El monte del terror (Christian Rasmussen)
Una noche clara, de invierno, me encontraba en casa descansando luego de arriar los animales hasta sus respectivos corrales. Tenía puesto los auriculares, escuchaba música para relajarme. Sonaba una obra maestra de un grupo alemán de rock. La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí. Hablaba sobre el amor e inmediatamente pensé en ella, un amor de la infancia de los que se recuerdan con una nostálgica tristeza.
Un aullido recorrió el casco de la estancia, sabía de donde, o mejor dicho de quien, provenía. Los viejos hablaban de eso en los bares del pueblo, entre partidas de truco y vasos de caña. Era una leyenda local, bueno, quizás no tanto. Los rumores afirmaban que era una bestia mitad perro, mitad jabalí.
Volví a ponerme los auriculares y me recosté en la cama. Me esperaba una larga jornada de arduo trabajo.
Al día siguiente, de camino a los corrales, me crucé con don Alfonso, el encargado del mantenimiento de la maquinaria agrícola.
-¿Escuchó al lobizón? -me preguntó con una amplia sonrisa en su rostro.
-No me diga que usted cree en esas cosas.
-Creer, no pero sí lo escuché y eso no era un perro.
-Seguramente era un empleado gastándonos una broma -dije con una pizca de duda.
-Seguramente, seguramente -repitió y se alejó sacudiendo una llave inglesa a modo de saludo.
Los caballos estaban inquietos, algo los había alterado durante la noche. Ensillé un pintado que tenía fama de ser arisco y me dirigí hacia el monte a juntar las ovejas para cambiarlas de lote. Cuando llegué al potrero contemplé que varias yacían muertas sobre la hierba. Sus gargantas habían sido desgarradas por algún animal. Probablemente perros salvajes, un empleado aseguró ver una pequeña manada correteando entre los eucaliptos.
Luego de encargarme de las ovejas que aún seguían con vida, emprendí mi regreso al casco para informar al capataz sobre la suerte de aquellas indefensas criaturas.
El encargado del campo era un hombre petiso y regordete que respondía al apodo de "Carancho". Trabajaba en El Zorzal desde hacía diez años y conocía el lugar tan bien como nadie. Se encargaba de controlar a los peones, conseguir los insumos necesarios y, además, era un hábil jinete. Cada vez que podía se unía al resto cuando se trataba de recuperar animales que se metían en terrenos ajenos.
Realicé un par de tareas y, antes de darme cuenta, había caído la noche. El cielo estaba despejado y la luna llena se reflejaba sobre la tierra arada. Emprendí la vuelta y allí lo vi. Era enorme, superaba los dos metros de estatura. Lo cubría un espeso pelo negro que brillaba bajo las estrellas y sus ojos rojos desprendían un extraño resplandor que se asemejaba al de las llamas.
El caballo corcoveó dejándome tirado en el suelo, a merced de aquella bestia infernal.
Aquella criatura se acercó a mí. Olfateó mi rostro con su hocico azabache mientras hilos de saliva se deslizaban por sus fauces abiertas. Estaba aterrorizado, los caninos inferiores de aquel monstruo estaban a escasos centímetros de mi cuello y sólo le bastaba un movimiento para acabar con mi vida. No valía la pena y la bestia parecía no tener conciencia de ello. Cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió luego de desgarrar mi camisa con sus amarillentos dientes.
El animal retrocedió, dio un profundo y prolongado aullido y se internó entre los eucaliptos del monte. Me quedé en silencio, sentado sobre la tierra arada, tratando de recuperar la calma. Cuando el miedo se disipó, emprendí el largo camino de vuelta. El día siguiente sería bastante intenso, se acercaba la época de vacunar el ganado y tenía que encontrar el caballo que había escapado.
Ensillé la yegua y salí a recorrer los alrededores del monte en busca del pintado. En el extremo norte, junto a las acacias, encontré al desafortunado caballo. Gran parte de su pescuezo había sido devorado, dejando un enorme charco de sangre sobre las hojas ocres que formaban un colchón natural.
Aquella situación estaba fuera de control y aún faltaban dos noches para que cambie la luna. La sensación de inseguridad y terror recorría el casco como una niebla, internándose en los lugares más recónditos del alma humana. Nadie había sido herido por el lobizón, pero eso no nos brindaba seguridad alguna.
Tarde o temprano alguien intentaría cazarlo por el bien de la estancia y eso desencadenaría un baño de sangre. No sé si el resto de los empleados lo sabe, pero, según la leyenda, sólo se lo puede herir con un arma blanca. Sin duda la caza de aquella bestia suponía una empresa arriesgada, la mejor forma de acabar con ella era averiguando la identidad del aterrador animal.
