Destila sangre (Michelle Oda)
¿Por qué me persigue a mí?
Iba a morir vilmente, ya veía venir mi final, ¿cómo no verlo cuando está persiguiéndote y tus energías fallan? ¡Sentía a mi corazón saltar de miedo, de pavor! Cada paso que daba era toda una tortura para mí, sentía mis pulmones arder con fuerza, fuego quemaba mis entrañas, haciéndolas contraerse. Intentaba correr más rápido, pero las zancadas me parecían tan lentas, débiles incluso; perdía la voluntad por momentos y la energía por otros. Era tan difícil. Estaba tan cansada.
Aquello que me perseguía cantaba una vieja canción de origen celta. La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí. Sin embargo, ni siquiera podía entenderlos, estaban borrosos en mi mente, como si los intentara ver a través de una cortina de agua, a través de una cascada. Varias veces intenté concentrarme en los recuerdos y ahí era cuando aquello me alcanzaba y terminaba rasguñando, desgarrando y arrojando hacia la oscuridad mi ropa de segunda mano. Al final, decidí solo pensar en escapar, cual cobarde, de aquel bosque sin fin. O al menos intentarlo, porque sentía que —aunque ya lo haya dicho mil veces— iba a morir.
Se desplazaba de un lugar a otro sin necesidad de caminar, flotaba cual niebla detrás de mí, causando que mis nervios se pusieran a piel de flor. Mis vellos se erizaban de pavor cuando el viento frío alcanzaba mi cuello, tenía tanto miedo, me sentía desfallecer. ¿Cómo podría yo escapar de esa?
Todo mi cuerpo temblaba, ¡aquello no podía estarme pasando a mí! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Si no lo ves, él no te verá.
Susurros se colaban en mis oídos, no los escuchaba con claridad, pero estaban ahí, deslizándose en mi mente como ladrón que roba en la noche. Palabras inconexas era lo único que podía escuchar. No sabía si su matiz era enojado o triste, ya que podía entender estas palabras: ven... herma... hija de... ¡golpear!
No tenía hacia donde ir, pero necesitaba escapar a como de lugar.
—¡No huyas de mí!
Entonces era cuando despertaba. Casi sin respiración, el rostro humedecido con sudor y lágrimas, mis ojos hinchados de tanto llorar y mis pulmones en llamas. Me quedaba mirando la pared delantera por mucho tiempo, con el pánico perlando mi alma. Lloraba y gritaba como una estúpida y seguía llorando por ser estúpida. Cuando lograba controlarme ya estaba dirigiendo mi vista al dichoso espejo ese.
Era ovalado, tan grande que cubría de arriba hacia abajo la pared y de ancho ocupaba la mitad de esta; el espejo era especialmente molesto, siempre estaba empañado, no porque nunca hubiera intentando limpiarlo, sino porque jamás se veía mejor, solo empeoraba cuando lo trataba de asear. Mi reflejo se veía gris verdoso muy feo y el aspecto demacrado de mi rostro me hacía ver como la niña de la película de la exorcista.
Un sentimiento se apoderó de mí: curiosidad. ¿Qué significaría ese sueño? ¿Y por qué solo me venía un palabra a la mente?
Dublín.
El recuerdo de aquel momento me asaltó sin señal previa. Mis manos temblaron, no podía controlarlo; ese fue el momento en que mi mundo murió, aquella noche marcó toda mi existencia.
Su cabello rojizo estaba amarrado sobre su cabeza, algunos mechones rizados se adherían a su rostro sudoroso. Gritó fuertemente, jadeos y sollozos mezclándose con sus alaridos; ¡tenía que ayudarla! ¡¿Cómo podía?! Lágrimas de impotencia corrían por mi rostro, ¡no podía hacerlo! ¡Era inútil, ni siquiera ella misma quería que la ayudaran! Por eso razón, precisamente, era que estábamos en esa situación.
