"La infección" (Fase 7)
Europa del Este. Siglo XVIII
Cierto ominoso día de invierno, en medio de una blanca e infausta tempestad, mi carruaje aparcó frente al castillo de mi antiguo amigo, el Conde Albescu, por quien albergaba candorosas reminiscencias de nuestra juventud académica.
Mucho me gustaría decir que la vista de la propiedad acompañaba tales evocaciones esplendorosas, pero lo cierto era que el tiempo había provocado hondos estragos. Pese a que el diseño arquitectónico medieval resultaba imponente y magnánimo, era indiscutible el derruido aspecto de los muros, las profundas cicatrices en la piedra, acrecentado ese aire agónico y decrépito de la fachada, por el impropio clima que la azotaba.
Debí saber en ese momento que, aquella imagen lúgubre y mortecina exterior, era un presagio de lo que sus pétreas murallas albergaban. Debí imaginarlo porque el motivo de mi visita era despedirme de su ocupante, quien atravesaba un delicado estado de salud. Pero, debo confesar que mi corazón guardaba la férvida esperanza de que la noticia sobre su extraña enfermedad, la cual me había sido comunicada a través de una carta, fuese una exageración más de la excéntrica, a veces exacerbada, personalidad de mi viejo compañero.
No obstante, bastó cruzar las amplias puertas, para confirmar que lo escrito en la epístola era verídico.
El osco mayordomo de edad avanzada, que me dio la bienvenida y se ocupó de mi equipaje, me condujo hasta la formidable biblioteca donde pude reconocer, no sin esfuerzo, los despojos de aquel, que en su tiempo, había sido "mi flamante cólega" el Conde Albescu.
De no ser por el espasmódico movimiento de su pecho hubiera pensado que esa postrera hora "del final" se había adelantado. No es extremo decir que el pálido tinte de su piel, la rigidez de su cuello, los músculos tensos, eran propios de un cadáver. Pero respiraba, aunque no sin dificultad.
Me pregunté si debía retirarme para dejarlo descansar y que fuese la misma naturaleza, de esa atípica condición que lo envolvía y lo había puesto a dormir un sueño casi eterno, la que lo trajera de nuevo a la realidad.
Apenas tuve tiempo de especular al respecto, ya que sus orbes se abrieron regalándome el destello de unas negras y brillantes pupilas dilatadas. ¡Juro que fue como ver dos pozos ciegos!
Mi corazón se sobresaltó ante su tenebroso escrutinio. Un tétrico sentimiento de oquedad y desesperanza me recorrió.
-¿Vasile eres tú?-dijo, con una voz espectral. Me sorprendió, sin embargo, su reconocimiento.
Una sonrisa ajena a sus dolientes rasgos se dibujó en su rostro. Tal vez no todo estaba perdido... aún.
-¡Mi querido amigo!-exclamé, dirigiéndome a su encuentro.
No quería que abandonara su posición de comodidad en aquel sofá de negro terciopelo.
El contacto corporal volvió a provocarme un encogimiento en el estómago. Bajo su atuendo principesco, estaba famélico. Pese a ello, la alegría por mi llegada solapaba cualquier otro pesar.
Insistió en levantarse de aquel lecho temporal y mostrarme él mismo la propiedad. Dijo que mi llegada había "reactivado sus yertas venas", "su sangre aletargada", que "le había devuelto las ganas de vivir".
No supe cómo sentirme al respecto, si bien por su súbita mejora o mal por lo pesarosa de su situación.
El aire del castillo tampoco ayudaba. La atmósfera era fría, las gélidas ráfagas se filtraban por la grietas en las altas torres, se deslizaban por las retorcidas escalinatas, sollozaban a través de los laberínticos pasillos y hacían gemir a los añosos pisos. Empero, aunque el panorama ofrecía una vista deprimente, había cierta belleza intemporal en el diseño de la construcción, las pintorescas obras de arte, los suntuosos tapices y escudos que adornaban las paredes y otorgaban una veta de colorido a aquel monocromático entorno.
La alcoba, que había tenido a bien mandarme a preparar, ubicada en una de las torres principales, tampoco resultó execrable luego de que la luz de la lámpara de aceite atribuyera cierto matiz anaranjado, dulcificando los objetos, trayendo una añorada calidez veraniega al interior.