Conocer a la persona detrás de los ataques del lobizón parecía casi imposible. En la estancia, éramos diez empleados, dos de los cuales tenían esposa e hijos. También cabía la posibilidad de que trabajara en un campo vecino, en La Urraca o en La Torcaza. Dos días no eran suficientes para desenmascarar al maldito.
Mientras tanto, debía volver a mis actividades regulares esperando no volver a encontrar más animales muertos.
Recorría una parcela situada al borde del alambrado que marcaba el final del campo cuando escuché un grito a mis espaldas.
-¡Hey, venga! -Era un empleado de la estancia que no conocía. Vivía en un puesto alejado, bastante bonito para la apariencia general del campo-. Mi hijo lo está esperando. Necesita hablar con usted.
Me apeé del caballo y me dirigí en silencio hacia aquella modesta casa blanqueada con cal.
Aquel humilde puesto demostraba la sencillez de la familia Figueroa. Tenían muebles rústicos, de buena madera. Una cocina a leña bien cuidada que les servía de calefacción. Sobre la mesa yacía una tiznada pava y un bonito mate de madera.
-Pase por acá -dijo amablemente Ramón-. Mi hijo le espera.
-¿Sabe qué quiere? -le pregunté.
-No. -Sacudió la cabeza-. Debe ser algo relacionado con sus visiones.
No quise preguntar a qué se refería, me limité a seguirlo hasta la habitación del niño.
Tenía doce años, más o menos, la cabeza rapada y sus ojos completamente blancos. Me producía cierta incomodidad mirarlo por un largo tiempo. Se encontraba en silencio, sentado sobre su cama. La única ventana del cuarto estaba cubierta por una gruesa cortina negra, sólo un par de velas iluminaban tenuemente el lugar.
-La noche se acerca y, con ella, despertaran las almas de los corruptos. -Sus ojos blancos se clavaron en mi y un leve escalofrío recorrió mi espalda.
-¿De qué estás hablando? -Estaba genuinamente confundido.
-La presencia del lobizón ha desencadenado una ruptura en la leve capa que nos separa del reino de la muerte.
No parecía un niño cuando hablaba. Tenía un tono serio y se mostraba bastante bien instruido acerca de los asuntos paranormales. Sospechaba de sus intenciones, quizás su padre era la tan temida bestia y el crío usaba toda su palabrería para desviarme del camino correcto.
-No pretendo engañarle -aseguró -, sólo deseo advertirle que el "farol del diablo" está próximo a encenderse.
Estaba anonadado, Gabriel, el niño, podía saber lo que pensaba o al menos así parecía.
-¿Cómo sabes estas cosas? -le pregunte, lleno de dudas.
-Veo las cosas que son invisibles para el resto. El mundo está conectado, todo lo está. Mis ojos me impiden ver como ustedes, pero, en cambio, puedo notar estas conexiones mínimas y como estas se alteran y vibran al contacto con seres del más allá.
-Entonces, ¿el lobizón no está vivo?
-La bestia es una excepción, sobre su alma se ciñe una maldición casi tan antigua como el hombre. Dicho maleficio altera la energía que todo lo conecta. Debe irse ahora. Aún tiene trabajo por hacer y sé, de sobra, que no desea encontrarse nuevamente con la temible criatura.
Monté el caballo y me alejé, pensativo, de la casa de los Figueroa. El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños.
¿Qué tal si el niño decía la verdad? Podría ser. Antes me habría mostrado escéptico pero mi encuentro con el lobizón había abierto mi mente a la posibilidad de que existen más cosas en el mundo de las que deseamos creer.
Cuando cayó la noche, me encontraba en el casco de la estancia, al resguardo del terror que acechaba El Zorzal.
Las noches de luna llena finalmente terminaron. No vería a esa criatura por un tiempo pero eso no me preocupaba demasiado. ¿A qué se refería el crío con "el farol del diablo"? No conocía esa expresión ni lo que la misma representaba.
Pensé en buscarlo por Internet, pero era una oportunidad perfecta para estrechar lazos con el resto de los empleados. Imagine que Alfonso, el mecánico, estaba familiarizado con dicha frase.
-Claro que sé lo que es, todo el mundo lo sabe -me dijo con una sonrisa burlona-. Es una forma de llamar a la Luz Mala. "El farol del diablo" se le llama al espíritu de un difunto que no alcanzó la paz y regresa para resolver sus conflictos. Por lo general, fueron personas despreciables en vida, corruptos y asesinos. Algunos aseguran que buscan venganza y otros que sólo desean que les enciendan una vela y eleven una oración para salvar sus almas. ¿Por qué lo pregunta?
