III. Las llamadas
I
Mi padre y yo solíamos cambiar de domicilio. Afganistán, Colombia, Sudáfrica. Lugares que apenas recuerdo. Todos mis enseres consistían en una maleta desgastada por los años que había pertenecido a mi madre. Lo demás, debía dejarlo atrás.
Cada poco tiempo, llamaban por teléfono. Era entonces cuando nos tocaba guardar lo que pudiésemos. Huíamos. ¿De qué? No tenía la más remota idea.
Esta manía tardaría muchos años en desaparecer.
II
Mi padre falleció; las llamadas de teléfono no lo hicieron. Año tras año descolgaba el aparato y escuchaba el silencio al otro lado con el pecho encogido. La última vez que esto ocurrió, vivía en un pequeño piso de Londres. No tardé en coger la maleta una vez más. Un taxi me llevó rumbo a la estación. No sabía de qué huía, pero tampoco estaba dispuesto a averiguarlo.
III
El traqueteo constante del tren no ayudaba a mitigar mi dolor de cabeza y lo mismo ocurrió en el barco a España. Incluso el ajetreo de los bares gaditanos me molestaba una vez en mi nuevo hogar. ¿Qué estaba pasando?
Llamaron por teléfono. Silencio. No, no estaba en condiciones de...
Una sombra se coló por la ventana.
IV
¡Ah! La bestia me vio directo a los ojos y pude sentir, con indescriptible horror, el pútrido aliento que emanaba de su interior. Comenzó a llorar sin control.
—Mi niño... —sollozó—. No sabía si te volvería a ver. Te he buscado durante tanto tiempo...
Posó una mano pegajosa en mi mejilla. Era...
—¿Mamá?
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