaba a entrar por la cantidad de telarañas que podían visualizarse desde el exterior. Intentó llamar la atención del animal con tal de no acercarse demasiado, pero este seguía terco en su actuar: pegando pisotones a un punto en específico y levantando pequeñas nubes de polvo. Con un suspiro de temblorosa resignación, Teo se internó en el trecho sin más remedio.
Llegó hasta ella a paso apresurado, pero para su desgracia, la cabra, soltando un balido y un brinco repentino, echó a correr pasando por debajo de sus piernas. Teo no pudo evitar tropezar, aunque aquel accidente le permitió quedar frente a frente con lo que Mari peleaba hace un segundo: un exótico escarabajo. Este ya estaba muerto así que, mientras se levantaba, Teo lo recogió para contemplarlo con mayor atención. Había visto algunos en su vida, pero nunca uno como este, que poseía dos cuernos y unas alargadas extremidades que hacían cosquillear su piel, inclusive llegaba a asemejar a una araña. Además era grande, más que la palma de su mano, lo que lo dotaba de un aire aterrador.
De improviso, Girl from the North Country fue interrumpida a la mitad. Teo, sin pensárselo demasiado, se guardó el insecto en el amplio bolsillo de su overol y volvió al interior de la casa, donde descubrió que su padre había vuelto ya del pueblo. El hombre, envuelto en un aura lúgubre, fumaba un cigarrillo junto a la radio ahora apagada.
—Me gustaba esa canción —murmuró Teo.
Su padre lo observó con gravedad, acentuando aún más las arrugas de su rostro. A veces su propio hijo llegaba a creer que le tenía alguna especie de resentimiento.
—Sé que la canción era hermosa. Pero evocaba recuerdos tristes en mí —susurró con voz ronca, más para sí mismo que para Teo.
Parte II
Al caer la noche, su padre los reunió en la sala y les leyó un pasaje bíblico. Teo se sentó derechito y prestó atención, sin embargo, pronto terminó por distraerse. Así descubrió que las manos de su padre temblaban de manera imperceptible cada vez que sostenía aquel libro cuerudo que olía a sagrado. Su madre, por su parte, cerraba los ojos y sostenía con fuerza un rosario hasta que los nudillos se le tornaban blancos.
Al finalizar la lectura, Teo pudo retirarse a su habitación. Como dictaba la costumbre, se vistió y se arropó a sí mismo. No había besos de buenas noches.
Sucedió a medianoche. Un ruidito logró filtrarse por los tímpanos de Teo, impidiéndole conciliar el sueño. Provenía del rincón donde había dejado el escarabajo. Se cubrió hasta la coronilla con las mantas, pero el sonido no hizo más que aumentar de nivel, acompañado de la inquietante sensación de que había una segunda presencia en la habitación. Fue hasta que la curiosidad venció al miedo que Teo se atrevió a bajar las cobijas, incorporándose un poco. Su mente jamás se olvidaría de lo que fue testigo: en la esquina del cuarto, iluminada por la luz lunar, yacía una criatura monstruosa que ni sus pesadillas más horridas hubieran podido ser capaces de engendrar. Poseía un exoesqueleto de escarabajo, tan oscuro como el alquitrán. Por los costados del tórax emergían seis patas magras, que aún torcidas eran larguísimas. Su rostro, casi antropomorfo, era ancho como un huevo, contaba con un par de globos oculares poseedores de unas pequeñísimas pupilas, dos cuernos hacían el papel de boca y dos orificios el de nariz, y sobre aquella cabeza lisa sobresalían dos antenas rojizas.
Teo, paralizado de terror, contempló como aquella cosa se acercaba a su cama, movilizándose de forma grotesca, recordándole a un arácnido.
—¿Cuál es tu deseo? —Tenía una voz aguda y vibrante—. Me has desenterrado y ahora puedes pedirme cualquier cosa. Lo cumpliré mientras no vaya más allá de mis capacidades. También ten en cuenta que una vez hecho el deseo, no hay vuelta atrás. Es nuestro pequeño... pacto. No se puede romper.
La cama se humedeció de orina en este preciso instante. Aun así, el aturdimiento seguía imposibilitándole a Teo emitir chillido alguno, como si sus cuerdas vocales hubiesen sido retiradas.
—No hay nada que temer. Yo no te haré ningún daño. Solo estoy aquí para cumplirte un deseo. ¿Acaso no existe algo que siempre hayas deseado? ¿Una cantidad inmensurable de caramelos? ¿Un pony quizá?
Ante la pronunciación de tales palabras y la consecuente imagen mental, Teo se relajó un poco entre respiraciones entrecortadas.
