La casa sucia (Jess Argarate)
Bolsa de basura # 1
Malena se despertó, dolorida. Había pasado la última hora durmiendo sobre su teclado, presa del agotamiento y la falta de inspiración. La pantalla de su computadora mostraba unos cuantos menús de diálogo que había abierto sin querer. Se frotó el rostro para despabilarse. Era inútil seguir trabajando de esta forma, tendría que excusarse con el cliente por no enviar el trabajo en la fecha prometida. Lo peor de ese escenario era que su pago —que necesitaba con urgencia— también se vería demorado. En el medio de un suspiro frustrado su mirada se posó en la foto enmarcada que tenía junto al monitor. Joaquín sonreía en el medio de las dos, mientras sostenía la cámara. Esa selfie tonta siempre la hacía sonreír.
Pero no esta noche.
Se incorporó, sus hombros pesaban toneladas. Oyó un ruido proveniente de la calle. Un camión frenando y arrancando, un suave pitido hidráulico, un silbido humano, vidrio roto.
—La basura —exclamó en voz baja, recordando la gran bolsa negra tamaño consorcio que había dejado en la cocina. Aquella tarde se había decidido por fin a despojar su armario de muchas cosas que ya no tenían dueño. Había sido un proceso duro y angustiante pero al terminar, se había sentido liberada. En su habitación había ahora más aire, más espacio. Lo mismo que en sus pulmones, aún colmados de agua de llanto.
Miró el reloj. Eran las cuatro de la madrugada. El camión de la basura se había retrasado por mucho. Ese detalle parecía una señal divina: todos esos mementos estaban destinados a desaparecer de su vida muy pronto.
Las negras orejas de la bolsa se asomaban desde su rincón, atentas y curiosas. Malena las tomó y arrastró la bolsa con fuerza, parecía estar mucho más pesada que antes. El camión ya llegaba a la esquina. Pensó en salir corriendo y hacer señas, pero de pronto recordó que era arriesgado: ahora era una mujer sola viviendo con una niña de ocho años. Frunció el ceño y arrastró la bolsa con más fuerza, pero la maldita cosa no quería ceder. Volvió a pegar un tirón y esta vez hubiera jurado que la bolsa tiraba en su contra.
—Te estas imaginando cosas—se dijo a sí misma. El camión se detuvo a mitad de la cuadra.
Pensó que su incapacidad para sacar la bolsa de basura se debía a su propio inconsciente jugándole en contra. Quizás aún no estaba lista para dejar ir sus cosas. Quizás aún no estaba lista para dejar ir a Joaquín. Maldijo mientras el camión arrancaba una vez más, llevándose su recolección del día para siempre. Entonces oyó una voz suave, femenina y frágil, murmurar algo detrás de su cabeza.
—Eso es mío.
Malena se sobresaltó. Soltó la bolsa y ésta se abrió, vomitando sus contenidos por doquier. Espantada, observó que las pertenencias de Joaquín ya no estaban allí. Una horda de sucios y malolientes ositos de peluche había tomado su lugar.
Bolsa de basura # 2
—Ma...
Anita le había dicho mamá por fin y Joaquín la sorprendía con un desayuno en la cama. Malena sonrió, pero entonces la luz que entró por la puerta destrozó su sueño sin piedad.
Se levantó dando un respingo. ¿Cómo había llegado a su cama? Recordó que la noche anterior había sucedido algo extraño. Había oído una voz y una bolsa llena de peluches inmundos había estallado en su cara.
—Malena — dijo Anita desde la puerta—. Hoy es doce. Tenemos que ir al cementerio.
Malena la miró. No dijo nada y bajó las escaleras con rapidez. Anita la siguió como una sombra.
—Vino Rosa a limpiar. La casa estaba sucia —dijo.
No había nada en el piso. Rosa estaba limpiando la cocina. Malena quiso ir preguntarle sobre la bolsa pero Anita le impidió el paso.
—Se hace tarde —insistió. Su mirada fija la convenció de postergar la investigación. Anita era capaz de crear el peor berrinche si no llegaba a visitar la tumba de su madre el día doce de cada mes.
—Está bien, me cambio y vamos.
Para cuando llegaron la mañana ya se había transformado en mediodía. Una quietud soleada invadía el territorio de los muertos. Malena se alejó, como solía hacerlo, para dejar a Anita a solas. La vio dejar una carta y suspiró. Sus tristes pensamientos la secuestraron de la realidad por un rato, mientras sus pies la llevaban de paseo por el laberinto.