La hora de la cena, lamentablemente, retornó amargas sensaciones ya que mi anfitrión apenas tocó bocado puesto que la comida le resultaba, en sus propias palabras, nauseabunda.
En cuanto al líquido, apenas lo toleraba. Había desarrollado una especie de hidrofobia y el mero contacto con el agua lo exaltaba.
-¿Con qué te hidratas entonces?-me animé a preguntar.
Informó que gustaba de ciertos fluidos más espesos e intensos, menos insípidos y un tanto más joviales. "Licores o vino quizá" aventuré en mis pensamientos. Era difícil adivinar el contenido de su copa cuando las penumbras acompañaban mi estadía.
Otra cosa que supe sobre su nefasto estado, era que le había provocado hipersensibilidad a la luz. El Conde era fotosensible, especialmente a la claridad solar, razón por la cual jamás salía de día. El mero contacto con los rayos ultravioletas podía provocarle una quemazón insoportable.
Mala fue la forma en la que hube de averiguarlo, cierto día en que abrí las cortinas de mi alcoba en su presencia. Luego de soltar un alarido de padecimiento, se replegó, cual criatura indefensa, al refugio de las sombras agolpadas en un rincón. Siguió al episodio una serie de vociferaciones y maldiciones irrepetibles y el desarrollo, de mi parte, de una sólida idea de lo que estaba prohibido hacer en su presencia.
Pese a esto, lo más escandalizador, si cabe, era su insomnio, el cual solía ir acompañado de una intensa paranoia.
Una noche, tras despertar aquejado por una pesadilla, tipo de sueños que eran cada vez más frecuentes conforme se iba extendiendo mi estadía en aquella horrorosa propiedad, lo hallé al pie de mi camastro, en ropa de noche, preso del más severo estado de histeria. Su vista estaba turbada, sus ojos recorrían la habitación sin detenerse en ningún punto focal.
Las luces de los cirios traspasaban las delgadas prendas de su camisón y acentuaban su extrema delgadez, profundizando aquella visión fantasmagórica.
Me encogí sobre mí mismo, puesto que al principio fui incapaz de trazar la diferencia entre el sueño y la realidad. Mas, cuando hube comprobado que quien yacía frente a mí era mi amigo, y pregunté qué le sucedía, soltó una serie de desvaríos, palabras desarticuladas, que ni un interlocutor entendido, como presumía era mi caso, podría ser capaz de dilucidar con claridad.
Análogamente, pude retener algunas frases que, aunque constituían un cúmulo de disparates, al menos no resultaban tan inconexas.
"¿Lo has visto?" "¡Pasó volando!" "¡Una ráfaga de temible oscuridad!" "¡Oh, esos ojos inyectados!"
Tratar de averiguar a quién se refería era un desafío que a las tres de la madrugada no estaba dispuesto a enfrentar.
Con ayuda del vetusto mayordomo, único personal estable, lo devolvimos a su habitación, donde le suministramos algunos medicamentos sedativos.
Por desgracia, situaciones de vesania semejantes constituyeron una constante en las noches subsiguientes.
Estaba claro que, la mejoría que mi anfitrión había experimentado ante mi visita, había sido temporal, efímera, pasajera. Aunque él insistía en que mi permanencia y compañía lo estaba ayudando, "rejuveneciendo".
Quizá por respeto a esa creencia no me marché con la inmediatez que me hubiese gustado, cuando yo mismo comencé a experimentar una sensación de debilidad, cansancio, fatiga y estado de hipersomnia, que generaba que durmiese más horas de las que estaba acostumbrado, especialmente diurnas. Además, estaban esas "insólitas marcas", como hematomas, que habían aparecido súbitamente en distintas regiones de mi cuerpo, sobre todo en el cuello.
En cierta ocasión, de igual manera, me fue imposible disimular mis deseos de partir a la brevedad de aquel inhóspito sitio y de la compañía, que me figuraba cada vez más abominable.
Nos hallábamos, el Conde y yo, en una de las más deslumbrantes galerías de arte que aquella fortaleza ofrecía, la cual exhibía una variada colección de estimables y valiosos objetos históricos: desde reliquias de guerra hasta objetos sacros de las mismas Cruzadas.
Fue cuando mi, ya desestimado acompañante, manifestó su abierto rechazo hacia la propia cruz, su aversión hacia la divinidad y todo lo santo. ¡Cual poseído rehuyó de su presencia, tras mirar el objeto deífico con una mezcla equilibrada de odio y resquemor!
