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Intimidad compartida (Yina M.)

A estas alturas sacarla era cuestión de orgullo, atrás quedaban los días de tolerancia y paciencia; Guillermo estaba harto. Ver a 'Camila', como él la llamaba en secreto, vagando por los corredores de su hogar le angustiaba hasta el punto de rabiar. Tras varios meses de absurda convivencia el tiempo comenzaba a estancarse, se había percatado en sus últimas rondas que la mujer mantenía las alacenas dotadas de arroz, carne, pan, frutas y verduras frescas; que reemplazaba los enseres desgastados por nuevos y cambiaba la ubicación de los viejos sin consideración, apoderándose de la esencia misma del lugar.

Camila había aparecido una mañana de enero, con su redonda silueta preparando café en la cocina. Por esos días Guillermo no fantaseaba con deshacerse de ella, muy por el contrario, él solía disfrutar de su vacía compañía. No era extraño que la admirara sigiloso desde el balcón, cuándo ella se sentaba en el jardín a tejer y tomar el sol, canturreando una melodía triste. Esos eran los días que más le costaba mantenerse en silencio, quería compartir con ella la melancolía que al escucharla le invadía. Pero no era solo en esos momentos cuándo la sensación de sosiego lo embargaba, a veces se detenía a recorrer sus facciones y cada detalle, desde las manchas en sus pómulos hasta la forma de los surcos en la comisura de sus ojos le traían recuerdos que se atascaban en su memoria. Algunos días, los más soleados de aquellos meses de lluvias repentinas, Guillermo podía jurar que la conocía, que esa criatura no era sólo producto de su desenfrenada imaginación, sino un ser de carne y hueso, que habitaba la casa al mismo tiempo que él, pero en una dimensión o espacio paralelo.

Para marzo Guillermo había enloquecido de frustración. Aunque Camila le resultaba cada día más familiar, las memorias le eludían con mayor soltura. Su sonrisa se parecía a la sonrisa de alguien que él jamás había visto, el bulto en su vientre tenía un origen conocido pero imposible de pronunciar, el verdadero nombre de Camila luchaba por abandonar sus labios sin esperanzas y la canción resonaba en su cabeza días enteros sin que ella la cantara o él lograra reproducirla.

La primer contramedida a la locura que lo azotaba llegó en abril, y silenció a Camila bajo el sol de mediodía. Sumida en un mutismo obligado, la mujer lloraba armonías para reemplazar su canto y Guillermo repetía entre murmullos suplicantes a su oído. '¿Me perdonarías? La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí, recuerdos que no recuerdo. De tiempos que no he vivido'. Ella le respondía observando los geranios del patio, sin separar las manos de su vientre.

La convivencia se había convertido en una mutua tregua de silencio. En los pasillos no se escuchaba más que el rechinar de las bisagras o la cadencia adormecida de unos pasos. Sólo en las horas más movidas el repique de la vajilla animaba la casa y sucumbía junto al murmullo del agua al perderse en las tuberías. Sin embargo, esos pequeños sonidos, repetitivos y necesarios, tentaban a Guillermo; que si un día había odiado los canturreos en el patio, ahora padecía una silenciosa tortura.

La canción se repetía en su cabeza como una especie de conjuro y, aunque intentaba reproducirla en sus labios, jamás la lograba entonar. El ardiente deseo de sacar a la mujer de su vida era proporcional a su necesidad de escucharla de nuevo. Guillermo creía recordar algo suyo en la voz melancólica de los cantares de Camila, algo que le obligaba a perseguir cualquier rastro de su presencia, sin temer a los olvidos que su sola imagen le recordaba.

Por momentos odiada, por momentos deseada, Camila era lo único en la mente de Guillermo. Una sombra que ya hace mucho perseguía y que había cambiado su rutina. Debió ser para abril que, en un primer punto de ansiedad, comenzó a husmear en entre los azulejos resquebrajados del baño en busca de una solución a su predicamento; entre gotas furtivas de agua se imaginaba el método más propicio para hacer de Camila un huésped aceptable. Quitarle la voz había sido un buen comienzo, ahora debía eliminar el bulto en su abdomen. Mientras la observaba desnuda en la ducha, solía preguntarse cuánto tardaría en explotar el hinchado vientre, o si sería mejor hacerse cargo el mismo. Sus opciones iban desde alimentarla en exceso para acelerar el proceso de explosión hasta la conveniencia de desaparecer todo alimento en la casa. En su mente buscaba un método adecuado para convertirse en escultor de curvas cóncavas, destructor de líneas convexas, contorneador de cuerpos femeninos. Pensaba aún por esas fechas, que paso a paso Camila podía amoldarse a él.