—Solo tienes que decirlo. O mejor aún, solo piénsalo.
Teo vaciló, los ojos saltones del engendro, inyectados en sangre, lo observaban cada vez con más ansias; su sentido de la preservación le advirtió que no se fiara, mas cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió y pensó en ese deseo que desde hacía ya bastante tiempo estuvo anhelando: tener un hermano.
Parte III
Para el desconcierto de Teo, el cuerpo de aquel engendro comenzó a retorcerse en espasmos violentos hasta que regurgitó, entre una secreción viscosa parecida a la brea, una larva oronda que se enroscaba constantemente.
—Alimenta a tu madre con esto y tendrás un hermano en nueve meses. Puedes revolverlo en la próxima comida, solo le hará efecto a ella.
A la mañana siguiente, al enterarse de que Teo había ensuciado las sabanas, su madre le propinó varios golpes en las nalgas con la alpargata. Luego se dispuso a lavarlas en la pila de piedra, sin dejar de maldecir a su hijo, quien nunca había sufrido tales accidentes. Teo, entre lloriqueos y mocos, aprovechó para machacar el gusano y mezclarlo en el guiso de patatas que había preparado Myrna para el desayuno.
Para cuando los tres miembros de la familia Sagredo estuvieron sentados a la mesa, Teo estuvo reacio a comer, aunque ante las amenazas de su madre de una nueva golpiza, tuvo que tragarse la comida mientras reprimía muecas de asco. Lorenzo, el padre, hizo algún comentario sobre la palidez de su hijo, pero este se limitó a negar con la cabeza y a mantener la boca cerrada, temiendo la reacción de sus padres si llegasen a enterarse de lo sucedido anoche.
Tal como dictaban los lunes, Lorenzo se fue temprano para trabajar en la mina. Una vez hubo alimentado a los animales y tomado un baño, Teo decidió pasar la tarde en el interior de la casa, buscando distraerse de todo lo acontecido. Su padre tenía una pequeña habitación al fondo del pasillo donde guardaba libros de su juventud y demás artículos ya empolvados, y permitía a Teo pasar el tiempo allí con el único fin de que no molestase. Myrna, por su parte, encendió la radio mientras se disponía a empezar con los quehaceres domésticos.
Fue a eso del crepúsculo que Teo tuvo que detener su lectura —de la que estaba comprendiendo más bien poco—, pues logró identificar los balidos de Mari en el exterior, acompañados de otros gemidos desgarradores. Se apresuró a salir; el viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños, como un presagio de las desgracias que estaban por venírseles encima. Las gallinas cacareaban espantadas de un lado al otro, como si les faltara la cabeza, mientras Teo corría hacia su madre, quien se encontraba bajo el limonero, temblorosa contra el tronco, sosteniéndose el vientre con dolor. Debajo de ella, del hueco entre sus piernas, escurrían gotas de sangre que dejaban una mancha bermellón en la tierra, ensuciando al mismo tiempo su vestido. Mari seguía corriendo alrededor de ellos, como si algo la hubiese hecho perder el juicio.
Pronto Teo comprendería que ese había sido el primer síntoma de un tortuoso embarazo.
Parte IV
El primer efecto que desencadenó el embarazo de Myrna fue una violenta discusión que Teo presenció resguardado tras las paredes de su habitación. Su padre bramaba cual perro (que cómo era posible, que con cuál canalla se había ido a meter) y su madre, sumisa, solo podía balbucear entre lágrimas y mocos (que con nadie, que ni siquiera era capaz de comprenderlo). Luego un cuerpo azotando contra el suelo y el vapuleo de un cinturón de cuero duro, de una hebilla metálica. Teo temió más por el bebé que por su madre.
Después de aquel día se instaló un silencio tenso en el rancho. Myrna comenzó a enfermar y a debilitarse conforme pasaban las semanas de embarazo, como si en la barriga cargara una sanguijuela y no un feto. Y Lorenzo, sumido en el mutismo y la gravedad, demasiado iracundo y orgulloso para traer a un médico del pueblo, empezó a ser víctima de un pánico incomprensible para el resto.
Llegó un punto donde Myrna, febril y carente de fuerzas, cayó en cama. Lorenzo, más que sentir un rastro de simpatía o lastima por ella, pasaba las tardes dando vueltas fuera de la habitación donde sollozaba su esposa. Aterrorizado se revolvía el cabello canoso, se mordía las uñas hasta que sangraban o besaba tenaz una vieja cruz de madera.