Podía haber soportado otras de sus extrañas manías, de sus ordenanzas delirantes, como el hecho de mandar a cubrir la totalidad de los espejos de la hacienda, por el sobresalto que, decía, le provocaba su propio reflejo. Pero, repudiar al mismísimo Creador fue algo que no estuve dispuesto a tolerar, puesto que me consideraba un fiel y devoto creyente.
Estaba decidido, tras aquel infortunado evento, a hacer mis valijas y marcharse, aun cuando la punzada de culpa por abandonar a un semejante en fase de debilidad y suplicio me atormentaba.
En mala hora el Conde suplicó piedad y me rogó que no lo abandonara, haciendo hincapié en el mismo hecho: "lo gratificante y satisfactoria que le resultaba mi presencia". Era cierto que empezaba a mostrar cierta mejoría en el semblante, pero su estado psíquico seguía siendo ¡demencial!
No obstante, me convenció de compartir una última cena, tras la cual me haría una revelación que, afirmó, generaría un cambio de opinión respecto a mi partida o al menos la comprensión más exacta de su "peculiar" trastorno y la naturaleza de su origen.
Hasta ese punto había creído que la causa de su padecimiento era desconocida, su enfermedad ignorada por la ciencia. Pero la promesa de esa confesión había avivado mi curiosidad.
¿Por qué el Conde era reticente de compartir sus conocimientos sobre su mal? ¿En verdad no había tal cura?
-Está bien, solo me quedaré un día más. El tiempo suficiente para entender...-determiné.
-Un día más es todo lo que necesito-respondió, con un esbozo de esa sonrisa burlesca en sus labios.
Tras una breve cena, en la que lo observé beber más de aquel elixir escarlata (esa noche estuve seguro de su color) de lo habitual, me pidió que lo acompañe a una región, por mi inexplorada, del castillo.
Recónditos pasajes me condujeron al recinto más inicuo: los calabozos. Un penetrante sentimiento terrorífico me asaltó ante un fugaz aparición.
-¿Lo has visto?
-Ver...¿qué?-tartamudeé. Mis aterradas pupilas capturaban volátiles sombras que se retorcían en el techo, ante el contacto de la incandescente flama de mi antorcha.
-A mi creador-murmuró.
Un chirrido espeluznante brotó de las tinieblas y erizó los vellos de mi nuca. Siguió el batir de unas alas en la oscuridad.
Mecí la llama. El fuego se reflejó en un par de ojos escarlatas. Di un paso atrás, preso del pánico, trastabillé y caí. La antorcha rodó lejos de mí.
Por unos instantes me visión se encegueció.
El batir de péndolas resonó cerca de mi rostro. Rodé por el suelo hasta dar con la fuente de luz y entonces lo vi. Estaba cara a cara con esa infame criatura.
El murciélago retrocedió ante la cercanía del fuego y voló hasta posicionarse en uno de los grilletes colgantes del techo.
-¡Fue el vampiro! ¡Él me convirtió en lo que soy! -develó mi compañero, con un tono que evidenciaba vehemente admiración y también temor.
Noté entonces la blancuzca espuma, la salivación excesiva, que manaba de su hocico y un rayo de lucidez clarificó mis turbados pensamientos.
El animal podía ser el culpable de su transformación, sí. Sería factible si fuese portador de un flagelo poco visto en la región, pero igualmente antiquísimo en la tierra: la rabia. No se necesitaba ser médico para deducirlo, ante semejante muestra empírica. ¡Qué obcecado había estado para no darme cuenta!
-Tranquilo...-extendí la mano hacia mi amigo-Ahora que lo sé, podré ayudarte a sentirte mejor-ofrecí.
Aunque su muerte era inevitable, al menos podría buscar un tratamiento acorde.
-¿Ayudarme? ¡Pero si ya lo estás haciendo desde el día en que llegaste!-comunicó, avanzando hacia mí.
En esa ocasión fueron sus pupilas granates las que me escudriñaron con ansias. ¡Y esas negras fauces extendidas! Juro que, aunque el paso del tiempo ha hecho estragos en mi memoria, jamás olvido sus afilados colmillos ciñéndose sobre mí. ¡Duele tanto como el deseo irrefrenable por la sangre!
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