Telepsicópata (Daniela Criado Navarro)
-1-
—Te voy a buscar y te haré sufrir, perra. No soporto que me interrumpan cuando cumplo con mi destino.
Las cuatro en punto de la tarde, hora de mi descanso laboral, y me entra esta llamada, como si fuese un intruso que golpeara a mi puerta.
Creía que iba a ser la cruz de todo teleoperador. La típica conversación rutinaria que llega después de una inactividad prolongada, para fusilar, también, tu pausa. O de las que te cabrean por inoportunas y, además, porque te despersonalizan.
—Mi nombre es Patricia García, llamamos de la compañía...
—¡Qué pesada! ¡No quiero seguros! ¡Y no me jodas más, tía!
El maleducado de turno que te interrumpe, bufando, y que te cuelga sin esperar a que le expliques que telefoneas para resolver su incidencia con Movistar.
En esta ocasión la voz era plana y sin matices, como si hablara del pronóstico del tiempo: quizá por esto mismo arañaba las entrañas.
—Otro pirado más —susurro, poniendo el ordenador en pausa.
La cafeína y las bromas de mis compañeros consiguen que me olvide de todo, hasta arribar a casa.
Allí, aprecio que en el porche me espera una caja con mi nombre y apellido. La cojo entre las manos y acaricio la superficie rugosa, desconcertada al no descubrir ningún sello o franqueo a máquina ni, tampoco, el logo de alguna empresa privada de mensajería. Solo mis datos escritos con un bolígrafo negro, que destacan sobre el material anaranjado.
Traspaso la entrada. Camino pausada y la dejo encima de la mesilla. Apolo, mi bulldog, no ha venido a recibirme.
—Estará durmiendo —murmuro, para no despertarlo.
Me tiro sobre el sofá, relajada, y lanzo un suspiro de placer. Pienso que el esfuerzo de hablar con extraños tiene esta recompensa: disfrutar del sabor de un té verde que pronto me haré, olfatear el aroma a canela del sahumerio, escuchar el tictac del cucú.
De improviso, recuerdo el paquete. Reacia, me paro y lo cojo. Me percato de que desprende un olor metálico, como de mal presagio, mezclado con el perfume esperanzador de los libros nuevos. Lo abro con rapidez. Dentro aparece una pulsera de oro y brillantes, que me coloco en la muñeca, junto al reloj. Y una simple nota:
Tú has venido a mí, nuestros destinos están ligados. Espero que te guste mi regalo.
Me desconcierto hasta que recuerdo a Alexander, el chico con el que salgo. Imagino que él ha elegido esta forma pintoresca para demostrarme su interés. Le devolveré el obsequio, se nota que es caro.
Pero al entrar en el dormitorio, cargando la bandeja con la taza y un sándwich de queso, el corazón se me paraliza. Encima de la cama, abrazada a Apolo, hay una desconocida. Los labios pintados de rojo y, con el mismo carmín, le han escrito en la cara:
Te voy a buscar y te haré sufrir, perra.
Su vestido escarlata cae como sangre coagulada. La piel le brilla, embadurnada en aceite. ¡Y mi mascota! ¡Han matado a Apolo!... Ambos están muertos.
-2-
—No permitiré que vaya a trabajar, Patricia —expresa la policía nacional, mi sombra.
Desde que se presentó hace dos noches y me dijo su nombre, Esther Bouzas, le cogí antipatía.
—Tenga la seguridad de que iré. ¡Sí o sí! Usted pretende taparme la boca y cambiar de manera irremediable mi vida —La enfrento, concentrando mi odio hacia el psicópata y volcándolo en ella.
—No puedo impedir que lo haga —replica, con gesto molesto—. Pero necesito que entienda que mató a cinco chicas sin proporcionarnos ningún dato relevante. Esta comunicación con usted es la primera pista certera. La seleccionó para el juego, su sufrimiento le proporciona placer. Atendió la llamada en la casa de la víctima, en Madrid, y, desde ahí, se vino a Vigo. Averiguó su dirección, una incógnita que no hemos despejado, y todo para asfixiar a la joven en su hogar. Analizamos las cámaras de la autopista y los vuelos pero lleva tiempo, aunque creemos que condujo.
—¡Riesgo asumido! —exclamo, desafiante, preciso mantenerme atada a la normalidad.