Una noche Lorenzo volvió tarde. Teo lloraba detrás del ciruelo, abrazado a Mari mientras intentaba comprender cómo un deseo tan cándido había resultado en algo tan terrible, cuando lo vio llegar muy decidido y más serio que nunca, casi enajenado. El machete que usaba para matar a las serpientes que se colaban dentro de la propiedad estaba recién afilado. Teo se acercó, desconcertado, Lorenzo ni siquiera lo miró cuando le dijo: «No entres». Teo no supo si fue algún efecto de la luz o si en verdad los ojos hinchados del hombre resplandecieron con locura.
A pesar de todo, se tragó el miedo que le producía su propio padre y lo siguió al interior con sigilo. Lorenzo, empuñando el arma con resolución, caminaba a zancadas hasta donde estaba Myrna. En un instante los tres estuvieron reunidos en la habitación: la mujer pusilánime en su lecho, el hombre con ojos de bestia y el niño perturbado, tieso en su sitio. Lorenzo y Myrna —un matrimonio de trece años— se sostuvieron la mirada en silencio: Teo estuvo a punto de lanzarse contra su padre, sin embargo, todos giraron cuando escucharon los gritos de agonía en el exterior.
Lorenzo, aun con el machete en mano, le dedicó una última mirada a su esposa antes de salir. Entre temblores e hipidos, Teo fue tras él limpiándose los lagrimones y manteniendo su distancia. El grito provino del corral: el cerdo estaba muerto, con las vísceras derramándose por una herida burda, como si la carne hubiese sido arrancada a mordiscos. Tanto Teo como su padre experimentaron un escalofrío en la nuca; ambos tenían el presentimiento de estar siendo observados.
Parte V
A consideración de Teo, a su padre no le quedaba ni una gota de cordura. Lo encontraba en los rincones, tembloroso y orando con vehemencia a Dios, con la biblia contra el pecho o un rosario apretujado entre los huesudos dedos. A veces con los pantalones manchados de orina. Regresaba del pueblo, de la mina, emborrachado y con los ojos saltones y la cara húmeda, mirándolo todo y a ningún lado. Teo dormía en la habitación de su madre, abrazado a su espalda y con un ojo, un oído y un palo rollizo siempre vigilantes. Ella, mortecina entre los almohadones y con el rostro consumido, solo esperaba impaciente cualquier destino.
Una noche sin luna, en un silencio que fue silbando entre los agaves y los árboles frutales, entre un clima sofocador y una atmosfera tensa como una espina de pescado, Teo encontró a su padre parado delante de una de las ventanas. Observaba el exterior, alienado. Debió permanecer en aquella postura minutos enteros, hasta que de pronto cerró las cortinas de golpe y corrió hasta la habitación donde guardaba sus viejos libros. Hubo un alboroto, los libros tronaban contra las paredes, los muebles contra el suelo. Sollozos. Silencio.
Lorenzo salió de casa en la madrugada. Y en la tarde Teo decidió indagar en la habitación donde se había producido el desastre. Muebles maltrechos, libros con y sin cubierta dispersos por el suelo, hojas sueltas decorando los espacios. Teo se hizo paso con cuidado, como si no quisiese alterar el orden de aquel desorden. Y entonces, entre los pedazos de madera y astillas de un cajón destrozado, visualizó un libro voluminoso de pasta dura. Parecía el más añejo de todos.
Lorenzo Sagredo, rezaba la primera página, amarillenta y carcomida. El diario de su padre. Teo tragó duro. El primer fragmento que encontró estaba firmado en 1959, hace más de veinte años. Lorenzo hablaba de su pueblo natal, de sus padres, de libros, de su mudanza a este rancho, de sus impresiones de Tableda. Años más adelante, mencionaría a la hermosa señorita Myrna Baruz, que conoció en uno de los bailes del pueblo. Se enamoraron escuchando a Bob Dylan. Y se casaron cuatro años después. Escribió poco de su dichoso matrimonio.
Y después un puñado de páginas arrancadas. Y un fragmento de texto en lo que sobrevivió de un pedazo de hoja:
Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida.
Más ausencia de páginas.
Otro fragmento:
Aún por medios tan aberrantes como la brujería, un hombre puede mantener intacta su hombría y recuperar el perdón de Dios.
Sin embargo, lo más desconcertante y aberrante, fue lo que Teo encontró al final del diario: remachado a las últimas hojas y a la gruesa tapa trasera, con un clavo oxidado, descansaba el cadáver de un escarabajo. Era distinto al que encontró, este era más pequeño y ancho, y tenía un solo pico. Mas no le cupo la más mínima duda de que ambos insectos provenían del mismo sitio.