Cuándo se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió a sus propias vanidades y preparó las herramientas del quehacer elegido. Sí el siguiente paso en su perfeccionamiento de Camila incluía disminuir el vientre, el camino más efectivo era amputar el problema. Con cuchillos afilados inició la cacería de oportunidades. Había una ambivalencia divisora en él; un odio y un anhelo combinados que lo movían hacia ella. Unas curvas redondas que él preferiría invertir y unos deseos inconexos que le tentaban cada día más a llevar a cabo su misión. Camila era una invasora, y a la vez era su única compañía. Él odiaba a Camila, pero también la necesitaba.

Y la necesidad lo llevó a la puerta del cuarto en que Camila dormía. Ese era un límite que él aún no sobrepasaba, no ingresar al territorio del otro era un acuerdo tácito entre ambos. Estaban las áreas comunes, donde él la espiaba sin culpa, dónde todo lo que él le hiciera sería justo y válido; pero también estaban las dos habitaciones individuales, territorios consagrados a la soledad.

Entre los dedos de Guillermo el mango de un cuchillo afilado le calentaba la piel. El arma le susurraba con caricias que la empuñara con fuerza y la voluntad de Guillermo languidecía otra vez, como lo había hecho durante lo corrido del verano. El cielo estaba despejado y la iluminación de la luna se expandía a lo largo del corredor de la casa, sin embargo, él seguía ciego al mundo circundante, sólo concentrado en su desenfrenado deseo. A cada segundo que pasaba el cuerpo de Guillermo se inclinaba un poco más hacia la puerta y luego retrocedía el doble, una y otra vez.

Con cada acercamiento el viento endurecía sus rugidos y las bisagras lloraban alertando la pronta cedencia de sus límites, esperaban un roce. Cuando la frente de Guillermo entró en contacto con la madera resquebrajada de la puerta, un estruendo reveló el azote de las ventanas y una ventisca entró salvaje. El viento llevó consigo el susurro de un llanto infantil hasta Guillermo, que retrocedió sorprendido. La imagen de un recién nacido cruzó por su cabeza al instante.

Fue no más que su mano tocara la perilla de la puerta, para que el viento arremetiera salvaje haciendo el llanto más estridente. Guillermo soltó el metal y se giró en busca de la criatura que originaba tan desgarrador lamento. Pero aunque no dejó puerta sin abrir ni esquina sin revisar, no encontró rastro de infante alguno. Solo entonces, con cuchillo en mano, se atrevió a cruzar el umbral a la habitación de Camila. Una gota de sudor frío fingió escurrirse por su barbilla. Giró el mango de la puerta y entró jugueteando con el arma en mano. En el interior Camila yacía profunda, ajena al revuelo externo. Con su vientre abultado expuesto, lista para ser una víctima perfecta.

Al amanecer, el viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños y agradables que reemplazaban poco a poco el aroma ferroso en el ambiente. Era una mañana luminosa y fresca. En el cuarto, los primeros rayos de sol llenaban de optimismo a Guillermo, que admiraba a su Camila, aún sin su figura ideal pero mucho más cerca de sus deseos. ¡Su bella Camila! Guillermo sentía que cada día estaba más cerca de recordar, si no fuera por las manchas en la piel de la mujer. Esas horribles manchas oscuras.

Agotado, suspiró y envolvió entre sábanas los restos de su trabajo, luego se encaminó tarareando una canción de cuna para acallar el llanto incesable que, de ahora en más, llenaría la casa de muerte.

Los días siguientes Guillermo se encerró en su habitación, desvelado por el llanto constante que invadía la casa, no tardó en perder el sentido del tiempo. Su encierro, lo pasaba tirado en la colchoneta que usaba por lecho, sin pegar el ojo pero sin pensar. Fue en medio de su aturdimiento que notó como los cachivaches se apilaban a su alrededor y, dónde siempre sobró espacio, comenzó a sentirse arrinconado.

Un día lluvioso se sorprendió contagiado de humedad, casi podía palpar el moho creciendo sobre su piel y las telarañas apoderándose de los pliegues de su gordura, yendo desde su humanidad hasta las paredes, hasta las sillas viejas del comedor, hasta la alacena de madera, sobre los manteles bordados a mano y entre los libros corroídos. Estaba enterrado bajo pilas de muebles que por largos años habían dado vida a la casa. Descubrirse presa del tiempo le dio a Guillermo la certeza que su memoria le negara meses atrás. De pronto él ya no era él, sino muchos. Allí tendido en un catre roído, Guillermo regresó a la vida, entre llantos amortiguados por el goteo suave de una llovizna.