Al principio, en el call center, consigo engañarme. Además de trabajar, en las pausas hacemos chistes, nos contamos historias. Excepto la del asesinato de la muchacha y de mi querido Apolo, como si negando la realidad los devolviese a este mundo.
No obstante ello, casi en la mitad de la jornada mi coordinadora me anuncia:
—Patricia, tienes una llamada. Tu hermano parece preocupado. Cógela en mi oficina, creo que es urgente.
Me dirijo hacia allí con rapidez. Imagino que alguien les ha informado de lo que sucedió y cómo me enredé en la investigación que tiene en vilo a toda España desde hace meses. Inmolada por una lotería siniestra que puso mi nombre en el bombo.
Vuelvo a escuchar la voz gélida del extraño. La piel se me eriza: ahora sé que es un asesino múltiple y no un fanfarrón.
—Te dije que ibas a saber de mí —expresa, seco, y la amenaza latente provoca que el corazón me palpite más rápido.
—¿Por qué... —empiezo a preguntar.
Pero él no me permite continuar y corta, dejando el suspenso en el aire, que hasta lo puedo olfatear a través de la línea.
Sigo sin decirle nada a mis jefes y compañeros, a pesar de que el miedo me recorre como las ráfagas de un huracán. Con terquedad, me empeño en mantener nuestras rutinas.
A la hora de la salida, mientras todos se retiran, una anciana me entretiene contándome sus enfermedades. Escucho por educación. Hasta que percibo que alguien me enreda el cable del casco alrededor del cuello. No puedo zafarme pero sí girar.
Un hombre moreno, joven, me mira fijamente.
—Te encontré, perra.
Y mientras pronuncia estas palabras me ciñe con crueldad. Me quedo sin oxígeno y las imágenes de insectos carroñeros gigantes se mezclan con cadáveres putrefactos, cementerios abandonados, pintalabios rojos, Apolo, gusanos removiéndose, autopsias, las notas que él me ha dejado y pegatinas de washi con diseños florales, de un verano que jamás llegará para mí.
Aquí tengo su regalo: la muerte...
-3-
Aún no comprendo por qué el monstruo no me asesinó. Se contentó con dejarme penando en el purgatorio y solo me robó el casco de teleoperadora con el que trabajo. Su trofeo, según los agentes que me custodian. ¿Me habrá agredido sexualmente mientras yacía desmayada? Dicen que no me violó pero yo lo imagino hurgando entre mi ropa, pellizcándome los pechos para enardecer el fuego que lo obliga a quemar vidas.
Me encuentro ingresada en el hospital. Han habilitado la planta infantil solo para mí, ya que me confirieron el estatus de testigo protegido. No sé para qué, el psicópata conoce todos mis datos. Según mi sombra, es lógico que me protejan mediante todas las garantías que brinda la ley, pues fui la única que le vio el rostro y todavía respira. Apenas, me siento muerta en vida. Por eso me muestran cientos y cientos de caras de delincuentes con graves antecedentes penales pero ninguno es él.
—¿Está segura? —me pregunta Esther Bouzas, escéptica.
—¿Cree que después de tenerlo tan cerca sería posible que lo olvidara? —le replico con ironía, conteniendo las ganas de abofetearla.
Recuerdo la satisfacción de los ojos, oscuros como cenizas. Su placer al rozarme, haciéndome cómplice de la maldad. El dolor en el cuello, el ardor en la tráquea, robándome también la voz. Cómo, aterrorizada, perdía el sentido. Si pudiese elegir, preferiría el olvido, ¡esta mujer es tonta!
Para no insultarla me concentro en la pared de la habitación. El blanco sintético de la pintura se alterna con zonas empapeladas en diseños de fresas, mariposas y pequeños felices, justo lo opuesto a mi estado de ánimo. Clavo la vista en un cesto con flores artificiales, en el que no he reparado con anterioridad. Se sitúa al lado del enorme ramo de rosas blancas y rojas que me han enviado mis compañeros y jefes del call center.
La teniente, al apreciar mi desconcierto, me informa:
—Ha llegado cuando estaba durmiendo.
—Seguro que lo ha enviado mi amiga Aroa —le digo, sonriendo, ¡al fin algo de normalidad!—. Se recorre los Todo a un euro y los bazares chinos, es compradora compulsiva de este tipo de objetos.
Me paro haciendo un esfuerzo sobrehumano. Camino hasta la mesa de madera donde se halla el regalo. Con cada movimiento se me quiebran los huesos.