Algo llamó su atención. Una tumba abierta. La lápida había sido arrancada. Miró a su alrededor. Nadie. Estaba en una zona que no había visitado antes. La boca abierta en la tierra sonreía. ¿Qué sentiría si se dejara caer allí dentro? ¿Si dejara que sus huesos se fundieran con la tierra? ¿Horror, desesperación? ¿Paz?
Joaquín no se hallaba en ese cementerio. Había pedido ser cremado. Malena ni siquiera tenía la opción de dormir para siempre en el mismo lugar que él. Sólo tenía a Anita. Anita, que ni siquiera era su propia hija. Anita, una terrible responsabilidad y el único recuerdo vivo del hombre que le había prometido una familia.
Mientras regresaban en el bus Malena cerró los ojos. Imaginó que desenterraba los huesos de la madre de Anita, que los hacía desaparecer en la tumba sin nombre. Así no tendría que regresar al cementerio nunca más. Anita pareció adivinar sus pensamientos oscuros y la miró. Su ahora habitual seriedad la envolvía como un halo impenetrable. La ausencia de Joaquín había abierto un abismo entre las dos.
Llegaron a casa. Malena pescó las llaves en su cartera y cuando fue a abrir la puerta se quedó helada. Una bolsa de basura, llena hasta el tope, se hallaba frente a ella. Anita se quedó mirando, perpleja. Algo dentro de la bolsa tembló.
Gritaron y retrocedieron al ver que la bolsa se abría. Un olor putrefacto emanó de su interior. Dentro de la bolsa había huesos. Miles de pequeños huesos pelados, roídos por el tiempo y por dientes humanos.
Bolsa de basura #3
Huesos de pollo, podridos y añejos. Malena dio una arcada, tomó a Anita del brazo y juntas entraron a la casa con urgencia. Malena cerró la puerta tras ella, espantada.
Anita la miró. No dijo palabra y salió corriendo escaleras arriba rumbo a su habitación. Malena oyó el portazo, estupefacta. La niña actuaba como si ella hubiese dejado la bolsa a propósito. Furiosa, se dirigió a la cocina a buscar el teléfono de Rosa. La mujer de la limpieza debía ser la responsable. Malena no quiso pensar en que no era normal desechar tal cantidad de huesos de una sola vez.
El teléfono de Rosa había sido desconectado. Malena recordó que nunca la había llamado antes: Rosa se había presentado a trabajar sola siempre. Malena había supuesto que Joaquín la había contratado. Él se encargaba de los asuntos de la casa, ella no conocía los detalles. Pese a las llamadas del abogado, aún no había leído el testamento ni sabía nada sobre el futuro de la propiedad. No había querido lidiar con todo aquello, pero ya era tiempo de revisar.
Joaquín guardaba sus documentos en un escritorio antiguo cerrado con llave. Mientras Malena pensaba cómo abrirlo, una sombra atravesó la puerta de la cocina.
— ¿Anita? —preguntó, sobresaltada.
Malena se asomó al comedor. La sombra se volvió a mover, la captó con el rabillo del ojo. Se dirigía a la oficina.
— Anita, basta —dijo, con voz firme. Avanzó con rapidez para alcanzarla. Pero al entrar a la oficina su piel se erizó al ver el escritorio de Joaquín.
Todos los cajones se hallaban abiertos y su contenido desparramado sobre la mesa. Malena gritó. ¿Acaso estaba alucinando? Retrocedió, temblando. La puerta se cerró tras ella con un golpe. Malena quiso escapar, pero la puerta no cedía. Oyó un ruido. Aterrada, miró por sobre su hombro. Uno de los cajones vacíos vibraba, repiqueteando.
A pesar de su terror, se aproximó al escritorio. Un sobre de papel madera se desprendió del fondo del cajón. Malena se dejó llevar por la curiosidad y lo abrió. Imaginó que quizás era un mensaje de Joaquín. Pero era la escritura de la casa. Allí se leía que Joaquín no era el único dueño, como le había mencionado. La propiedad había sido heredada por dos personas. La segunda heredera era una tal Juana, del mismo apellido.
Asombrada, Malena soltó el sobre. Una fotografía se deslizó de su interior. Una joven de largos cabellos claros sonreía con timidez. A su lado, un joven Joaquín compartía con ella un parecido excepcional. Era evidente que eran hermanos.
¿Por qué nunca había sabido de ella?
