Al caer la noche (Ada Jiménez)
Dionisio agradeció el mutismo del espeso cañaveral, solo quebrado por el sonido de las hojas siendo cortadas, precediendo la caída de la caña de azúcar. A ningún jornalero le estaba permitido hablar en el trabajo. Sin embargo, le fue imposible no reparar en las miradas inquisidoras de los otros peones.
Los gestos eran demasiado claros, para disgusto de él. Seguramente querrían saber el porqué de su deplorable aspecto. Los contempló lleno de rabia. Llevaban martirizando su existencia tanto tiempo, pero no al punto de erosionarlo de esa forma. Y eso debía tenerlos intranquilos. Por lo visto no toleraban la competencia.
Sonrió desganado, el escarnio provenía de otra fuente, algo que ni él mismo comprendía, pero que le aterraba más que cualquier insulto o desprecio humano.
Alzó la vista, un inusual tono carmesí coronaba el cielo. Quitó el sudor de su frente, trémulo. El poco sosiego se esfumó, aquel firmamento era un presagio de lo que sucedería en la noche.
◇◇◇
El reloj marcaba la una de la madrugada. El astro lunar exhibía su faz cadavérica en lo alto del oscuro cielo, desgarrando la espesa niebla y la torturada alma del protagonista.
Un extraño visitante y lo que fuera que lo acompañaba, volvieron a poner en jaque a Dionisio.
A continuación vendría la voz cavernosa y sibilante. Se arremolinó en una esquina en posición fetal, creyendo ilusamente que el espanto sería menor.
-Dionisio... -se oyó un golpe en la puerta-. ¿Ya me vas a dar lo que quiero?... -preguntó una voz masculina, con aire gentil y garboso.
-No... no puedo... Busca a otro -farfullo él, la voz entrecortada.
-No podrás resistirte por mucho tiempo. Entrégame lo que te he pedido -insistió.
-¡No lo haré! -se rebeló.
La figura en el techo detuvo su danza espectral. Al no escuchar más ruidos, Dionisio creyó que ambos se habían marchado, pero antes de que pudiera emitir un suspiro de alivio, un susurro infernal le golpeó los tímpanos.
-¡Estúpido! Tarde o temprano tendré lo que quiero. Aunque preferiría que fuera por libre elección.
-¿Libre elección? -un atisbo de esperanza surgió en Dionisio-, entonces date por vencido. Nunca obtendrás lo que quieres.
El desconocido rio, poniéndole los vellos de punta.
-No me desafíes, tus posibilidades de salir victorioso son escasas. No puedes luchar contra mí.
-He... buscado aquí y en el pueblo vecino y... no hay ninguna criatura con las características que... quieres -susurró con la respiración agitada.
-Tal vez no estás buscando bien -desdeñó el esfuerzo-. Tienes una semana, al séptimo día tu tiempo habrá terminado.
El techo se hundió, como si algo hubiera tomado viada antes de emprender el vuelo. Esa cosa y la silueta humanoide que se reflejaba bajo la puerta desaparecieron dejando un sórdido silencio.
Dionisio quedó temblando en el rincón, igual que una presa aguardando a ser devorada.
II. Lúgubre compañía
El sol canicular del mediodía se proyectaba en el camposanto, dándole un aspecto siniestro.
Dionisio observaba el paisaje luminiscente con una sonrisa irónica, parecía tan lleno de vida.
Resopló, cansado. Otro domingo visitando la actual residencia de su madre, muerta hace siete meses.
Cruzó la calle al tiempo que se frotaba la espalda, había despertado con un inusual dolor en esa área. Daba la impresión que llevaba tras sí un pesado atado de caña.
Se detuvo frente al cementerio, dudoso de entrar. El aroma a muerte pulsaba en el aire, en la tierra... destino final que no discriminaba a nadie.
Ni siquiera el mausoleo más lujoso hacía la diferencia, cuando la tierra traga poco le importa quien fue el humano que sus entrañas consumen.