Parte VI
Consternado por el reciente hallazgo, Teo decidió permanecer junto a su madre, pero esta, demacrada como un cadáver, parecía haber perdido la razón, y de su boca seca tan solo surgían las siguientes palabras: «Quiero morir... Tráiganme un sacerdote.» Lo repetía una vez tras otra. Y lo único que Teo podía prometerle era que se lo diría a su padre en cuanto este volviera, pero Myrna no quería saber nada de él, oírlo mencionar le arrancaba lágrimas de los ojos.
Myrna estaba enamorada de un Lorenzo que desde hacía tiempo la había abandonado. Se dio cuenta de que él jamás volvería en una tarde de la semana de Pascua, mientras paría con dolor a su primogénito en esa misma cama con ayuda de una comadrona. Lorenzo estaba parado en la puerta, y Myrna, con los dientes apretados, le pedía que se acercara, que lo necesitaba. Pero él, con un rostro que Myrna jamás olvidaría, la observó con arrepentimiento, con miedo, con dolor, antes de irse de la habitación. La dejó ahí, entre la placenta, la sangre y los gritos del bebé. Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue. Ni siquiera el nacimiento de Teo tuvo relevancia alguna. Se había convertido en la figura materna de una familia insípida.
Frustrada, Myrna terminó echando a Teo. Este solo atinó a ir con Mari, la única que parecía apreciar su compañía. Su padre volvió en el crespúsculo. Lo vio llegar con un rostro tan sombrío que decidió esperar un poco antes de hablar con él. Y en ese pequeño lapsus donde se distrajo, Teo perdió de vista a Mari. Pronto las gallinas empezaron a cacarear, no, no eran cacareos, eran gritos de un terror lastimoso e inhumano. Teo corrió hacia donde se encontraban, pero apenas llegó, se quedó aturdido por el escenario que se extendía ante sus ojos: las gallinas se picoteaban entre sí, se sacaban los ojos o se arrancaban las patas. Y Mari, con un rostro deformado y grotesco que a Teo se le hacía terriblemente familiar, se dedicaba a arrancarles la cabeza a las aves.
Teo no tuvo tiempo siquiera para reaccionar, cuando vio aparecer a su padre cargando el machete. Lo alzó y lo blandió y en menos de un minuto todas las gallinas y la cabra Mari tenían la cabeza cercenada. Teo, con un sufrimiento visceral que ya no era capaz de seguir soportando, rompió en llanto y corrió hasta su padre, abrazándolo por detrás, deseando con vehemencia la protección y el amor paternal que nunca le fueron brindados. Sin embargo, Lorenzo lo alejó de un empujón y Teo, sin poder contenerse, empezó a contarle todo en absoluto, incluido lo del diario.
Para su sorpresa, la reacción de su padre fue de estupefacción. Lorenzo se pasó las manos ensangrentadas por el cabello, después comenzó a reír de histeria y dijo:
—Ahora lo entiendo: Dios jamás me perdonará... Tengo que matarla antes de que dé a luz a esa aberración.
Parte VII
La primera reacción de Teo fue salir corriendo hacia la habitación de su madre, con Lorenzo pisándole los talones. Cuando al fin llegó a la habitación, azotó la puerta y le echó doble pestillo. Las lágrimas dejaban marcas en sus mejillas sucias mientras su padre lanzaba patadas y machetazos a la madera. Myrna estaba sentada en la orilla de la cama y Teo, con estupefacción, notó que el vientre de su madre había crecido de sobremanera, a pesar de que apenas cumpliría cuatro meses de embarazo. Myrna soltaba gemidos doloridos con el rostro lívido: vomitaba una sustancia viscosa y negra en el suelo de la habitación.
De pronto se escuchó la sintonización de la radio y la voz de Bob Dylan empezó a envolver la casa entera; todos permanecieron inmóviles. Después sus vistas viajaron al techo de chapa: la lámina empezó a crujir y a crujir. Cuatro patas caminando lento: uno, dos, uno dos. Era como si una criatura digna de Cerbero acechara sobre sus cabezas.
Teo sufrió un escalofrío mientras seguía con la vista las pisadas; sus ojos bien abiertos por el horror. Lorenzo se quedó quieto al otro lado de la puerta, y cuando los pasos desaparecieron del techo, volvió a lanzarse sobre la madera con más vehemencia que antes. Machetazos, patadas, codazos, empujones, rasguños. La puerta no cedía. Se desgarraba la garganta suplicando que lo dejaran entrar. Teo retrocedió de forma instintiva. Myrna continuaba vomitando esa sustancia con aspecto a queroseno, pronto también empezaron a resbalar gotas espesas por sus muslos temblorosos.