—La letra del sobre es de Aroa —le comunico, contenta, solo ha escrito mi nombre.
Sin embargo, cuando abro la tarjeta me horrorizo. Es más, hubiese sido mejor sucumbir al ataque.
Han garabateado con rapidez:
¡Sorpresa! No te has librado de mí, perra.
Le doy tus saludos a tu amiga Aroa.
Las piernas se me aflojan. Empiezo a desplomarme al ver, nuevamente, la letra de él. No me estampo contra el suelo porque la policía me coge y me conduce hasta el lecho.
—Lea —le pido, he perdido la facultad de hablar: el semblante se le nubla.
Yo pensaba que la muerte sería el castigo. Lo peor es sobrevivir con esta culpa...
-4-
Desde que los investigadores tienen conocimiento del secuestro, revolotean alrededor de mí como mamás gallinas. Por este motivo me sorprende que, mientras recorro el pasillo de mi planta, encuentre una cartulina sobresaliendo de una mesilla con ruedas. Tiene un dibujo, sin duda obra de Aroa, y escrito lo siguiente:
Tu amiga está bien y te manda esto. Te espero a las 18:00 hrs en la Playa Samil, al lado de la piscina de niños. Ven sola y no se lo digas a nadie o mato a esta otra perra.
¿No podría ser un delincuente más normal? Por ejemplo, haber dejado una foto de ella sosteniendo un periódico de hoy. Como es lógico, me dirijo apurada hacia donde está Bouzas y se la entrego.
—No se preocupe, Patricia, hoy lo atraparemos —me informa, convencida.
Y yo reflexiono sobre qué mente tan pobre tiene o, quizá, cansada por su trabajo cotidiano, repetitivo, que le impide recordar que todas estas comunicaciones obedecen a un simple juego, para hacerme sufrir más y más. Porque si no damos con él y algo falla, a la llegada de la noche Aroa será pasto de su furia, igual que las brujas ante el patíbulo, por la acción despiadada de los cazadores.
Esther pone al tanto a sus superiores y, desde este instante, comienzan a montar varios operativos simultáneos para pillar al psicópata. Uno de estos planes me incluye: los médicos se ven obligados a darme el alta.
Cerca de las seis de la tarde subo a mi coche y lo guío hacia el lugar que el asesino me ha indicado. Aparco y empieza la parte más difícil: la espera. Bajo y voy hacia la alberca. Camino una y otra vez de un extremo a otro, observando con desconfianza a la gente que se halla en el sitio, la mayoría infantes.
Me encuentro tensa, deseando reunirme con mi amiga. Muy dentro de mí me cuesta creer que el desenlace sea tan sencillo. No siento miedo porque sé que hay policías plantados en toda la zona. Algunos, incluso, apuntando desde los tejados a los sospechosos que se me aproximan.
El revuelo cerca de la piscina llama mi atención. Un aullido inmenso y desesperanzador, formado por los gritos de decenas de niños desesperados quienes, igual que diminutas lechuzas, anuncian una fatalidad. Llego hasta allí antes que nadie. Aroa flota boca abajo, su cuerpo deja un reguero de sangre cuyo olor se mezcla con el cloro del agua.
Tiemblo de pies a cabeza: el pelo rubio oscuro con mechas, decorado con caracoles, el vestido azul que lleva puesto, me indican que es mi compañera aunque no le vea el rostro. Ignoro cuánto tiempo lleva así, pero sea el que sea es culpa mía. ¡Qué tortura!
—Me han dado esto para ti —expresa una pequeña, alcanzándome una nota.
Tú la has matado. Te dije que no le avisaras a nadie, perra.
El infortunio se cierne más sobre mí. Miro hacia el mar: la marea asciende, igual que mis pensamientos suicidas...
-5-
Permanezco hipnotizada mirando a Aroa boca abajo. Mientras, la policía desaloja la zona y la acordona.
Las lágrimas me bañan las mejillas sin que las consiga controlar. Desearía llorar a gritos para desahogarme; dar salida a la rabia, el odio y la frustración que siento. Pero el horror de los últimos tiempos me impide hacerlo, carezco de fuerzas. Bastante difícil me resulta levantarme cada mañana y comprobar que esto no es una pesadilla sino la despiadada realidad: los pensamientos suicidas continúan presentes.