-Por nada en particular, escuché la expresión y me resultó un tanto extraña.
-El nombre deriva de la luz que emiten las almas en pena. La luz blanca es inofensiva y muchos creen que te guían hacia un "Tapado". La luz roja es pura maldad, comentan, también, que son enviados del demonio con el objetivo de cosechar almas. Deberías tener cuidado, en todos los campos de la zona aseguran haber visto luces extrañas en los montes.
-Lo tendré -aseguré y solté una carcajada.
Cabalgué durante toda la tarde, arreando vaca desde los confines del campo hacia la manga donde, al día siguiente, serían vacunadas por el veterinario del pueblo.
Cayó la noche y me encontró, sólo, sobre la tierra arada. Me había apeado del caballo y me dirigía hacia la tranquera cuando una extraña luz se encendió en el monte. Recordé las palabras de Gabriel y me apresuré a regresar a la estancia.
Un halo de luz roja se deslizó a través del terreno, iluminando los incipientes brotes de trigo. Una espectral figura se presentó frente a mí. Sus ojos eran negros y brillaban con un destello rojizo, su rostro estaba desfigurado por la descomposición dejando al descubierto una hilera de dientes quebrados y desparejos. Vestía un poncho agujereado por el paso del tiempo, un chiripá manchado de tierra y sangre y unas antiguas botas de potro. Un descolorido pañuelo se sujetaba de su descarnado cuello y sobre sus delgados cabellos blancos yacía un sombrero negro con un gran corte en su ala.
Los pájaros, que descansaban sobre el campo arado, parecían no notar su presencia. Sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía de aquel terrible espectro.
El caballo bramó asustado pero logre controlarlo. No podía permitir que el pingo me dejara a merced de aquella aterradora figura.
Me dirigí a la casa de los Figueroa. Sabía que no llegaría a tiempo al casco de la estancia. Aquel espectro se deslizaba, a gran velocidad, detrás de mí.
Me apeé del caballo al llegar al puesto. Ramón me esperaba en la puerta, sabía que iría. O Gabriel lo sabía.
Cerró la puerta detrás de mí y suspiró aliviado. Un rayo de luz roja penetró entre los postigos, iluminando la acogedora cocina. Los cristales vibraron, al igual que la madera de las puertas y ventanas. Estas se abrieron violentamente y el espectro se presentó frente a nosotros.
-¿Qué hacemos? -le pregunté a Ramón-. Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida. Busco una solución en mi cabeza pero aún no termino de entender esta locura.
-No hay nada que podamos hacer -me respondió. El terror se veía en su rostro-. La única forma de destruir a la luz mala es consagrando su tumba y, para eso, necesitamos un cura.
-¡Déjenlo entrar! -ordenó Gabriel desde su habitación.
Me adelanté al aparecido y entré a aquel cuarto mal iluminado. Los ojos negros de aquel ser se posaron sobre el niño, no parecía notar mi presencia.
Avanzó lentamente hacia Gabriel, me interpuse en su camino y este me atravesó sin prestarme atención. Mi cuerpo se debilitó de repente y caí de rodillas sobre el piso. Miré hacia la cama y sólo pude contemplar, impotente, como aquel espectro sujetaba al niño por el cuello.
Lentamente, la vida abandonó el cuerpo de Gabriel ante la atónita mirada de su padre y la mía. Aquel terrible ser se desvaneció, dejando detrás de sí un insoportable olor a muerte.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas y lloré de rabia, dolor y culpa. Yo había llevado aquel horror a la familia Figueroa.
¿Cómo reaccionaría la madre del niño cuando sepa la noticia?
Me disculpe con Ramón, por mi culpa había perdido a su hijo. Me dirigió una mirada comprensiva y me dijo:
-Él sabía que iba a morir y en ningún momento lo culpó a usted. Yo tampoco lo haré. El aparecido se dirigía hacia aquí, si usted no hubiera llegado el resultado sería el mismo. Gabriel estaba marcado y no puede culparse por eso.
Regresé al casco. Al día siguiente debía encontrar la tumba del difunto y conseguir que un sacerdote bendiga sus restos. No creía demasiado en dios, pero esos incidentes me llevaron a replantear mis creencias. No sabía si aquello serviría para aplacar la furia de aquel espíritu pero había que intentarlo.
El médico que examinó a Gabriel Figueroa sentenció que había muerto de causas naturales.