Ladeó la vista al oír un ruido a su izquierda.
Un mendigo y su mascota se aposentaban afuera de la necrópolis, cerca a un gran contenedor de basura. El sujeto sostenía al flacucho perro por una fina cuerda que amenazaba con decapitar al animal.
Ambos compartían de la misma fuente restos de pollo y arroz. Náuseas le invadieron, no por la escena en sí, sino por el aroma a podrido que se le coló por la nariz.
Entró deprisa al recinto, aguantando las arcadas.
Minutos después se hallaba frente a los restos de su progenitora, sostenidos en una vasija fúnebre. El otro recipiente de a lado era un añadido que tenía que soportar: su padre. Un coloso arrogante reducido a cenizas.
Lo había enterrado junto a ella para quedar como buen cristiano ante los demás, cuando en realidad lo que quiso fue arrojar el cuerpo en el desagüe más inmundo que pudiera existir. Una morada digna de ese desgraciado.
Por culpa de él, toda la gente lo despreciaba. Por culpa de él pasó de ser amo a sirviente.
Apretó los dientes por cada funesta imagen que recordaba. Una maldita película sin fin.
La risa de un niño atrajo su atención. Divisó a un infante jugar en el pabellón cercano. Fue verlo y recordar la conversación con ese extraño visitante.
Recorrió el lugar con la mirada, en ademán urgente, pero evitando levantar sospechas de sus ocultas intenciones. Todo indicaba que el chiquillo se hallaba solo.
Se acercó sigiloso, mientras maldecía por lo bajo. El dolor de su espalda se había intensificado.
-Hola... -saludó Dionisio.
El chico respondió con un grito desesperado que desgarró el ambiente.
Dionisio lo contempló, estupefacto. Iba a preguntarle el porqué del chillido cuando apareció la mamá.
Cuando la mujer confirmó que su hijo estaba bien le preguntó por qué había gritado.
-Ese señor... -señaló hacia él-, tiene una cosa muy fea trepada en la espalda. Sus ojos rojos me asustan mucho -se desató en llanto.
Lo que el pequeño dijo desarmó a Dionisio. Se echó atrás, espantado.
Huyó del sitio, tratando de quitarse de encima esa carga extra, invisible a sus ojos, que lo asfixiaba en su desbocada carrera.
Había descubierto que la maldad no la podía ver, pero la podía sentir.
III. Ígneo
Dionisio atravesó el portón profiriendo incoherencias, mientras agitaba con violencia las manos. Los pueblerinos se apartaron, observando a la distancia el extravagante comportamiento.
-Ya está mostrando la locura de su familia -murmuró un anciano, viéndolo perderse entre los árboles.
-¡Largo, demonio!! -bramó Dionisio enloquecido, golpeándose la espalda contra un árbol.
Esa cosa se negaba a obedecer, sentía aún el tétrico peso.
-¡¡Largo, largo!! -No midió la fuerza infringida, ni tampoco percibió la sangre que empezó a fluir de un costado de su cabeza-. ¡¡Largoooo!!
Soltó un gemido antes de perder el conocimiento.
Otro tipo de oscuridad lo invadió.
-¡Dionisio!, dónde estás, bueno para nada. ¡Te voy a enseñar a no mentirle a tu padre!
-¡¿Qué vas a hacer, Rómulo?! -preguntó la esposa, atemorizada por lo que fuese que iba a hacerle a su hijo-. ¡No lo lastimes, por favor! Es solo un niño.
Los gritos iracundos y desesperados hicieron que Dionisio se apretujara más en su escondite, cautivo del miedo.
Se sintió como un insecto a punto de ser aplastado sin piedad.
Las voces se oyeron más cerca del granero. Apretó los ojos y clamó en silencio protección que lo salvara de la furia de su padre.
-¡Dionisio, te estoy llamando! Sal de tu escondite y te prometo que en lugar de cinco latigazos serán dos.