La voz de Bob Dylan empezó a deformarse, como si hubiese una interferencia, hasta que se sobrepuso el sonido de una voz puntiaguda que repetía divertida y canturreante: «Lorenzo... haz roto tu pacto, Lorenzo...». Hubo una vibración que recorrió la casa entera, como si un objeto pesado hubiese caído al suelo; Lorenzo gritó aterrado.
—Eras estéril y deseaste un hijo. Un solo hijo, ese fue el trato —decía la voz aguda que ahora estaba allí, entre ellos—. Ahora tendrás otro hijo. ¿Recuerdas lo que se te advirtió si llegabas a romper el pacto?
Myrna soltó un lamento y se levantó el camisón: su vientre se revolvía con violencia, como si el bebé estuviese a punto de rasgar la carne y salir por cuenta propia. Era una imagen grotesca. Teo estaba en shock; no quería ni imaginar lo que sucedía afuera de la habitación.
—No fue mi culpa. Esa puta fue a acostarse con otro porque yo sigo siendo estéril. ¡Es imposible que...! Por Dios, aléjate... ¡Aléjate de mí!
—Ese machete no te servirá de nada.
El alarido de Lorenzo se detuvo de súbito para ser remplazado por una serie de sonidos nauseabundos. Y entonces la puerta comenzó a abrirse sola, el chirrido cercenando el silencio. Cuando la puerta estuvo abierta, Teo se armó de valor para girarse hacia el exterior: de inmediato los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, impidiéndolo siquiera reparar en el cadáver semidevorado de su padre.
Parte VIII: Final
Teo experimentó un escalofrío en la espina dorsal cuando la criatura avanzó hacia él. Sin embargo, lo pasó de largo. Teo se quedó tenso del miedo mientras el monstruo se dirigía a Myrna. Ella abrió grande los ojos y tembló despavorida cuando observó a esa cosa frente a ella. Era imposible saber si sus gritos eran por el dolor en su vientre o por el horror de lo que veía.
Teo se giró justo cuando su madre dejó de emitir sonido alguno. En el suelo había una mezcolanza de negro y rojo. El monstruo yacía inclinado sobre el cadáver de Myrna. Los sonidos eran pegajosos, repugnantes. Y de pronto se convirtieron en el llanto de un bebé.
Cuando la criatura se volvió hacia Teo, este notó que sostenía algo entre sus patas delanteras, estaba cubierto con un pedazo del vestido de Myrna. Era una imagen bizarra y perturbadora. Era su hermanito quien lloraba, quien estaba entre las patas de ese ser; Teo se sintió inquieto, desesperado.
—¡Dámelo!
La criatura, ignorando sus ruegos, salió corriendo hacia el patio. El movimiento de sus patas era un murmullo a mitad de la noche. Las lágrimas brotaron de golpe en los ojos de Teo antes de correr tras ellos, ignoró el cadáver de su padre y de su madre, ahora solo importaba su hermano; era lo único que le quedaba.
—¡Era mi deseo!
La criatura se detuvo a mitad del patio. La noche hacía brillar su exoesqueleto. Ni siquiera los grillos se atrevían a levantar la voz.
—Tu hermano existe, ese fue el pacto.
—¡No puedes llevártelo!
—Tu padre rompió su trato. Había consecuencias si lo hacía y helas aquí. Tu hermano ahora es parte de mi mundo. Sería mejor que yo lo cuidara.
—¡No!
—No serás capaz de cuidarlo. Tus padres no están más aquí, te he hecho un favor, ¿no lo crees? Pero ahora, tú y él solos, ¿qué harán?
—Solo dámelo. Yo lo cuidaré.
—No sabrás cómo.
—¡Sí!
—¿Estás seguro?
Sí, sí, sí. Teo asintió impaciente. Lloraba sin cesar, cada fibra de sus músculos temblaba. Necesitaba algo sólido en que sostenerse, necesitaba a su hermano.
—Está bien.
Y cedió sin más: la criatura se acercó a Teo y depositó al niño en sus brazos. El bebé no paraba de llorar envuelto entre aquellos jirones de tela. Su peso reconfortó a Teo. Era un niño grande y pesado.
—No será la última vez que nos veamos. Cuando sea mayor, le haré una visita a tu hermano, Teo.
La criatura retrocedió y a la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer. La tierra se tragó su cuerpo, dejando tan solo como recuerdo el cadáver de un escarabajo.
En ese instante, una araña subió por el brazo de Teo y caminó por entre la tela. Avanzó apenas un centímetro cuando fue capturada por una mano. El bebé se llevó el insecto a la boca y empezó a mascarlo. Solo entonces menguó su llanto.
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