Los días posteriores al funeral del niño fueron los peores. Sus padres abandonaron El Zorzal y un silencio sepulcral se adueñó de la estancia. Los empleados se lanzaban miradas furtivas pero nadie mencionó una palabra sobre aquel trágico incidente.
Los días pasaron, una falsa sensación de seguridad reinaba sobre el campo. Era la calma que precede a la tormenta.
Había pasado una semana desde la muerte de Gabriel. La familia Figeroa ya no trabajaba allí. La madre del niño parecía perdida y vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue y regresó, sólo para encontrar a su esposo con el cadáver de su hijo en brazos. Nadie sabía la verdad, muchos no la creerían, y, por ende, estaba solo en mi lucha contra aquel siniestro fantasma.
Me acerqué a Alfonso un día y le relaté lo ocurrido en el alejado puesto. Escuchó toda la historia con una mirada inexpresiva y, cuando terminé, lanzó un lento y prolongado suspiro.
-Imaginé que esto pasaría-dijo mirando el cielo-. ¿Ya has encontrado la tumba?
-No-respondí desanimado-, aún no.
-En dos días vendrá un sacerdote, asegúrate de encontrarla para entonces.
-Lo haré.
El primer día no encontré nada. El monte era extenso y la tierra estaba bastante seca. Las raíces de los árboles formaban un complejo entramado y, estas, complicaban mi tarea.
-¿Hubo suerte?-preguntó don Alfonso al verme regresar.
-No-contesté desanimado-, cavé en varios lugares pero no encontré más que raíces.
-Hay un gran eucalipto donde termina el lote, muchos empleados afirman que la luz proviene de allí. Deberías empezar por ahí mañana.
Así lo hice. Al principio no apareció nada pero luego de hacer algunos pozos, hallé la dichosa tumba.
Un esqueleto amarillento, con restos de ennegrecido tejido pegado a los huesos largos, yacía al pie de aquel árbol. Desprendía un horrible hedor, me causaba mareos y estuve muy cerca de vomitar. Al lado del cuerpo, había un oxidado facón y trozos de lo que parecía ser una boleadora.
Un inquietante brillo recorrió sus orbitas, retrocedí asustado pero nada pasó. Sólo debía esperar hasta que llegara el cura.
El sacerdote arribó pasadas las tres de la tarde. Traía su habitual sotana negra y un pulcro maletín de cuero. Lo depositó con cuidado sobre la hierba y extrajo una biblia y una pequeña botella de agua bendita.
Dibujó, con el agua, cruces sobre los restos. Estos brillaron con una apagada luz roja y convulsionaron frenéticamente. El sacerdote no se detuvo, siguió con su ritual hasta que las convulsiones cesaron. Leyó un par de pasajes del buen libro y aquel esqueleto se transformó en polvo que, inmediatamente, fue recogido por la brisa invernal.
Todo había terminado. Bueno, no todo. Aún quedaba aquella bestia que recorría el campo en las noches de luna llena. Debía encargarme de eso.
No sé muy bien por qué asumí el rol de héroe. Quizás el resto estaba demasiado asustado como para tomar la iniciativa o quizás estaban acostumbrados a esta clase de eventos. Yo no lo estaba. No me gustaba la idea de tener a una criatura colosal rondando la estancia y alimentándose del ganado. La próxima víctima podría ser uno de nosotros o algún empleado de los campos vecinos.
No podía permitir que más gente muera.
La luna llena había regresado, como una moneda de plata iluminaba los sembradíos y los árboles con su reflejo. Esa noche le pondría un fin a todo. La pesadilla finalmente terminaría.
Estaba oculto en el monte, con el facón en la mano, esperando a que apareciera la bestia. Tenía miedo, me temblaban las piernas pero no era momento de retirarme. Había llegado muy lejos y ya no podía dar marcha atrás.
Examiné mi cuchillo, la hoja era gruesa y relucía con un brillo casi sobrenatural. Tomé un manojo de pasto y probé su filo, estaba en perfectas condiciones. Me recosté sobre la hierba y esperé.
Pasaban las horas y nada sucedía. "Quizás no aparezca", pensé. Me disponía a regresar a la estancia cuando lo escuché. Su aullido resonó en el monte y los pájaros volaron asustados. Había llegado el momento.
Empuñé mi facón y caminé lentamente sobre la tierra arada. Allí sucedería todo, en el infinito vacío de aquel potrero que esperaba ser sembrado. La criatura se acercó hacia mí, conocía mis intenciones. Bajo la luz de la luna, su silueta era intimidante, dudé por un momento. Estaba asustado.