Si no fuese por las medusas sanguinolentas que se mueven con el vaivén del agua de la piscina y desprenden olor metálico, parecería que está buceando en algún campeonato de apnea, de esos que conllevan aguantar la respiración al máximo. O, quizá, desplegando los brazos y las piernas en caída libre, antes de que el paracaídas se abra.
Es una libélula, etérea. Su vestido azul claro ondea lanzando destellos con el brillo del sol, que lo transforma en turquesas. Los extremos del foulard, que le caen sobre la espalda, se asemejan a pequeñas alas batiéndose con delicadeza, convirtiéndola en la heroína de una historia fantástica. También es un hada. Me cuesta hacerme a la idea de que esa cucaracha, ese gusano infecto que todo lo corrompe, le ha arrebatado la vida por un simple capricho.
—Vamos a girarla —me comunica Esther con pesar, mirándome cariñosa—. Ya han terminado de sacarle fotos.
Varios forenses, enfundados en sus monos blancos, se acercan a la alberca. Entre todos tiran con cuidado y la colocan sobre una camilla, haciendo que recién ahora parezca humana. Una pobre chica asesinada en vez de la protagonista de una novela, mi estrategia para permitirle a mi amiga existir dentro de un libro.
Casi en cámara lenta, la giran. Lanzo un suspiro de alivio: a pesar de vestir la ropa de Aroa, no lo es. Sin embargo, no hay motivos para festejar: la Parca se ha cobrado su cuota de dolor y prepara otra maldad.
Me extraña la sensación de paz que emana del semblante, como si sus últimas reflexiones estuviesen orientadas hacia el poder superior que gobierna el universo, en lugar de concentrarse en esa alimaña. ¿Para no darle el placer de que disfrute con su sufrimiento? Una última rebeldía, quizá.
La boca está cerrada en una diminuta sonrisa. ¿Porque se aproximaba el final de la agonía? No sé, algo no encaja. Esperaba en su rostro un ataque de pánico congelado, esbozado con firmeza, o una mirada de terror inmortalizada por la muerte. Esta calma absoluta me desconcierta. Yo viví una experiencia similar aunque con distinto desenlace. Sé lo espeluznante que puede resultar ese engendro, no entiendo cómo ella ha mantenido la calma.
Viéndola, una idea empieza a anidarme en la cabeza, como si fuese un implante cerebral: por la forma en la que he encontrado el mensaje en el que me citaba aquí, el psicópata debe de tener cómplices entre los enfermeros o los médicos.
Imposible escurrirse en el edificio sin ayuda del personal hospitalario...
-6-
Se supone que debo conducir hasta la comisaría desde la Playa Samil siendo el relleno de un sándwich, es decir, con un coche patrulla delante y el de la Teniente Bouzas detrás. Sin embargo, los pensamientos obsesivos no me permiten encender el motor (cómplices, suicidio, Aroa está en peligro, chica flotando en la piscina, soy responsable de todo, ansiedad, terror, qué sucederá ahora, quién morirá) y continúo en el aparcamiento al aire libre, respirando hondo e intentando calmarme infructuosamente.
Apenas un pequeño hilo me une al presente. La medianoche parece advertirlo, puesto que la lluvia empieza a descargar con fuerza. Tan grandes son las gotas que me da la impresión de que tiran monedas desde el cielo contra la carrocería del vehículo. Un relámpago y un trueno simultáneos me indican que la tormenta se concentra encima de mi cabeza, quizá como resultado de tanta tribulación. Gracias a esta luz agonizante miro a la derecha y me percato de que hay algo sobre la alfombrilla, del lado del acompañante.
Lo cojo entre las manos: más que un móvil es el monstruo de Frankenstein. Unieron la carcasa de un Sony, la pantalla de un ZTE y, al apretar un botón, el emoticón de la cara loca, con una sonrisa desproporcionada, me hace un guiño siniestro, mientras se forman las siguientes palabras:
Te diré cómo deshacerte de la policía, sigue mis instrucciones. Enciende el coche.
—Sí, seguro —digo irónica—. Voy a hacer justo todo lo que tú quieres.
—Exactamente esto harás o tu amiga muere ya mismo, perra —Escucho dentro la voz inconfundible del asesino, plana, como si fuese el engendro de Mary Shelley, antes de que su creador le conectara la esencia de la vida—. He puesto una cámara adentro y otra afuera, esta vez no puedes mentirme.
No le respondo, solo arranco.
—¿Adónde voy? —le pregunto, imitando su tono.