En ese momento oyó un grito escalofriante. Anita.
Malena corrió escaleras arriba, desesperada. Al entrar, oyó una voz femenina rezongar una exclamación.
— ¡Mis papeles, míos!
La habitación se hallaba sepultada bajo montañas de papel viejo. Revistas, diarios, fotografías. Incluso había pilas de papel sanitario usado en forma de pequeños bollos hediondos. Una nube de moscas sobrevolaba el espantoso escenario.
Perdida en aquella maraña, Anita gritaba a todo pulmón.
Bolsa de basura # 4
Malena se internó en el laberinto de papel, siguiendo el aullido de Anita. Por fin encontró una mano. Tiró de ella hasta desenterrar a la pequeña.
— ¡¿Qué pasó Anita?! —gritó.
Anita no respondió. Malena la tomó en brazos y juntas atravesaron el pantano de papel viejo. Lograron salir de la habitación y entonces la puerta se cerró sola con un golpe violento. Anita gritó con desesperación y Malena decidió salir de la casa de inmediato.
Mientras descendían las escaleras oyeron un llanto lastimero a sus espaldas. Malena no miró hacia atrás. Tomó las llaves de la casa y se dirigieron a la puerta principal, pero no pudieron salir. La llave giró en falso, inútil. Era evidente que la puerta estaba trabada, quizás por la bolsa de huesos.
Anita sollozaba en silencio, el horror pintado en sus grandes ojos castaños. Malena trató de tranquilizarla y se dirigió a la puerta trasera. Al llegar, Anita gritó otra vez. Una gigantesca pila de bolsas se acumulaba en la única salida que les quedaba. Malena trató de moverlas pero eran demasiado pesadas. Debían contener ladrillos o escombros. Mantuvo el control y sentó a Anita en una silla. Le dio un vaso de agua y pensó en llamar a la policía. Pero el teléfono no tenía tono. Respirando hondo, buscó su celular. El aparato se hallaba apagado y no encendía a pesar de estar conectado al cargador.
El llanto se oyó cerca, luego más lejos. Parecía recorrer la casa como un viento helado. Anita se levantó de su silla y se abrazó a la pierna de Malena.
— ¿Qué está pasando? —preguntó, aterrada.
— No lo sé, Anita. Lo único que sé es que tenemos que quedarnos juntas de ahora en más. Voy a tratar de mover esas bolsas pero si no puedo, esperaremos a que alguien venga a ayudarnos.
— ¿Y si nadie viene?
—Rosa va a venir —mintió Malena —me lo dijo antes de irse.
Agotadas, se sentaron en el piso de la cocina. El anochecer llegó envuelto en llantos desconsolados. Anita se fue relajando, cansada de tanto llorar, hasta quedar dormida entre los brazos de Malena. Pero Malena no podía tranquilizarse. Su corazón galopaba a toda velocidad mientras la noche oscurecía el cielo.
Desde donde se encontraba podía ver la puerta trasera, que daba a un pequeño patio. Las bolsas apiladas sobre la puerta trasera vibraban, como si en su interior se hallaran criaturas vivas devorando sus contenidos. Malena trató de concentrarse en hallar la forma de liberar la salida, pero entonces la bolsa superior se abrió y algo cayó al suelo. Sabía que no debía mirar, pero Malena no pudo contener la curiosidad.
Era un gato muerto. De su interior escaparon unas cuantas cucarachas gordas y aceitosas.
Malena sintió terror, pero no por la asquerosa escena que tenía al frente. La razón de su miedo fue que de pronto el llanto se había convertido en algo diferente. En la casa solitaria ahora resonaban los inquietantes ecos de una risa; un estertor imparable, histérico y enloquecido.
Bolsa de basura # 5
Malena dejó a Anita con cuidado sobre el suelo y se incorporó. Tomó su celular de la mesada y trató de encenderlo, pero no lo logró. Lo puso en su bolsillo y respiró hondo para tranquilizarse. La risa seguía creando ecos dementes en los rincones. Malena supo que debía quedarse junto a Anita, pero no pudo resistir la necesidad de saber a qué se enfrentaba. A pesar del terror que palpitaba en sus sienes, se asomó al estar de la casa. Justo entonces la risa enloquecida se transformó en un aullido de dolor.
—Ya deja de fingir, Juana —dijo una voz familiar. Malena ahogó un grito. Sonaba Joaquín.
Sin pensar, Malena corrió hacia la voz.