-¡No lo hagas, quédate donde... ! -advirtió a medias la madre. La voz fue acallada por un potente golpe que la dejó fuera de combate.
El quejido amortiguado que emitió su mamá lo hizo abandonar la seguridad del escondrijo.
Craso error.
Un gigante enfurecido apareció frente a él.
-¿Creíste que podrías ocultarte de mí? , ¿qué no iba a enterarme que rompiste el molino?
La mirada enajenada del hombre lo estremeció hasta los huesos. Y antes de que pudiera huir, Rómulo ya lo había agarrado del brazo. Lo fue llevando a rastras a la forja.
Dionisio suplicó desesperadamente, mas el corazón de su padre no se doblegó.
-¡Aprenderás a no mentir nunca más en tu vida! -Tomó de la hoguera un candil de ígneo resplandor con el que marcaban a los animales y lo dirigió a la mano infantil.
El hierro ardiente provocó que Dionisio lanzara un espeluznante grito agónico.
Abrió los ojos abandonando la ensoñación, pero no el dolor. Éste seguía tan vívido como en sus sueños.
Agarró su mano. Quemaba, la herida aún quemaba.
Lo abrasaba por dentro, incendiando las terminaciones nerviosas.
El inexistente ardor ocasionó que confundiera la realidad.
De pronto, se vio a sí mismo desprendiendo intensas llamaradas, consumiéndose como un trozo de madera seca.
Lanzó alaridos horripilantes al ver su cuerpo carbonizado.
Ya no quedaba nada de humano en él.
-¡¡Haz que pare!! -aulló a la nada.
La ardiente ilusión desapareció.
Se observó convulso, de pies a cabeza. No se había quemado. Todo fue producto de ese terrible recuerdo de la niñez.
Miró a alrededor, estaba solo.
Casi se permitió sonreír cuando el crujir de unas hojas señalaron lo contrario. El miedo volvió a renacer.
Es cosa seguía por ahí.
IV. El canto de la muerte
La enérgica voz del caporal señalando la finalización de la jornada se oyó en todo el recinto agrario.
Los peones comenzaron a surgir de entre los cañaverales con machete en mano, el agotamiento de sus cuerpos se reflejaba en las ropas sudorosas. El trabajo había culminado y podrían retirarse a descansar.
Dionisio hizo oídos sordos al llamado, continuó cortando la caña en gesto autómata.
Sus pensamientos estaban concentrados en otros asuntos. Le quedaban tres días para realizar el encargo o las consecuencias serían nefastas para él.
Vanamente había intentado escaquearse de aquella sórdida tarea, pero ese ente que lo acompañaba se lo impidió de una forma aterradora.
Aún sentía la piel palpitar por los arañazos brutales que recibió el día anterior, en un momento de efímera valentía. Sintió cómo unas garras le cortaban la piel igual que un cuchillo de carnicero.
Ese esbirro maligno no lo dejaría en paz hasta que ejecutara el trabajo.
Necesito un niño, susurró.
-¿Qué has dicho? -preguntó Ambrosio al oírlo murmurar-. ¿De nuevo hablando solo? Si sigues así terminarás en el manicomio igual que tu padre -soltó una risotada.
-Para que lo encierren en el sanatorio deberá hacer algo igual de espeluznante que don Rómulo -dijo Humberto en tono venenoso-. Y así perder lo poco que le queda.
Los peones intercambiaron más risas y comentarios sarcásticos.
-Me alegro de que don Rómulo esté muerto, pudriéndose bajo tierra -manifestó Ambrosio sin reparos-. Ya no tenemos que acatar sus órdenes ni las tuyas, Dionisio -escupió al suelo-.Tan altivo que te veías y ahora eres igual a nosotros.
Dionisio escuchó en silencio las mofas hasta que un momento dado éstas terminaron por hartarle.
-Al menos yo puedo presumir de haber disfrutado de riquezas. En cambio ustedes -Los examinó con desdén-. Nunca en sus inmundas vidas podrán jactarse de ello. Seguirán siendo perros, solo han cambiado de collar, nada más.