Arremetí contra él en un arrebato de furia. Esquivó mi estocada con gracia y habilidad. Volví a intentarlo sin resultados. Sus ojos brillaban y me pareció ver que esbozaba una sonrisa burlona.
Ahora él atacaba, lanzó un zarpazo que evadí con dificultad. Un hilo de sangre de deslizó por mi mejilla, me había alcanzado. Ataqué de nuevo, sólo necesitaba herirlo levemente para regresarlo a su forma humana.
Un tero surcó el cielo proyectando una distorsionada sombra sobre el terreno.
Los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, por un momento, y aproveché su distracción para asestarle un golpe. Convulsionó y cayó sobre los montículos de tierra que delineaban los surcos.
Profirió un largo y desgarrador aullido mientras su cuerpo regresaba a su forma original.
No podía creer lo que veían mis ojos, allí, sobre el suelo, yacía don Alfonso, empapado por la sangre que brotaba de su herida. Me miró y sonrió alegremente. No lo entendía, quizás hacía tiempo que deseaba que alguien acabara con su maldición.
Soltó una carcajada ahogada por la sangre que llenaba sus pulmones y reptó, con una velocidad demencial, por debajo de mis piernas. Yo estaba muy confundido, no le encontraba sentido a su accionar. Supongo que nadie puede mantener la cordura cuando se está tan cerca de la muerte.
Otra carcajada, en sus ojos relucía la felicidad y la malicia.
-¡Estás maldito! ¡Estás maldito!-gritaba mientras la sangre caía como una cascada por la comisura de sus labios.
Me alejé en silencio, dejando a don Alfonso, en soledad, con su agonía.
Con sus últimas fuerzas, se arrastró hasta el monte, ajeno a mi mirada que lo contemplaba desde la tranquera. A la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer.
Había vencido, ambas amenazas fueron controladas y eliminadas. Quizás para la persona que observó desde afuera esta empresa resultó sencilla, pero déjenme decirles algo: no lo fue. Los días posteriores a la confrontación fueron muy malos.
Un niño murió a causa de estos acontecimientos, una familia fue destruida y sobre el campo se extendía un aire sobrenatural que paralizaría hasta al más valiente de los hombres. Los empleados rehuían de mi mirada y podía escucharlos murmurar. No los culpo, al fin y al cabo, maté a don Alfonso.
Pasé la mayor parte de las noches encerrado en mi habitación. Tenía miedo de los espectros o bestias que podrían aparecer en El Zorzal. Maldito campo, mucho tiempo me arrepentí de haber tomado aquel trabajo.
Lo peor, lo más jodido, fue que Alfonso tenía razón. Estaba maldito y, a día de hoy, lo sigo estando.
Las primeras noches de luna llena no suponían gran cosa, sólo un apagado deseo de recorrer el campo bajo la encantadora luz de aquel blanquecino satélite. La situación cambió repentinamente, aquel deseo se transformó en una urgencia y mi cuerpo sufrió un lento y doloroso proceso de mutación.
Mis huesos comenzaron a expandirse y crecer. Mi piel de desgarraba y, por debajo, crecía una desagradable capa de pelo negro rojizo. Mis manos y pies se volvieron desagradables garras armadas con largas y ennegrecidas uñas, de al menos cinco centímetros. Era la bestia a la que tanto temía, era un lobizón y estaba condenado a serlo hasta que alguien decidiera ponerle fin a mi vida.
No tenía deseos o impulsos asesinos, sólo un insaciable hambre. Maté vacas y ovejas, incluso algunos caballos. Me sentía culpable y decidí ponerle un alto a aquella demencial carnicería.
Amuré gruesas cadenas al galpón donde se guardaban los fertilizantes y agro-químicos. Me aseguré de que resistieran lo suficiente como para controlar mi fuerza animal. Arreglé los agujeros del techo, por donde se filtraba la luz de la luna, y recé para que todas aquellas medidas fueran suficientes.
En las noches de plenilunio me aseguraba con las cadenas y esperaba que la transición fuera rápida y que aquel galpón sea capaz de contenerme.
Afuera, los empleados hablaban sobre mi situación, horrorizados. Notaba en sus voces un dejo de odio y resentimiento. Me culpaban a mí de todo el mal causado por don Alfonso. Yo era otra víctima pero eso no les importaba. Su odio nublaba su razón y no les permitía ver más allá de sus egoístas suposiciones.
-Maldito mocoso -escuche decir a uno de ellos.
-Infeliz -agregó otro-, desde que lo vi supe que nos traería problemas.
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