Pero Joaquín no estaba allí. Lo que vio en su lugar la dejó sin aliento. Una joven mujer se hallaba muerta en el piso. Sus ojos abiertos fijos en el cielorraso, sus manos tiesas sobre su pecho, retorcidas sobre un trozo de plástico negro. Su boca estaba abierta en una desagradable mueca de ausencia, de falta de oxígeno vital. Su expresión era de horror absoluto.
Malena no pudo moverse. Algo cambió a su alrededor. Un olor nauseabundo invadió el aire y pareció que el tiempo se aceleraba. El cuerpo se retorció, se inflamó, se pudrió ante sus ojos. Uno de los globos oculares se hundió dentro del cráneo. Horrorizada, Malena retrocedió y su pierna chocó contra algo. Una nueva bolsa de basura había aparecido de la nada. Trastabilló y por poco cae al suelo. Mientras recuperaba el equilibrio percibió un cambio en la casa. Los muebles habían desaparecido, las paredes tenían otro color. Y todo estaba cubierto por mareas descontroladas de basura acumulada que medía metros de altura.
—Llévense todo esto —dijo alguien a sus espaldas.
Joaquín.
Malena se dio vuelta pero no había nadie detrás de ella. La casa había vuelto a ser la que era. Las montañas de basura habían desaparecido.
Su celular emitió un breve sonido. Atónita, Malena vio la pantalla iluminarse con un mensaje.
"Voy enseguida, señora".
Y así como se había encendido, el aparato se apagó. Frustrada, Malena aporreó los botones sin éxito.
Entonces la risa se oyó una vez más, esta vez en la cocina. El corazón de Malena galopó mientras corría hacia el sonido. Había sido una estúpida al dejar sola a Anita. Con espanto vio que el cuerpo dormido de la niña se encontraba ahora sobre los restos de una gran bolsa negra, desgarrada con furia en mil pedazos. Sus contenidos cubrían el cuerpo de la niña y se habían regado por toda la cocina. Había pequeñas cabezas, brazos, piernas y torsos. Muñecas sin ojos, rotas, enteras, sucias y nuevas. Una colección gigantesca, como Malena nunca había visto en su vida.
—Es mía, mía, mía—rio una voz infantil. Sonaba como una niña feliz de haber recibido un regalo esperado con ansias.
Entonces el cuerpo dormido de Anita comenzó a flotar en el aire, elevándose hacia el techo, fuera de su alcance.
Bolsa de basura # 6:
Una mano aferró el brazo de Malena. Aterrada, miró por sobre su hombro. Rosa se hallaba detrás de ella.
—Disculpe por asustarla, señora, pero no respondía. Vine a limpiar.
Malena no pudo responder. Ignoró a la mujer y corrió hacia el lugar en donde el cuerpo de Anita se había elevado en el aire, pero sus ojos confundidos le devolvieron una imagen diferente. La cocina se hallaba limpia. No había bolsas de basura acumuladas en la puerta trasera, no había restos de muñecas desperdigados por el piso. Y Anita no estaba allí.
— ¡Anita! —Exclamó Malena con desesperación— ¿Cómo? —Su cabeza comenzó a dar vueltas y casi cae al suelo. Rosa volvió a tomarla del brazo y la ayudó a sentarse.
—Anita está en su cuarto —dijo la empleada—. Está dormida.
— ¿Dormida? No, no puede ser —Malena sentía que iba a descomponerse. Sus fuerzas la habían abandonado.
—Está débil, señora, descanse un momento. Ya limpié la casa. Pero no puedo hacer mucho más, la suciedad volverá a menos que...
—Necesito ver a Anita, por favor ayúdeme a subir —interrumpió Malena.
Del brazo de la mujer Malena logró subir las escaleras. La casa ya no estaba sucia como antes. Malena no podía pensar, la impulsaba la pura necesidad de ver a Anita. Abrió la puerta de la habitación de un empujón nervioso y se desplomó sobre la pequeña cama.
Anita parecía dormir. Malena se acercó a ella y comenzó a sacudirla. La niña no despertaba.
—Eso no está bien —dijo Rosa, su voz alarmada por primera vez.
—Rosa, hemos sufrido un ataque de...—Malena no encontraba palabras. ¿Un espíritu, un fantasma?
Rosa asintió y sacó un paquete de tela de su delantal. Se arrodilló junto a la cama y lo abrió, dejando ver una serie de elementos guardados en compartimentos. Entre ellos había un relicario y algunos aretes. Rosa encendió una vela pequeña y tomó varios objetos en una mano. Luego los sacudió, haciendo ruido.