Sujeté la escopeta con más fuerza, mi labio inferior temblando, mis manos igual, sudor surcando cada maldito centímetro de mi cuerpo. La poca luz que había en la habitación solo la alumbraba a ella, a la silla en la que se hallaba amarrada como una prisionera, su cabeza estaba gacha, un vaivén de adelante hacia atrás era lo único que me decía que no estaba inconsciente. Intentaba romper las cadenas, pero no era tan fuerte a pesar de su estado...
Ella parecía tan desvalida con aquella ropa toda sucia y desgarrada, su cuerpo era más huesos que carne, podía ver las gotas de sangre cayendo de su boca, con gruñidos ininteligibles ella intentaba decirme que me alejara o.... podría hacerme algo de lo que se arrepentiría. Cualquier otro pensaría que no decía nada, que estaba loca, que hacía sonidos animales nada más; pero yo sí la entendía.
Arrojó su cabeza hacia atrás y me gruñó, enseñándome su boca carente de labios, por haber sido devorados en horas anteriores, con uno que otro pedazo de piel supurada de pus y sangre, sus dientes rotos y marrones me amenazaron, sus ojos completamente hundidos estaban llenos de sangre, no me veía, no miraba nada, pero ahí estaba ella, dispuesta a herir a su propia hija.
¿Qué clase de persona podría estar dispuesta a herir a quien debería amar con toda su alma? Un monstruo, mi madre.
Apunté el arma a su cabeza. Continué así por lo que pareció una eternidad, mirando su rostro, recordando cómo aquella mujer había permanecido la mayor parte de mi vida en un estado ebrio y drogado, recordando cómo sus ojos me pedían perdón al inyectarse el veneno que a cualquiera hubiese matado. ¡Cómo hubiese deseado eso! Ver la morir había sido mi motivación por muchos años, incluso en ese momento mientras esperaba que hiciera otro movimiento en falso.
Un alarido de rabia salió de ella y esa fue toda la señal que necesité para disparar, aunque no es su cabeza, deseaba verla sufrir. Disparé en su pecho, creando un gran hoyo en su pecho carente de corazón.
Su piel se fue volviendo menos gris y más rosada, sus ojos humanos estaban volviendo... Miró a su pecho con sorpresa. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde, se rindió.
Miré por la ventana del avión con impotencia, las estrellas burlonas en el firmamento. ¿Qué clase de persona podría matar a su propia madre? Un monstruo, yo.
Dublín.
Al fin me encontraba allí, pero estaba perdida, dolorida y cansada. El vuelo había deshecho toda mi fortaleza, ¿cómo las personas podían soportar estar tanto tiempo en esas cosas de metal? ¿Aquellos asientos no hacían que sus traseros se sintieran planos y dormidos o que sus cabezas dolieran atrozmente por el insoportable lamento de un bebé? Con aquellas dudas, aunque más eran acusaciones envidiosas, me senté en el banco más cercano, el frío de la noche aumentado en el metal del mismo, caló mis posaderas. ¡Malditos fueran los creadores de aquellos asientos tan incómodos e inmundos!
Intenté pensar qué iba a ser de mi vida ya que había llegado a Dublín, gastando los pocos ahorros de mi difunta madre y los propios. Mis tripas rugían famélicas, mi boca se iba haciendo agua por cada olor lejano de comida, o de cualquier tipo de carne.
Mi mente daba demasiadas vueltas, pero yo solo intentaba encontrar una idea de cómo conseguir una comida mínimamente decente y que mis manos no se congelasen por el frío tan terrible del ambiente. No me di cuenta de las lágrimas que cayeron de mis ojos cual frío atardecer. Tampoco me fijé que tenía algo entre mis manos, las cuales lo sugetaban con una fuerza voraz, sedienta, hambrienta y resignada a lo peor. No podría decir que supe al mismo instante lo que estaba ocurriendo, porque no me di cuenta hasta que gritos llenos de pánico, furia y angustia se colaron en mi escasa, casi nula, audición.
Mi peor pesadilla se había cumplido. Creía que aquel lugar podría ser la solución a mis males, el talismán que necesitaba para que mi interior permaneciera pacífico. Sin embargo, el cansancio, el hambre y la misma sed fueron la causa a que yo cometiera la atrocidad que, lo admito, jamás quise hacer.