Al salir del cuarto, donde hubiese estado encerrado un tiempo que por más esfuerzo que hizo no logró determinar, encontró la casa cambiada. No logró recordar cuándo o quién había movido los muebles de lugar, ni hace cuánto las paredes habían abandonado su blanco calcáreo o los geranios florecieran de rojo, rosado y púrpura. Un grito mudo estalló en su cabeza. Atormentado por su propia ignorancia, estupefacto ante el irreconocimiento de lo que hasta solo un instante daba como conocido e inmutable, Guillermo se apuró en buscar a Camila.

La encontró sentada en la cocina, frente a una taza de café humeante, igual que en su primer encuentro en enero; entonces, sin entender cómo, supo que estaban en agosto y hacía varias semanas que Camila lucía la como él siempre quiso recordarla. Invadido de la curiosidad pecaminosa que su perfil le inspiraba y que siempre lo llevaba a espiarla sin reparo, centró su atención en ella; pero esta vez, ella le regreso la mirada. Los ojos de Camila eran cálidos y claros, le sonreían cansados de tan arduo silencio.

Entonces Guillermo lo supo y avanzó hacia ella despacio, sin mover ni por un segundo la vista. Acompañado de todos sus temores aceptó la invitación de Camila, que con sus ojos lo guiaba a hacia la ventana, donde la noche ya había caído y sólo el reflejo de la mujer se contorneaba traslúcido, con una taza de café humeante y una cocina solitaria a su alrededor. Guillermo se supo dos, tres y hasta cuatro Guillermos; sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía. Eran sus propios gritos, tras regresar a Camila y recordarse a sí mismo atrapado junto a ella, por un instante lo había recordado todo y en el mismo instante lo había olvidado de nuevo.

Guillermo no podía retirar la mirada de los ojos de Camila, el brillo en ellos era juvenil y brioso, amenazante. Su sonrisa correspondía con esa amenaza que, amplia y desfigurada, daba a la mujer un aire a triunfo burlesco, del que Guillermo solo podía sentirse víctima. De los recuerdos recuperados y vueltos a perder permanecía una certeza: ella era real, de carne y hueso; él quizá no.

Cuándo la voluntad de Guillermo comenzó a desvanecerse, Camila pudo ver el abatimiento en su rostro, estaba perdido y brumoso. Se agachó para comprobar la inmaterialidad de sus manos y se regresó a ella. En un temerario pero inútil intento de tocarla, su mano atravesó a la mujer. Con cada descubrimiento él se desmoronaba y ella se fortalecía.

El clima afuera profetizaba la tempestad interior, las nubes cubrían al sol, y aunque era medio día, Guillermo vivía en la noche. Un ambiente digno de él, pensó Camila, mientras tomaba un sorbo de café.

—Mejor lo termino antes que se enfríe. —Dijo en voz alta. Guillermo debía escucharla.

Segura de la sorpresa que le supondría buscó de reojo la expresión del hombre, que estupefacto dejaba de estudiarse a sí mismo para volver la cabeza en dirección a ella. Tenía los ojos abiertos y rojos. Lo poco de su espectro que era visible se mantenía estático. ¿Cuánto más hasta romperse? Se preguntaba Camila satisfecha. Su pecho se maravillaba de felicidad. Movía sus hombros al ritmo de melodías pegajosas que otrora escuchara en la radio, se divertía con ideas para destruir a Guillermo. Se lo imaginaba perdido, despertando cada mañana en busca de algo que no iba a encontrar, pensaba en comida que no podría comer o en artefactos que no podría usar. Cuánto había tenido que contenerse hasta ese día, pero la larga espera volvía al momento más delicioso.

—Te vez cabizbajo, Guille—fingió consternación—. ¿Acaso te sientes mal?

Las carcajadas se le escapaban por las comisuras de los labios, esas palabras siempre funcionaban. Quería estallar en risas, mientras los ojos del hombre se resquebrajaban a pedazos. La sorpresa retrasaba a Guillermo, y como no, ella había permanecido en silencio por casi medio año.

Un suspiro dio pasó a su voz, cansada y vencida.

—Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida. No entiendo qué pasa —respondió primero. Con la mirada perdida en la baldosa amarillenta—. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¡Largo! ¡Vete de mi casa! ¡Deja de cambiarla! ¡Desaparece! ¡Desaparece!