—Dobla por la primera a la izquierda y luego a la derecha.
Sigo sus órdenes. Tengo la esperanza de que mis guardianes adivinen qué está sucediendo y no me pierdan de vista.
—Vuelve a girar a la izquierda. Acelera.
Pero no se esperaban esto: por el espejo retrovisor noto que nadie me sigue.
—Ahora coge por la Avenida Europa.
—¿Por qué, mejor, no me indicas cuál es mi destino? —le pregunto, para saber adónde vamos.
Silencio absoluto. Lo imagino hecho con trozos de distintos cadáveres, detrás de un ordenador en el que aparezco yo como protagonista, penetrándome con su mirada implacable, de un marrón amarillento.
—Redondela —revela después de una pausa prolongada—. Elige tú el camino... ¿Sabes? Si soy perverso es porque me obligan a esta soledad que odio. Tú me harás compañía, todo cambiará...
Y me autoengaño, finjo que conduzco para encontrarme con amigos. Casi, porque el perfume de la tierra mojada me recuerda al de las tumbas abiertas en los cementerios parques, dando la bienvenida.
Poco importo yo. Aroa es una vela a punto de consumirse totalmente: no tengo otra alternativa, entraré en el juego de la bestia...
-7-
Las luces mal reguladas, que vienen en sentido contrario, se reflejan en el cielo, como si fuesen platillos voladores adentrándose en la atmósfera.
Me encuentro en Redondela, frente a un laberinto de callejuelas. Mi enemigo permanece en silencio.
—Dobla a la izquierda y sigue hasta el final —manifiesta, como si me leyera el pensamiento.
Mi imaginación, a causa de los nervios, comienza a desbordarse. Soy capaz de visualizarlo como el líder de una secta de muertos vivientes, capitaneando a todas las chicas a las que asesinó. O, peor aún, como el comandante de varios escuadrones de naves marcianas, colonizando y devastando la Tierra a su paso. En esta noche lluviosa, apenas iluminada por las estrellas y los relámpagos, es posible creer cualquier delirio, incluso que él es la Muerte.
—Acabas de llegar —me informa e, igual que si guiara mis próximos pasos dentro del túnel que conduce al Más Allá, añade—: Baja y camina hacia la luz.
Lo obedezco: un estremecimiento me recorre el cuerpo sin que lo consiga evitar.
A medida que me acerco a la diminuta casa de piedra, que se halla en el medio de la nada, distingo al hombre. Ciñe del brazo a Aroa. No me importa mojarme, voy rápida hacia ellos.
—Déjala ir —le pido, mirándolo fijo.
—Todavía no, recién llegas —expresa, haciendo una mueca—. Nos divertiremos un rato los tres.
El miedo que advierto en el rostro de mi amiga me enciende la furia: ¡estoy harta de ser una víctima a merced de las circunstancias! Así que me tiro sobre él y le propino puñetazos. Uno detrás del otro.
—¡Vete, Aroa! —grito y ella obedece.
El psicópata, desconcertado, cae hacia atrás. Cojo una piedra de las que decoran la entrada y, sin pausa, le machaco la cabeza, golpeando con toda la fuerza que me proporciona la adrenalina y el odio.
Luego, corro hacia la puerta trasera, sin mirar atrás. Me sorprendo al percatarme de que la Teniente Bouzas camina hacia mí: a pesar de los esfuerzos del monstruo por eludirla, me ha seguido. Esbozo una amplia sonrisa. ¡Me siento tan protegida! ¡Y pensar que me caía fatal, no la soportaba!
Sin embargo, al alcanzarla, me hunde un cuchillo en el vientre.
—¿Acaso todavía ignoras, niña tonta, que soy yo la que manda a ese incompetente? —me pregunta, cruel—. Yo te he elegido para nuestro juego.
Atónita, me desplomo sobre el suelo. El dolor es insoportable. Mientras me desangro y caigo en el abismo, percibo cómo una de sus manos me repta por el muslo, en tanto la otra me estruja los senos.
Aspiro, una vez más, la tierra mojada con olor a cadáver. Oigo a los alienígenas: han bajado de sus naves espaciales y se ríen de mí a carcajadas. Son caníbales, se alimentan con nuestra carne y con nuestro sufrimiento. Siembran el mundo de muertos caminantes, de ojos azules vidriosos.
Tiemblo por el frío: pronto seré un zombie más...
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