Los jornaleros agraviados levantaron sus machetes y se acercaron a Dionisio con la ira tintada en los ojos.
Dionisio se mantuvo imperturbable. Esbozó una sonrisa maléfica que desconcertó a los hombres, pero fue la total negrura en la mirada lo que hizo que recularan.
-Por qué se alejan, ¿les doy miedo, acaso? -preguntó con la voz ensombrecida.
-Tus ojos... -señaló Ambrosio, asustado-. Son... totalmente negros. Es como si...
No pudo finalizar la oración.
Siniestros alaridos humanos y animales atravesaron el espeso cañaveral, sobrecogiendo al pequeño grupo de adversarios. La sinfonía era tétricamente armoniosa, como un canto anunciando una horrísona muerte.
Abandonaron la disputa y fueron presurosos hacia el origen del espantoso sonido.
Fuera del cultivo encontraron los cuerpos mutilados de burros y caballos.
Presentaban profundos arañazos. La piel desprendida en tiras, vísceras esparcidas por doquier.
-Algo invisible... los mató -confesó trémulo uno de los peones.
-Brujería... El mal ha llegado al pueblo -arrojó otro, al tiempo que se persignaba con ímpetu.
Dionisio no necesitó hacer preguntas. Los cortes le dieron la respuesta. Si le quedaban dudas, el peso que sintió acomodarse en su espalda terminó por disiparlas.
V. Acariciando la oscuridad
Una vez los cuerpos de los animales fueron retirados los jornaleros se dispersaron, aún temerosos.
Dionisio fue el último en marcharse. Enderezó la espalda, sintiendo a esa criatura, que podría desollarlo vivo si lo importunaba.
Dos kilómetros más adelante, tras unos árboles frutales, apareció el hogar del patrón.
Dionisio contempló la residencia de hito en hito. Un remolino compuesto de oscuras emociones se formó dentro de él.
Retiró la vista, esa casa era el recordatorio de su antiguo poderío y de una gran infelicidad.
Continuó hacia el extremo de la plantación, la morada en que vivía quedaba lejos y el peso se volvió insoportable. Entonces, impulsado por el agotamiento, bramó colérico:
-¡¡Quieres bajarte, no soy tu maldito burro de carga!!
La criatura descendió, levantando polvo al caer.
Cuando notó el suelo estremecerse se dio cuenta de lo que había hecho. Tembló, esa cosa debía estarlo observando desde algún punto indeterminado.
-¿Qué pasa Dionisio?, te noto preocupado -interrogó un jinete deteniéndose a un costado, sobresaltándolo.
El aludido no ocultó su fastidio cuando identificó al sujeto.
-¿Se te perdió algo, Néstor?
-Lo mismo te pregunto a ti. ¿Se te perdió algo en mi casa? Te vi mirándola.
A Dionisio le irritó el tono posesivo.
-Te recuerdo que fue mía antes que tuya...
-Pero ya no -lo interrumpió-. Tu padre vendió la Hacienda a mi familia. La venta fue legal -dijo, adelantándose al contraataque de Dionisio.
-¡No me vengas con estupideces! Mi padre estaba mal de la cabeza, ¡ustedes se aprovecharon de ello!
-Ten cuidado como me hablas -exclamó Néstor bajándose del caballo-. Soy tu patrón, ¡respétame!
-¡No lo haré!-gritó iracundo-. Tú me quitaste todo lo que era mío.
-¿Lo dices por la Hacienda o por Endira? -preguntó-. Deja el rencor, hombre. Una oportunidad de negocio y una mujer hermosa no se pueden desaprovechar. -Le palmeó el hombro, riendo-: Mañana tienes una cita con el cañaveral, procura llegar temprano.
Dionisio miró con impotente rabia como Néstor se alejaba.