Abrí mis ojos y salí del trance en el que me hallaba, no con facilidad, y lo que vieron mis ojos fueron mi mayor miedo: estaba comiendo.
Mi boca se hallaba repleta de carne, sangre y piel. El niño en mis brazos daba alaridos y golpes intentando ser liberado. Voces, más bien gritos, se escuchaban a lo lejos, demasiado lejos. El pequeño tenía uno de sus brazos con una gran mordida sangrante, chorros de la espesura corría a borbotones se aquella herida, tentándome a pasar la lengua y no desperdiciar ni una sola gota de su delicioso sabor, así que no lo combatí.
No podía hacerlo, mis entrañas gruñían y se estremecían con hambre. Tenía que alimentar a la bestia dentro de mí, fuese como fuese.
Así que me arrojé a su cuello y de una mordida le quité la vida. Las voces se escuchaban más cerca así que tomé al niño entre brazos, con mis nuevas fuerzas, y me lo llevé hasta el bosque más cercano.
El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños.
Había terminado de comerme al niño, carne y hueso se incrustó entre mis dientes, intentaba sacármelos con las uñas, pero aún los sentía allí. Al final me di por vencido y comencé a caminar para salir de aquel bosque.
¿Por dónde había entrado? No lo recordaba. Por tal razón solo seguí una luz entre los árboles, pensando que iba a encontrar una salida.
Cuando me acerqué lo suficientemente, entre las ramas de los árboles, se vislumbraba una cabaña con el techo medio destruido, las paredes despintadas, el jardín arruinado y las rejas caídas. Dos plantas de madera podrida y una fuente hecha pedazos era lo único que constituía a aquella casa. Cualquiera pensaría que estaba abandonada, excepto por la tenue luz dentro de esta.
Tac. Tac. Tac. Tac.
Mi pulso se aceleró. Lo escuché, alguien estaba caminando cerca. Muy cerca. Los pasos no cesaban, cada vez se hacían más fuerte al igual que mi respiración. Me quedé muy quieta, esperando que los pasos se hicieran más lejanos, pero no fue así.
Tac-tac-tac-tac.
Me jalaron con suma fuerza hacia atrás, mi espalda impactó contra el suelo. Grité, grité con todas mis fuerzas, mientras sentía que mis cuerdas vocales se desgarraban. Algo me rasguñó el rostro, incluso antes de poder taparlo, con golpes y mordidas intentaba quitar mis manos. Un líquido caía por momentos en mi rostro, espeso y putrefacto. Sangre, era mi podrida sangre.
—¡Tú... como Yo! ¡Tú como Yo! —rugía una voz entrecortada y gruesa, jadeando.
Mi miedo iba en aumento cada vez más, los latidos de mi corazón se hacían irregulares, hasta que sentí un dolor y una presión en mi brazo izquierdo.
Desperté sentada frente a una gran mesa de madera putrida, flores marchitas se hallaban colocadas en el centro de esta, como si fuesen decorativas. El aire olía a mierda, rata muerta y musgo. Mi estómago no pudo aguantar todo aquello, vomité sobre la mesa, mi regazo y mis manos atadas ahí.
Un vaso lleno de agua sucia apareció frente a mí, siendo sujetado por una mano grande llagosa y curtida, las uñas de dicha estaban hechas garras. Quien fuese mi secuestrador, estaba medio convertido y era lo mismo que yo.
Acerqué mis labios a aquel vaso sucio y bebí cuanta agua pude, mis labios estaban secos y mi sed era tal de días. Sollozos me hicieron volver la mirada hacia el sonido, derribando así el vaso de los dedos del wendigo al suelo.
El sonido de los cristales rompiéndose hicieron que dos jóvenes miraran hacia mí con súplica. Estaban atadas como animales, sus ropas sucias y raídas, su cabellos enredados. Eran gemelas y me veían como si yo fuese su salvación. No solo eran ellas, habían, como mínimo, diez personas más, de diferentes edades, todos atados y sucios.