Los gritos de Guillermo ensalzaban el humor de Camila, que se mostraba ahora ante Guillermo tan envejecida como en realidad estaba. No así la casa, que cambiaba de a pocos ante los ojos del hombre, más moderna y más extraña. Camila no podía saber, ni antes ni ahora ni nunca, lo que él podía percibir, pero lo imaginaba. La casa misma se lo decía entre susurros y llantos. La casa le hablaba a ella de lo que nunca le hablaría a Guillermo.

Entre Camila y la casa existía un nexo que va más allá del entendimiento sinuoso de las relaciones humanas; se componía de una mutua complicidad y de una abnegada comprensión de las necesidades individuales. Ninguna de las dos preguntaba, se quejaba o desobedecía; actuaban ambas siempre en concesión de lo compartido procurando mantener en metódica sincronía sus propios deseos. Aun cuándo Camila desconocía lo que la casa misma era, más allá de sus siempre presentes sospechas, no sentía inconveniente alguno. Ella seguiría allí, atormentando a Guillermo, mientras sus pies se movieran y su maltrecho corazón palpitara.

Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue la vida enredada en los dedos de Guillermo, esa tarde cuándo la tristeza naciera en ella y se extendiera a las horas, los minutos y lo segundos, cuándo la existencia misma que era su vida fuera una vorágine de perdición. Para la mujer, que una vez había odiado tanto los agostos como todos los otros meses del año, el sabroso gusto a venganza, presentado en bandeja de plata por una entidad considerada hasta ese entonces inanimada, era la única forma de salvación.

Ahora era agosto y ella era Camila, aunque bien podría llamarse Ángela, Emma, Doris, Clara o de cualquier forma que se le ocurriera a Guillermo. Era tal su estado impersonal que, en no escasas ocasiones, debía hacer un esfuerzo grande por recordar su propio nombre de entre aquellos que él había usado en ella hasta entonces y, que poblaban su memoria con destacada lucidez. Solía repetirlos en las noches de añoranza, como un cántico motivacional de sus logros. Lo hacía en los días que le flaqueaba la voluntad, por lo general a final de año, en medio de su soledad; o entre marzo y abril, meses de difícil batalla, cuando él estaba es su máximo esplendor y se pavoneaba triunfal por los corredores de la casa, mientras ella se perdía en un autoimpuesto silencio.

Muy diferentes eran los atareados veranos, con Guillermo perdido en sueños de su inexistencia. Entonces, las veladas en vilo ya no llegaban tormentosas sino llenas de expectativas. Camila ansiaba durante junio y julio los vientos de agosto. Esas semanas engullían su vitalidad entre planificaciones nocturnas y ejecuciones diurnas. Eran por demás los meses más felices del año, los meses de reconfiguración, de pintura, de compras, de extraños entrando y saliendo de la casa, meses de embellecimiento vacío. Porque entre más cerca estaban las fechas deseadas, más cerca estaba su misma destrucción. Aunque esto último a Camila no le podía importar menos, ella era la más viva, energética y animosa versión de sí misma; se divertía recorriendo la casa en rondas de aseo matutino, regando las flores y moviendo los muebles. Imprimía en cada detalle sus ansias y recuerdos de Guillermo gimiendo, gritando, persiguiéndola, odiándola. Eran memorias y expectativas revueltas en su mente enfocada.

Y así llegaba agosto, ansiado agosto, dulce agosto, tormentosos agosto, eufórico agosto. Su agosto. Un agosto de finales y comienzos. El agosto de ella, Guillermo y la casa. El tiempo exacto donde no hay víctima ni victimaria, sino tragedia y dolor en una misma sucesión de eventos. Porque en eso convertía agosto a Guillermo, en un ser definido por el miedo y la incertidumbre, en una existencia sin pasado ni propósito.

Y ahí estaban ellos, de pie uno frente al otro. Guillermo se borraba a sí mismo en oleadas de cobardía, incapaz de asimilar su propia inexistencia y, mientras Camila daba por iniciado el espectáculo, el volumen del llanto incrementaba anunciando el despertar de la criatura. El desgarrador sonido se concentraba en Guillermo, que podía sentir los lamentos llegar a él desde cada recoveco de la edificación e, incapaz de mantenerse cuerdo, se retorcía en el suelo con las manos en sus oídos y suplicaba silencio, bajo la incipiente vigilancia de Camila, que veía las lágrimas comenzar a escurrirse por sus traslúcidos ojos. Solo entonces podía cantar la canción de cuna que meses atrás él añorara escuchar, pero que ahora le suscitaba una engañosa sensación de alivio.