No lo dejes ir. Una voz se abrió paso en la congestionada mente de Dionisio. Él te puede ayudar, solo pídeselo. No se detuvo a reflexionar, el odio que lo embargaba era más fuerte que la razón.
-¡Mátalo!
Néstor volteó, alarmado. El ataque llegó sin demora.
Ojos de un carmesí infernal lo examinaban con una gracia aterradora. Retrocedió, el horror dibujándose en la cara masculina.
Tropezó con una raíz de un árbol, cayendo al suelo. Los orbes sangrientos como el fuego del infierno fue lo último que vio.
Dionisio se acercó a mirar, azuzado por el morbo.
Las manos agarrotadas, la cara arrugada y la boca expandida en un grito silencioso, lo complacieron profundamente.
Néstor estaba tieso como una carne al sol.
En la boca abierta se posó una mosca grande y verduzca. Entró por la cavidad, explorando lo que sería la morada perfecta para albergar a su descendencia.
Dionisio retomó el camino como si nada hubiera pasado. El ente volvió a treparse sobre él y esa vez ya no le molestó cargarlo.
VI. Al caer la noche
Cuando la ira se desvaneció la magnitud del acto cometido cayó sobre Dionisio como una pesada losa. Ya en el hogar comenzó una improvisada limpieza, no quería pensar que la oscuridad lo estaba envolviendo.
El poco sosiego desapareció al hallar en un baúl, propiedad de su madre, un traje infantil.
Esa vestimenta era la que iba a usar en su bautizo, evento que no llegó a celebrarse porque su padre se negó.
Despedazó el conjunto, rabioso. La tela no puso resistencia, veintisiete años habían hecho mella en la prenda.
Por cada jirón una blasfemia era arrojada al revivir las burlas de su niñez, siendo Néstor el líder del grupo que lo molestaba.
Indignado recordó cómo esa información salió a la luz.
Dionisio se había acercado al altar y el sacerdote reveló frente a todos que él no podía recibir la hostia consagrada porque no era bautizado.
Aquello provocó que las murmuraciones aumentaran acerca de cómo Rómulo se volvió rico. Incluso él llegó a plantearse ciertas hipótesis.
Apartó esos recuerdos y se dejó caer en una de las sillas del comedor. Examinó la estancia, preguntándose en qué lugar podría encontrarse su tenebroso huésped.
La criatura estaba a la izquierda de Dionisio, observándolo con una oscura fascinación. La boca se desfiguró en una pestilente sonrisa.
Dionisio arrugó la nariz por el aroma a huevos podridos que le llegó desde su siniestra.
-¿Estás ahí?
La silla a lado suyo se movió y esa fue la confirmación.
Iba a formular otra pregunta cuando oyó un golpe enérgico en la puerta. Miró el reloj, era casi media noche.
-Dionisio... -lo llamó la misma voz cavernosa y sibilante de hace días atrás.
Dionisio palideció.
Pero, amparándose en el crimen del que fue cómplice, halló la entereza para enfrentar al desconocido.
Mas al abrir la puerta la seguridad lo abandonó.
Un individuo vestido de blanco con un sombrero cubriendo parcialmente su rostro, se mostró ante él. Éste cabalgaba sobre un caballo cuyo cuerpo estaba cosido por secciones.
De las crines surgían una multitud de serpientes, contoneándose en un baile peligroso. El corcel deforme emulaba a medusa y lo tenía petrificado.
-¿Ya tienes lo que te pedí, Dionisio? -interrogó el sujeto de traje albo. La voz sonó amenazante.
El aludido no consiguió vocalizar respuesta.
-Se te acaba el tiempo.
-No... hay ningún niño... sin bautizar en el pueblo-contestó Dionisio con palabras atropelladas.
-Te equivocas. Aquí habita un niño sin bautizar, y está más cerca de lo que crees.
Dionisio evaluó las palabras. Se agarró las sienes con ferocidad. Entonces, una luz surgió en la bruma.
-¡El hijo de Néstor!
El visitante esbozó una sonrisa ladina.