El olor a carne me hizo cambiar, me llamaba, tenía tanta hambre. No quería lastimarlos. Sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía. Mis gritos de dolor por la transformación.
—Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida —lloró un chico de no más de diecinueve años.
Sus cabellos rubios estaban tan sucios como todo lo demás en él, su piel olía a putrefacción. Me miraba detenidamente, mientras destrozaba un hueso en sus manos. Aprendí que su fuerza era mayor que la mía, era obvio: si intentaba escapar, él me atraparía. Quizás me mataba.
Permanecí en inmovilizada, mirando sus pasos cada vez más acercados a mí. Sus ojos brillaban rojos y sus mandíbulas se estaban cambiando. Me iba a lastimar, su mirada hambrienta daba a entender perfectamente eso.
¿Dónde estaba el deformado y amable wendigo que me capturó? No estoy segura. En algún momento de la noche, mientras dormía envuelta en pesadillas, él había salido de la sala de estar. No podía irlo a buscar, porque algo dentro de mí me decía que él me protegería, ya que estaba atada. Además, todo mi cuerpo dolía y los calambres en mi estómago no me iban a dejar, si quiera, dar un paso. Estaba hambrienta.
—¿Tienes miedo?
Intenté hablar, lo hice, iba a decirle "no", porque realmente no le tenía miedo, carecía de ese sentir, no poseía ningún sentimiento que me hiciese un humano, solo la ira y el hambre estaba en mí desde que me dejé caer en la conversión, sin embargo, no se lo pude decir. Estaba sedienta, mi garganta dolía por la falta de agua en mi sistema. Dolía.
Por alguna razón extraña, las personas que antes habían estado amarradas en al fondo de la sala de estar de la casucha ya no eran varios, quedaba una niña, una pequeña de cabellos rojizos y pecas, una chica que recitaba un mantra en susurros. Parecía tener un halo especial, algo la cubría. ¿Qué era aquello?
—Es una banshee. —El hombre de cabello rubio se sentó a mi lado, rozando mi barbilla con sus afiladas garras.
Sentí una gota de sangre caer mientras recordaba la historia de esas criaturas. Ellas no eran unos espíritus, como todos pensaban, eran brujas. Unas malditas hechiceras que cumplían con el propósito de llevarse el alma de los humanos con un canto especial. Y ella estaba intentando llevarse nuestras almas, solo que nosotros no las tenemos.
Un ruido me hizo mirar hacia la puerta de la entrada, por ella entró un muy golpeado y enojado, wendigo deformado. Pegó un grito tan grande que me asustó y, en menos de lo que pensaría cualquiera, se lanzó sobre el rubio. Golpes fueron arrojados y gritos desgarraban la garganta del rubio cuando uno conectaba con su rostro. Un crack me hizo mirar hacia donde estaban. Grave error.
En la cabeza del chico de cabellos rubios había un hoyo, sangre y tejidos había allí, su cráneo estaba roto y lo que era el cerebro anteriormente ahora era una masa sangrante y asquerosa.
—¡MÍA! —gritó el wendigo deformado.
Vomité lo que quedaba en mi estómago y antes de caer en la inconsciencia escuché una exclamación de una niña.
Pasé la noche mejor, dormí en una cama, una muy sucia y polvorienta, pero, al menos, pude dormir algo. No habían frazadas ni nada para abrigarme, así que el chico wendigo se acostó a mi lado y me permitió abrazarme a él. Lo cual fue demasiado extraño.
Sin embargo, no puedo decir que mi sueño no se plagó de pesadillas, porque, en realidad, sí lo hizo. Terminé casi sacándolo de la cama a patadas en un mal sueño. Ni siquiera se quejó, solo volvió a la cama con un gruñido y me despertó...
O lo intentó.
Mi sueño iba desde los días en que mi madre buscaba un refugio contra su monstruo interno, hasta el momento en que se dejó llevar por las drogas y el alcohol porque era lo único que la dejaba lo suficientemente inconsciente como para dañar a alguien. Luego estaba ese día, ese que no recordaba hace mucho, ese que me traumó por años, aquello que hizo a mi madre huir de la iglesia y todo lo referente a ello.