La imagen de Camila con un cuchillo en la mano se mezclaba con gritos de dolor superpuestos al llanto infantil, pero no procedían de los labios sellados ni de la sonrisa juguetona de la mujer. Aterrado ahí, Guillermo se mantuvo inmóvil, con la vista fija en ella por algunos segundos, hasta que la figura de Camila transmutó en un parpadeo frente a él y su rostro se coloreó a moretones, su nariz y labio comenzaron a sangrar, su ropa cayó girones y, mientras sonreía excitada, de su entrepierna se escurría la vida en oscuras y espesas burbujas.

—¿Lo recuerdas? —preguntó Camila antes que la sangre alcanzara en suelo— ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?! ¡¿Lo recuerdas?!

Camila continuó preguntando, el tono de su voz se mantenía invariable, ni su sonrisa ni su cuerpo parecían dispuestos a moverse.

De repente, los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, pero no los de Camila, sino los ojos de la casa misma, que lo observaban desde todas las direcciones. Guillermo podía sentir el peso de esa mirada expandiendo las tinieblas a su alrededor. La noche engullía el espacio de Guillermo poco a poco y le condenaba a concentrarse sólo en el llanto y en los reclamos. Era una sentencia a recordarse a él mismo con el cuchillo empuñado, atravesando el vientre de su mujer una y otra vez, a la palpitación de sus entrañas vivas, mientras con sus propias manos arrancaba al monstruo de su interior.

En sus primeros recuerdos, Guillermo se bañaba en el cálido y rojizo líquido del suelo, con la noche de cobija, sin ver la cara de la criatura, ni su forma u origen. Se conformaba con saberle un invasor, un monstruo interfiriendo en su felicidad conyugal.

Pero los segundos traían memorias precisas de la noche incontables años atrás y las memorias envolvían en convulsiones a Guillermo que, hastiado de su propia lucidez se arrastraba hacia el patio trasero, dejando tras de sí un rastro de sangre sobre las baldosas relucientes. Camila lo seguía sin apuro, a poco más de un metro, con su mano pegada a la pared, resbalando sus dedos sobre la pintura y marcando así el camino de la oscuridad, que reducía a escombros todo a su paso.

En el patio Guillermo tenía una imagen de sí mismo con pala en mano, cavando la tierra junto al aguacate y siendo devorado por los gusanos. Los recuerdos se mezclaban en uno solo, indivisibles por tiempo u acción. En Guillermo solo prevalecía la necesidad de cavar y a falta de herramientas, se abalanzó a remover la tierra con las manos desnudas. Excavó con desenfreno en busca de aquello que lograra calmar su ansiedad, mientras del otro lado, sobre el corredor, a salvo de la ligera llovizna que comenzaba a menguar, Camila abrazaba con dulzura una corroída columna de madera.

La mujer lo observaba con detenimiento, sin soltar ni por un segundo su agarre a la casa. Ella la acariciaba con suavidad, impregnando su abrazo de la dulzura y el amor de una madre. Guillermo removía la tierra con salvajismo, envuelto en locura era incapaz de reparar en la escena o en el canto Camila, que entonaba a viva voz la canción de cuna, esa con que acompañara sus horas de costura en espera de una criatura que nunca habría de conocer.

Guillermo no tardó en palpar bajo la tierra húmeda, la pequeña calavera de la criatura y algunos otros diminutos huesos que aún se sobrevivían. Suspiró aliviado al comprobar que se encontraban donde él los había dejado. La lluvia se detenía y el llanto también. Sin embargo, desde su columna, Camila aún sangraba a borbotones y como si pretendiera inundar el patio, la sangre se escurría hasta él, removiendo la tierra por gruesos surcos, que dejaban al descubierto, justo donde el permanecía de rodillas, un cuerpo putrefacto que conservaba girones de carne y que vestía la misma ropa que él vestía.

Escandalizado por el descubrimiento, Guillermo se levantó de golpe y a la sombra de un árbol su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer; era tiempo de olvidar. Si con sus manos él había arrebatado la criatura del vientre de Camila, ella con las suyas le había arrebatado la vida a él. El llanto había quedado grabado en cada esquina de la casa, como si el infante la reclamara. Guillermo estaba atado a la casa, como un enser más. Y el cadáver de Camila permanecería ahí vivo, hasta que de nuevo en enero aparecería en la cocina, preparando café con el vientre inflado y una sonrisa en los labios, tal como lo hiciera el día en que revelara a Guillermo su embarazo.


FIN

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