-Te queda un día. El miércoles, al caer la noche, volveré.
Espoleó a su montura. Ésta se elevó en dos patas, exhibiendo parte de sus intestinos que parecían escurrirse por el vientre.
El animal relinchó, las serpientes lo acompañaron en su maléfica tonada. Amo y bestia se perdieron en la oscuridad de la noche.
Dionisio los vio partir, tieso sobre sus pies.
VII. Sombría evolución
El caminar desesperado de Dionisio retumbaba en el piso de madera. Las manos se perdían en el oscuro cabello, templándolo con ahínco, maldiciendo su suerte. Una efímera dicha lo hizo creerse libre de un aciago destino.
Endira, horrorizada por el deceso de Néstor hizo bautizar a su hijo de inmediato. La superstición de la mujer salvó al pequeño.
Si al menos hubiese llegado más temprano, reflexionó.
-¡¿Por qué no me despertaste condenado engendro?!
Unos arañazos profundos desgarraron la madera.
-¡No me intimidarás! -desafío al ente.
El siguiente arañazo provocó que Dionisio lanzara un alarido de dolor. Examinó su mejilla derecha y advirtió horrorizado cómo brotaba sangre de ésta. Esa criatura le había hecho un profundo corte en la piel.
No tuvo tiempo de recuperarse, un golpe familiar llegó del exterior.
Abrió la puerta y se encontró de frente con el hombre de blanco. Retrocedió por instinto.
-¿Qué... vas a hacer conmigo? ¡No es mi culpa no haber encontrado un niño sin bautizar!
Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro del visitante, revelando unos dientes en puntas. La mitad de la cara permanecía en sombras.
-¿De haberlo hallado me lo hubieses entregado sin importar su procedencia?
Dionisio asintió, trémulo.
-Muy bien. Entrégamelo entonces -exigió.
-¿Cómo?
El individuo apuntó con su dedo al pecho de Dionisio.
-¿Has escuchado la expresión: "el niño que llevamos dentro". Tú, llevas un niño sin bautizar dentro de ti... y lo quiero.
El semblante de Dionisio se descompuso.
-¿Qué... quieres decir?
-Lo que oíste. Hice un trato con Rómulo y tú fuiste el precio a pagar.
-¿Quién eres tú? -preguntó temeroso-. ¿Acaso... eres el diablo?
-Siento decepcionarte, pero no. Lo conozco de cerca, eso sí -se carcajeó.
-¿Él... te envío por mí?
-No más preguntas -lo mandó a callar-. Entrégame lo que quiero.
-No...
-Tu padre dispuso de tu vida a cambio de riqueza y poderío -le agarró la palma-. Esa herida debió doler mucho. ¿No quieres vengarte de todas las burlas y desprecios que padeciste por su culpa?
Dionisio apartó la mano, recordando el sufrimiento. Una densa rabia lo invadió. Sopesó la oferta pero aún no estaba seguro de aceptarla.
-Hazlo por tu madre -añadió su interlocutor, percibiendo la indecisión-. Ella sufre castigos inimaginables. No podrás liberarla, pero sí vengarte de quien lo causó.
Esa revelación fue suficiente para que el odio obnubilara su juicio.
-Acepto.
El hombre de blanco soltó una risa macabra. Tomó el último rastro de inocencia que habitaba dentro de Dionisio; la oscuridad absoluta se apoderó del cuerpo y las sombras revelaron su lado siniestro.
La criatura que acompañaba a Dionisio dejó de ser invisible: era un chacal con cola de serpiente, de zarpas largas y afiladas. Los ojos rojos reflejaron el fuego del infierno.
-Estarías muerto de haber visto su apariencia antes de convertirte -siseó el hombre albo-. Llévalo contigo. Empiecen por este pueblo, no dejen nada vivo. ¡Háganlo sangrar!
Dionisio rio sádico, bastó una orden para que diera rienda suelta a esa oscuridad que ahora residía en él.
¿Fin?
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