Ella solía ir todos los días a una iglesia extraña, un grupo religioso de personas fanáticas. Yo los veía como odiadires, criticaban a las personas de color, humillaban a los homosexuales e, incluso, basaban sus vidas en todo lo que se decía en la biblia. El último momento en que fuimos a esas reuniones fue una noche de verano. Estábamos en un sótano, el pastor gritaba una oración a una joven de a penas catorce años de edad.
La pobre chica estaba amarrada a una silla, gritaba, sí. No porque tuviese un demonio dentro, sino porque todo el rebaño sugetaba un mechón de su cabello y lo jalaba cada vez que el pastor asentía. Mucho de su cabello había sido arrancado de su cabeza, sangre, trozos de carne.
Eso justamente fue lo que activó el infierno.
Los mató, los mató a todos. Y estuvo a punto de matarme a mí. Ni siquiera recuerdo qué pasó después de eso.
Entonces, a la tarde siguiente ella no me miró, tampoco se disculpó. Solo salió de casa, dejando mi alcancía rota sobre la mesa y un miedo horrible en mi corazón, un hoyo gigante en mi alma, si es que tenía. Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue.
Desperté. No grité, no tuve miedo, no sentía nada.
—¿Tú? —gruñó el deformado frente a mí, poniendo su gran y sucia mano en mi mejilla.
—Estoy bien. —El rostro de la pequeña pelirroja vino a mi mente, mi boca se hizo agua, mis entrañas se quejaron—. Tengo hambre.
Saltó de la cama y se dirigió fuera de la habitación. Un grito de niña me hizo saber exactamente lo que haría y lo deseaba, necesitaba sangre, carne; tenía tanta hambre.
Él trajo a la niña a la habitación, la tomaba con fuerza por el cabello. Sus hebras rojizas estaban sucias y caían por todo su rostro, ocultándolo de mí. Aquella criatura no dejaba de rezar en una lengua extraña y siniestra.
—Niña —demandé.
Mi voz se había vuelto tosca, sentía que me dolía la garganta como nunca antes, pero ahí estaba yo, conteniendo mis ansias de beber su sangre. La miré con detenimiento y un extraño brillo en su rostro me hizo levantarme. El resplandor era púrpura, titialaba como si de parpadeos se tratasen. Tomé gran cantidad de su cabello y lo peiné hacia atrás, revelando su rostro ante mí.
Él gruñó sorprendido mientras yo daba un paso atrás con terror. La cara de la niña ya no estaba, sus ojos eran blancos, completamente, y lloraban, lloraban sangre, la nariz se escurría, como si estuviese derritiéndose, mientras su boca solo era unas rendijas de piel encima de una dentadura que más bien parecía piedra. Una risa macabra salió de ella, como si estuviese poseída, como un mismo demonio reiría.
Reía, reía, reía. Tac-tac-tac-tac. La risa aumentó de intensidad. Tac. Tac. Tac. Tac. Se multiplicó por mil. Tac-tac-tac-tac. ¿Esos eran pasos? Tac. Tac. Tac. Tac...
—¡No!
Alguien me estaba sujetando.
No quería voltear, sabía que estaba en peligro. Mis instintos me gritaban que no me convirtiera, que me mantuviese quieta. Sin embargo, no tenía miedo, no sentía pavor. No sentía nada, ¡nada!
Él soltó a el cabello de aquel monstruo que, sin más preámbulo, comenzó a flotar. Sus vestiduras se volvieron gas negro, sus cabellos ondeaban como si el viento los azotara. Lágrimas sangrantes caían al suelo mientras aquella cosa me miraba. Fijamente, expectante.
—¡¿Qué quieren?! —grité, enfurecida, hambrienta y confundida de por qué estaba tan molesta.
Risas volvieron a sonar, seguidas de una música que me pareció demasiado familiar. ¿Por qué sentía frío mi cuello?
—¡No! ¡MÍA! —Él gritó, abalanzándose contra lo que me tenía sujeta, logrando que esto me soltara.
Por un minuto pensé en voltearme, lo cual hice para ver cómo los ojos de la criatura se clavaron en los suyos. Los siempre transformados ojos de Él. Solo fue un minuto, pero lo que pasó después me hizo salir de allí, huyendo cual cobarde de una batalla. Aún puedo decir que no sentía nada, no existía miedo, temor, tampoco hambre en ese momento.
La criatura, hermosa de hecho, como una mujer común y corriente, solo que con los ojos púrpura, abrió su boca, la abrió, la abrió y la abrió. Tan abierta que podría llegar a comerse la cabeza entera de él, justamente lo que hizo.
Corrí hacia el bosque, buscando una salida de ese lugar, comienzando a sentir un frío en el estómago, ardor en los dedos de las manos y ganas de vomitar mis intestinos.
Lágrimas corrieron por mi rostro mientras buscaba una salida.
Tac-tac-tac-tac. ¿Escucharon eso? Tac. Tac. Tac. Tac. Ellas iban por mí.
Oscuro, todo me parecía tenebroso, horrible. ¡Estaba sintiendo! ¡Sentía! Sin embargo, lo que gritaba mi alma eran alaridos, lloraba y gemía de pavor. Algo dentro de mí tenía miedo, demasiado como para incluso encontrar un buen camino por el cual escapar.
Tropecé contra una raíz. Intentaba gritar, pero solo podía gruñir, hablaba en gruñidos, suplicando porque esa cosa se alejase de mí.
Crack.
¿Oyeron eso? Alguien se acercaba, quizás era mi escapatoria. Gruñí, gruñí, tratando de suplicar por ayuda. De nada me servía intentar, no lo lograba, ¡no podía!
Entonces, solo callé, porque estaba segura de que así esa cosa, esa banshee, no me encontraría. Grave error, de lo que me di cuenta... Ningún búho se escuchaba, un insecto, lo que fuera, estaba en el total silencio, ese que da más miedo que el ruido, ese que presagia que algo va a pasar...
Un canto se alzó sobre todo pensamiento, gritando al mismo tiempo que cantando, dictando una sentencia de muerte y dolor, de desolación y terror. Me había encontrado.
—Ibas a comerme. ¡Ibas a comerme! —No pude prevenir que la pequeña niña de cabello rojizo se abalanzara sobre mí, enterrando unas garras frías como dagas en mi rostro, cortando mi cara como si no valiera nada, ni lo costara.
Risas, alguien se reía, alguien disfrutaba de mi miedo, de mi dolor, de mis súplicas y mis pedidas de perdón. ¿Qué clase de monstruo podría reírse del dolor de alguien? Ellas...
... y yo.
Lancé mis brazos a todas partes con fuerza, con el objetivo de alejar de mi a la pequeña engendro de mí. Gruñendo como solo un demonio lo podría hacer, gritando con rabia y terror. ¡Yo solo quería vivir! La pude alejar de mí y luego me lancé contra ella. Tomando su cabello húmedo y casi inmaterial entre mis garras, impacté su cabeza una, dos veces contra el árbol más cercano. La luna rodeaba la escena, a la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer. Lo cual hizo.
—¡Mi hija! ¡Mi pequeña! —Me giré, la banshee mayor estaba flotando, sus cabellos ondulando y sus ojos brillando de un color púrpura. Garras eran sus manos, su cuerpo era como la niebla, pero negra.
Y, sin previo aviso, saltó sobre mí, cubriéndome para luego simplemente desaparecer con un grito.
Fue desconcertante, alivió mi miedo, aunque, por un momento deseé sentirlo otra vez, porque entonces estuve vacía, no sentía nada. ¡No sentía nada!
Caminé por horas buscando salir de ese bosque, de ese lugar, desaparecer de allí o morir. Al final, me senté en un claro lleno de maleza y barro. Me acosté como si aquella fuera mi cama, mi lecho. Miré la luna en el cielo y esta pareció hacerse más grande, más grande, más grande... hasta que se volvió roja y me llevó a una oscuridad absoluta.
Había encontrado mis respuestas, nací para morir. Nací para destruirme a mí misma.
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