De inmediato se oyó un grito, un aullido. Anita abrió los ojos y su cuerpo se convulsionó de forma violenta. Respiró profundo y se incorporó. Luego abrazó a Malena con fuerza.
—Mi muñequita—dijo el eco de una voz angustiada.
—No es tuya —contestó Rosa con serenidad. Malena y Anita miraron a la mujer con asombro.
—Dame mis cosas—dijo la voz.
—Pondré tus cosas en una bolsa y podrás ponerlas con las demás. Pero debes volver a donde perteneces —dijo Rosa con seguridad. Luego tomó una bolsa plástica negra del otro bolsillo de su delantal y colocó allí los objetos que tenía en la mano.
El lamento se transformó en un grito feroz.
—¡¡Dame mis cosas!!
Los vidrios de la casa estallaron en mil pedazos. Las paredes se descascararon, perdieron su color. Manchas de humedad treparon al cielorraso. Una tonelada de basura fantasmal se materializó en el piso. Parada entre los restos descompuestos una joven de largos cabellos claros lloraba, extendiendo sus blancas manos retorcidas hacia la bolsa que Rosa sostenía entre las suyas.
Bolsa de basura # 7
—Mío— dijo la joven. Rosa le entregó la bolsa y una sonrisa se pintó en el fantasmal rostro emaciado. El espíritu de Juana desapareció entre risas infantiles, llevándose la suciedad con ella.
Rosa miró a Malena y Anita.
—Trastorno de acumulación —explicó—. Nunca fue capaz de desprenderse de sus objetos aunque fueran basura. Por eso esta casa siempre fue conocida en el barrio como "la casa sucia".
— ¿Nunca se irá? —preguntó Anita.
—No, no lo hará. Ahora que ha despertado, nunca dejará de añadir objetos a su eterna colección. Deben irse pronto, porque ama a esta casa más que nada—dijo Rosa. Y sin decir más abandonó la habitación.
— ¡Espere! —gritó Malena. Corrió detrás de la mujer, pero no logró alcanzarla. En cambio se tropezó con una nueva bolsa de basura en la puerta. La abrió, esperando lo peor. Pero allí estaban las pertenencias de Joaquín. Aquella era la bolsa que nunca había llegado a tirar.
Malena la empujó para abrirse paso y una pequeña cajita de madera cayó al piso. Anita la tomó y la abrió con curiosidad. Dentro había un dedo esquelético, un retorcido apéndice envuelto en una fina banda de oro.
La niña gritó y el dedo rodó por el suelo. Como una vieja película proyectada sobre la realidad se materializó una escena macabra. Joaquín se hallaba junto al cadáver descompuesto de Juana, pero no parecía estar sorprendido o triste.
—Mierda —dijo. Tapó su nariz y pateó el cadáver con asco—. ¿Tenías que joderlo todo, hermanita? Siempre fingiendo que te daba un ataque si sacaba la porquería de la casa y al final pasó. Tuve que hacerlo, había peligro de derrumbe. Ahora voy a tener que pagar tu jodido funeral y apuntalar toda la estructura. Pero me las vas a pagar.
Joaquín revisó los bolsillos del cuerpo. Entre arcadas rescató un relicario y algunas joyas.
—Te guardabas lo valioso encima, ¿no?—murmuró. Entonces notó un fino anillo de oro en la mano de Juana. Sus ojos brillaron.
Intentó arrancar el anillo con tal fuerza que el dedo cedió haciendo un crujido. Anita se horrorizó y Malena recordó el día en que halló a Joaquín muerto en su habitación. Recordó cómo le había dicho que planeaba vender unas viejas joyas que poseía para tomarse vacaciones. Así fue que comprendió la verdad tras la súbita muerte de Joaquín. El apego de Juana por sus cosas no permitió que su hermano se saliera con la suya.
...
Malena vendió la propiedad para que fuera demolida y se mudó junto a Anita a un departamento nuevo. Poco a poco fueron superando lo sucedido hasta que Anita volvió a sonreír.
Un día Malena vio a Rosa en la calle. La persiguió: tenía muchas preguntas que hacerle, pero la perdió de vista. Fue como si la mujer hubiera cambiado su fisonomía y color de pelo frente a sus ojos. Su celular sonó entonces con un mensaje de texto.
"Gracias por adoptar a mi Anita, Malena.
La veo el día doce."
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro